CAPÍTULO 3
FUERA DE ÁFRICA
Se lo van a fumar completo, dice.
El resultado de toda una noche de sus reflexiones. Se los van a fumar, a todos ustedes, completo, dice.
El plural de la nueva formulación de Juan Carlos no es humillante como se podía percibir la de la noche anterior pero tiene otras resonancias en la conciencia, más dispuesta a tirar las humillaciones en el almacén de los rápidos olvidos que a obviar las señales de peligro. Es una condición de la supervivencia. Cuando el pellejo está en juego, poco importa la larga lista que puedas haber acumulado de situaciones ofensivas y de indignidades.
Pero hay datos circulando y uno debe apurarse a bajar las barreras.
—¿Tú crees eso, Juanca?
La pregunta hecha como al descuido.
Uno trata de mantener su empaque y el tono sereno aunque indagatorio cuando en realidad lo que uno está es desesperado por huir, a como dé lugar y hacia donde sea.
Juan Carlos está desenroscando una cafetera italiana de tres tazas. Y asiente, lo cual es siempre una forma grave de decir sí.
—¿Tú crees? ¿De verdad?
Nuevo asentimiento.
Nuestros sistemas de alarma aún se resistían a despertarse pese a la masiva influencia de estímulos que se estaban recibiendo desde el exterior.
Este grupo de viejos revolucionarios, de veteranos de guerrilla y maestros de los servicios de Inteligencia se empeñaba en menospreciar lo que sabían, lo que se les estaba informando y en desconectarse del comando de su intuición, pese a que, desde afuera, todo indicaba que nos precipitábamos en una emboscada. Una ingenuidad de origen abstracto abatía las llamas del conocimiento de unos cerebros verdaderamente adiestrados para estos menesteres. Los profesionales que no aterrizaban en ninguna parte del mundo sin una Brownie High Power de 9 milímetros enfundada en la costosísima cartuchera Bianchi, devenían unos primos —la más baja estofa en la clasificación de los combatientes cubanos— que, para comenzar, iniciaban su desarme unilateral cuando rechazaban la información que se les suministraba, y que a esas alturas del juego entendían que debían ser como una secta fatalista que se precipitaba hacia su designio de muerte e ignominia, nuestra risueña levitación hacia el cadalso.
La cafetera lista. Ha sido cargada de café y el café, como es la costumbre nacional, ha sido sólidamente apisonado en su embudo a pesar de las advertencias en sentido contrario de todos los fabricantes de cafeteras italianas, que prescriben el método. El artilugio ha vuelto a ser enroscado. Juan Carlos, con sus dos poderosas manazas, en un inapelable movimiento de tranque, debe prácticamente haber soldado las dos piezas que ahora constituyen el objeto de nuestra inconsciente adoración y que permanece sentado sobre el fuego azulado del hornillo de gas.
—Lo van a descojonar por una razón —dice—. La razón más simple del mundo.
Yo no me imagino qué razón puede ser esa que Juan Carlos cree vislumbrar.
—Yo no me imagino qué razón puede ser ésa —digo.
Estoy bajando las defensas. Quizá excesivamente ante el único discípulo probable de mi existencia.
—Yo sé que no, yo sé que no te lo imaginas, porque no quieres perder.
Juan Carlos se está desarrollando. Está yendo mucho más allá de lo que yo podía calcular y de lo que me hubiese gustado permitirle.
—El problema tuyo es ése, que no quieres perder. Pero el de Tony es que ya tiene demasiadas cosas en las manos.
—Demasiadas cosas —repite.
Ya estaba entendiendo. Por eso las evidencias de emboscada se aceptan con lentitud, con reticencia, y, puestas en balanza, las humillaciones gustan más.
Ah. Entendido.
Ya.
Lo que no puedes aceptar es la pérdida del poder. Juanea se anotaba un punto.
El gorgoteo. La cafetera vibra y hay una siseante emisión de vapor y los efectos de una fuerza de empuje interna parecen meter el hombro, desde abajo, para levantar la tapa niquelada.
La ceremonia de servir el café, al no ser presidida por una mujer, se resuelve con rapidez y sin gracia, compactada por los movimientos de maniobra de Juan Carlos.
—Tiene azúcar —dice. La taza, en una de sus manos y frente a mis ojos.
El despertar en aquel recinto era difícil siempre para mí, el descubrir invariablemente a Juan Carlos, como si bloqueara la puerta de la habitación de enfrente, el darme de bruces con él, cuando mi costumbre de compararlo con un oso peludo podía adquirir el plomo absoluto de la verdad revelada, moreno, fuerte, ex oficial del Ministerio del Interior y baterista de un grupo de rock y genio de las computadoras de MC, era el oso inmenso de pelambrera negra que me clavaba su mirada de piedra mientras yo cerraba la puerta detrás de la hermana, aún arrebujada en una sábana y aún desnuda y aún abatida por una serena molicie mientras yo cerraba esa puerta y la contemplación de uno de sus breves pies desnudos y la larga pierna fuera de las sábanas era objeto de mi escrutinio ascendente hasta, desde luego, llegar a las blancas y protuberantes nalgas y destapadas y siempre, en ella, mostrándose en un gesto de apertura, de oferta, y yaciendo como yacía, sobre su brazo izquierdo, la imagen se apagó, en cámara lenta, como una gota de agua que atrajo sobre sí toda la luz de una mañana y que fue mostrada en una amplificación de uno por diez mil.
Entonces yo —por mi propio bien, desde luego— tratando de suavizar la situación y el Juanea, reconvenido él mismo, yéndose a la situación de hermano menor, ayudará con alguna propuesta blanda, hacer ese café que ya ha hecho, o algo por el estilo, y como si él me hubiese acabado de abrir la puerta de entrada de su casa y yo no hubiese salido del cuarto de su joven y preciosa hermana, la frágil pieza de porcelana —de obligado, cuidadoso trato— que yo venía de acabar de hollar, de profanar sus vellos púbicos y gozar de cada uno de los milímetros de su piel, de insistir en su culito con la lengua, con los dedos o con el resto del instrumental y de haberme extasiado entre aquellos dulces anillos de su recto, de agarre perfecto, un oscuro hoyuelo hundido entre dos nalgas que ya he descrito como protuberantes, y cuya reticente elasticidad sometía a prueba mientras la asía firmemente, con mis dos manos, por las caderas y mordisqueando su nuca, y era una muchacha de olores primaverales y de vellos rubios y sedosos, vellos milimétricos que se electrificaban aún dormida —pero sonriente, agradecida— cuando yo la acariciaba con la palma de la mano.
«¿Hay cafecito, Juanca?», era la primera pregunta de rigor.
Primera respuesta, también de rigor:
«Vamos a ver.»
«¿Leche?»
«Vamos a ver.»
«¿Tú vas a ver?»
«Voy a ver.»
