29
Estaba muerta de miedo. No quería ni pensar que Josephine pudiera leer el cuestionario de Luke durante la sesión de aquella mañana. Por favor, Dios mío, recé; no me hagas esto, te lo ruego.
Lo único que me animaba era saber que la mayoría de los internos estaban de mi parte. Cuando bajé a preparar los desayunos, Don gritó: «¿Qué queremos?» Y Stalin contestó: «¡Los cojones de Luke Costello para hacernos unos pendientes!»
Durante el desayuno hubo diversas variaciones sobre el mismo tema, todas muy enérgicas. Los internos querían las rótulas de Luke Costello para hacer ceniceros, el trasero de Luke Costello para hacer un felpudo, la polla de Luke Costello para hacer un brazalete, y por supuesto, los cojones de Luke Costello servidos en huevera, para hacer prácticas de tiro, para jugar a golf, para hacer juegos malabares y para jugar a canicas.
El apoyo de mis compañeros me enternecía. Aunque no todos adoptaban aquella actitud. Mike, por ejemplo, no participaba en las bromas, y la expresión de su rostro era indescifrable. Los internos de mayor edad, y los que llevaban más de un mes en el centro, expresaban su desaprobación guardando silencio. Frederick, un veterano que ya había llegado a las seis semanas, chascó la lengua y dijo: «No deberías echarle la culpa a nadie, sino intentar averiguar qué parte de responsabilidad tienes tú en este asunto.» Entonces, todos los que estaban a mi favor (Fergus, Chaquie, Vincent, John Joe, Eddie, Stalin, Peter, Davy el ludópata, Eamonn y Barry el niño gritaron al unísono: «Cállate, ¿vale?» Hasta Neil lo dijo, aunque yo casi habría preferido no contar con su apoyo.
Escruté el rostro de Chris, buscando alguna señal de que todavía era amigo mío; pero Chris no dijo que quisiera los cojones de Luke para nada, y me sentí dolida. Con todo, Chris tampoco se había aliado con los veteranos. Y cuando salimos del comedor para ir a la sesión de terapia de grupo (yo me sentía como si fueran a ponerme ante un pelotón de fusilamiento), Chris me cogió por el brazo y dijo:
- Buenos días. ¿Podemos hablar un momento?
- Claro -asentí. Estaba dispuesta a complacerlo en todo, y me preguntaba si todavía le caía bien, aunque él supiera que era una mentirosa.
- ¿Cómo te encuentras? -Estaba guapísimo. El azul cielo de su camisa de chambray realzaba el color de sus ojos.
- Bien -dije con cautela.
- ¿Me dejas que te haga una sugerencia?
- Vale -contesté, con más cautela todavía. Ya me imaginaba que no tenía nada que ver con nosotros dos, una cama y un condón.
- Verás -prosiguió Chris-, ya sé que tú crees que no deberías estar aquí, pero, ya que estás, ¿por qué no intentas sacarle el mayor partido a tu estancia?
- ¿En qué sentido? -pregunté.
- ¿Sabes lo de esa redacción sobre tu vida que te hacen escribir cuando llevas un tiempo en el centro?
- Sí -contesté, recordando lo que John Joe había leído en mi primera sesión de terapia de grupo.
- Bueno, pues aunque no seas una drogadicta -dijo Chris-, puede resultarte muy útil.
- ¿Cómo?
- Ya sabes -dijo con una sonrisa que me produjo una extraña sensación en el estómago-, a nadie le sienta mal un poco de psicoterapia.
- ¿En serio? -dije con sorna-. ¿A ti tampoco?
Chris rió, pero su risa encerraba una inmensa tristeza.
- No, a mí tampoco -respondió, y me miró fijamente, pero con una mirada distante-. A todos nos va bien que nos ayuden a ser felices.
- ¿Felices?
- Sí -dijo Chris-. Felices. ¿Tú eres feliz?
- Ya lo creo -contesté-. Me lo paso muy bien.
- No me refiero a eso. Lo que pregunto es si te sientes satisfecha, serena, en paz contigo misma.
No estaba segura de a qué se refería. Era incapaz de imaginarme satisfecha y serena, y lo que aún era más importante: no quería sentirme así. Sonaba terriblemente aburrido.
- Estoy muy bien -contesté-. Y me siento feliz, sólo que hay ciertos aspectos de mi vida que tengo que cambiar…
Mi vida amorosa, mi carrera profesional, mi peso, mis finanzas, mi cara, mi cuerpo, mi estatura, mis dientes. Mi pasado. Mi presente. Mi futuro. Unas cuantas cosas, sí. Pero aparte de eso…
- Piensa en esa redacción sobre tu vida -dijo Chris-. ¿Qué daño puede hacerte escribirla?
- Vale -dije de mala gana.
- Ya tienes dos cosas en que pensar: el cuestionario de tu ex novio y la redacción. -Esbozó una sonrisa y desapareció.
