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Yo sabía que aquello no nos convenía a ninguno de los dos, y tenía firmes sospechas de que a Chris ni siquiera le gustaba. Pero de todos modos, estaba decidida a hacerlo.

No debí hacerlo.

Fue uno de esos polvos de pesadilla en los que ambos se dan cuenta, cuando sólo hace tres segundos que han empezado, de que están cometiendo un gravísimo error.

Y, en esas circunstancias, con un tío de setenta y cinco kilos resoplando encima de ti en la cama, ¿cómo te disculpas y te largas? No puedes fingir que acabas de ver a un conocido en el otro lado de la habitación. No puedes mirar el reloj, soltar un gritito y murmurar cualquier incoherencia, como que tu compañera de piso no tiene llave para entrar en casa. Ni hablar. Tienes que aguantar hasta el final como sea.

En cuanto nos desnudamos, lo cual ya fue un suplicio, noté que toda la pasión se esfumaba. Advertí al instante que a Chris ya no le gustaba. Casi podía palpar el pánico que le estaba entrando.

Y a mí tampoco me gustaba él. Ya no le encontraba ningún atractivo. Era demasiado pequeño. Sintiera lo que sintiese por Luke, no podía negarse que tenía un cuerpo espléndido. Comparado con él, Chris tenía fallos en todos los departamentos. Y cuando digo todos quiero decir todos.

Sin embargo, los dos éramos demasiado educados como para detener el proceso. Era como si después de pegarte una gran cena, pasaras por casa de una amiga que te ha preparado un banquete de ocho platos. Tienes que comértelo todo aunque te den ganas de vomitar con cada bocado.

Observé, desfallecida, cómo Chris hacía todo aquello del condón. A menos que estés un poco delirante a causa de la pasión, el espectáculo de un hombre hecho y derecho cubriéndose el miembro viril con un pedazo de plástico resulta lamentable. Después nos pusimos a hacer un poco de teatro. A lamernos los pezones, y esas cosas. Pero todo con mucha desgana. Al cabo de un rato Chris se colocó encima de mí, preparándose para el gran acontecimiento.

Sentirme penetrada por un pene que no era el de Luke me produjo una desagradable sensación de despropósito. Pero al menos aquello ya estaba en marcha, y pronto habría terminado.

Me equivocaba.

Duró una eternidad.

A ver si se corre de una vez, por el amor de Dios, suplicaba en silencio mientras Chris se sacudía encima de mí. Yo sabía que no iba a correrme, pero fingí pensando que, silo que estaba haciendo Chris era esperarme, así se daría prisa y acabaría antes.

Pero él seguía dándole sin descanso, y a mí empezó a dolerme. Seguro que volvería a casa con ampollas.

Entonces se me ocurrió que quizá Chris fuera de esos que creen que no han dejado satisfecha a una mujer hasta que ella se ha corrido varias veces. De modo que fingí un par de orgasmos más para ahorrarle tiempo.

Pero él seguía en sus trece.

Hasta que, al cabo de una eternidad, se detuvo.

No lo hizo con gruñidos, espasmos y poniendo cara de haber recibido una patada en los huevos, sino aminorando la marcha tras comprobar que su picha tenía una textura de malvavisco. Es decir, que había acabado admitiendo su fracaso.

- Lo siento, Rachel -murmuró sin mirarme.

- No pasa nada -musité, sin mirarlo tampoco.

Me habría marchado de su casa, pero no quería pedirle a Chris que me acompañara. Además, le habían robado el coche. Y yo no tenía dinero para un taxi.

Chris se quitó el condón, lo tiró a la papelera (¡puaj!); apagó la luz y me dio la espalda. La verdad es que yo no esperaba más de él. Recordé, con tristeza, que Luke y yo siempre nos quedábamos dormidos abrazados el uno al otro.

El muy cerdo.

Estaba allí tumbada, a oscuras, y de pronto me entró un hambre voraz. Eso me pasaba por no haberme comido los frijoles refritos. Ahora ya era demasiado tarde.