Juan Carlos y yo sabíamos hablar claro, ésa era la virtud, y un poco después de la mañana del 28 de enero de 1989 —yo estaba acabado de llegar de lo que (hasta ahora) es mi último viaje a Angola— en que había visto por primera vez la espalda de Vivian, apenas vislumbrada al paso, debajo de su bata de casa, que al descender, limpio y vaporoso el algodón estampado, se amontonaba sobre sus glúteos, de blanquita cubana moldeada por ósmosis con negras esteatopigias, de esclavitud, que se hicieron cubanas en las plantaciones de caña, y que fue la muchacha que me colocó como una de sus prioridades existenciales desde que abrió la puerta y ofreció, como era de rigor, café y comenzó a revolotear por mis alrededores, y dijo que enseguida me llamaba a Juan Carlos y preguntó de inmediato si podíamos dejarla en Primera Avenida y 18, en la escuela de idiomas donde trabajaba y que después, en el camino, seguramente probando mis posibilidades, mencionó El Tocororo, el restaurante más exclusivo de La Habana, y casi que se invitó ella misma, y luego de que se apeara en su escuela y yo le dijera a Juan Carlos: «¿Qué pasa si me empato con tu hermana?», tuve elementos para evaluar la situación.
Nada.
Loud and clear. La respuesta de Juan Carlos era previsible.
Nada.
Después hubo una reconsideración. Lo único que no quería era «una mariconada», es decir, en términos redondamente cubanos, que no le hiciera un daño de consideración a la muchacha, algo que en los códigos de conducta anteriores al triunfo revolucionario se hubiese entendido rápidamente como desflorarla fuera del matrimonio o dejarla embarazada, pero que a finales de la década de los ochenta se convertía más bien en un ejercicio obligado de retórica, un sonido sin ninguna clase de furia, vacío de todo significado.
Y otra cosa, se apresuró a decirme.
Más importante que nada. No quería verme lavando los blumers de su hermana, tal y como un feliz y complacido marido anterior de ella solía hacer un par de veces a la semana.
Estaba mejor esa cláusula. Era una advertencia sobre un temperamento.
Implacable pequeña maestra de inglés.
Por lo pronto, cuatro meses y un día después de aquella pregunta, estaba el único representante de la familia Fuentes incorporado, como uno más, en los alrededores de la tibia cocina, tomando su cafecito, en compañía de los cinco miembros de la familia Capote, que ya se habían levantado. Conseguí que Vivian me alcanzara un vaso de leche de la reserva familiar, luego de una ligera actuación que solía repetirse.
—¿No tienes leche ahí?
—Déjame ver.
—Mira a ver, anda.
—Voy a ver.
—Yo no sé si hay —interviene Juan Carlos, a quien ya le había hecho la solicitud.
Otro clásico performance del proceso. Si los cubanos no obtenemos una negativa firme y concluyente a la primera solicitud, seguimos pidiendo. Los cubanos —déjenme explicarles— hace como 30 años que no tenemos reparo en meter los tenedores en un plato ajeno, y abrimos los refrigeradores, buscamos en los estantes, también debajo de las camas y efectuamos la pesquisa completa de lo que queremos obtener con toda naturalidad y entre amigos, y es algo que va más allá de la promiscuidad en que vive un 90 % de la población desde los años sesenta, y algo peor que la pérdida del sentido de la propiedad después de tantas nacionalizaciones, intervenciones y socializaciones. Las relaciones sociales de producción han perdido toda seriedad dado que el trabajo y sus resultados —tanto para el país como para sus productores— carecen de valor real, viviéndose como se ha vivido gracias a los suministros soviéticos y donde la amistad se ha convertido en el verdadero rasero o regulador de cualquier actividad social, política y económica —esta última para llamarle de alguna manera a la obtención de productos y medios de vida.23
La leche. Se hallaba a buen recaudo dentro de un habitualmente desolado refrigerador, pero que en las últimas semanas comenzaba a animarse con las pequeñas y multicolores raciones de carnes y quesos envasadas en los paquetes de aluminio y plásticos y los panecillos envueltos en nylon procedentes de la comisaría de Cubana de Aviación.
La ceremonia del café, esta vez sintetizada por Juan Carlos, y mi habitual petición de un vaso de leche fría, se producía asiduamente —cuando yo pernoctaba con los Capote— al pie de la cocina, que se hallaba detrás de un counter del reducido apartamento.
—¿Qué más tenemos ahí? —le pregunté a Vivian, sujetándola por una muñeca y en ademán —una broma, por supuesto— de retorcérsela.
—¿Dónde, muchacho? ¿Dónde?
Una Vivian sonriente y sin perder sus aplomos de fierecilla ingobernable, enfundada en su elegante uniforme azul, hurgó en mis bolsillos, en busca de los cigarrillos de exportación Montecristo. Permiso para encender cigarro, dijo con la mano sobre una visera imaginaria y con tonos pretendidamente militares, lo que aumentaba el nivel de picardía en todas sus acciones y la intensidad del desafío a que siempre me estaba queriendo someter. Juan Carlos —y ocasionalmente su mamá o su mujer— podían estar obligados, por la estrechez del lugar, a presenciar las escenitas de esporádica luna de miel, pero se las arreglaban —no se sabe cómo en aquellos escasos metros cuadrados— para no hacerse sentir y desaparecer de inmediato.
Muchas veces pensé que la actitud de Juan Carlos, su «dejar pasar», así como el permanente desafío de Vivian, eran atribuibles a una conducta generacional y que era específica de Cuba. Que Juan Carlos aceptara que yo, su amigo más cercano, tuviera a su hermana como la segunda amante de un escalafón de mujeres bajo mi patronazgo y disfrute, y usufructo, nunca ha sido algo aclarado, aunque pueda pensar que en última instancia fue la solución más inteligente adoptada por él con dos de las cuatro únicas personas de su círculo cerrado de afectos y no queriendo perder a ninguna de las dos, pero que no acababa de tragar que Vivian lo aceptara, no ya ser amante oficial de un hombre casado, sino la segunda amante oficial de un hombre casado y con otra amante oficial y que de alguna manera ya estaba reconocida universalmente, al menos con ciertos derechos de antigüedad, sólo pude explicármelo por el enorme deseo de lucha del que Vivian hacía gala y porque realmente pensó alguna vez que podría doblegarme. El síndrome del marido anterior lavándote los blumers y no tú los calzoncillos, a veces puede ser muy perjudicial en el desenvolvimiento táctico estratégico de los sueños de rosa de una muchacha. Al final, conmigo, tuvo que conformarse con explorarme —actividad a la cual se dedicara con fruición— y decirle a las amigas que yo «hacía igual», es decir, que la llevaba a la cama todas las noches «sin ningún tipo de problema» —una necesidad apremiante de comparar la capacidad y resistencia sexual de un hombre en el inicio de su edad madura que trabaja sobre su cuerpo joven y ávido, con los mocetones de su experiencia habitual (aunque no tenían por qué saber que esto último se lograba, entre otros, como resultado del habilidoso despliegue de tres o cuatro trucos), pero se trataba también de comparar a los cotidianos ciudadanos de su entorno con un hombre del poder, de esa reducida capilla cuya existencia las autoridades y el Partido se empeñan siempre en negar, sobre todo ante las capas humildes y trabajadoras del pueblo, pero que es la cofradía de la que se cree atisbar sus fugaces y enigmáticos rostros desde los Ladas de caja quinta desplazando ondas subsónicas de trayecto hacia un lugar que (no puede ser otro) debe ser el olimpo invisible y nunca enteramente descrito de los elegidos.
