8
Pobres desgraciados, pensé, compasiva, al ver la larga mesa de madera donde comían los alcohólicos y los drogadictos. Pobres desgraciados.
Ahora ya era una interna oficial.
Me habían hecho los análisis de sangre y los había pasado airosa; no me habían cacheado, aunque sí habían registrado mis bolsas, pero no habían encontrado nada indigno; y mi padre y Helen se habían marchado sin demasiadas lágrimas («Pórtate bien, por amor de Dios. Vendré el domingo de la semana que viene», dijo mi padre. «Hasta luego, chalada, a ver si me haces un jersey de media», dijo Helen).
Mientras veía alejarse lentamente el coche de mi padre, me felicité por lo tranquila que estaba y por el hecho de que ni se me hubiera ocurrido pensar en drogarme. ¡Y eso que según ellos era una drogadicta!
El doctor Billings me interrumpió para decirme que los otros clientes, como él los llamaba, estaban comiendo. Lástima que no viera cómo Helen le hacía grotescas muecas por la ventanilla trasera del coche.
- Ahora puedes ir a comer. Después te enseñaré tu habitación.
Estaba emocionada. ¡Por fin iba a ver a los cantantes famosos! A pesar de que Helen me había convencido de que los ricos y famosos estarían separados del vulgo, la esperanza brincaba en mi estómago como una rana.
Además, también sería divertido conocer a los drogadictos, los alcohólicos, los bulímicos y los ludópatas que constituían el resto de la clientela. Seguí con paso ligero al doctor Billings por la escalera, hasta el comedor, donde me presentó diciendo: «Damas y caballeros, les presento a Rachel, que ha llegado hoy.»
Todos levantaron la cabeza y dijeron: «Hola.» Les eché un rápido vistazo y no vi a nadie con pinta de estrella del pop. Lástima.
Tampoco había nadie que pareciera sacado de Alguien voló sobre el nido del cuco. También era una lástima.
La verdad es que los alcohólicos parecían muy simpáticos. En seguida se desplazaron para dejarme sitio en la mesa.
El comedor era sorprendentemente vulgar. Aunque cabía la posibilidad de que el decorador hubiera pintado las paredes de aquel amarillo brillante a propósito, en plan posmoderno. Y el linóleo volvía a estar de moda, desde luego. Aunque las combadas baldosas marrones del suelo no parecían precisamente nuevas.
Eché un rápido vistazo a la mesa y conté unos veinte «clientes». Sólo había cinco mujeres.
El gordo que tenía a la derecha engullía comida sin parar. ¿Bulímico? El gordo que tenía a la izquierda me saludó y dijo que se llamaba Davy.
- Hola, Davy. -Le dediqué una sonrisa. No había necesidad de mostrarse demasiado distante. Mantendría una distancia prudencial, pero sería siempre amable y educada. Al fin y al cabo, seguro que ya eran bastante desgraciados. No había necesidad de añadir más leña al fuego.
- ¿Por qué has venido? -me preguntó Davy.
- Por drogas -contesté con una risita, como queriendo decir «¿Te imaginas?».
- Y ¿qué más?
- Nada -respondí, desconcertada. Davy parecía decepcionado, y se quedó contemplando su plato de comida. Una montaña de nabos, patatas y chuletas.
- ¿Y tú? -le pregunté por educación.
- Juego -me contestó con aire triste.
- Alcohol -dijo el hombre que estaba al lado de Davy, aunque yo no le había preguntado nada.
- Alcohol -dijo el que tenía al lado.
Sin quererlo, había iniciado una reacción en cadena. Cuando le preguntabas a alguien por qué había ido allí, desencadenabas un efecto dominó, y todos los internos se sentían obligados a decirte cuál era su tipo de adicción.
- Alcohol -dijo el siguiente, al que yo ni siquiera veía desde donde estaba.
- Alcohol -dijo otra voz, todavía más alejada.
- Alcohol -dijo otra.
- Alcohol -dijo una débil voz desde el extremo de la mesa.
- Alcohol -dijo otra, un poco más próxima. Habíamos pasado al otro lado de la mesa.
- Alcohol -dijo otra.
- Alcohol. -Las voces se iban acercando.
- Alcohol -dijo el hombre que estaba sentado enfrente de mí.
- Y drogas -terció una voz desde el fondo-. No lo olvides, Vincent, en el grupo descubriste que también tienes problemas con las drogas.
- Vete al cuerno, pederasta -le contestó el hombre que estaba enfrente de mí-. No sé cómo te atreves a hablar de los demás, Frederick. Tú, que eres un pervertidor de menores.
