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Le cogí a mi madre todo el dinero que tenía en el bolso, ciento treinta libras. Seguro que mi padre acababa de dárselo para los gastos de la casa. También le cogí la tarjeta de crédito, por si acaso. No me decidía a robarle también a Anna, pero resultó que sólo tenía ocho peniques en su monederito de Madrás. Helen dormía con su dinero debajo de la almohada, así que a ella no podía robarle nada.

No creí estar haciendo nada malo. Me dominaba una compulsión irrefrenable. Tenía que conseguir Valiums y algo de coca. Sólo podía pensar en eso. Las terribles palabras de mi madre me habían hecho mucho daño.

Ni siquiera me enteré del trayecto hasta el centro. Tenía la sangre alterada; todas las células de mi cuerpo estaban pidiendo productos químicos a gritos, y nada ni nadie habrían conseguido disuadirme de mi propósito. No tenía ni idea de dónde podía comprar la droga, pero me pareció que resultaría más fácil en el centro que paseándome por las calles del barrio residencial de Blackrock. Había oído decir que en Dublín había muchos drogadictos. Eso me daba esperanzas.

Cuando bajé del tren, tuve que decidir adónde iba. En las discotecas solía ser fácil conseguir coca, pero a las nueve de la mañana no había muchas discotecas abiertas. Lo mejor que podía hacer era probar en un pub. Pero ¿en qué pub?

Y ¿por qué estaban todos cerrados? Eché a andar, y mi miedo y mi ansia iban en aumento.

Me acordé de una vez que me moría de ganas de ir al lavabo y no encontraba nada abierto. Iba corriendo por la calle, buscando un bar o una cafetería, cada vez más desesperada. Volví a experimentar aquella sensación de desesperación, frustración y necesidad imperiosa e insoportable.

Todos los pubs a los que me acercaba estaban cerrados.

- ¿A qué hora abren los pubs? -le pregunté a un hombre que pasaba por la calle.

- A las diez y media -me contestó.

- ¿Todos?

- Sí, todos. -Asintió con la cabeza, y me lanzó una extraña mirada que, en otras circunstancias, me habría hecho estremecer.

¿Acaso Irlanda no era un país de borrachos? ¿Cómo era posible que en un país de borrachos los pubs no abrieran hasta las diez y media?

Lástima que en Dublín no hubiera un barrio chino. ¿Por qué no había nacido en Holanda?

Me metí en las calles secundarias y, por pura casualidad, fui a parar a una larga calle que de vez en cuando salía en las noticias como ejemplo de escenario de depravación y violencia. En Dublín morían asesinadas una o dos personas al año, y casi siempre en aquella calle. Circulaban historias apócrifas sobre ciudadanos de clase media que habían ido a parar allí por error y a los que les habían ofrecido drogas ciento ochenta y cuatro veces en un trayecto de diez metros.

Diana.

Pero nunca encuentras a un traficante cuando lo necesitas de verdad. Quizá fuera demasiado temprano. ¡Ojalá tuviera una carta de presentación de Wayne!

Recorrí la calle varias veces, contemplando los edificios cubiertos de graffiti. En todas las fachadas había unas jeringuillas inmensas pintadas y tachadas con una cruz roja, y letreros que rezaban «Fuera camellos». Lo cual indicaba que me encontraba en una zona donde se vendía mucha droga. Pero no se me acercó nadie; nadie me inmovilizó y me inyectó heroína, como en los noticiarios pretendían hacerte creer que ocurría. (Yo jamás había conocido a ningún traficante que te ofreciera muestras gratuitas de sus productos pero, según la prensa sensacionalista, existían personas así.) O quizá encontraría la escuela del barrio, donde, por supuesto, debía de haber un montón de camellos apostados en la puerta, pregonando sus mercancías como en un zoco marroquí.

Supuse que donde más posibilidades tenía de conseguir droga era cerca de los pocos jóvenes modernos y bien vestidos que había por allí. Pero cuando intentaba establecer contacto visual con ellos, todos se alejaban con una risita, ruborizándose.

