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Conocí a Luke Costello mucho antes de la noche que acabé en la cama con él. Luke era irlandés, yo también, y, aunque al principio no lo sabía, vivíamos separados por sólo cuatro manzanas.

Lo veía bastante porque íbamos a los mismos bares. Eran bares irlandeses, pero no de esos marginales donde cantas A Nation Once Again y Spancil Hill, donde lloras y recaudas dinero para la Causa. Los bares a los que íbamos nosotros eran diferentes. Eran bares de moda, como lo habían sido las brasseries unos años atrás. Tenían nombres irlandeses impronunciables, como Tadgh's Boghole o Slawn Che. Creo que el propietario de uno de esos bares era un famoso cantante irlandés, aunque no sabría decir ni qué cantante ni qué bar.

En Nueva York, ser irlandés siempre ha sido una distinción, pero para mí, durante el tiempo que viví allí, fue francamente estupendo.

Pues bien, Brigit y yo frecuentábamos esos bares y veíamos a Luke y a sus amigos y nos reíamos mucho de ellos.

No es que Brigit y yo fuéramos crueles; es que tendríais que haberlos visto. Ninguno de ellos habría desentonado en cualquier grupo de rock de principios de los setenta. Habrían podido hacerse pasar fácilmente por cualquiera de esos músicos que llenaban estadios, conducían Ferraris que tarde o temprano acababan metiendo en una piscina y se dejaban fotografiar con una serie de rubias flacas e intercambiables.

Luke y sus amigos medían todos más o menos lo mismo, cerca de un metro ochenta, y llevaban un corte de pelo reglamentario: ni muy largo ni muy corto, y rizado. En aquella época, el pelo largo sólo estaba bien visto si era lacio y con raya en medio. El corte escalado, rizado y lustroso estaba pasado de moda.

Luke y sus amigos nunca llevaban el corte de pelo adecuado. A veces lo llevaban corto, peinado hacia adelante y teñido de blanco. O cortado al rape. O llevaban la cabeza afeitada y unas patillas que casi se les juntaban debajo de la barbilla. O lo que sea.

Y la ropa que llevaban también estaba pasada de moda. Vaqueros, vaqueros y más vaqueros, y de vez en cuando un toque de cuero. Y además, todo muy ceñido. Había días en que hasta podías decir cuántos estaban circuncidados.

Estaban completamente inmunizados contra las modas del mundo exterior. Trajes de Tommy Hilfiger, sombreros Stussy, chaquetas Phatpharm, carteras Diesel, zapatos de skateboard Adidas, botas Timberland… No creo que aquellos chicos supieran siquiera que existían aquellas cosas. Lo único que puedo decir en su defensa es que ninguno tenía una chaqueta de ante con flecos. Al menos yo nunca se la vi puesta.

Aquellos chicos eran demasiado anacrónicos para nuestro gusto. Los llamábamos los «Hombres de Verdad», pero con mucha ironía.

Respecto al ya mencionado toque ocasional de cuero… bueno, eso merece una explicación. Resulta que cuando llevábamos varios meses observando y riéndonos de aquellos chicos, Brigit y yo nos dimos cuenta de que pasaba algo raro. Cuando salían en grupo sólo uno de ellos llevaba pantalones de cuero. ¿Cómo demonios se organizaban?, nos preguntamos: ¿Se llamaban por teléfono uno por uno antes de salir? ¿Y se preguntaban unos a otros qué se iban a poner, como hacíamos las chicas?

Pasamos varios meses intentando descubrir si había alguna pauta regular. ¿Había un sistema de rotación organizado? Quizá a Joey le tocaba ponerse los pantalones de cuero los miércoles, a Gaz los jueves, y así sucesivamente. Y ¿qué pasaría si un día aparecían dos con los pantalones de cuero?

Pero una noche nos fijamos en algo más extraño todavía que aquel infalible sistema de rotación. El bolsillo trasero del pantalón de Gaz tenía un desgarrón. Eso no tenía nada de extraordinario. Pero resulta que el fin de semana anterior nos habíamos fijado en que Shake tenía un desgarrón en el mismo sitio exacto que Gaz. Interesante, pensamos. Muy interesante.

Dos días más tarde, cuando los vimos en el Lively Bullock, comprobamos que Joy llevaba un desgarrón idéntico.

