32
Era el primer domingo que me permitían recibir visitas. Mi esperanza era que Anna viniera a visitarme, y que trajera alguna droga. Ya no me preocupaba que pudieran hacerme un análisis de sangre por sorpresa y que descubrieran que había tomado drogas. Al contrario: si me echaban del centro, mucho mejor.
En el caso de que Anna no apareciera, tenía una carta preparada para ella, que mi padre se encargaría de entregarle, en la que le pedía que acudiera a Wicklow con el bolso lleno de drogas.
Me agradaba la idea de recibir visitas, y sin embargo había un par de cosas preocupantes. En primer lugar, temía la reacción de Helen cuando se enterara que en The Cloisters no había gimnasio, ni piscina ni masajes. Y que ahora no había ningún famoso en el centro.
Pero había algo todavía peor: mi madre y su expresión de mártir. A lo mejor no viene, pensé. Esa idea me alivió brevemente; pero entonces comprendí que si no venía seria mucho peor.
Finalmente, cuando ya no podía soportar más la tensión, vi aparecer nuestro coche por el camino. Me sorprendió mucho ver a mi madre sentada en el asiento del pasajero, junto a mi padre. Era más propio de ella tumbarse en el asiento trasero y taparse con una manta por si alguien la veía y sacaba conclusiones. Pero allí estaba, con todo descaro, muy erguida, sin siquiera gafas de sol, pasamontañas o pamela. Entonces vi que en el asiento trasero sólo iba una persona; recé para que fuera Anna. Anna y mucha droga.
Pero al abrirse la puerta del coche, oí las voces y comprendí que se trataba de Helen.
- ¿Por qué conduces tan despacio? -le gritó a mi padre. Llevaba un abrigo largo y un gorro de piel, estilo Doctor Zhivago. Estaba despampanante.
- ¡Porque las carreteras están heladas! -le gritó mi padre, aturullado-. Vete al cuerno y déjame en paz.
- Basta, basta -dijo mi madre, que iba cargada de bolsas-. ¿Qué van a pensar de nosotros?
- ¿Qué más da? -repuso Helen-. Son todos unos gilipollas.
- ¡Basta! -Mi madre le pegó a Helen en el hombro. Helen le devolvió el golpe.
- ¡Déjame! ¿Por qué te pones así? ¿No ves que tu hija también es una gilipollas?
- Rachel no es gilipollas -dijo mi madre.
- ¡Oh! ¡Oh! Mamá, cuida tu lenguaje -saltó Helen, burlona-. Eso es pecado. Tendrás que confesarte. Pero tienes razón -continuó Helen, triunfante-. Rachel no es gilipollas. ¡Es cocainómana!
Mis padres se quedaron pasmados y bajaron la cabeza.
Yo los miraba desde la ventana, paralizada por una inesperada aflicción. Quería matar a Helen. Quería matar a mis padres. Quería suicidarme.
Nos abrazamos con torpeza, de la única forma que sabíamos hacerlo, y sonreímos. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Helen me saludó diciendo:
- ¡Dios! ¡Estoy congelada!
Mi madre me saludó dándole un empujón a Helen y diciendo:
- No pronuncies el nombre del Señor en vano. Mi padre me saludó diciendo:
- Hola.
No le di demasiada importancia.
Antes de que pudiera producirse una pausa en la conversación, mi madre me puso una bolsa en la mano y dijo:
- Te hemos traído unas cosas.
- Qué bien -dije-. ¿A ver? Tayto, Tayto, Tayto… Muchas gracias.
- Y Bounties -dijo mi madre-. Tiene que haber un paquete de Bounties.
Volví a mirar en la bolsa.
- No, creo que no.
- Lo he metido yo misma -insistió mi madre-. Me acuerdo perfectamente. Estoy segura.
- Ay, mamá -dijo Helen con tono inocente-, estás empezando a perder la memoria.
