39

Aquella noche, después de cenar, nos dieron una charla. Las charlas eran habituales, y generalmente las ofrecía alguno de los orientadores o el doctor Billings. Pero yo nunca escuchaba. Aquella noche fue la primera vez que presté atención; me alegraba de tener algo que me distrajera del profundo dolor que sentía.

La charla versaba sobre el cuidado de los dientes, y la daba Barry Grant, una menuda e irascible mujer, oriunda de Liverpool.

- Silencio -ordenó con una voz retumbante que no encajaba con su físico-. Silencio, por favor.

Obedecimos porque temimos que nos pegara una paliza. Barry Grant inició su conferencia, que yo encontré muy interesante. Al menos al principio.

Por lo visto, la gente con problemas de drogas y desórdenes alimenticios solían tener los dientes fatal. En parte se debía a que llevaban una vida disipada: los consumidores de éxtasis hacían rechinar los dientes hasta destrozárselos; y los bulímicos, que se enjuagaban los dientes con ácido clorhídrico cada vez que vomitaban, podían considerarse afortunados si les quedaba algún diente entero en la boca; lo mismo ocurría con los alcohólicos, que también vomitaban mucho.

Además de la disipación, prosiguió Barry Grant, había que tener en cuenta que las personas con ese tipo de problemas no iban al dentista. (Aparte de los internos situados en el otro extremo de la escala, que iban con demasiada frecuencia al médico, al dentista y al hospital, con todo tipo de excusas falsas.)

Había muchos motivos por los que los adictos no iban al dentista, siguió explicando Barry Grant.

Uno era la falta de amor propio; no creían que valiera la pena cuidarse.

Otro motivo era el temor a gastar dinero. Para los adictos, la adquisición de drogas, comida o cualquier otro producto al que fueran adictos era un objetivo prioritario, y evitaban gastar su dinero en otras cosas.

Pero según Barry Grant, el motivo principal era el miedo. A todo el mundo le daba miedo ir al dentista, pero los adictos nunca afrontaban su miedo. De hecho, nunca afrontaban ningún temor que se les planteara. Cuando se asustaban, se bebían una botella de whisky o se comían una caja de pasteles de queso o se gastaban todo el sueldo de un mes en una sobredosis.

Yo lo encontraba fascinante, y no paraba de asentir con la cabeza. De haber llevado gafas, me las habría quitado y me las habría quedado en la mano. Hasta que de pronto recordé que hacía unos quince años que no iba al dentista.

Quince años o más.

Pasados unos nueve segundos, noté una punzada en una muela.

Cuando terminó la conferencia, el dolor ya era insoportable.

Aunque la palabra «dolor» no expresa, ni de lejos, las chispas metálicas, ardientes, eléctricas de tormento que me taladraban el cráneo y bajaban hasta mi mandíbula. Fue horroroso.

No paraba de levantarme para coger mi codeína y llenarme la boca de aquellos magníficos analgésicos. Pero entonces, aturdida, me daba cuenta de que no había ninguna codeína. Que todas aquellas preciosas pastillitas se habían quedado en el primer cajón de mi tocador, en Nueva York. Y eso suponiendo que todavía fuera mi tocador, que Brigit no se hubiera buscado otra compañera de piso y hubiera arrojado mis cosas a la calle.

Aquélla era una idea demasiado desagradable. De todos modos y afortunadamente, mi dolor de muelas era tan espantoso que no me dejaba pensar en nada más.

Intenté soportar el dolor. Y lo conseguí durante cinco minutos. Pero después grité, dirigiéndome a los internos reunidos en el comedor: «¿Alguien tiene un analgésico?»

Tardé unos instantes en comprender por qué todos se echaban a reír.

Me acerqué, casi de rodillas, a Celine, que era la enfermera que estaba de guardia aquella noche.

- Tengo un dolor de muelas tremendo -le dije, sujetándome la mandíbula con la mano-. ¿Puedes darme algo para el dolor? Un poco de heroína, por ejemplo -añadí.

- No.

Me quedé de piedra.