Las piernas torneadas de Vivian, vestidas con pantimedias oscuras, le sentaban muy bien, junto con su uniforme de aeromoza; y la palidez de su rostro se acentuaba por la severidad del azul prusia del uniforme sobre el que, como en una danza de siluetas, los brazos de auténtica porcelana blanca, y desnudos desde la media manga, se movían —gracias probablemente a los contrastes de blanco sobre negro—, con cierta majestuosidad, y yo contemplaba, en secreto conocimiento para mi solo consumo, las pequeñas y elegantes manos con las que estuvo amasándome los testículos toda la noche, incluso dormida, y con las que ahora se valía para manejar los utensilios de su desayuno y dentro de dos horas, junto con estudiada sonrisa, para los ademanes de dar la bienvenida a bordo y acomodar a los 162 pasajeros del vuelo a Madrid. El pañuelo tricolor de cabeza colocado al descuido como una bufanda era el atractivo detalle final de su presencia en este mundo aquella mañana.
El claxon abajo. Dos toques. Un automóvil negro, sin rótulo, pero perteneciente a Cubana de Aviación, espera por ella. Es un Volga 24, el remedo soviético del Mercedes Benz, y se asigna para recoger tripulaciones por toda La Habana. En breve se producirá el descenso real, desde su apartamento, de Vivian, la muchacha que es la envidia del barrio, porque obtuvo una plaza de aeromoza, gracias a su dominio fluido del inglés, y porque es una de las pocas, en un perímetro de varios kilómetros a la redonda, con una docena de pantimedias en la gaveta, y además porque «sale» conmigo, es decir, paseamos juntos con frecuencia, y yo he sido identificado como «un tipo que es ministro o comandante y que se cree que es Dios», es decir, arrogante, poco dado a saludar al resto de los ciudadanos. En verdad, ella desesperaba por un poco de aventura y sobre todo por pertenecer a algo diferente al aula mal ventilada donde impartía sus clases sobre Shakespeare o Bacon y adentrarse a como diera lugar en uno de los estamentos de la hipotética aristocracia criolla, aunque fuese esa línea subalterna que es ser una aeromoza, y en la que se había enrolado pese a mi oposición porque para algo era una licenciada en Lengua y Literatura Inglesa y porque yo sabía todo lo que iba a ocurrir después, y de hecho ya estaba ocurriendo, que era estarme hablando de los capitanes de los Il−62, sus nuevos ídolos.
Aventura y poder, quizá una ilusión.
Pero resultaba una combinación imposible de soslayar para una cubanita ansiosa de salirse de la tontería asfixiante en que, se daba cuenta, estaba condenada a vivir en eternidad, y un tipo que pese a sus aires irónicos de intelectual, jamás se le oye hablar de problemas existenciales y que ella ve a los duros de la Revolución reverenciarle, y cómo le hacen gracias, y él se mueve con naturalidad y hasta ganando distancia en el coto cerrado de la casta militar, y que entra y sale del país como tomar agua, un tipo que va de los dominios de la muerte a los de la inteligencia, y entonces a los del poder, y después a los del comercio, no está mal si se te posa con la lengua entre las piernas y te sorbe el clítoris y a veces lo tienes de uniforme de campaña, uno de esos atuendos de combate sorprendentes en su atractivo, con mangas recogidas en gruesos dobleces sobre el codo, y broches metálicos y el apellido en una banda sobre el bolsillo izquierdo de la chamarra, por lo que existe casi que la obligación de enamorarse, sobre todo si la posibilidad más próxima, otro intelectual que le había quedado cerca —es decir, con el que también se había acostado—, pero diferente por un largo tramo si lo conocías, era un cuarentón de apellido Rodríguez, flaco y dulzón, procedente de una familia de pobres de solemnidad, profesionales del hambre, de una aldea en las proximidades de La Habana pero que había saltado al estrellato internacional, gracias a una excepcional producción de canciones políticas y que miles de mujeres, de Madrid a Santiago de Chile, se extasiaban gritando su nombre, Silvio, Silvio, y coreaban sus canciones en los estadios a lleno completo en los que se presentaba, y al que, por lo menos dos generaciones de cubanas, habían decidido pasárselo por la vagina, y que —¡desde luego!— se llevaba muchas más mujeres a la cama que cualquiera de nosotros, infelices y comunes mortales, pero que no había manera de que hiciera vibrar a ninguna pese a sus aires melancólicos de perro apaleado que aún no aprende la lección de la fama y que cree necesario ser lo mismo modesto y humilde que un monumento de irascible soberbia.
Juan Carlos y yo acompañamos a Su Alteza Serenísima en su descenso a tierra, desde el cuarto piso, donde estaba el apartamento. El día empieza bien: con un elevador que, milagrosamente, trabaja. Entonces llegamos a la planta baja y nos aproximamos a la acera y yo miro hacia la zona de parqueo en busca de la segunda buena noticia y poder respirar tranquilamente al cerciorarme de que mi Lada color amaranto ha sobrevivido una noche más a la codicia de los cacos.
«Pe Cero, Veinticinco.»
Me estaban divisando. Acababan de divisarme. El carro 25, un Lada 1500 S, color crema, era desde el que se me estaba divisando y era el «móvil» del que disponían como avanzada de mi seguimiento porque no tenían punto de chequeo fijo frente al edificio donde se hallaba el apartamento de los Capote, entre otras razones porque yo apenas pernoctaba allí.
Las llamadas de alerta —para anunciar que el objetivo se halla en movimiento— deben hacerse a la jefatura —«Punto Cero»—, desde el punto de chequeo —regularmente ubicado frente a la residencia del objetivo y en la casa o apartamento de uno de los «vínculos útiles» del K-J— y siempre por teléfono para evitar que los puntos fijos de chequeo sean ubicados en el mapa por radiogoniometría, sobre todo en el caso de los diplomáticos de los Estados Unidos de América, supuestamente equipados con la última tecnología para rastrear con precisión «la cola» que no les abandona por toda la ciudad y los centros desde donde se imparten las órdenes. Aunque Fidel había decidido, por primera vez en la historia del K-J, que la Brigada 1 se desentendiera de los diplomáticos yanquis para volcarla por completo sobre nosotros, comenzaban a registrarse algunas incompetencias. Una, por lo menos en mi caso, era que podía dormir en cualquier cama y que carecía de un lugar de trabajo. Así que se les hacía obligatorio avanzarme un carro al pie de cualquier edificio, o en las cercanías de cualquier casa, donde se me ocurriera cobijarme, y tenían que trasmitir por radio para darle a la jefatura las coordenadas de mi seguimiento. La modalidad, necesariamente, tuvo que llamar la atención del team de radiocontrainteligencia de la Sección de Intereses de los Estados Unidos de América en La Habana. Como quiera que los cubanos estaban trasmitiendo todo por radio y ellos, los gringos de la SINA, no acertaban a detectar su cola habitual y que la situación se prolongara durante varias semanas, debe haberlos inclinado por la variante operativa de que los cubanos empleaban métodos de chequeo desconocidos y hasta el momento no detectables y no percatarse de que se estaba produciendo en sus narices el cambio de política más dramático del proceso cubano y que era merecedor de inmediato de una reconsideración de Inteligencia y diplomacia de los Estados Unidos de América, porque había algo mucho más que simbólico en el hecho de que Fidel hiciera virar la dirección de trabajo de la Brigada 1 del K-J, sacándosela de encima al personal norteamericano destacado en Cuba y lanzándola, como una jauría, sobre su propio dispositivo revolucionario. «Dejen tranquilos a esos bobos de la SINA, que no aciertan una, y ocúpense de Ochoa.»
