12
La cena era asquerosamente maravillosa. Nos dieron patatas fritas, palitos de pescado rebozado, aros de cebolla, alubias y guisantes. Y, según Clarence, en cantidades ilimitadas.
- Puedes comer todo lo que quieras -me susurró con tono de complicidad-. Sólo tienes que ir a la cocina y pedirle más a Sadie la sádica. Ahora que ya sabe que eres drogadicta, te dejará repetir todas las veces que quieras.
Lo de drogadicta no me hizo ninguna gracia, pero me encantaban las patatas fritas, así que empecé a comérmelas.
- Yo he engordado siete kilos desde que estoy aquí -añadió Clarence.
Sentí que a mano gélida me aferraba el corazón, y mi tenedor, cargado de patatas fritas, dio un frenazo justo antes de que me lo metiera en la boca. Yo no quería engordar siete kilos. No quería engordar ni un solo kilo: ya estaba bastante gorda.
Mientras intentaba convencerme de que una sola comida con alto contenido en grasas no podía hacerme ningún daño, y de que al día siguiente empezaría a comer como Dios manda, oí un ruido desagradable a mi izquierda. ¡Era el ruido que hacía John Joe al comer!
Cada vez hacía más ruido. ¿Cómo podía ser que nadie más se hubiera fijado? Intenté no oírlo, pero era imposible. Mis orejas se habían convertido en unos de esos potentes micrófonos que utilizan en los documentales televisivos para oír la respiración de las hormigas.
Me concentré en mis patatas fritas, pero no oía otra cosa que los sorbetones, la masticación y los resoplidos de John Joe, que parecía un rinoceronte. Fui tensando cada vez más los hombros, hasta tenerlos pegados a las orejas. John Joe seguía sorbiendo y masticando, cada vez más fuerte, hasta que yo ya no oía nada más. Era repugnante. Sentí una rabia intensa, una rabia incontrolable.
Díselo, pensé. Pídele que no haga tanto ruido. Pero no podía. En lugar de eso, me imaginé que me volvía y le pegaba una bofetada.
No era de extrañar que ninguna mujer hubiera querido casarse con él. Se merecía no haber perdido la virginidad. Eso no le habría pasado si hubiera sido un poco más educado. ¿Quién iba a querer acostarse con un hombre que hacía aquellos ruidos asquerosos tres veces al día?
Entonces me llegó el ruido de un bocado particularmente entusiasta. ¡No había quien lo aguantara! Dejé bruscamente el cuchillo y el tenedor en mi plato. No pensaba seguir comiendo en aquellas condiciones.
Para empeorar mi enojo, resulta que nadie se dio cuenta de que yo había dejado de comer. Me había imaginado que alguien me preguntaría: «¿Por qué no comes, Rachel?» Pero nadie me dijo nada. Ni el imbécil de John Joe.
No entendía por qué estaba tan agresiva. Llevaba todo el día enfurruñada. Y con ganas de llorar. Y ninguna de esas dos cosas era propia de mí. Me consideraba una persona bastante despreocupada. Debería estar contenta, porque yo había ido voluntariamente a The Cloisters. Y me alegraba de estar allí. Quizá se me notara un poco más la alegría cuando conociera a un par de famosos y charlara un rato con ellos.
Después de las patatas, los palitos de pescado y demás había pastel. A John Joe le encantó. Estoy segura de que lo oyeron hasta en Perú.
Pero entonces, mientras yo, tensa y muerta de rabia, me imaginaba cómo torturaban a John Joe, el jersey marrón que estaba sentado a mi otro lado se levantó y Christy apareció en su lugar. Me puse nerviosísima, pero Christy le dijo a Jersey Marrón: «Jersey Marrón -(o como quiera que se llamara)-, ¿has terminado? ¿Te importa cambiarme el sitio un rato? Es que todavía no he podido hablar con Rachel.» Y se sentó a mi lado, como si fuera lo más normal del mundo. Borré inmediatamente a John Joe y sus ruidos de mi mente y compuse una sonrisa encantadora.
- Hola. Me llamo Chris -dijo.
Sus ojos eran de un azul tan claro y brillante que daba la impresión de que la luz tenía que lastimarlos.
- Creía que te llamabas Christy. -Le sonreí con lo que pretendía ser desparpajo.
- No, no. Eso es por culpa de Oliver. -Stalin, si no me equivocaba-. Tiene la manía de ponerle una «y» al final a todos los nombres.
Estaba fascinada contemplando su hermosa y extraña boca. Chris me hizo todas las preguntas de rigor: de dónde era, cuántos años tenía, etcétera, etcétera. Pero yo las contesté con mucho más entusiasmo que todas las veces anteriores. («Sí, ja, ja, es una ciudad preciosa. No, puedes encontrar prácticamente de todo. Excepto mantequilla Kerrygold, ¡ja, ja, ja!)