- ¡Helen! Dame los Bounties ahora mismo -dijo mi madre.
Helen abrió su bolso a regañadientes.
- ¿Por qué a mí no me compras Bounties?
- Ya sabes por qué -respondió mi madre.
- Porque yo no soy una yonqui -dijo Helen. Mis padres y yo nos estremecimos-. Pero eso tiene arreglo -amenazó.
- Coge uno -le ofrecí cuando Helen me los dio.
- Tres, ¿vale?
Les enseñé las instalaciones, con orgullo y cierta timidez. Sólo sentía vergüenza cuando decían cosas como: «A esta casa no le iría mal una capa de pintura. Está casi tan mal como la nuestra.» Evité que mi madre tropezara con el Pequeño Pony de Michelle.
- ¿Hay algún famoso? -me preguntó Helen por lo bajo.
- Ahora mismo no -contesté sin darle importancia. Y afortunadamente mi hermana se limitó a exclamar: «¡Qué putada!»
Los llevé al comedor, que estaba abarrotado de gente. Aquello parecía el día del Juicio Final.
- ¡Osssstras! -dijo mi padre con una voz extraña-. ¡Bonito de verdad!
Miré a mi madre y le pregunté:
- ¿Qué le pasa? ¿Por qué habla con ese acento tan raro? Además, no tiene nada de bonito.
- Oklahoma -susurró mi madre-. A tu padre le han dado un papel secundario en la obra que está preparando el grupo de teatro del barrio. Tiene que practicar el acento. ¿Verdad, Jack?
- Así es, señora mía. -Mi padre se dio un golpecito en un imaginario sombrero.
- Nos está volviendo locas -añadió mi madre-. Si le vuelvo a oír diciendo que el maíz está más alto que un elefante, me cargo al elefante.
- Baja del caballo -dijo mi padre arrastrando las palabras- y bébete la leche.
- Eso no es de Oklahoma -protestó mi madre-. Eso lo dice aquel… ¿Cómo se llama?
- ¿Sylvester Stallone? -dijo mi padre-. Qué va. ¡Ay! No me distraigas, que se me olvida practicar. Mi padre me miró y dijo:
- Es el método, ¿entiendes? Tengo que ponerme en la piel del personaje.
- Lleva una semana cenando judías -manifestó Helen.
De pronto se me ocurrió pensar que quizá no fuera nada extraño que me hubieran llevado a un centro de rehabilitación.
- ¡Santo cielo! -exclamó mi hermana-. ¿Quién es ese tío?
Estaba mirando a Chris.
- ¡No está nada mal! No lo echaría de mi cama aunque se tirara pedos. ¡Ay! ¿Por qué me pegas? -le preguntó a mi madre.
- Ya te daré yo a ti cama -la amenazó mi madre. Entonces se dio cuenta de que varias personas la estaban mirando, así que les dedicó una sonrisa con la que pretendía disimular, pero con la que no consiguió engañar a nadie.
- Son las piernas, ¿verdad? -dijo Helen-. ¿Juega a fútbol?
- No lo sé.
- Entérate -me ordenó Helen.
Nos sentamos en silencio, o quizá sin saber qué decir; la alegría inicial de nuestro encuentro se había desvanecido. Lamenté que ni siquiera estuviéramos manteniendo una de aquellas discretas conversaciones que mantenían todos los demás.
De vez en cuando, uno de nosotros intentaba iniciar una conversación diciendo algo como: «Dime, Rachel, ¿qué tal se come aquí?» o «Febrero es un mes desesperante, ¿verdad?».
Mi madre miraba continuamente a Chaquie de soslayo: su hermosa y rubia melena, su perfecto maquillaje, sus abundantes joyas, su lujosa ropa… Finalmente me dio un codazo, y en un aparte que seguramente oyeron en Noruega, me susurró:
- ¿Qué le pasa?
- Un poco más alto y te contesta ella, mamá. Mi madre me miró, ofendida.