Excepto cuando yo aterrizaba en casa de Eva María Mariam, donde disponían enfrente de un punto de chequeo fijo, en la casa de tejas rojas del coronel retirado de las fuerzas blindadas, Diosmediante Ballester, al otro lado de la desolada calle llamada Quintana, por la que transitaban más arañas que vehículos, o que hiciera noche en mi propio apartamento, con micrófonos instalados hasta en los inodoros, los kajoteros tenían que pasar la velada refugiados en sus vehículos o a la intemperie y continuar desarrollando a mis expensas un rencor sórdido y un desprecio incurable por los impredecibles lugares de mi vagar existencial, en los que yo pudiera dejarme caer. Siempre molestos conmigo por las vueltas que —ellos decían— yo daba, y la cantidad de gente que visitaba y las mujeres con las que me acostaba. Esto último, desde luego, era el fundamento básico de su irritación, y vector permanente de comentarios insultantes sobre mi persona.
«Indique, Veinticinco.»
«Cero Dos la Pluma.»
El Punto Cero solicita al carro 25 que informe la situación. El carro 25 informa que el objetivo está en movimiento. 02 es el indicativo de en movimiento. La pluma fue el indicativo con que estos hijos de puta me bautizaron. Fue una porción de lo que, tiempo después, llegaría a mi conocimiento. En fin, que yo estaba en movimiento, en realidad, que había salido del edificio y que ya estaba afuera. Regularmente —repito— éstas son comunicaciones desde el punto de chequeo al Punto Cero, pero en mi caso, aquella mañana, se habían visto obligados a sustituir el punto de chequeo con el carro 25.
Arriba, en el apartamento, se quedaban la mujer y la madre de Juan Carlos. Me despido de Vivian, y con un rápido beso en los labios y otro en la punta de la nariz, hago como si la dejara escapar, y entonces vuelvo a atraerla hacia mí, y tomándola autoritariamente por las caderas, para que tuviera bien presente todo el día laboral quién fue —por lo menos anoche— su dueño, y para que me vieran desde el Volga sus dos o tres compañeritas, que no pierden ni pie ni pisada de la escena, vuelvo a besarla, ahora con mayor largura. Mi performance, desde luego, es también para ellas. Para que vieran qué cuarentón más guapo y qué elegante con mis jeans Levi’s y mi guayabera azul pálido, y mis Ray-Ban negros como un cuervo, y mi Rolex y pulso de pelo de elefante en la misma muñeca, la izquierda, y la derecha sin ningún adorno, y mi sonrisa tan jodedora y cómo manipulo a Vivian, a mi antojo. Miro, más burlón que desafiante, hacia el Volga, y hay un rostro severo, que es el del chofer, y las sonrisas de dos muchachas, y yo les digo a ustedes una cosa ahora, de toda mi experiencia cubana, antes y después de mi paso por los salones del poder y del conocimiento de todas las glorias de la Revolución, la experiencia más indeleble, la que se me mantiene inalterable y que más aprecio, es la de esta época en que no había una mujer que se me resistiera en La Habana y de las que yo disponía, cuando quisiera.
Observo a Vivian, mientras apresura el paso hacia el Volga 24. Estoy persuadido de que no va a mirar atrás, partiendo de la base de que las despedidas pierden sentido para un personal de tripulación aérea.
Fue la última visión de Vivian aquella mañana en que —aún no lo sabíamos, desde luego— habían llamado del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias a Arnaldo Ochoa y comenzaba nuestra destrucción, en metódico proceso.
Es decir, yo aún no había desembragado, al menos a nivel de la psique, de mi concentración mental en el culo de Vivian en el momento y en las proximidades del lugar del comienzo del fin de la Revolución Cubana.
Vivian se detiene antes de abrir la puerta, se toma todo su tiempo para girar el rostro hacia mí y, en la palma abierta de la mano izquierda, que ha besado fugazmente, soplar en la dirección en que yo me encuentro. Entonces, un velo de nostalgia en anticipación, como el reconocimiento de un destino inexorable, apareció de repente en su mirada, y, antes de volverse por completo y entrar en el automóvil, trató de sonreírme y de ser dulce y de estar en frecuencia. En mi frecuencia. Muchacha.
Hay un Lada, de color crema, desde el que somos perfectamente visibles.
«Punto Cero, Veinticinco.»
«Indique, Veinticinco.»
«Cero Tres la Pluma.»
03 quiere decir que el objetivo está caminando. Yo caminando hacia mi automóvil.
Tienen mi fototabla, o un juego de fotografías independientes, con todos los posibles ardides de lo que llaman «enmascaramiento», es decir, mis previsibles disfraces o intentos de cambio de personalidad, bigotes y barbas postizos, pelucas, espejuelos, y variaciones de mi rostro con pelo teñido, dibujados sobre una foto mía que ha sido tomada como base, y una pequeña biografía, que hace hincapié en lo que llaman «hábitos y costumbres» de —en este caso— mi conducta regular, que pueden haber recolectado durante años, y los nombres, direcciones y teléfonos de las personas que frecuento. Ellos a su vez, además de estar de civiles y armados con pistolas Makarov, llevan dentro del carro una parafernalia de disfraces de rápido cambio para actuar sobre una base igualmente mañosa del «enmascaramiento» —aunque los disfraces a disposición de los kajoteros, es comprensible, sólo sean de la cintura para arriba, porque es lo único visible en los carros—, como pelucas, camisas de corte, colores y estilo diferentes, batas de cirujano o de barbero, camisetas deportivas, bigotes, barbas, pelucas, moldes de yeso para aparentar brazos entablillados, espejuelos y gorras, y las placas de matrícula de automóviles con numeraciones de distintas series —de agarre por imán, que se instalan de un bofetón, en un santiamén—, y cámaras fotográficas con teleobjetivo desde los años sesenta, y a partir de 1987, con cámaras de video Sony, de 8 mm, casi siempre.
El Lada color crema del K-J está parqueado en la rampa de acceso de una cafetería, clausurada hace muchos años, en los bajos de un edificio de tres plantas, a unos 70 metros, en diagonal por mi izquierda.
Las llaves en manos del Juanca. Yo hacía siempre lo posible porque él manejara.