No quiero ligar con vosotros -les habría gritado-. Lo único que quiero es comprar cocaína. ¡Tanto hablar del problema de las drogas en Dublín! ¡El único problema era que no había dónde conseguirlas!

Finalmente, cuando ya llevaba una hora paseándome por allí, decidí pararme y esperar. Esperar, simplemente. Quedarme en una esquina y adoptar un aire de desesperación.

La gente me observaba con desconfianza. Fue horroroso. Todo el mundo sabía qué hacía yo allí, y mi presencia les indignaba.

Para no llamar tanto la atención, me senté en unos escalones asquerosos de cemento, frente a un edificio de pisos que parecía zona de guerra. Pero entonces llegó una mujer cargada de niños y me dijo secamente: «Levántate.» Obedecí. El miedo se apoderó de mí. Aquella mujer no se andaba con miramientos, y seguramente había más como ella por allí. Había oído hablar de los grupos de vigilancia que los vecinos organizaban en barrios como aquél. Y hacían otras cosas además de pintar jeringuillas y tacharlas con cruces rojas en las fachadas. Había habido varias personas hospitalizadas como resultado de las peleas por drogas. Por no hablar de los asesinatos.

Oí una vocecilla que me instaba a marcharme a casa. Me sentía sucia, avergonzada, y estaba muerta de miedo. Pero a pesar del miedo que me daba quedarme allí, todavía me asustaba más la idea de marcharme.

Volví a levantarme y me quedé apoyada en la pared, lanzando miradas desvalidas a los viandantes, que me miraban con desdén.

No sé cuánto tiempo estuve así, desesperada y acobardada, hasta que se me acercó un chico. Con unas cuantas frases breves, en un lenguaje que ambos dominábamos, le dije que necesitaba cocaína, y él parecía dispuesto a ayudarme.

- También necesito sedantes -añadí.

- ¿Temazepam?

- Vale.

- La coca tardará un poco.

- ¿Cuánto? -le pregunté con ansiedad.

- Un par de horas, quizá.

- Vale -dije a regañadientes.

- Y yo me quedo un poco -agregó.-De acuerdo.

- Espérame en el pub que hay al final de la calle. Le di ochenta libras, lo cual era un robo descarado; pero yo no estaba para regateos.

En cuanto el chico desapareció, pensé que jamás volvería a verlos a él, a la coca ni a mi dinero.

Odio todo esto.

Fui al pub que el camello me había indicado. No podía hacer otra cosa que esperar.

En el pub había muy poca gente, y todo eran hombres. La atmósfera era hostil, y muy varonil, y me percaté de que allí no era bien recibida. Pedí un coñac, e inmediatamente se interrumpieron las conversaciones. Por un momento creí que el camarero se iba a negar a servirme.

Me senté en un rincón, hecha un manojo de nervios. Confiaba en que el coñac me calmaría un poco. Pero cuando me lo terminé seguía sintiéndome fatal, así que pedí otro. Y otro.

Me quedé allí sentada, evitando mirar ala gente, con los nervios a flor de piel y tamborileando en la mesa de formica marrón con los dedos. Pero de vez en cuando, como si el sol asomara entre las nubes, recordaba que faltaba muy poco para que me convirtiera en propietaria de un montón de cocaína. Eso, si todo iba bien. Entonces me tranquilizaba un poco, pero no tardaba en volver a sumirme en la desesperación.

Cuando me acordaba de lo que me había pasado con Chris, o de lo que me había dicho mi madre, bebía otro sorbo de coñac y me concentraba en lo bien que iba a estar en cuanto me trajeran la coca.

Ya llevaba allí una eternidad cuando se me acercó un hombre y me preguntó si quería comprar metadona. Aunque me moría de ganas de tomarme cualquier cosa que me ayudara a olvidar, recordé que la metadona podía tener efectos fatales para los no iniciados. No, no estaba tan desesperada. Todavía.

- Gracias, pero ya ha ido un chico a comprarme algo -expliqué, con miedo a ofenderlo.

- Ah. Debe de ser Tiernan -dijo el hombre.

- No sé cómo se llama.

- Tiernan.

Durante la hora siguiente, todas las personas que había en el pub intentaron hacerme comprar metadona. Era evidente que aquel año había habido una cosecha extraordinaria.