- Lo de la heroína era broma.

- Ya lo sé. Pero no puedes tomar drogas.

- Los analgésicos no son drogas. Sólo son medicamentos para combatir el dolor. ¡Lo sabes perfectamente! -Estaba desesperada-. Es que me duele mucho.

- Aprende a vivir con el dolor.

- Pero esto es… ¡una barbaridad!

- Podrías decir que la vida es una barbaridad, Rachel. Contempla esta situación como una oportunidad para convivir con el dolor.

- Dios mío -balbucí-. Pero si ahora no estamos haciendo terapia de grupo.

- No importa. Cuando salgas del centro ya no harás terapia de grupo, y seguirá habiendo dolor en tu vida. Y comprobarás que el dolor no te matará.

- Claro que no me matará, pero duele.

Celine se encogió de hombros.

- Vivir duele, pero no tomas analgésicos para combatir ese dolor. Oh, lo olvidaba -añadió-. Tú siempre los has tomado, ¿verdad?

Me dolía tanto que pensé que iba a enloquecer. No podía dormir, y por primera vez en la vida lloré de dolor. Es decir, de dolor físico.

De madrugada, Chaquie se hartó de oírme dar vueltas en la cama y arañar la almohada, y me llevó a la enfermería.

- Dadle algo -dijo con tono autoritario-. Lo está pasando muy mal y no me deja dormir. Y mañana Dermot viene a hacer de Personaje Implicado. Con eso ya tengo bastantes problemas para conciliar el sueño.

Celine cedió y me dio dos tabletas de paracetamol, que no aliviaron mi dolor ni una pizca.

- Será mejor que mañana vayas al dentista -me aconsejó.

El miedo era casi tan grande como el dolor.-No quiero ir al dentista -balbucí.

- Ya lo imagino -dijo Celine con suficiencia-. ¿Has estado en la conferencia de esta noche?

- No. Me la he saltado y he bajado al pueblo a tomarme unas cervezas.

Celine abrió mucho los ojos. Aquella respuesta no le había hecho ninguna gracia.

- ¡Claro que he estado en la conferencia! ¿Dónde quieres que estuviera?

- Podrías plantearte tu visita al dentista como el primer acto de persona madura que haces en tu vida -me sugirió la enfermera-. La primera cosa que te da miedo y que haces sin recurrir a las drogas.

- Por el amor de Dios -murmuré.

Era la envidia de los internos, a pesar de que Margot, una de las enfermeras, iba a acompañarme.

- ¿Intentarás fugarte? -me preguntó Don.

- Por supuesto -contesté sin separar la mano de mi hinchada mejilla.

- Soltarán los perros -me recordó Mike.

- Sí, pero si se esconde en el río perderán el rastro -señaló Barry.

Davy se me acercó discretamente y me pidió que hiciera una apuesta doble en la carrera de las dos y media de Sandown Park.

Y en la de las tres.

Y en la de las tres y media.

Y en la de las cuatro.

- No sé si pasaré cerca de algún corredor de apuestas -le expliqué, sintiéndome culpable. De todos modos, no habría sabido qué hacer, porque jamás había apostado a las carreras.

- ¿Me vas a esposar? -le pregunté a Margot cuando entramos en el coche.

Margot se limitó a lanzarme una mirada de desprecio. La muy zorra no tenía ni gota de sentido del humor.

En cuanto el coche llegó a la carretera, me puse a temblar. El mundo real era extraño y aterrador, y tuve la sensación de que llevaba muchísimo tiempo lejos de él. Eso me desconcertó. No llevaba ni dos semanas en The Cloisters, y ya estaba afectada por la estancia en el centro.

Fuimos al pueblo más cercano, a la consulta del doctor O'Dowd, el dentista al que acudía The Cloisters cada vez que la muela de algún interno empezaba a hacer el burro. Lo cual, según Margot, ocurría constantemente.