—Vamos a casa del Patrick, brother —digo—. Que Tony nos está esperando. Ah, por esto me pasé la noche recordando al Pat en Luanda.
«Punto Cero, Veinticinco.»
«Indique, Veinticinco.»
«La Pluma con un Cero Cincuenticinco. Del Patio.»
055 es una persona ajena al caso. Del patio quiere decir que es cubano. Yo caminando hacia mi autómovil en compañía de un cubano ajeno al caso.
Nos estamos instalando en el mejor Lada que nunca rodara por La Habana, aún fresco en su interior y con el techo y los cristales bañados de rocío, por la noche al descubierto, y uno sin obligación de usar los cintos de seguridad, porque esa ley prosperó poco en Cuba. Arranca al palo, es decir, apenas Juan Carlos hace girar la llave del encendido, pero no le dejo avanzar hasta que las agujas de la presión de aceite no hayan caminado un poco en su reloj y la aguja de la temperatura del motor no haya comenzado a cabecear. Es la actitud mínima que se requiere en los trópicos para la explotación óptima de un Lada, de la que uno se había hecho un profesional. Entonces me acomodo en mi asiento derecho, ventanilla abajo, y en un gesto de bien estudiada ingenuidad, para cualquiera que me esté observando, arreglo a mi conveniencia el espejo retrovisor y le digo a Juan Carlos que me lo deje.
—Déjame éste, Juanca —le digo sin apenas mover los labios.
Mi gesto es rápido y perfecto y he garantizado una visión en profundidad hacia mi retaguardia operativa. No tengo que denunciarme en el trayecto, moviendo y buscando en el retrovisor del techo o por el de la puerta del chofer, si tenemos cola. Un simple atisbo hacia la derecha, y me llevo todo el ruido que traigamos de arrastre.
«Punto Cero, Veinticinco.»
«Indique, Veinticinco.»
«Cero Cuatro la Pluma.»
04 es el automóvil. Quiere decir que ya estamos instalados en el auto, montados en el carro —según la lingua cubana. Hasta aquí —trasmisión de Cero Cuatro la Pluma—, todo hubiese sido materia del punto de chequeo fijo y se hubiese comunicado por teléfono al Punto Cero, que de inmediato hubiese pasado sus órdenes por radio a los carros. Según la terminología de los kajoteros, desde que el punto fijo— o el carro que suple su función —indica el objetivo en cero cuatro, el Punto Cero toma el mando de las acciones automáticamente, el que organiza el desplazamiento de sus carros— siempre numerados del 20 hacia arriba, para no confundirlos con algunos indicativos o numeraciones de calle —y el que comienza a marcar en planchetas, como control de tierra en los combates aéreos, o desde una cabina de radar, el trayecto del objetivo.
«A todas las Cero Cuatro que tienen la Pluma: a la viva», trasmite el Punto Cero. Todos los carros de mi chequeo en alerta.
«Veintisiete, Pecero.»
«Indique, Pecero», responde el carro 27.
«Veintisiete, tome el Dieciocho de la Pluma.»
Acaban de pasar el control de mi persecución al carro 27, ya que 18 es tomar el control del objetivo.
Como quiera que una brigada de chequeo regular se compone de tres carros y como me han adelantado uno como punto de chequeo, sólo hay dos agazapados en los alrededores para mí. De cualquier manera, el carro dislocado como punto de chequeo cesa en esta actividad y se suma de inmediato a la persecución.
«Veinticinco, Veintisiete. Dame una.»
El carro 27, que ha recibido la orden de iniciar mi seguimiento —o «caminarme» o «llevarme», lingua kajotera—, le pregunta al carro 25, que acaba de soltarme como punto de chequeo, cuál es el rumbo que yo he tomado. Es una solicitud de orientación, porque aún no me ha divisado. Dame una quiere decir eso. Dime por dónde cogió el tipo.
Yo estoy en el Lada 1 500-S, de mi propiedad, matrícula HO 3502, con el compañero Juan Carlos Capote al timón, y hemos doblado a la derecha por la calle de acceso a la Avenida del Puerto o Malecón, rumbo este, para avanzar unos 150 metros en esa dirección, hasta la Avenida de los Presidentes o Calle G, donde procedemos a circunvalar la rotonda que se halla en el lugar y dirigirnos en dirección por completo opuesta a la que traíamos, por la Avenida del Puerto, hacia el oeste.
A la izquierda, edificios, todos construidos en los cincuenta y todos requeridos de pintura y reparaciones. A la derecha, fundido sobre los arrecifes, el famoso muro del malecón habanero, con su grueso, exagerado empaque militar y ocasionalmente erosionado por el salitre; luego, la bóveda del cielo y el mar.
«Veintisiete, Veinticinco. La Pluma por Domingo a Chulo.»
Domingo es la Avenida del Puerto —o Malecón— y se designa Domingo porque es la primera calle de La Habana a partir del mar, y Chulo —hacia donde me dirijo— es la calle 12, de El Vedado, nombrada por uno de los significados por aproximación del número 12 en la charada china, es decir, proxeneta (cuyo verdadero número en este juego es el 13), y como quiera que nadie en Cuba llama así a los proxenetas, sino chulos, ése es el nombre de cobertura empleado oficialmente por los servicios de Contrainteligencia para llamar a la calle 12, una de las más viejas y tranquilas avenidas de El Vedado, y una de las primeras con cuatro vías, y que, comenzando en el Malecón, sube por las faldas de lo que fuera una empinada colina y desemboca directamente en las arcadas de entrada del lugar donde todos los cubanos ilustres, no importa cuán lejos hayan nacido, deben ser enterrados: el cementerio de Colón, nombrado así, desde luego, porque fue el lugar escogido —aunque finalmente no logrado— por España para la sepultura definitiva del Gran Almirante de la Mar Océana.24
En fin, que Juan Carlos y yo nos movíamos en dirección oeste.
Yo estoy hablando todas las boberías que se puedan imaginar sobre Roy Orbison, un cantante de la escuela legendaria y cuna del country-rock, la Sun Record Company, de Memphis, Tennessee, que se acaba de morir, luego de que las cosas le iban realmente bien por primera vez en su carrera y que hasta tenía a Bob Dylan y a George Harrison a sus pies y que es uno de mis principales objetos de disertación intelectual de las últimas semanas, desarrollar un homenaje permanente a Roy, pero también con el objeto de que el Juanca se ilustrara con lo que había de verdad y de permanente en la música desde el surgimiento del muchacho del rostro picado de acné procedente de Túpelo, Mississippi, con su guitarra de cuatro dólares, el superviviente por 42 años del parto de Gladys Presley de los mellizos muertos Jesse Garon y Elvis Aaron. Yo disertando sobre rock para el Juanca, mientras el Punto Cero recibe la comunicación del carro 27 de que me tiene visual, sin problema, y por lo que los planchetistas del Punto Cero proceden a mover sobre la plancheta el juguete imantado que simboliza mi Lada, al mismo tiempo que el carro 41 comunica al Punto Cero que también tiene visual, sin problema a Solo, Cero Cuatro el Solo, que es el indicativo con el que bautizan a Tony —solo de solitario, porque se halla en las antípodas remotas de los mellizos—, y que se dirige desde el otro extremo de la ciudad y, en dirección opuesta a la mía, hacia un punto en el este y el Punto Cero le pide un comprendido.