De pronto palideció y bajó la cabeza.
- ¡Por todos los santos! -dijo.
- ¿Qué pasa?
Mi padre, mi hermana y yo nos volvimos y estiramos el cuello para ver qué le había llamado la atención a mi madre.
- ¡No miréis! -susurró ella-. Bajad la cabeza.
- ¿Qué pasa? ¿A quién has visto?
Mi madre miró a mi padre y dijo:
- Son Philomena y Ted Hutchinson. ¿Qué hacen aquí? ¿Y si nos ven?
- ¿Quiénes son? -preguntamos Helen y yo al unísono.
- Unos amigos nuestros -respondió mi padre.
- ¿De qué los conocéis?
- Del club de golf. Que Dios nos ampare. ¿Qué vamos a hacer?
- Bueno, mujer, no fue en el club donde los conocimos -aclaró mi padre, que seguía practicando su acento-. Resulta que un día se les escapó el perro, y nosotros fuimos los que lo encontramos…
- ¡Dios mío! ¡Vienen hacia aquí! -exclamó mi madre, horrorizada.
Aquello no me gustó nada. Si tanta vergüenza le daba que su hija estuviera en aquel centro, ¿por qué me había obligado a ir?
De pronto mi madre compuso una sonrisa forzada, y deduje que los Hutchinson la habían visto.
- ¡Hola, Philomena! -dijo mi madre con una sonrisa tonta.
Me volví. Era la mujer a la que había visto con Chris el domingo anterior. Imaginé que debía de ser su madre. La mujer se desenvolvía mucho mejor que mi madre.
- ¡Mary! -bramó-. No sabía que eras alcohólica. Mi madre hizo un esfuerzo descomunal y rió.
- ¿Y tú, Philomena? ¿Por qué estás aquí? ¿Te has aficionado a las apuestas?
Más carcajadas forzadas; era como si estuvieran en una fiesta. Davy, el ludópata, estaba sentado al otro extremo de la mesa. Vi la expresión de desdicha de su rostro y sentí una imperiosa necesidad de protegerlo y consolarlo.
- Nuestro hijo está ingresado aquí -explicó Philomena-. ¿Dónde se ha metido? ¡Christopher!
Efectivamente, era la madre de Chris. Perfecto. No había nada malo en que mis padres y sus padres se conocieran. Hasta podía resultar útil en caso de que Chris no me llamara cuando hubiéramos salido del centro. Yo podría utilizar la excusa de que tenía que ir a llevarle un tupperware a la señora Hutchinson para ver a Chris. Seguro que mi madre necesitaba que le llevara un tupperware a la señora Hutchinson inmediatamente después de mi salida del centro. Mi madre y sus amigas se pasaban la vida llevándose tupperwares. Gateau Diane, ensalada de repollo… Por lo visto no hacían otra cosa.
Mi madre decidió presentarnos.
- Nuestras hijas, Claire… -dijo señalándome.
- Rachel -la corregí.
- … y Anna, no, perdón, la otra… Helen.
Helen se disculpó educadamente diciéndoles en voz baja al señor y la señora Hutchinson: «Lo siento, pero se me está escapando el pis», y desapareció. Al cabo de un rato yo me levanté también, y fui a buscar a mi hermana. No es que no me fiara de ella, sino que… no me fiaba de ella.
La encontré sentada en la escalera, rodeada de hombres. El comedor debía de estar lleno de esposas e hijos abandonados. Uno de aquellos hombres era Chris, lo cual no me sorprendió, y desde luego no me hizo ninguna gracia.
Helen estaba deleitando a su interesado público con historias de sus aventuras alcohólicas. «A veces despertaba y no recordaba cómo había llegado a casa», la oí jactarse.
Nadie superó sus alardes diciendo: «Eso no es nada. Yo a veces me despertaba y no recordaba si estaba vivo o muerto», y eso que todos tenían derecho a decirlo.