Yo no apartaba los ojos de la puerta, a la espera de ver aparecer a Tiernan. Pero Tiernan no aparecía.

A pesar del coñac, el pánico volvió a apoderarse de mí. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo conseguiría la droga después de haberle dado tanto dinero a aquel desgraciado?

Entonces se me planteó otra posibilidad. De pronto parecía un milagro que Tiernan se hubiera largado con mi dinero. Podrías levantarte y salir de este pub, pensé, ir a casa y aclarar las cosas con tu madre. Esto no es irreversible.

Pero aparté de mi mente aquella idea. No podía imaginarme que nada pudiera salirme bien, nunca más. Había ido demasiado lejos, y ya no podía retroceder. Pedí otro coñac.

Para no tener que estar a solas con mis pensamientos, me puse a escuchar las conversaciones de los demás. Eran sumamente aburridas; casi todas trataban sobre maquinaria e incluían la frase: «Así pues, se lo llevé a mi cuñado para que le echara un vistazo.»

Sin embargo, había alguna relativamente interesante. Oí una sobre éxtasis.

- Te cambio dos Diablos Asesinos por un Espíritu Santo -le propuso un hombre lleno de tatuajes a un joven novato.

- No -contestó el joven sacudiendo la cabeza-. Estoy muy contento con mi Espíritu Santo.

- Entonces, ¿no me lo cambias?

- No, no te lo cambio.

- ¿Ni siquiera por dos Diablos Asesinos?

- Ni siquiera por dos Diablos Asesinos.

- Es que todo el mundo dice -repuso el hombre de los tatuajes a otro, también lleno de tatuajes, que estaba sentado a su lado- que los Espíritus Santos son mejores que los Diablos Asesinos. Los Espíritus Santos te dan un colocón más limpio, más blanco.

Al menos eso me pareció oír.

Hacia las dos de la tarde (aunque el tiempo había dejado de tener sentido para mí, debido al trauma y el coñac), apareció Tiernan. Yo casi había perdido todas mis esperanzas de volver a verlo, así que creí que estaba alucinando. Le habría dado un beso de lo emocionada que estaba.

Y borracha, claro.

- ¿Has conseguido…? -le pregunté, nerviosa. Tiernan me mostró la bolsita llena de polvo blanco, y casi se me corta la respiración.

Estaba deseando tenerla en la palma de mi mano, como una madre que espera coger en brazos por primera vez a su hijo recién nacido. Pero Tiernan era muy formal.

- Un tiro para mí -me recordó, y mantuvo la bolsita apartada de mis manos.

- Vale -concedí, impaciente.

Date prisa.

A la vista de todo el mundo, Tiernan preparó dos preciosas y gruesas rayas en la mesa de formica.

Miré alrededor, cohibida, pero a nadie parecía importarle lo que estábamos haciendo.

Tiernan enrolló un billete de diez libras y aspiró una de las rayas de cocaína. La más gruesa, por supuesto.

Y entonces me llegó el turno. El corazón ya había empezado a latirme más deprisa, anticipándose al efecto de la coca. Fue un momento místico.

Pero cuando estaba a punto de esnifar mi raya, oí la voz de Josephine: «La droga te estaba matando. En The Cloisters te hemos enseñado que hay otra forma de vivir. Puedes ser feliz sin drogarte.»

Vacilé un instante. Tiernan me miró, desconcertado.

No tienes por qué hacer esto, me dije. Puedes parar ahora mismo, y no habrá pasado nada.

En The Cloisters había entendido muchas cosas de mí misma, admitido que era drogadicta y decidido luchar por un futuro mejor, más feliz y más sano. ¿Quena echarlo todo a perder? ¿De verdad?

¿De verdad?

Me quedé mirando el polvo blanco, de aspecto inofensivo, que formaba una larga línea en la mesa. Había estado a punto de morir por culpa de aquel polvo. ¿Valía la pena continuar?

¿Valla la pena?

¡Sí!

Me incliné sobre la raya de cocaína, mi mejor amiga, mi salvadora, mi protectora. E inhalé con fuerza.