«Cuarentiuno, Pecero.»
«Indique, Pecero.»
«Cero Cuarentiséis, Cuarentiuno. Dame una.»
046 es dame tu ubicación. Se suele integrar con el Dame una, que ya conocemos, como si fuera un juego de cartas.
«Cero Seis a la Ochenticinco», responde el carro 41.
Tony se traslada por la Quinta Avenida a la altura de la calle 84, según el simple método de aumentar un número cuando se trabaja por arriba (o rojo), y un número menos cuando es por abajo (o azul).
Yo he abandonado Domingo y me he incorporado también a Cero Seis, la Quinta Avenida, aunque manteniéndome en dirección oeste, cuando el Punto Cero le ordena al carro 29 que tome el Dieciocho la Pluma, que asuma mi persecución, estando yo a la altura de Quinta Avenida y calle 24, es decir, Cero Seis a la Veinticinco, por lo que el carro 27 abandona automáticamente su presencia en mi cola y busca una paralela, en donde ha de mantenerse en stand-by, esperando para volverse a reincorporar, al igual que se encuentra el carro 25.
He terminado para Juan Carlos mi descripción de la cara de vieja matrona de burdel tejano de Roy Orbison y de la Cruz de Hierro con la que él mismo se había condecorado, como si fuera Rommel o el Kaiser Guillermo II, cuando le digo, sin argumentación previa:
—Siguen pegados.
Juan Carlos procede como un veterano. No se le mueve un músculo de la cara ni hace un solo movimiento con la cabeza para hacer un paneo de registro del retrovisor del techo al de su puerta. Aunque es la hora de tránsito más animado en la Quinta Avenida y traemos atrás los Mercedes y Volvos diplomáticos y un enjambre de Ladas y Moskovichs de personal cubano y los inevitables Chevrolet supervivientes de la década de los cincuenta, Juan Carlos es exacto al responderme.
—Un Ladita verde.
—Sí —digo— acaba de cambiarse por uno cremita, que dobló después de que pasamos la calle 20.
—Pero no es japonés —dice.
—No —digo— no es japonés. Y eso es lo que me preocupa.
Ciertamente, si no querían anunciar su presencia con un chequeo japonés o demostrativo, era porque no había interés de advertirnos nada ni de meternos miedo para que nos pusiéramos a buen recaudo y no tener que usar la fuerza contra nosotros. No, señor. El interés era otro. Pero no había que devanarse los sesos porque no existían muchos otros. Más bien era el otro.
Estaba malo aquello. Uh. Bastante. Se estaba poniendo malo de verdad.
Cuando tú ves que estás bajo control y que, al unísono, te están cerrando todas las puertas, prepárate.
—Se está poniendo malo esto, Juanca —digo.
Juanca asiente, apenas perceptible su gesto, mientras se concentra en conducir.
—Malo de verdad —insisto.
Es así como, entre los distintos objetivos que la Brigada 1 del K-J sigue en La Habana esta mañana del lunes 29 de mayo de 1989, estoy yo, y por otra parte Tony también, por otra troika similar, aunque en dirección contraria, hasta que los dos, acercándonos desde ambos puntos de partida a la velocidad crucero aceptable en las calles de La Habana de 65 a 70 kilómetros por hora, convergemos frente a la casa de Patricio mientras nuestros jóvenes compañeros de la fuerza propia asignados en forma escalada desde el 15 de marzo para perseguirnos implacablemente, pero con órdenes terminantes de no dejarse descubrir, se verán obligados a permanecer fuera de nuestro reino y de nuestros cuchicheos y pequeñas conspiraciones, porque nos hemos detenido y porque ganamos la acera y un breve y legítimo espacio bajo el cielo libre, mientras ellos merodearán por los alrededores, un mar de atontados espermatozoides que han perdido la orientación, hormigas en bullidero, hasta que el Punto Cero indique que alguien se baje y trate de acercarse a los objetivos, caminando como un despreocupado transeúnte, para tratar de captar algo de lo que se está hablando.
Parqueamos casi al unísono. Tony con este mulatico flaco, llamado Ariel, que se ha agenciado de chofer, con su pullover suelto de smile! —el símbolo © de uso internacional, estampado en amarillo en el pecho y espalda de la prenda, de un largo hasta casi las rodillas y que hace de Tony el único alto oficial cubano que se desplaza con chofer civil y decidido aspecto de cantante de rap, y el cual Tony, por supuesto, tiene en una de sus nóminas fantasmas de sus empresas comerciales para eludir que las pesadas estructuras burocrático-militares del país se lo saquen de al lado.
Desde que nos apeamos se hizo más que palmaria la intensidad de la vigilancia y persecución, la gente del K-J surgiendo de sus carros a media cuadra de distancia, y las torpes posturas remedíales que asumen cuando les enfocas la mirada y se la sostienes, y ellos se hacen los que buscan una dirección o se agachan para abrocharse un zapato —por muy profesionales que sean en este tipo de actividad, tienen tendencia a perder el control cuando tú los desafías.
En la acera frente a casa del Patrick, hay un entusiasmo —a escala reducida— de premiére en Hollywood. Los acólitos de los mellizos y algunos funcionarios desorientados —mendigantes del poder— vienen a presentar sus respetos al general Patricio, luego de tres años de misión internacionalista. El rumor es que el hombre viene para Tropas Especiales. Es decir, a hacerse cargo —como jefe— de esa unidad, la única fuerza verdaderamente de élite del país. Otros lo designan como Delegado de una provincia, quizá Matanzas o de la misma La Habana. Es uno de los principales cargos que el Ministerio del Interior puede ofrecer. Delegado de provincia. Pero de lo que nadie duda es que su candidatura para el Comité Central del Partido está garantizada en el próximo congreso.
Una cerca de alambre trenzado en cuadros, separa la casa —que en realidad es propiedad de los suegros de Patricio— de la acera; y hay un jardín de hierba nítidamente recortada y las flores del verano, que son por lo regular las resistentes flores para florecer en todas las estaciones como vicarias (Vinca rosea), en combinaciones magenta y rosa, y flores de ángel (Angelonias) y pentas (Pentas lanceolatas), y hay un jazmín trompeta (Tecomaria capensis) que comienza a trepar por una de las columnas que sostiene el techo del portal, y hay colas de gallito (Trimeza Cipura martinicensis) en los bordes de unos blancos canteros, en los que la tierra, húmeda y removida, aún está por sembrar.
Las puertas de la cerca y de la casa abiertas como la Roma que aprecian sus invasores; y Juan Carlos, todo discreción, se mantiene aparte cuando Tony se me aproxima, y Tony, siempre educado y meloso, saluda a Juan Carlos antes de sumirse en los aires conspirativos de la conversación conmigo, «Juan Quinquín», dice Tony, «Coronel», dice Juan Carlos, sin salir del carro, y Ariel, más meloso que su jefe y con mejor sonrisa que el símbolo estampado de su pullover, ha desaparecido de todo el entorno y probablemente ya esté husmeando, metido de cabeza, en el refrigerador de Patricio.