Nadie se inmutó por la pelea. Era como las comidas en mi casa.
¿Sería verdad que Frederick era pederasta?
Pero de momento no iba a enterarme.
- Alcohol -dijo el siguiente.
- Alcohol.
- Alcohol.
- Drogas -dijo una voz de mujer.
¡Drogas! Estiré el cuello para verla mejor. Tenía unos cincuenta años. Debía de ser un ama de casa adicta a los tranquilizantes. Lástima; por un momento creí que tendría alguien con quien jugar.
- Drogas -dijo una voz de hombre.
Lo miré y se me aceleró ligeramente el corazón. Era joven, la única persona de mi misma edad que había visto hasta el momento. Y era muy guapo. Bueno, quizá no tanto, pero parecía guapísimo comparado con aquella pandilla de hombres calvos, gordos y escandalosamente feos (aunque con eso no quiero decir que no fueran buena gente) que llenaba la mesa.
- Drogas -dijo otra voz de hombre. Pero éste parecía víctima del LSD. Los ojos saltones y fijos y el cabello peinado hacia atrás lo delataban.
- Alcohol.
- Comida.
- Comida.
Ya se habían presentado todos. O al menos me habían dicho cuál era su adicción. Había cuatro alcohólicos por cada drogadicto, y un par de internos con trastornos de la alimentación. Pero sólo había un ludópata, Davy. No me extraña que le hubiera decepcionado.
Una mujer gorda con bata naranja me puso un plato de chuletas y nabos delante.
- Gracias -le dije con una sonrisa-. Pero es que soy vegetariana.
- ¿Y? -Me miró con el labio superior torcido, en plan Elvis Presley.
- Que no como carne -expliqué, un tanto intimidada por su agresividad.
- Mala suerte -dijo la mujer-. Será mejor que empieces a comer.
- ¿Có… cómo dice? -pregunté, nerviosa.
- Te comerás lo que te pongan en el plato -me amenazó la mujer-. No tengo tiempo para tonterías. No comer, comer demasiado o comer y luego vomitar lo que has comido. ¡Habráse visto! Y si te pillo en mi cocina intentando averiguar dónde escondo la gelatina, te vas a la calle.
- Déjala en paz, Sadie -dijo un hombre que estaba sentado diagonalmente enfrente de mí. Inmediatamente me resultó simpático, pese a que parecía un boxeador y, peor aún, tenía el pelo corto y rizado, estilo emperador romano-. Ha venido por drogas, no por comida. Así que déjalo ya.
- Lo siento mucho. -Sadie se disculpó efusivamente-. Es que estás tan delgada que he pensado que eras una de esas que no comen, y me ponen histérica, te lo aseguro. Si supieran lo que es pasar hambre de verdad, se dejarían de bobadas.
Me emocionó muchísimo que me tomaran por anoréxica; por un momento la alegría venció mi ansiedad.
- A Sadie le gustaría ser psicoterapeuta, ¿verdad, Sadie? -bromeó el interno que había salido en mi defensa-. Pero es demasiado corta, ¿verdad, Sadie?
- Cállate, Mike. -Me pareció que Sadie estaba de muy buen humor para tratarse de una mujer que acababa de ser insultada por un alcohólico (si no recordaba mal).
- Pero si no sabes ni leer ni escribir. ¿Verdad que no, Sadie? -dijo el interno. ¿Cómo se llamaba? ¿Mike?
- Claro que sé. -Sadie sonrió. (¡Sonrió! Yo le habría pegado una bofetada a aquel individuo.)
- Lo único que sabe hacer es cocinar, y ni eso lo hace bien -continuó Mike mirando al resto de comensales, que al parecer estaban de acuerdo con él.
- ¡Eres un desastre, Sadie! -gritó alguien desde el otro extremo de la mesa.
- Sí, una inútil -dijo un muchacho que no aparentaba más de catorce años. ¿Cómo podía ser alcohólico?
Después de asegurarnos que esa tarde no se le serviría té a nadie, Sadie se marchó, y me di cuenta de que tenía ganas de llorar. Los insultos, pese a no ser malintencionados, y pese a que por una vez no iban dirigidos contra mí, me habían impresionado.
- Habla con Billings después de comer -me aconsejó Mike, que debía de haber reparado en mi tembloroso labio superior-. De momento, ¿por qué no te comes los nabos y las patatas y dejas las chuletas?
- ¿Me las das a mí? -Un tipo con cara de pan asomó la cabeza por detrás del gordo que tenía a mi derecha.