Salimos del coche, y mientras caminábamos hacia la consulta, tuve la impresión de que todo el pueblo me observaba. Como si fuera una prisionera de una cárcel de máxima seguridad que había salido de permiso para asistir al funeral de su padre. Me sentí diferente, como llegada de otro planeta. Seguro que todo el mundo sabía, con sólo mirarme, de dónde había salido.

Vi a un par de chicos plantados en una esquina. Seguro que venden drogas, pensé; empecé a producir adrenalina, mientras me preguntaba cómo podía darle esquinazo a Margot.

No había forma de despistarla.

Margot me hizo entrar en la consulta del dentista, donde, a juzgar por la atmósfera de emoción contenida, deduje que me esperaban. La recepcionista, que no aparentaba más de catorce años, no podía quitarme los ojos de encima. Imaginé lo que debía de estar pensando. Yo era un bicho raro, una marginada. Supuse que se habría pasado toda la mañana cotilleando con las enfermeras, diciendo: «¿Cómo será esa drogadicta?»

Me sentí profundamente incomprendida. Aquella mocosa osaba juzgarme porque yo estaba en The Cloisters, pero se equivocaba, porque yo no era como los otros internos.

Sin dejar de sonreír, la recepcionista me hizo llenar un formulario.

- ¿Adónde quiere que enviemos la factura? ¿A… The Cloisters? -me preguntó fingiendo discreción. Pero todos los pacientes que había en la sala de espera dieron un respiro, impulsados por la curiosidad.

- Sí. -respondí. Aunque me habría gustado decir: «Te importaría decirlo un poco más alto? Creo que en Waterford no te han oído bien.»

Me sentí mayor y hastiada, fastidiada por el idealismo de la joven recepcionista. Seguramente ella pensaba que jamás acabaría en The Cloisters, y que yo era una estúpida por haber acabado allí. Pero antes yo era igual que ella. Joven y estúpida. Creía que era invulnerable a las tragedias de la vida, demasiado inteligente para que me pasara nada malo.

Me senté y me preparé para una larga espera. Hacía una eternidad que no iba al dentista, pero aun así conocía la rutina.

Margot y yo permanecimos calladas, leyendo ejemplares viejos del Mensajero Católico, la única revista que había en la sala de espera. Intenté animarme leyendo la página de «Buenas intenciones», donde la gente rezaba para que se remediaran los problemas que tenían.

Siempre iba bien saber que había otra gente desgraciada.

De vez en cuando me sacudía otra punzada de dolor; entonces me apretaba la mejilla con la palma de la mano, me lamentaba en voz baja y soñaba con drogas.

Cada vez que levantaba la vista comprobaba que todo el mundo me estaba mirando.

En cuanto la recepcionista dijo «Ya puede pasar», el dolor desapareció, por supuesto. Siempre me pasaba lo mismo. Armaba un gran escándalo cuando me dolía algo, pero en cuanto veía al médico todos los síntomas desaparecían, y todo el mundo pensaba que tenía el síndrome de Munchausen.

Entré en el consultorio, cabizbaja. El olor bastó para que casi me desmayara de miedo.

Afortunadamente, el doctor O'Dowd era un gordito alegre y simpático, que no se parecía en nada al Doctor Muerte que yo me había imaginado.

- Siéntate, guapa -me dijo-. Vamos a echarle un vistazo a esa muela.

Me senté en la silla y abrí la boca.

Mientras el dentista me daba golpecitos en los dientes con un instrumento de metal puntiagudo y un espejo, inició una conversación con la que pretendía tranquilizarme.

- Así que vienes de The Cloisters, ¿no?

- Ií -dije, e intenté asentir con la cabeza.

- ¿Alcohol?

- Oo. -Intenté negar moviendo las cejas-. Oogas.

- Ah, drogas. -Me sentí aliviada al ver que el doctor no lo desaprobaba-. Siempre me he preguntado cómo sabe uno que es alcohólico -comentó.

Intenté decir: «A mí no me lo pregunte», pero sonó como «Aí o eo eu e.»

- Hombre, si acabas en The Cloisters, es evidente que eres alcohólico. Esa muela está en las últimas.