Adentro de la casa, a contraluz, recortados por la violencia de la claridad solar procedente del patio, cuyas enormes puertas plegables de cuatro hojas también estaban abiertas, se veía a Patricio, con sus jeans y su porte atlético, mientras departía con media docena de hombres, algunos de uniforme, que le rodeaban, hasta que yo retuve por un brazo a Tony, aún entrando en la casa, y le dije que debíamos salir. Los pisos pulimentados y el césped brillante y tupido y las humeantes tazas de café que aparecían con pronta solicitud en este festín de hombres que se expresaban con anchas risotadas o con rápidos murmullos y que, por oficio, todos llevaban una pistola bajo la camisa, era obra de una cincuentona, aún de combate, llamada Isabel. Una mujer de origen campesino que había casado a su hija con una leyenda viva de la Revolución Cubana pronto iba a tener oportunidad de mostrar su gratitud, en poco menos de dos semanas.
La mujer del Patrick, María Isabel Ferrer, a quien sus padres llamaban «Maricha», Patricio y sus amigos, «Cucusa», y yo, «Cucu», apareció frente a nosotros, y tuvimos que demorarnos unos segundos con ella, por los saludos de rigor.
Salimos, estamos afuera.
Esa mañana Tony estaba con su uniforme verde olivo de mangas cortas y la Glock 19 a la cintura —no era día para la Heckler & Koch, aparentemente—, y con el pulso de pelo de elefante que había añadido a su atuendo. Con toda seguridad hasta ese momento no podrías señalar a otro oficial en activo del Ministerio del Interior o de las Fuerzas Armadas que se atreviera a llevar una prenda semejante. Yo, por supuesto, llevaba el mío, que a diferencia de todos los demás, que eran muy pocos de cualquier manera, quizá no más de una docena, que pudieran estar circulando por el país, me lo había bendecido Arnaldo Ochoa, una tarde de juegos y bromas en Luanda. Tony lo llevaba en la mano derecha, y el Rolex submarino en la izquierda. Yo llevaba los dos en la izquierda. La manilla metálica del Explorer II o del GMT cerrada con holgura, para que el reloj bailara en la muñeca, así como el pulso de pelo de elefante, que por su propia naturaleza tiende a abrirse y que, por la libertad en su diámetro interior, que yo le proporcionaba, siempre tendía a cruzar por encima del reloj, en una u otra dirección del brazo.
Algunos de los buscadores de gloria por ósmosis se mantenían en la acera, y gente que no conocíamos, dos o tres muchachones, de presencia inconfundible —la severidad de las miradas, el corte bajo del cabello, la firmeza del paso—, se hacían demasiado evidentes en su propósito. Me detuve con Tony a la sombra de un árbol, fuera —según mis cálculos— de la zona probable de influencia de los micrófonos direccionales que ya se habrían instalado en el jardín del que acabábamos de distanciarnos, pero sin saber que me estaba situando en la diagonal exacta de la cámara de video dispuesta desde el día antes en la torreta con aspilleras de la esquina, donde había una vieja estación de policía, aún en uso por la Revolución. El diseño de la torreta —y de sus tres compañeras, una en cada esquina de la edificación policíaca— parecía tomado de un juego de barajas, y no tenía otro valor que no fuera ornamental. Un ornamento de 3 metros de altura y aires feudales legado por Fulgencio Batista desde 1933 al bien comunal del pueblo cubano y empleado desde el 28 de mayo de 1989 como lugar de asignación para una cámara de video del K-J, con un poderoso zoom, montada por sujeción, desde arriba, a un eje de control a distancia. Sólo que la saturación de visitantes y una exasperante inquietud de movimiento del personal sobre el que se estaba trabajando —demasiados dados saltando sobre el tablero— limitaba el tiempo para escoger los «O» y enfocarlos con el lente y el micrófono, por lo que, sólo con ayuda de la casualidad, esa técnica no recogió cuando yo le dije a Tony que cuál había sido la gravedad del asunto la noche anterior. Ni siquiera nos grabaron el movimiento de los labios, para descifrar después en Laboratorio o en Edición.
—No —dice—. No había nada grave.
—Ale me dijo que no lo sabías. Se presentó anoche a la casa. Estaba asustado. Muy asustado.
—Enseguida fueron a decírmelo. Abrantes me lo mandó a decir.
—Yo pensé en algo grave.
—No, Norber. Tenía ganas de verte. Pero me puse a ver una película.
—Qué clase de irresponsable tú eres, muchacho —le digo.
Tony asiente, con una sonrisa. Parece, incluso, a punto de sonrojarse. Pero no logro determinar si su leve acceso de sonrojamiento se debe, lógico, a que no ha podido escapar a la intensidad de la ternura con la que me he expresado, o, más lógico aún, a que lo he reconocido como un irresponsable.
Dentro de los prodigios semánticos de la Revolución Cubana y después de que alcanzas el destilado último de la palabra irresponsable, te encuentras que no es empleada como reproche, todo lo contrario, puesto que define a los valientes. Se trata de alguien que no mide los riesgos, el famoso tipo que se pone a silbar antes del combate y porque nunca antes dos contenidos en apariencia ajenos puestos uno frente al otro se entienden como lo mismo: el irresponsable y el valiente.
—Así que la noche que te botan de MC, prendes el video y te pones a contemplar una película. Un Alien, seguro. Tú estás loco, Tonisio.
Exacto. La noche en que se entera de su salida de MC, se acomoda en su casa, abre el nylon de la caja de su entrega semanal de los videocasetes de estreno de Omnivideo y se pone a ver a la australiana Sigoumey Weaver con su escopeta sideral en cualquier número de la secuela de los babosos Aliens.
—Bueno, pero no ha habido problemas con el dinero —dice.
El medio millón de dólares que tengo bajo mi custodia.
Le digo que ninguno. Ningún problema.
Él iba a iniciar el regreso rumbo a casa de Patricio mientras yo comenzaba una altanera observación sobre uno de los muchachones que, desde la acera de enfrente, desesperaba por acercarse, cuando le dije a Tony:
—De eso quería decirte una cosa.
Tony detuvo su gesto, en seco. Desde el par de metros de distancia que ya había ganado de vuelta a casa de Patricio, giró sobre sí mismo y me interrogó a esa distancia, con su mirada y una carga de severidad en el ceño, una mirada en la que sólo se expresaba angustia.
—No, no te preocupes, no pasa nada —dije.
Siguió un instante de silencio, de expectativa.
Entonces le dije que yo creía conveniente una maniobra. Que yo creía conveniente meter a Alcibíades en el asunto de guardar el dinero.
Tony pareció descansarse, un poco.
—¿Tú crees, Norber?
—Yo quiero sacar ese dinero de la casa, Tony. Mucha gente lo sabe.
Y si no lo sabe, lo que tenemos atrás es tremendo gardeo. Así que yo no quiero que vean esa plata si hacen un registro secreto en la casa.