En cambio, los internos no paraban de hacerle entusiastas proposiciones. ¿Por qué no ingresaba en The Cloisters? Quedaban plazas libres, y en el dormitorio de Nancy y Misty había una cama vacía…
- Si tienes problemas, yo estoy dispuesto a compartir mi cama contigo -sugirió Mike.
Me dio un ataque de rabia. La pobre y oprimida esposa de Mike, con sus bolsas llenas de galletas, estaba a pocos metros de allí.
Clarence intentó acariciarle el cabello a Helen.
- Para -dijo ella bruscamente-. Si quieres tocarme el cabello, suelta diez libras.
Clarence se metió la mano en el bolsillo, pero Mike lo cogió por el brazo y dijo:
- Lo dice en broma.
- No, no lo digo en broma -replicó Helen.
Mientras tenía lugar aquel escándalo, yo, celosa, no dejaba de mirar a Chris. Quería ver cómo reaccionaba ante Helen. O mejor dicho, quería comprobar que no reaccionaba ante Helen.
Pero Chris y mi hermana se lanzaron un par de miradas que no me gustaron nada. Un par de miradas intensas y elocuentes.
Me sentí fatal, y me odié a mí misma porque siempre me volvía insignificante cuando estaba con alguna de mis hermanas. Hasta mi madre me eclipsaba a veces. Era tan ingenua que había creído que quizá hubiera causado suficiente impacto sobre Chris como para no desaparecer tras la invasión de los encantos de Helen. Pero, una vez más, me había equivocado. Tuve aquella espantosa pero habitual sensación de «¿a quién intentas engañar?».
Me quedé de pie entre el grupo de hombres, obligándome a unirme a sus risas, sintiéndome al mismo tiempo inexistente y elefantina.
Estaba tan disgustada que, cuando se marcharon, me olvidé de darle a Helen la carta para Anna, en la que le pedía a ésta que fuera a visitarme con un buen cargamento de drogas. Y después, cuando le pedí un sello a Celine, ella me contestó: «Desde luego. Dame la carta y, después de leerla, te diremos si te autorizamos a enviarla.»
Me cabreé tanto que me dirigí al armario de los dulces, abrí la puerta y me quedé esperando la avalancha de chocolatinas del domingo por la tarde. Vacilé, intentando recuperar un poco de fuerza de voluntad. Pero entonces Chris comentó: «Madre mía, tu hermana es una bomba», y volví a la realidad. Yo era yo, no Helen. Ni nadie más.
Chocolate, pensé, abatida. Un poco de chocolate me ayudará a sentirme mejor, ya que por aquí no hay drogas.
- Es fantástica, ¿verdad? -conseguí decir.
Vi a Celine sonriéndose con aire de suficiencia, mientras simulaba trabajar en la labor que siempre tenía en las manos cuando nos espiaba.
No pude resistirme, y cogí una chocolatina con frutos secos tan enorme que habría servido para cruzar el Atlántico.
- ¿De quién es esto? -pregunté.
- Mío -contestó Mike-. Pero te lo regalo. Me la acabé en veinte segundos.
- ¡Patatas fritas! -grité sin dirigirme a nadie en particular-. Necesito algo salado.
Habría podido comerme un Tayto de los que me había llevado mi madre, pero necesitaba atención y cariño, además de un sabroso tentempié.
Don corrió a mi lado con un paquete de Monster Munch; Peter me dijo: «Si quieres puedes coger mis galletas Ritz»; Barry el niño dijo: «Si se trata de una emergencia, te doy una bolsa de Kettle Crisps», y Mike, en voz baja para que yo lo oyera y Celine no, dijo: «Yo tengo una cosa salada y muy buena entre las piernas; si quieres te la dejo chupar.»
Esperé a que Chris me ofreciera algo, a que me diera a entender que sabía que yo todavía existía, pero él no dijo nada.