Intenté incorporarme, alarmada, pero el doctor no se percató de mi angustia.

- Tampoco es que beba cada día -prosiguió-. Si hacemos una endodoncia, es posible que la salvemos. Ahora o nunca.

¡Una endodoncia! ¡Oh, no! Yo no sabía qué era una endodoncia, pero por lo que había oído decir, me imaginaba que era algo espantoso.

- En realidad no bebo cada día -continuó el dentista-, sino cada noche. Ja, ja.

Asentí con gesto lastimero.

- Pero nunca bebo si al día siguiente he de tener el pulso firme para manejar el torno. Ja, ja.

Miré la puerta con ansia.

- Eso sí: cuando empiezo, no puedo parar. No sé si me explico.

Asentí, acongojada. Lo mejor era darle la razón en todo.

No me haga daño, por favor.

- Y de repente me doy cuenta de que ya no puedo emborracharme más. ¿Me entiendes?

En realidad el doctor O'Dowd no necesitaba mi confirmación.

- Y después… ¡qué depresión! ¡No me hables, no me hables! -prosiguió apasionadamente-. A veces preferiría estar muerto.

Había parado de arañarme y darme golpes en los dientes, pero dejó el espejo y el instrumento puntiagudo dentro de mi boca. Apoyó una mano sobre mi cara, pensativo. Comprendí que se estaba preparando para una larga conversación.

- Algunas veces, después de una noche especialmente dura, hasta he pensado en suicidarme -me confesó. Noté que un hilo de saliva se deslizaba lentamente por mi barbilla, pero no quería secármela para no parecer poco comprensiva-. Los dentistas son los profesionales con el mayor índice de suicidios, ¿te imaginas?

Intenté expresarle mi compasión mediante movimientos de las cejas y destellos de los ojos.

- Te aseguro que la vida de los dentistas es muy triste. Toda la vida examinando bocas… -El hilo de saliva se había convertido en una catarata-. Toda la puta vida. «Me duele la muela, doctor. Me duele mucho la muela. Haga algo, doctor» -añadió con una vocecilla quejumbrosa-. No oigo otra cosa. ¡Muelas, muelas, muelas!

Dios mío, está pirado, pensé.

- Fui a un par de reuniones de AA, sólo para tantear, ya sabes. -Me miró con gesto suplicante, y yo lo miré a él, también con gesto suplicante.

Déjeme marchar, por favor.

- Pero aquello no estaba hecho para mí -me explicó-. Como ya te he dicho, yo no bebo cada día. Y nunca bebo por las mañanas. Salvo cuando me dan temblores muy fuertes, claro.

- Aa -dije para animarlo.

Habla con tu captor, establece un vínculo con él, intenta ponerlo de tu lado.

- Mi mujer me ha amenazado con marcharse de casa si no dejo el alcohol -continuó-. Pero si lo dejara, creo que no me quedaría nada. Mi vida no tendría ningún aliciente, y más me valdría estar muerto. ¿Me entiendes?

De pronto volvió en sí.

Y lamentó haberse desahogado conmigo, haberse mostrado débil ante mí. Se dispuso a restablecer rápidamente el equilibrio de nuestra relación.

- Ahora te pondré una inyección, pero supongo que para ti las jeringuillas no tienen ningún misterio, ¿verdad? -dijo con una risa desagradable-. Me encanta atender drogadictos. A la gente normal le dan pánico las agujas. Ja, ja, ja. Toma, ¿quieres hacerlo tú misma? Ja, ja, ja. ¿Te has traído el torniquete? Ja, ja, ja. Al menos aquí no tienes que compartir la jeringuilla con nadie. ¡Jajajajaja!

Me puse a sudar, aterrada, porque el dentista se equivocaba: a mí me daban pánico las agujas. Y aún más pensar en los horrores que me esperaban.

Cuando el doctor me levantó el labio superior y clavó la afilada punta de la aguja en mi tierna encía, todo el cuerpo se me puso en tensión. El frío líquido de la anestesia empezó a fluir por mi carne y se me pusieron los pelos de punta. El dolor del pinchazo se fue, intensificando, pero el doctor no retiraba la jeringuilla. Creí que aquella tortura se iba a prolongar indefinidamente.