- Puedes comértelo todo -dije.
No quería ni los nabos ni las patatas. Aquello no lo comía ni en mi casa, y no pensaba comerlo en un centro de rehabilitación de lujo como aquél. Sabía que los restaurantes de moda habían recuperado las salchichas con puré, la salsa de cebolla, los puddings al baño maría y esas cosas, pero aun así no me acostumbraba. Aunque ya no estuviera de moda, yo quería comer fruta. ¿Dónde estaba el buffet de ensaladas? ¿Dónde estaban las deliciosas comidas bajas en calorías? ¿Dónde el zumo de frutas recién exprimido?
Empujé el plato hacia el gordo que tenía al lado, y mi gesto provocó un alboroto.
- No se lo des, Rachel.
- Que no se lo dé.
- Eamonn lo tiene prohibido.
- Es bulímico.
- No alimentéis al elefante.
- No acostumbramos preparar comida especial para nadie -dijo el doctor Billings.
- Ah, ¿no? -pregunté, perpleja.
- No.
- Pero si no es comida especial. Lo único que pasa es que soy vegetariana.
- Muchas personas que vienen a recibir tratamiento a este centro tienen desórdenes alimenticios, y es muy importante que aprendan a comer lo que se les sirve -dijo el doctor Billings.
- Entiendo -dije educadamente-. A usted le preocupan los anoréxicos, los bulímicos o los comedores compulsivos. Teme que se molesten si ven que a mí me sirven una comida diferente.
- No, Rachel -dijo él con firmeza-. A mí me preocupas tú.
¿Yo? ¿Que le preocupaba yo? Qué tontería.
- ¿Por qué? -pregunté.
- Porque aunque tu principal adicción sean las drogas, es posible que tengas una mala relación con otras sustancias, como por ejemplo la comida o el alcohol. Y estás expuesta a tener adicciones secundarias.
Pero si yo no era drogadicta. Sin embargo, eso no podía decírselo, porque entonces me diría que me marchara. Y ¿qué era eso de las adicciones secundarias?
- Las adicciones secundarias aparecen cuando intentas vencer tu adicción principal. Es posible que domines tu adicción principal, pero que desarrolles una adicción a otra sustancia. O sencillamente añades la segunda adicción a la primera, y sigues siendo adicta a las dos.
- Ya -dije-. O sea, que vengo aquí para que me curen la adicción a las drogas y salgo convertida en alcohólica y bulímica. Es como ir a la cárcel por no pagar una multa y salir preparado para robar bancos y poner bombas.
- No exactamente -dijo Billings con una sonrisilla enigmática.
- Entonces, ¿qué se supone que tengo que comer?
- Lo que te den.
- Parece usted mi madre.
- Ah, ¿sí? -Esbozó una sonrisa neutral.
- Y yo nunca me comía lo que me preparaba mi madre.
Eso se debía a que mi madre era la peor cocinera del mundo. Todo aquello del papel de aluminio y los pavos cuando se enteró de mi presunto intento de suicidio no eran más que ilusiones. Por mucho papel de aluminio que utilizara para tapar sus pavos, éstos siempre acababan marchitos y deshidratados.
El doctor Billings se encogió de hombros.
- Entonces, ¿de dónde voy a sacar las proteínas? -Me sorprendía que no pareciera preocupado.
- De los huevos, la leche, el queso… ¿Comes pescado?
- No -mentí.
Por lo visto, al doctor Billings mi alimentación no le preocupaba en absoluto. Y tampoco parecía importarle mucho mi desconcierto.
- Ya te acostumbrarás -dijo con una sonrisa-. Vamos. Te voy a presentar a Jackie.
¿Quién era Jackie?
- La mujer con la que vas a compartir habitación -añadió el doctor Billings.
¿Compartir habitación? No paraba de recibir sustos. Con los precios que cobraban, me había imaginado que tendría mi propia habitación, ¿no? Pero antes de que pudiera hacer más preguntas, el doctor Billings había abierto la puerta del despacho y me había conducido hacia una rubia elegante que pasaba el aspirador, sin muchas ganas, por la zona de la recepción. Así que puse cara de «Soy simpática. Te caeré bien». Tendría que esperar a que la mujer se hubiera marchado para quejarme. Educadamente, por supuesto.
La mujer me tendió una mano lisa y bronceada.
- Encantada de conocerte. Me llamo Jackie -dijo sonriéndome.
Tendría unos cuarenta y cinco años, pero a cierta distancia aparentaba diez años menos.