Chris no paraba de sonreír. Era guapísimo, con aquella boca tan expresiva. Es un enrollado, pensé admirada; mucho más enrollado que Luke. Luke se creía muy enrollado, pero nada más. Se creía que era de lo más temerario y que vivía a tope. Pero no podía compararse con Chris. Chris era drogadicto. ¡A ver cómo superas eso, Luke Costello!
Y aunque me encantaban los tíos enrollados, y drogadictos si era necesario, era lo bastante formal como para sentir alivio al comprobar que Chris era un chico bien educado. Resultó que vivía a unos diez minutos de la casa de mis padres.
- Dicen que Nueva York es una ciudad fabulosa -comentó-. Que hay muchas cosas que hacer. Que hay un teatro experimental muy bueno.
Yo no opinaba lo mismo, pero no se lo dije porque quería caerle bien.
- ¡Buenísimo! -dije fingiendo entusiasmo. Estaba de suerte, pues unos dos meses atrás había ido con Luke y Brigit a ver un «espectáculo interactivo». Era una obra que representaban en un antiguo garaje de TriBeCa. Los actores se hacían tatuajes y piercings en los pezones en el escenario (En realidad, el «escenario» era un trozo de suelo grasiento donde el público no cabía ni de pie.)
Fuimos a ver aquella obra porque Brigit se había liado con un chico que se llamaba José. La hermana de José participaba en la obra, y Brigit quería ir a verla para tratar de ganarse el favor de José. Nos suplicó a Luke y a mí que la acompañáramos y le proporcionáramos apoyo inmoral; hasta se mostró dispuesta a pagarnos la entrada. Pero la obra era tan espantosa que nos marchamos los tres al cabo de media hora. Y fuimos al bar más cercano, nos emborrachamos y nos lo pasamos en grande criticando la obra.
Al recordar aquella noche volvió a invadirme la nostalgia. Para animarme, le hice una halagadora descripción de la obra a Chris, salpicada de adjetivos del tipo «innovadora» y «pasmosa» (pasmosa lo era, desde luego).
Cuando todavía no había terminado mi exposición, Chris se levantó y dijo:
- Será mejor que empiece a recoger. Tengo que ayudar a los chicos.
Miré alrededor, un tanto desconcertada. Los internos estaban recogiendo los platos y poniéndolos en un carrito. Uno había empezado a barrer el linóleo. Pero ¿por qué lo hacen?, me pregunté. ¿Cómo es posible que en The Cloisters no haya un regimiento de criados encargados de quitar la mesa? Y de ponerla, por cierto. ¿Será verdad que los internos sólo lo hacen para ayudar, porque son buena gente?
Y ¿por qué no?, me dije. En el mundo también hay buenas personas. Sacudí la cabeza, asombrada de mi falta de fe en la raza humana. Se notaba que llevaba demasiado tiempo viviendo en Nueva York.
- ¿Puedo ayudar? -pregunté educadamente. Aunque, evidentemente, esperaba que me contestaran que no. Si me hubieran dicho que sí, me habría indignado. De todos modos, estaba convencida de que la respuesta iba a ser negativa. Y no me equivocaba. Varios internos me respondieron a coro diciendo: «No», «Ni hablar». Y me alegré, porque aquello significaba que se daban cuenta de que yo no era como ellos.
Pero entonces, cuando corría hacia mi habitación para arreglarme un poco el maquillaje por lo que pudiera ocurrir después de la cena, pasé por delante de la cocina. Y vi que Misty O'Malley estaba limpiando un cazo enorme. Había tenido que subirse a una silla para hacerlo. Bueno, en realidad no tenía por qué subirse a una silla, pero lo había hecho para parecer más refinada. Inmediatamente me arrepentí de no haber insistido en que me dejaran ayudar a recoger la mesa. Nunca tenía la sensación de haber hecho lo correcto. Si yo hubiera ayudado y Misty O'Malley no hubiera ayudado, me habría sentido como una imbécil. Pero como Misty estaba ayudando y yo estaba escurriendo el bulto, me sentía perezosa e inútil.
De modo que cuando volví al comedor probé a pasearme sin rumbo fijo con un plato de mantequilla en la mano, hasta que uno de los jerséis marrones me detuvo.
- No tienes por qué hacer eso. -Me quitó el plato de las manos.
Estaba encantada. ¡A ver si aprendes, Misty O'Malley!
- Te hemos puesto en el equipo de Don -continuó el jersey marrón.
No sabía qué quería decir. ¿El equipo de Don? Supuse que debía de ser algo parecido al grupo de Josephine.
- Mañana te toca el desayuno. Espero que seas madrugadora, porque empiezas a las siete.
Me estaba tomando el pelo, claro.
- Ja, ja -dije, y le guiñé un ojo-. Muy gracioso.