Me quedé allí plantada, completamente desconcertada. No entendía nada. A ver, ¿le gustaba o no?
Me senté (no quedaban sillas buenas) e intenté adivinar por la expresión de Josephine si iba a por mí o no. Pero, tras la visita de Emer, hoy la orientadora había decidido concentrarse en Neil. Me llevé una gran alegría cuando el grupo empezó a plantear algunas de las flagrantes discrepancias entre lo que Emer nos había contado sobre Neil y lo que Neil nos había contado sobre sí mismo.
Neil seguía argumentando que, si vivieran con Emer, ellos también la maltratarían. Y, aunque ningún interno fue tan duro con él como a mí me habría gustado, todos intentaban hacerle ver a Neil que no tenía razón. Estuvieron insistiendo toda la mañana: Mike, Misty, Vincent, Chaquie, Clarence. Hasta John Joe intervino brevemente, para decir que él jamás le había levantado la mano a una vaca.
Pero Neil, incansable, se negaba a admitir las acusaciones.
- Eres repugnante -dije al fin, incapaz de seguir conteniéndome-. Eres un chulo de mierda.
Me sorprendió que mis palabras no encontraran un coro de aprobación. Los otros internos se limitaron a mirarme con el mismo gesto compasivo con que estaban mirando a Neil.
- ¿Qué pasa, Rachel? -me preguntó Josephine. Inmediatamente lamenté haber participado en la discusión-. ¿No te gusta la faceta de chulo de Neil?
No contesté.
- Ten en cuenta -añadió Josephine; intuí que me tenía algo reservado- que las características que más nos disgustan de los demás son las mismas que nos disgustan de nosotros. Ésta es una buena ocasión para que analices tu faceta de chula.
Aquí no puedes ni tirarte un pedo sin que alguien haga alguna interpretación ridícula, me dije, asqueada. Además, Josephine estaba muy equivocada: yo no tenía nada de chula.
Afortunadamente, por la tarde Neil volvió a ser el centro de atención. Josephine seguía sin mencionar mi cuestionario.
Nuestra orientadora había decidido que los internos ya habían tenido su oportunidad de ayudar a Neil, y que ahora había llegado el momento de enviar la artillería pesada, es decir, de que ella interviniera directamente.
Fue fascinante. Josephine hizo referencia a la redacción de Neil sobre la historia de su vida, que había leído en una sesión anterior a mi llegada. Con una precisión asombrosa, Josephine fue desentrañando los misterios del pasado de Neil.
- No dices casi nada sobre tu padre -comentó con tono afable-. Encuentro muy interesante esa omisión.
- No quiero hablar de él -farfulló Neil.
- Ya, eso es evidente -repuso ella-. Y por eso, precisamente, tenemos que hablar de él.
- No quiero hablar de mi padre -insistió Neil.
- ¿Por qué no? -Josephine lo miraba como te mira un perro con un hueso.
- No lo sé. No me apetece.
- En ese caso, vamos a averiguarlo, ¿vale? -dijo Josephine con tono falsamente cordial-. ¿Por qué no quieres hablar de tu padre?
- ¡No! -gritó Neil-. Dejémoslo.
- No, Neil. Eso, ni hablar.
- No hay nada que contar. -El rostro de Neil se había ensombrecido.
- Yo opino lo contrario -le contradijo Josephine-. ¿Qué es lo que tanto te molesta? Dime, Neil, ¿tu padre bebía?
Él asintió con la cabeza.
- ¿Mucho?
Volvió a asentir.
- Ése es un detalle importante. Me sorprende que lo omitieras en la historia de tu vida -dijo Josephine con astucia.
Neil se encogió de hombros.
- ¿Cuándo empezó a beber en serio?
Hubo una larga pausa.
- ¿Cuándo, Neil? -insistió la orientadora.
- No lo sé -contestó Neil.
- ¿Bebía ya cuando tú eras pequeño?
Él asintió.
- ¿Y tu madre? La quieres mucho, ¿verdad?
- Sí -respondió Neil, embargado por la emoción. Me sorprendió saber que Neil quería a alguien, aparte de quererse a sí mismo. Yo me lo imaginaba gritando su propio nombre cuando se corría.
- ¿Bebía ella?
- N o.
- ¿No bebía con tu padre?
- No, nada de eso. Ella siempre intentaba impedir que mi padre se emborrachara.
Se hizo un denso silencio.
- Y ¿qué pasaba cuando ella intentaba impedírselo?
Un silencio cargado de tensión.
- ¿Qué pasaba? -insistió Josephine.
- El le pegaba -contestó Neil con la voz tomada. ¿Cómo lo hace?, me pregunté, admirada. ¿Cómo sabe Josephine qué es lo que tiene que preguntar?
- ¿Ocurría eso a menudo?
- Sí, continuamente -balbució Neil tras una pausa que a los demás se nos hizo eterna.