- C-h-a-q-u-i-e -añadió-. Escrito J-a-c-k-i-e queda muy vulgar, ¿no te parece?
Como no supe qué responder, volví a sonreír.
- Yo me llamo Rachel -dije educadamente.
- Hola, Rachel -dijo ella-. ¿Cómo lo escribes? ¿Con Y y LL?
¿Yo tenía que compartir habitación con aquella pirada?
Y ¿qué hacía pasando el aspirador? ¿Acaso no era una interna? Estaba segura de haberla visto en el comedor. Se me cayó el alma a los pies. ¿No sería que se tomaban demasiado en serio las técnicas de Betty Ford?
- Te has dejado el trocito de la puerta, Chaquie -dijo el doctor Billings antes de dirigirse hacia la escalera.
La mirada que Chaquie le lanzó a su espalda antes de que esta desapareciera fue muy elocuente.
- No olvides la maleta, Rachel -me recordó el doctor Billings.
Subimos a los dormitorios, y yo tuve que cargar con mi maleta, que pesaba una tonelada. Había tomado la precaución de llevarme toda mi ropa, además de toda la ropa de Helen que me cabía, por si era verdad que The Cloisters estaba lleno de famosos. Me habría llevado muchas más prendas de Helen, pero ella era bajita y delgada, y yo medía un metro setenta y cinco, de modo que no tenía sentido que me llevara otra cosa que sus prendas de talla única (que no le iban bien a nadie). Aunque habría sido buenísimo que me lo hubiera llevado todo, y que Helen hubiera abierto su armario y hubiera descubierto que todas las prendas que tenía habían desaparecido.
Mientras avanzaba trabajosamente por la escalera recubierta de linóleo y por pasillos de paredes desconchadas, maldije la mala suerte de que mi estancia en The Cloisters coincidiera con la remodelación del centro.
- ¿Cuándo acabarán de decorarlo? -le pregunté a Billings, con la esperanza de que me contestara: «Pronto.»
Pero se limitó a reír. No cabía duda de que estaba como una cabra.
A cada paso que daba, resoplando y jadeando, mi moral se iba derrumbando. Estaba convencida de que cuando pintaran las paredes y pusieran la moqueta nueva, aquella casa se parecería bastante al hotel de lujo que yo había imaginado. Pero de momento parecía más un orfanato dickensiano.
Cuando vi mi dormitorio todavía me deprimí más. La verdad es que me quedé pasmada. ¿Cómo podía ser tan pequeño? Apenas había espacio para las dos camas individuales, que parecían metidas con calzador. Aparte del tamaño, no se parecía en nada más a una celda de monje. A menos, por supuesto, que los monjes tuvieran colchas de nailon ajustables, como las que recordaba de mi infancia, en los años setenta. No eran exactamente las colchas de hilo blancas irlandesas que yo esperaba encontrar allí.
Al pasar junto a la cama, oí un débil crujido de electricidad estática, y se me erizó el vello de las piernas.
Había una desvencijada cómoda blanca, llena de botellas de cosméticos Clinique, Clarins, Lancóme y Estée Lauder. Supuse que debían de ser de Chaquie. No quedaba sitio para mi lamentable par de tarros de crema Ponds.
- Te dejo para que arregles tus cosas -dijo Billings-. La terapia de grupo empieza a las dos, y a ti te corresponde el grupo de Josephine. Procura no llegar tarde.
¿El grupo de Josephine? ¿Qué podía pasar si llegaba tarde? ¿Cuál era mi cama? ¿De dónde iba a sacar perchas para la ropa?
- Pero ¿qué…?
- Si tienes alguna duda, pregunta a los demás -me contestó-. Les encantará ayudarte.
¡Y se marchó!
Qué descarado, pensé, furiosa. Menudo vago. Se niega a proporcionarme comida vegetariana. Se niega a llevarme la maleta. No me ayuda a instalarme. Podía haberme molestado mucho. No, no dejaría que se enterara de que en realidad yo no era drogadicta. «Pregunta a los demás, vaya morro. Cuando saliera de The Cloisters, escribiría a los periódicos, y daría su nombre y apellido. Menudo gandul. Y seguro que cobraba una fortuna.
Eché un vistazo al pequeño dormitorio. Vaya birria. Me tumbé en la cama, y la caja de Valium, de la que me había olvidado por completo, se me hincó. La rescaté y decidí esconderla en mi mesita de noche. Pero cuando intenté levantarme, la colcha rosa de nailon se me enganchó. Aunque intentara separarla de mí, ella volvía a adherirse a mi ropa.
Me sentía frustrada, decepcionada y cabreada.