Tony no estaba convencido de la idea.
—No hay que decirle que es una cantidad grande, puedo decirle que son unos 30.000 dólares, de nosotros, y que hay un poco para él. Cinco o seis mil, que le podemos dar.
En realidad, mi conversación con Alcibíades ya había tenido lugar, y le había dicho eso mismo, nunca una cantidad grande, pero sí que se trataba de unos 30.000 dólares nuestros y que había una tercera parte para él. Por supuesto, estuvo de acuerdo. Me dijo, literalmente: «Ese dinero no se debe perder.»
—¿Tú sabes cuál es mi problema, Norber? —dijo Tony—, que yo no quiero meter gente débil en esto.
Comprendí de inmediato que Tony no iba a ceder.
—Alcibíades va a hablar enseguida —dijo Tony.
Quería decir, en nuestro muy comprensible lenguaje, que si al viejo Ale lo cogían preso, los bofetones habría que reservárselos para callarlo.
—¿Tú crees eso?
—Esto puede hacerle mucho daño. Él no es como nosotros. Enfrentemos esa realidad. El Conejo no sirve para esto, Norber.
Estaba equivocado. Pero no disponía de la información personal que yo sí manejaba y que me permitía creer que Alcibíades no sólo era duro, sino que podía llegar a ser despiadado.
—Mira, Tony, yo hago lo que tú me digas. O lo que acordemos. Pero piénsalo. Y después dame un voto de confianza. Concéntrate tú en lo tuyo, y déjame esto a mí.
Le expliqué que Alcibíades tenía la llave de un apartamento frente al suyo en el que aún no vivía nadie y que Alcibíades lo utilizaba como almacén mientras tanto y que yo podía pedirle la llave para guardar ahí la plata. Eran cuatro apartamentos en el último piso del edificio de los generales, el de Ale, el mío, y los otros dos aún no asignados (lenguaje oficial).
—¿Tú crees, Norber?
—Convencido y pico, Tonisio.
—Está bien, Norber.
Le dije algo que ya le había dicho, para su consumo, a Alcibíades.
—Es más, Tony, vamos a decirle que tú no sabes nada. Que ha sido una idea mía. Que esto es simplemente un negocio entre él y yo.
«Tony me pidió que te dijera esto, Ale», le había dicho al Jefe de Despacho del Segundo Secretario del Partido. «Que tienes una tajada de 15.000 dólares para ti. ¿Qué tú crees?»
«Que ese dinero no se debe perder.»
—Oká, Norbertus, como tú quieras. Pero no soy yo el que va a pensar en el asunto. Vas a ser tú. Y acuérdate de lo que te dije. Ale es flojito.
—Nadie que haya sido tuberculoso y haya estado confinado en un sanatorio, es flojito, Tony.
La información lo tomó por sorpresa, pero reaccionó con rapidez para justipreciar mi argumento y saber si la condición de antiguo tuberculoso convertía a alguien necesariamente en un kamikaze, y aún siguió sin convencerse, y aunque no fue brusco ni despectivo ni incluso irreverente en su respuesta, todo el asunto se reducía al terreno de su curiosidad, casi que del chisme:
—¿Verdad, Norber?
Aunque todavía me quedaba una enfermedad de Alcibíades en el arsenal, decidí que sacarla a flote era inútil, quemar cartuchos por gusto.
De cualquier manera, para entonces, ya Alcibíades estaba impuesto de la parte de la situación que yo había editado del conjunto de la realidad, y Alcibíades me había entregado la llave del apartamento de enfrente y a las pocas horas le informaba que el dinero estaba depositado allí pero que yo me iba a quedar con la llave, por si se presentaba la eventualidad de que Tony necesitara moverlo con urgencia pero la verdad fue que nunca lo saqué de mi casa. Bueno, yo lo que no quería era que me fueran a joder a Rommy y preservar la mayor cantidad posible de dinero. Rommy, de 7 años, era mi hija más pequeña (entonces), y resultado de mi matrimonio con Lourdes Curbelo. De hecho, el dinero de Tony estaba a salvo y cada vez que quisiera, se hallaba a la mano, pero estaba tomando mis precauciones, y no se trataba ahora de otra cosa que protegerme de quien yo consideraba el animal más peligroso de este grupo, Amadito Padrón.
Pasamos entonces al tema de la noche anterior, a su salida de MC.
—De aquí me voy a ver a Abrantes.
No parecía afligido ni excesivamente preocupado.
—Ale me lo dijo a mí. Y me pidió que te lo dijera. El Conejo. Pero ya tú lo sabías, ¿no?
—La onda me llegó enseguida.
—Pero bueno, era algo que estábamos esperando, ¿no?
—Sí. Era algo que estábamos esperando.
—Está la historia de Santiago, el general —dije.
—Está esa historia —dijo Tony.
La historia de Santiago, el general, que se presentaba en MC con las ínfulas distantes de los grandes dirigentes de la Historia y que esperaba a que Tony saliera de su oficina, para correr a sentarse en su silla, y la gente desconocida que se estaba introduciendo poco a poco en MC y la cantidad de veces que Clarito y que Manolito Abad y que el Chino Figueredo y que Yoyi el Rubio y que todos los antiguos compañeros de Tony —y todos ellos veteranos oficiales de Seguridad del Estado, maestros de primera categoría en las Artes Conspirativas, le habían dicho que lo iban a sustituir y que, además, tenía chequeo.
—Bueno, Brother, mira a ver si por fin te puedes retirar.
El viejo sueño.
—El botín está a salvo —dije—, así que podemos retirarnos.
Levantó las cejas en señal de admiración por el viejo sueño, que parecía inconmensurable y eternamente elusivo.
—Pero si no hay retiro, tú sabes que tú y yo somos la misma tropa. Por donde quiera que vayas a salir tú, quiero salir yo.
—Tú vas a ver, Norber.
—Estamos así, Tony, como este puño.
—Cerrados, Norber. Cerrados como una lata de leche —dijo.
—Mira a quién tienes ahí —dije.
Yo estaba observando, por encima de su hombro, como se nos acercaba, sonriente, con unas medias botas de color beige, un jean ajustado y una holgada camisa de cuadros azules, el general Patricio de la Guardia Font. Su rostro recordado en el primer ciclo de sueño de la noche anterior, el Pat de mi sopor.
Tony giró su cabeza y miró hacia atrás, y sonrió a su hermano mellizo, dulce y picaro. Patricio me besó a mí primero. Patricio olía al sándalo de su colonia Drakal y lucía fuerte y animoso y de alguna manera exaltado. Entonces se volvió hacia su calmo hermano, reconociéndose una vez más desde los 50 años, 10 meses y 29 días de su existencia en conjunto y de contemplarse como en un espejo y entonces los dos hermanos se abrazaron, con un estrechón de soga. El Patrick me atrajo hacia ellos. Los tres hermanos se abrazaron.
El ambiente, fuera de ese montículo invencible que constituimos por unos segundos, era jodidísimo allí, de algo que a todas luces se escapaba de las manos. El regreso del ranger.