37 Ni siquiera los yanquis escapan al embrujo del guerrillero que descubre el potencial de comunicación política de la televisión 3 años antes que John Fitzgerald Kennedy. El siguiente mensaje al Departamento de Estado desde La Habana no sólo muestra admiración, sino (junto con un flujo de centenares de cifrados semejantes) que su diplomacia de los primeros días de la Revolución estuvo limitada a contemplar al líder rebelde en la televisión y que el acceso a ese nuevo gobierno (que no sólo habría de cambiar el destino histórico de Cuba sino que habría de afectar de modo permanente las relaciones internacionales de los Estados Unidos) era nulo. Los procónsules del imperio veían la historia pasar... desde sus poltronas frente a los televisores, sorbiendo sus cervezas. No existía acceso, sencillamente. No había diálogo con el producto de los reportajes del The New York Times, ese señor de los discursos virulentos, pero que fuese el mismo de los benevolentes informes del período 1957−1958 de la estación CLA de La Habana. Un fragmento de uno de esos informes de la Embajada americana en La Habana sobre una comparecencia de «Castro» en la que se habló un poco de cada cosa, apenas seis semanas después del triunfo rebelde: «El 19 de febrero de 1959, Fidel CASTRO hizo una aparición de cuatro horas, de las 10:30 de la noche hasta las 2:30 de la madrugada inmediata, en un programa de la televisión local llamado «Ante la Prensa» (traducido libremente como... «Meet the Press»)... La televisión en Cuba tiene una pesada cobertura. Hay cerca de 330.000 receptores, para una población total cercana a los 6.300 [en 1959, desde luego]. Los programas pueden ser vistos en todo el país, que está conectado a través de una red completa de estaciones de retransmisión. El programa en cuestión es uno de los más populares, especialmente desde principio de año, al terminar la censura [de Batista] y por las personas de gran interés público que aparecen en él. Podemos asumir con seguridad que por lo menos un millón de personas, y probablemente más, ven la mayoría del programa... El programa normalmente dura de media a una hora, dependiendo del interés en el invitado y en el tema. En este caso, Castro sólo acepta aparecer si dispone de tiempo ilimitado, y se echó cuatro horas. Fue absolutamente al grano sobre cualquier tema que surgiera. Una variedad de temas fueron debatidos, la mayoría traídos por él mismo. Bastantes funcionarios de la Embajada [norteamericana], incluido el escritor [de este informe], vimos el programa.» ¡Atención! Atención ahora. Esto es lo que las madres cubanas designan como estar cayéndosele la baba a su hijo cuando reciben la primera señal de que el ingenuo adolescente se ha enamorado por primera vez. No, no es espuma de cerveza lo que brilla sedosamente en la barbilla de Sus Excelencias. Las itálicas son mías, desde luego: «Para uso de los funcionarios de las oficinas interesadas del Departamento, se añade una transcripción del programa suministrada por un servicio local de radio y TV. Parece ser una versión exacta, tomada del tape. Desafortunadamente, es incapaz de capturar la atmósfera del programa: Castro en su habitual uniforme de faena arrugado, radiante de salud y de ilimitada energía, inclinándose sobre la mesa mientras habla, ondeando brazos y manos, con su eterno tabaco siempre a mano. Las palabras emanan en un torrente incesante. Parece capaz de estar hablando para siempre y sobre cualquier asunto existente bajo la luz del sol Es un orador dinámico, poderoso, con esa rara cualidad de ajustar y mover a su audiencia sin que importe el contenido de sus palabras. Su lenguaje es descuidado e informal. Habla con una tremenda vitalidad y rapidez.»<<