Intrigadas por aquel misterio, decidimos no precipitarnos y no emitir un juicio hasta que aquello se hubiera repetido por cuarta vez. Y efectivamente, poco después vimos a Johnno en el Cute Hoor. Pero Johnno estuvo varias horas sentado, y creíamos que nunca se iba a levantar para enseñarnos el trasero. ¡Cómo estiramos la cerveza que compartíamos! No teníamos ni un céntimo, pero encerradas en el apartamento toda la noche nos habríamos vuelto locas. Finalmente, varias horas más tarde, cuando nuestra cerveza ya casi se había evaporado, Johnno, el de la vejiga de camello, se levantó. Brigit y yo contuvimos la respiración y nos cogimos del brazo, mientras Johnno se volvía lentamente y… ¡Sí! ¡También tenía un desgarrón! ¡El mismo desgarrón en el mismo bolsillo!

Soltamos una risotada de triunfo. ¡Era verdad!

Entre carcajadas, oí a alguien que se quejaba con acento irlandés, diciendo: «¡Cielo santo! ¿Qué es esto? ¿Acaso hay banshees por aquí?»

Nos partíamos de risa, se nos caían las lágrimas, y el resto de los clientes del bar, que se habían quedado callados, no dejaban de mirarnos.

- Dios mío -dijo Brigit-. Y nosotras que creíamos que cada uno tenía sus… sus… sus… -Reía tanto que ni siquiera podía hablar-. ¡Sus pantalones! -consiguió decir al fin.

- Creíamos… creíamos… -dije yo, muerta de risa-. Que sólo uno de ellos podía ponerse sus… sus… -Tuve que apoyar la cabeza en la mesa y dar unos cuantos golpes con el puño-. ¡Sus pantalones! No me extraña que nunca viéramos a dos con pantalones de cuero.

- Porque… -continuó Brigit, desternillándose-. Porque… ¡sólo tenían un par!

- Basta -le supliqué-. Voy a vomitar.

- Eh, chicas -dijo una voz de hombre-. ¿Qué es lo que os hace tanta gracia?

Nos habíamos convertido en el centro de atención. El bar estaba lleno de irlandeses que habían venido para asistir a una conferencia sobre la carne de ternera. Habían creído que, como el bar se llamaba Cute Hoor, se pasarían la noche cantando Four Green Fields rodeados de gente que sólo hablaba de política irlandesa. No les hacía ninguna gracia que los modernos de Nueva York se hubieran reído de ellos. Al fin y al cabo, ellos eran hombres muy importantes de Ballina o Westport o de donde fuera.

Así que cuando Brigit y yo empezamos a reírnos a carcajadas, lo consideraron una ráfaga de aire fresco. Todos querían invitarnos a una copa, y enterarse de aquello tan gracioso. Nosotras aceptamos las copas, por supuesto (una copa gratis es una copa gratis), pero no podíamos explicarles de qué nos reíamos.

Conseguimos calmarnos un poco. Pero de vez en cuando Brigit me cogía del brazo y, muerta de risa, me decía: «Imagínate. ¡Tienen unos pantalones de cuero en multipropiedad!» Y nos tirábamos otros diez minutos riendo a carcajadas, retorciéndonos, con los ojos llorosos y congestionadas. Mientras aquellos tipos nos miraban divertidos.

Después yo le decía a Brigit: «¡Sólo puedes entrar en su grupo si tienes las medidas correctas de cintura y pierna!» Y volvíamos a empezar.

La verdad es que fue una noche fabulosa. Todos los modernos del bar liaron el petate en masa como señal de protesta contra aquellos paletos. De modo que Brigit y yo pudimos soltarnos el pelo y pasárnoslo en grande sin temor a quedar mal. Nos quedamos en el bar hasta las tres, y pillamos una cogorza de miedo. Acabamos tan borrachas que hasta participamos en los obligados cantos. Es curioso que los irlandeses, siempre que se alejan de su país, aunque sólo sea para ir a pasar el día a Holyhead a comprar en el duty-free, acaben cantando canciones tristes y conmovedoras sobre la isla Esmeralda y su nostalgia.

Aquellos tipos sólo iban a pasar cuatro días en Nueva York, pero aun así cantamos From Clare to Here, The Mountains of Mourne, The Hills of Donegal, la canción de Irlanda en Eurovisión y un tema poco habitual, Wonderwall, de Oasis. Y también hubo un desacertado intento de bailar The Walls of Limerick. Entonces fue cuando intervino el propietario del bar («Venga, chicos, a calmarse un poco, si no queréis que os envíe a todos de una patada a Westport»), porque dos de los tipos estuvieron a punto de liarse a puñetazos a raíz de una discusión sobre el número de veces que entras y retrocedes antes de cruzarte. Por lo visto uno de ellos había confundido The Walls of Limerick con The Siege of Ennis.