Dormí muy mal. Y cuando desperté, a las seis y media, tuve tal sensación de fracaso que ya no soporté seguir allí. Me vestí, recogí el bolso y me dirigí hacia la puerta.

Entonces vacilé un momento, porque me di cuenta de que en mi vida no había nada más que valiera la pena. Revolví en el bolso hasta que encontré un bolígrafo; anoté mi número de teléfono en un trozo de papel y lo dejé sobre la almohada. No me atreví a hacer el numerito de arrugar el papel, tirarlo a la papelera y decir: «¡Toma! ¡Así no tendrás que molestarte en hacerlo tú!», como había hecho con Luke. Porque en este caso habría sido verdad.

- Te llamaré -murmuró Chris, adormilado.

Chris no me llamó, como era de esperar.

Puede que ya no tomara drogas, pero por lo demás, mi vida no había cambiado.

Estaba plantada en la parada del autobús, y la gente que empezaba a trabajar temprano miraba mi atuendo nocturno y se sonreía.

El único que no se reía de mí era un adolescente que debió de pensar que yo era una presa fácil; subió al autobús detrás de mí y se sentó a mi lado. Al cabo de un rato empezó a murmurar «Las bragas, las bragas, te he visto las bragas», en voz tan baja que al principio creí que me lo estaba imaginando. No me atreví a cambiar de asiento por si la gente volvía a mirarme.

Cuando me apeé del autobús, el conductor me guiñó un ojo y dijo: «Vas a tener que darle explicaciones a tu mamá.» Le ignoré, bajé a la acera y me dije: No voy a mirar, no voy a mirar. Pero no pude evitarlo: el instinto fue más fuerte que yo. Levanté la cabeza. Y efectivamente, aquel adolescente asqueroso me miraba con una sonrisa lasciva en los labios. Aparté rápidamente la vista, pero tuve tiempo de deducir por sus ademanes que pensaba hacerse una paja a mi salud.

Eché a andar hacia mi casa, sintiéndome sucia. Al menos le gusto a alguien, me sorprendí pensando por el camino.

Mi madre me recibió con una actitud que me recordó por qué me había marchado de mi casa. Con los ojos desorbitados y en camisón, me gritó:

- ¿Dónde estabas? ¡He estado a punto de llamar a la policía!

- En casa de la señora Hutchinson. -Pensé que «en casa de la señora Hutchinson» sonaba mucho más benigno que decir «He pasado la noche con Chris y hemos intentado pegar un polvo, pero él no ha sido capaz de mantener la erección»-. He pasado la noche en casa de la señora Hutchinson. Pensaba volver a casa, pero les robaron el coche y tuvimos que llamar a la compañía de seguros y a la policía para hacer el parte… -Hablaba deprisa, con la esperanza de distraer a mi madre con la historia del robo del coche.

- Philomena y Ted Hutchinson están en Tenerife -replicó mi madre-. Has estado sola con él.

- Pues sí, mamá -confesé. Estaba harta de aquello. Era una persona adulta.

Mi madre montó en cólera. Intentó pegarme, lanzarme un cepillo del pelo, sentarse, levantarse y romper a llorar, todo a la vez.

- Eres una fulana -me gritó-. ¿No tienes vergüenza? ¡Mira que acostarte con un hombre casado! ¡Seguro que ni te has parado a pensar en sus tres hijos! -Debió de notarse que me había quedado helada, porque al punto gritó-: Ni siquiera lo sabías, ¿no? ¿Cómo puedes ser tan idiota? ¡Eres una egoísta y una inútil! ¡Siempre metes la pata! -Mi madre tenía la cara morada, y respiraba entrecortadamente. Yo me había quedado pasmada-. Seguro que tampoco sabes que la primera vez que estuvo en The Cloisters tuvieron que echarlo -siguió chillándome-. Porque lo pillaron haciendo el coito con una mujer casada en un lavabo. Y ¿sabes lo que me da más rabia?