Esperaré cinco segundos más, pensé. Y si entonces no ha terminado, le obligaré a retirar la aguja.

Cuando el dolor alcanzaba un nivel insoportable, el doctor retiró la jeringuilla.

Pero para entonces yo me había dado cuenta de que era demasiado cobarde como para ponerme en manos de un dentista, y que prefería vérmelas con el dolor de muelas.

Con todo, cuando estaba a punto de darle un empujón al dentista y echar a correr, un delicioso cosquilleo empezó a extenderse por mi labio y por un lado de mi cara.

Era una sensación maravillosa; me relajé y decidí disfrutarla. La novocaína era algo estupendo. Lástima que no pudiera aplicármela a todo el cuerpo. Y a mis emociones.

Sin embargo, aquella oleada de placer no duró mucho. No pude evitar recordar todo tipo de historias espantosas sobre dentistas. La de Fidelma Higgins, que fue al hospital a que le extrajeran las cuatro muelas del juicio con anestesia general. No sólo no le quitaron las cuatro muelas problemáticas, sino que le extirparon el bazo, perfectamente sano. O lo que le pasó a Claire cuando fue a hacerse una extracción. Las raíces de la muela eran tan fuertes que el dentista tuvo que ponerle la suela del zapato en el pecho para hacer palanca y arrancársela. Y la historia favorita de todos los que tienen fobia a los dentistas: la escena de Marathon Man. Yo no había visto Marathon Man, pero eso no importaba. Había oído hablar tanto de aquella película que se me revolvía el estómago con sólo pensar en mi vulnerable posición en manos de aquel loco del torno.

- Bueno, eso ya debe de estar bien dormido. -El doctor O'Dowd interrumpió la película de terror que se desarrollaba en mi mente-. Podemos empezar.

- Oiga, ¿qué es exactamente una endodoncia? -Prefería saber lo que me iba a pasar.

- Consiste en extraer todo el interior de la muela. El nervio, el tejido… ¡absolutamente todo! -dijo animadamente. Y empezó a taladrarme la muela como quien cuelga una estantería.

Al enterarme de lo que aquel hombre estaba a punto de hacer, encogí los hombros hasta pegarlos a las sienes, horrorizada. Seguro que me hacía un daño espantoso. Y me iba a hacer un agujero hasta el cerebro. Sentí una oleada de náusea.

Poco después, los nervios de todos mis otros dientes empezaron a cantar y saltar. Me contuve hasta que no pude soportarlo más (unos cuatro segundos); entonces levanté una mano para hacerle parar.

- Ahora me duelen todos los otros dientes -conseguí decir.

- ¿Ya? -me preguntó el doctor-. Es sorprendente lo rápido que los drogadictos metabolizáis los analgésicos.

- ¿En serio? -Estaba sorprendida.

- Sí.

El doctor O'Dowd me puso otra inyección que me dolió más que la primera, porque tenía la encía magullada. A continuación aceleró el torno, como si fuera una motosierra, y puso de nuevo manos a la obra.

Tardó una eternidad.

Tuve que pedirle dos veces que parara, porque no soportaba el dolor. Pero otras dos veces me puse derecha, lo miré a los ojos y dije: «Ya me encuentro mejor. Puede continuar.»

Cuando finalmente entré tambaleándome en la sala de espera, donde me esperaba Margot, tenía la boca como si me hubiera pasado un camión por encima, pero el dolor de muelas había desaparecido, y me sentía como una triunfadora.

Había conseguido sobrevivir, y me creía fantástica.

- ¿Por qué me habrá dado dolor de muelas precisamente ahora? -murmuré, pensativa, en el camino de regreso.

Margot me miró y dijo:

- Seguro que no es mera coincidencia.

- Ah, ¿no?

- Piénsalo un poco -dijo-. Tengo entendido que ayer hiciste grandes avances en la terapia de grupo… ¿En serio?

