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La noche en que Luke salió, hecho una fiera, de mi cocina -sí, sí, aunque se hubiera controlado, salió hecho una fiera-, nuestro amor verdadero había interrumpido su curso y, de hecho, había quedado paralizado. Se pasó dos semanas plantado en una esquina, esperando que llegara el día de cobrar el paro, silbando sin mucho entusiasmo a las chicas que volvían a su casa de la fábrica.
Y Daryl no supuso una verdadera compensación, por supuesto.
Cuando se presentó sin avisar en mi casa, ahuyentando a Luke, resulta que ni siquiera había ido para verme. Había ido porque habían trincado su camello. Daryl llevaba todo el día dando vueltas por Manhattan buscando alguna fuente alternativa de drogas. Hubo un tiempo en que las mujeres se recomendaban unas a otras a sus peluqueras. Y a sus lampistas. Incluso a los monitores de gimnasio. Ahora a los que se recomienda es a los camellos. En otras circunstancias, yo lo habría encontrado maravilloso.
Nueva York, en el cambio de milenio, convertida en una ciudad de buenos vecinos. En lugar de llamar ala puerta para pedir prestada una taza de azúcar, te pedían un par de gramos de coca. Pero tras la marcha de Luke, ya nada me parecía divertido.
Además, yo no tenía ninguna droga que ofrecerle a Daryl.
Sin embargo, conocía al hombre que sí podía proporcionársela.
Resulta que, debido a lo desdichada que me sentía por la marcha de Luke, me apetecía mucho ver a Wayne. De modo que me aproveché de la desesperación de Daryl. Daryl tenía dinero para comprar drogas, pero no sabía dónde conseguirlas; en cambio yo sabía dónde conseguirlas, pero no tenía con qué.
Era evidente que nos necesitábamos mutuamente.
Llamé por teléfono a Wayne, y después Daryl y yo nos sentamos a esperar. Hasta me animé un poco. Sí, Luke volvía a odiarme, pero Daryl llevaba una ropa enrolladísima. Concretamente, unos pantalones de terciopelo violeta que eran una pasada.
Lástima que le hicieran sudar tanto.
Además, tenía un empleo genial.
- ¿Conoces a otros escritores, aparte de Jay McInerney? -le pregunté inclinándome con la esperanza de que le gustaran mis tetas, pues era lo mejor que yo podía ofrecerle.
- Sí, claro -respondió Daryl esquivando mi mirada-. A muchos.
- ¿Cómo funciona? -le pregunté estirando el cuello hacia uno y otro lado, intentando seguir su evasiva mirada-. ¿Te asignan a unos autores determinados?
- Sí -contestó, y me lanzó una mirada furtiva que me produjo tortícolis por el esfuerzo que tuve que hacer para pillarla-. Exacto.
- Y ¿quiénes son los tuyos? -pregunté, desistiendo de mirarlo a los ojos. Pero ¿qué le pasaba?-. ¿Cuáles han sido tus libros de mayor éxito?
- A ver… -dijo, pensativo. Me emocioné mucho. Era genial estar hablando con alguien que conocía a un montón de famosos.
Daryl no me defraudó.
- ¿Has oído hablar de Lois Fitzgerald-Schmidt? -me preguntó en un tono que daba por hecho que yo sabía de quién me estaba hablando.
- ¡Sí! -afirmé con entusiasmo.
¿Quién?
- Ah, ¿sí? -me preguntó Daryl, también entusiasmado.
- Por supuesto -dije, y me alegré de haber logrado un aire de animación. A Daryl parecía gustarle.
- Yo fui uno de los principales responsables del marketing de su libro, Jardinería para bailarinas, que entró en la lista del New York Times en primavera.
- Ah, sí, ya lo conozco. -Aquel libro había ganado el premio a la mejor novela del año, o algo parecido. Esbocé una sonrisa, orgullosa de encontrarme con un hombre que tenía una carrera tan interesante y próspera.
Entonces me pregunté si sería conveniente fingir que había leído aquel libro. Podía lanzar unas cuantas frases ambiguas, como «Un uso del lenguaje maravillosamente lírico», o «Una imaginería maravillosamente potente». Pero después de meditar unos instantes, consideré que no sería capaz de mantener toda una conversación así.
Con todo, en Nueva York era muy importante leer los libros que estaban de moda. O, como mínimo, hacer ver que los habías leído. Hasta había oído decir que había gente que se dedicaba a leer el libro que tú les pedías para después ofrecerte un resumen. Y si pagabas un poco más te recomendaban unas cuantas frases que podías soltar en las fiestas elegantes. («Plagio carente de originalidad», «Ya, pero ¿es eso arte?», o «Me gustó mucho la escena del pepino».)
Así que me disculpé diciendo:
- Todavía no lo he leído. Lo he comprado, por supuesto, y lo tengo en un montón junto a la cama, con el resto de libros que tengo pendiente leer. La verdad es que cuando uno tiene tanto trabajo como yo…
Ni que decir tiene que en aquella frase no había ni una sola sílaba sincera. El único libro que tenía junto a la cama era La campana de cristal, que estaba releyendo por enésima vez.
- Lo empezaré en cuanto termine Colores primarios -le prometí. No sabía si todavía se llevaba Colores primarios. No me habría gustado meter la pata-. Dime -proseguí con una sonrisa con la que pretendía exhibir todo mi encanto-, ¿crees que Jardinería para bailarinas cambiará mi vida? ¿De qué trata?
- Bueno, ya sabes…
Me acerqué más a él, intrigada por su reticencia. Sin duda se trataba de un libro polémico, pero ¿sobre qué versaba? ¿Incesto? ¿Satanismo? ¿Canibalismo?
- Va de… bueno, de… jardinería. Para… eh… bailarinas. Bueno, no sólo para bailarinas, claro -se apresuró a añadir-. En realidad las inclinaciones y todo eso se puede aplicar a cualquier tipo de bailarín. La nuestra no es una editorial elitista.
Me quedé boquiabierta.
- Entonces, ¿no es una novela? -conseguí preguntar al fin.
- No.
- ¿Es un manual de jardinería?
- Sí.
- Y ¿qué posición alcanzó en la lista de bestsellers del New York Times?
- El número sesenta y nueve.
- Y ¿en qué consistió tu participación en el marketing del libro?
- Me encargué de empaquetar los libros y enviarlos a las librerías.
- Adiós, Daryl.