Tuve la misma sensación de asco que había tenido el día anterior al enterarme de que Neil pegaba a Emer.
- Tú eres el hijo mayor de la familia -prosiguió Josephine-. ¿Intentabas proteger a tu madre?
Neil tenía la mirada perdida, como si se hubiera trasladado al pasado.
- Sí, lo intentaba, pero era demasiado pequeño, y no podía hacer nada. Nosotros lo oíamos desde arriba. Golpes, trompazos, bofetadas… -Hizo una pausa y abrió la boca, como si fuera a vomitar.
Neil se tapó la boca con la palma de la mano, y todos nos quedamos mirándolo, horrorizados.
- Mi madre hacía todo lo posible para no gritar -consiguió decir con una tímida y amarga sonrisa en los labios-. Para que nosotros, que estábamos arriba, no nos preocupáramos.
Me estremecí.
- Yo intentaba distraer a mis hermanos, para que no se enteraran de lo que estaba pasando, pero era inútil. Aunque no oyeras nada, el miedo podía palparse.
Yo tenía la frente empapada de sudor.
- Las broncas siempre tenían lugar el viernes por la noche, así que, a medida que avanzaba la semana, nosotros cada vez estábamos más asustados. Y yo juré que cuando fuera mayor mataría al cerdo de mi padre, que le obligara a suplicarme piedad, como él hacía con mi madre.
- Y ¿lo hiciste?
- No -dijo Neil con un gran esfuerzo-. El muy capullo tuvo un derrame cerebral. Y ahora se pasa el día sentado en una butaca, y mi madre se ocupa de él. Yo siempre le digo que lo deje, pero ella no quiere, y eso me saca de quicio.
- ¿Qué sientes ahora por tu padre? -preguntó Josephine.
- Todavía lo odio.
- Y ¿qué opinas de que hayas acabado comportándote igual que él? -La dulzura de su voz no ocultaba el carácter apocalíptico de la pregunta.
Neil la miró fijamente y esbozó una vacilante sonrisa.
- ¿Qué quieres decir?
- Lo que quiero decir, Neil -dijo Josephine sin suavizar sus palabras- es que eres exactamente igual que tu padre.
- Eso no es cierto. No me parezco en nada a él. Siempre juré que sería completamente diferente.
Me sorprendió la capacidad de Neil para negar la realidad.
- Pues eres igual que él. Te comportas igual que él. Bebes demasiado, maltratas a tu esposa y a tus hijas, y estás propiciando que tus hijas también sean alcohólicas.
- ¡No! -gritó Neil-. ¡No es verdad! Mi padre y yo no tenemos nada en común.
- Pegas a tu esposa, igual que hacía tu padre. -Josephine era implacable-. Y seguramente Gemma, tu hija mayor, intenta distraer a Courtney para que no os oiga, igual que tú hacías con tus hermanos y hermanas.
Neil estaba al borde de la histeria. Se agarró a la silla, con el rostro desencajado de terror, como si estuviera subido a un muro, rodeado de pitbulls salvajes que no paraban de aullar y ladrar.
- ¡No! -gimoteó-. ¡Eso no es cierto!
Estaba horrorizado. Y al observarlo caí en la cuenta de que Neil estaba sinceramente convencido de que las afirmaciones de Josephine eran falsas.
En aquel instante, por primera vez en la vida, comprendí realmente lo que significaba aquella expresión tan trillada, de la que tanto se abusaba: la negación.
Una chispa de compasión se encendió dentro de mí. Nos quedamos un rato callados, y sólo se oían los sollozos de Neil.
Finalmente Josephine volvió a tomar la palabra.
- Neil -dijo con naturalidad-, ya sé que en este momento estás sufriendo muchísimo. Conserva esos sentimientos. Y me gustaría que recordaras una cosa. Nosotros aprendemos determinados patrones de conducta de nuestros padres. Aunque odiemos a nuestros padres y su modo de comportarse. Tú aprendiste de tu padre cómo tiene que comportarse un hombre, a pesar de que, a cierto nivel, aborrecieras su comportamiento.
- ¡Yo soy diferente! -bramó Neil-. ¡No soy como él!
- Tuviste un trauma infantil. Y en cierto modo todavía lo tienes. Eso no justifica lo que les has hecho a Emer, a tus hijas y a Mandy, pero lo explica. Tú puedes aprender de esto, puedes reparar el daño que les has causado a tu esposa y tus hijas, y sobre todo puedes reparar el daño que te has hecho a ti mismo. Te queda mucho camino por recorrer, sobre todo teniendo en cuenta tu elevado grado de negación, pero afortunadamente, todavía te quedan seis semanas en el centro.
»Y vosotros… -agregó Josephine recorriendo la sala con la mirada-. No todos tenéis padres alcohólicos, pero os aconsejo que no utilicéis eso como excusa para negar vuestro alcoholismo o vuestra drogadicción.