- No -contesté. Y ella, me lo dijo.

- Como no tuviste bastante poniéndome en ridículo con el numerito de las drogas, ahora vas y haces esto. Siempre has sido una niña mimada y egoísta. Todavía me acuerdo del día que te comiste el huevo de pascua de tu pobre hermana Margaret. ¿Haces estas cosas a propósito para mortificarme?

Salí de la habitación y subí la escalera. Mi madre se quedó abajo, gritándome enardecida:

- ¡Mocosa egoísta! ¡Ya puedes marcharte si quieres! ¡Por mí no vuelvas! Haz las maletas y lárgate, será un alivio no volver a verte. ¡No haces más que atormentarme…!

Yo temblaba como una hoja. Nunca me habían gustado las peleas, y me había sorprendido la intensidad de la ira de mi madre. El desprecio que sentía por mí era impresionante. Yo siempre había sospechado que para ella no era más que una gran desilusión, pero me dolió mucho que me lo confirmara con aquella franqueza.

Por no mencionar lo que había dicho sobre Chris. No podía creerlo. Estaba casado. Y tenía tres hijos. Debía de estar separado, por supuesto, pero eso no mejoraba las cosas.

No podía quitarme de la cabeza que Chris no había conseguido correrse conmigo. Porque yo no le gustaba. Aquella muestra de rechazo me había sentado fatal, pero en combinación con el enojo de mi madre era demasiado.

Sin embargo, yo sabía exactamente lo que iba a hacer.

Antes que nada, me cambiaría de ropa. Luego saldría a mendigar, robar o pedir prestado un montón de dinero, e iría a comprar toda la droga que pudiera; me la tomaría y me sentiría mejor.

Entré tambaleándome en mi dormitorio y cerré de un portazo para no oír los gritos de mi madre. Las cortinas estaban echadas y había alguien en mi cama. No, había dos personas. Helen y Anna.

Otra vez.

¿Es que en aquella casa nadie podía dormir en su cama? Y ¿qué hacían Anna y Helen durmiendo juntas? Se suponía que se odiaban. Estaban profundamente dormidas, acurrucadas como gatitos, monísimas, con las largas melenas mezcladas sobre la almohada, y con las largas pestañas haciendo sombra en sus lindas caritas.

Encendí la luz y causé un revuelo.

- ¡Pero qué co…! -Una de ellas se incorporó-. ¡Estaba durmiendo!

- Apaga esa maldita luz -ordenó la otra.

- Ésta es mi habitación y necesito buscar unas cosas -dije.

- Mierda -murmuró Helen, e, inclinándose, se puso a revolver en su bolso.

- ¿Estás bien? -me preguntó Anna. Parecía sorprendida.

- Si -contesté.

- Toma -dijo Helen, y le dio unas gafas de sol a Anna-. Póntelas. Así podremos seguir durmiendo.

Helen se puso otras gafas de sol, y ambas se tumbaron de nuevo en la cama, con las gafas puestas. Parecían los Blues Brothers.

- Bueno, qué -dijo Helen-. ¿Te lo has tirado o no?

- Sí -contesté. Y añadí-: Y no.

Helen arqueó una ceja.

- ¿Sí y no? ¿Qué quieres decir? ¿Que sólo os habéis hecho mamadas?

Negué con la cabeza. Lamenté haber contestado a Helen, porque no me apetecía hablar de aquel tema.

- Permíteme que te recuerde -insistió Helen- que la penetración anal cuenta como polvo.

- Gracias, Helen.

- ¿Es eso?

- ¿Qué?

- ¿Penetración anal?

- No.

- ¿Qué pasa? ¿No te gusta?

- No está mal. -La verdad es que no la había probado nunca, pero no estaba dispuesta a admitirlo delante de mi hermana menor. Además, se suponía que era yo la que tenía que contarle a ella aquellas cosas. Y no al revés.

- Pues a mí me encanta -murmuró Helen.