- … pero tu cuerpo intenta impedir que afrontes tu dolor emocional produciéndote dolor físico. Porque es mucho más fácil afrontar el dolor físico, por supuesto.

- ¿Insinúas que estaba fingiendo? -dije-. Oye, ve a la consulta y pregúntale a ese dentista…

- Yo no he dicho que estuvieras fingiendo.

- Entonces, ¿qué demonios…?

- Lo que digo es que evitas contemplarte a ti misma y contemplar tu pasado con tanto interés que tu cuerpo colabora contigo ofreciéndote otra cosa por la que preocuparte.

Madre de Dios.

- Estoy harta de que se me analice -dije, enardecida-. Tenía dolor de muelas, nada más. No estoy como un cencerro.

- Has sido tú la que ha mencionado la coincidencia -me recordó Margot sin inmutarse.

El resto del trayecto lo hicimos calladas.

Cuando llegamos a The Cloisters me recibieron como si hubiera estado varios años fuera. Casi todos los internos se levantaron de la mesa (estaban comiendo), aunque Eamonn y Angela se quedaron sentados, y gritaron cosas como «¡Ha vuelto!» y «Rachel, querida, te hemos echado de menos».

En honor a mi mutilada boca, Clarence me eximió de mis obligaciones en el equipo de lavaplatos. Lo cual me pareció una bendición, como aquella vez que nos enviaron a todos a casa porque las cañerías del colegio habían explotado. Pero la alegría que me produjo la noticia de que no tendría que fregar cacharros no podía compararse con la emoción que sentí cuando Chris me abrazó.

- Bienvenida a casa -dijo-. Te dábamos por muerta.

Una burbujita de felicidad estalló (¡pop!) dentro de mi estómago. Al parecer Chris me había perdonado por haber despreciado su consejo el día anterior.

Recibí un aluvión de preguntas.

- ¿Cómo es el mundo real? -me preguntó Stalin.

- ¿Sigue siendo presidente Richard Nixon? -preguntó Chris.

- ¿Richard Nixon es presidente? -dijo Mike-. ¿Ese mocoso? Cuando yo llegué aquí sólo era senador.

- Pero ¿qué estáis diciendo? -intervino Chaquie con una mueca de desprecio-. A ese Nixon hace años que lo echaron…

Hizo una pausa. Barry el niño le estaba haciendo señas.

- Es una broma -dijo-. ¿Sabes lo que es eso? Broma. Ja, ja. Búscalo en el diccionario, tonta del bote.

- Ah -dijo Chaquie, aturdida-. Nixon. ¿En qué estaría pensando? Es que como Dermot va a venir esta tarde, estoy un poco…

Nos dimos cuenta de que Chaquie estaba a punto de llorar.

- Tranquila, chica -dijo Barry, y se alejó rápidamente-. No lo decía en serio.

Todos contuvimos la respiración unos instantes, hasta que Chaquie recobró la compostura.

En cuanto la tensión hubo desaparecido, los deleité a todos con estupendos relatos de mi aterradora experiencia.

- ¿Una endodoncia? -dije con tono burlón-. Eso no es nada.

- Pero ¿no te ha dolido? -me preguntó Don.

- Qué va -dije, jactanciosa, decidiendo no mencionar las lágrimas que había derramado en la butaca del dentista.

- Y ¿no tenías miedo? -me preguntó John Joe.

- Era absurdo tener miedo -dije remilgadamente-. Había que hacerlo, ¿no?

Me di cuenta de que aquello era casi cierto.

- ¿Cuánto ha costado? -Eddie formuló la pregunta que más le importaba.

- Pues no lo sé -respondí-. Pero no mucho, seguro.

Eddie soltó una misteriosa risotada.

- ¿En qué mundo vives? No te enteras de nada. Los dentistas no te dan ni la hora sin cobrarte un riñón. Igual que todos los médicos.

- Eddie -dije, decidiendo arriesgarme-, ¿sabes una cosa? Eres un poco neurótico con el dinero.