28
Aquella noche tuve suerte. Me acosté con un tipo llamado Daryl que tenía un cargo importante en una editorial. Me dijo que conocía a Jay McInerney y que había estado en su rancho de Texas.
- Oh -dije, admirada-. ¿Tiene dos ranchos?
- ¿Cómo dices?
- Sí. -repuse-. Yo sabía que tenía un rancho en Connecticut, pero no sabía que tuviera otro en Texas. -Daryl parecía desconcertado. Me di cuenta de que había hablado demasiado.
Como no pudimos entrar en mi dormitorio para pegar un polvo, nos fuimos al apartamento de Daryl. Desgraciadamente, cuando llegamos allí las cosas tomaron un cariz muy extraño.
Nos terminamos la coca que me quedaba, pero cuando llegó el momento en que se suponía que teníamos que meternos juntos en la cama, para superarnos el uno al otro en invencibilidad, Daryl se acurrucó y empezó a mecerse, repitiendo una y otra vez con voz de niño pequeño: «Mama, mama, mama.»
Al principio creí que bromeaba, así que me acurruqué junto a él y lo imité. Hasta que comprendí que aquello no era ninguna broma, y que yo era una imbécil.
Me incorporé, me aclaré la garganta e intenté razonar con Daryl, pero él ni siquiera me veía.
Ya había salido el sol, y yo estaba en un bonito y espacioso loft de la calle 9 Oeste, mirando a un hombre hecho y derecho que se mecía como un niño pequeño en el pulido suelo de parquet de cerezo. Y me sentí tan sola que creí estar vacía por dentro. Me quedé mirando las motas de polvo que flotaban en un rayo de luz y tuve la impresión de que tenía línea directa con el centro del universo, que también estaba desierto, solitario y hueco. Lo que antes era mi estómago ahora contenía todo el vacío de la creación. ¿Quién iba a decir que un solo ser humano pudiera contener tanto vacío? Me había convertido en una especie de Tardis emocional, que contenía desiertos increíblemente vastos, por donde podías andar durante semanas sin cruzarte con nadie y sin ver otra cosa que arena.
El vacío me rodeaba. El vacío estaba dentro de mí. Miré de nuevo a Daryl, que se había quedado dormido con el pulgar en la boca.
Pensé en tumbarme a su lado, pero no me pareció que Daryl fuera a alegrarse de verme allí cuando se despertara.
Vacilé un momento. No sabía qué hacer. Finalmente arranqué una hoja de mi agenda y anoté mi número de teléfono en ella. Debajo escribí: «¡Llámame!», y firmé: «Rachel.» No sabía si debía poner «Un beso, Rachel» o sólo «Rachel». Pensé que «Rachel» a secas era más seguro, pero menos cordial. Entonces escribí: «La chica de la fiesta», por si Daryl no se acordaba de mí. Estuve a punto de hacer un retrato mío, pero me contuve. Luego me pregunté si el signo de admiración de «¡Llámame!» no sería demasiado prepotente. Quizá debería haber escrito: «¿Me llamarás…?»
Sabía que me estaba comportando como una tonta. Pero si Daryl no me llamaba (y no me iba a llamar), después yo me torturaría pensando en lo que había hecho y en lo que había dejado de hacer. (Quizá la nota fuera demasiado fría; en ese caso, cabía la posibilidad de que Daryl pensara que en realidad no me interesaba que me llamara. A lo mejor estaba en su casa muriéndose de ganas de llamarme, pero no lo hacía porque creía que yo pasaba de él. O quizá fuera demasiado agresiva; en ese caso, Daryl se daría cuenta de lo desesperada que yo estaba. Debería haberme hecho la dura escribiendo algo como «No me llames», etc., etc.) Le puse la nota debajo de la mano, y a continuación fui a echar un vistazo a su nevera. Me gustaba mucho ver las neveras de la gente con clase. No había más que un trozo de pizza y un trozo de brie. Metí el queso en mi bolso y me fui a casa.
Me propuse volver caminando, porque creía que hacer ejercicio era la mejor forma de volver a la normalidad.
Pero fui incapaz. Las calles estaban sembradas de amenazas. Eran territorio de ciencia ficción. Tenía la impresión de que las pocas personas que había en la calle a esas horas (las seis de la mañana de un domingo) se volvían y me miraban. De que era el blanco de todas las miradas de Nueva York, y de que todo el mundo me odiaba.
Fui acelerando el paso, y al poco rato me di cuenta de que iba corriendo.
Vi un taxi que se acercaba, y estuve a punto de arrodillarme, agradecida. Me metí en el coche, con las palmas de las manos sudorosas, tan angustiada que apenas fui capaz de decirle la dirección al taxista.
Pero inmediatamente quise salir del taxi. No me fiaba del taxista, que no dejaba de mirarme por el retrovisor.
De pronto caí en la cuenta, horrorizada, de que nadie sabía dónde estaba. Ni con quién. Los taxistas de Nueva York eran unos psicópatas; eso lo sabía todo el mundo. Si él quería, aquel taxista podía llevarme a un almacén abandonado y matarme, y no se enteraría nadie.
Nadie me había visto salir de la fiesta con Darren, Daryl o como se llamara.
Excepto Luke Costello; por una parte, eso me aliviaba, pero por otra me producía cierta inquietud. Creía recordar que me había visto y que había hecho algún comentario sarcástico. ¿Qué había dicho?
De pronto recordé el momento en que metí el dedo en la cinturilla de los vaqueros de Luke, y sentí tanta vergüenza que estuve a punto de vomitar. Por favor, Dios mío, supliqué, haz que no haya pasado. Si borras ese episodio de mi vida, daré mi sueldo de la semana que viene a los pobres.
¿Cómo se me pudo ocurrir hacer una cosa semejante? Y con Luke, nada menos. Y lo peor de todo era que él me había rechazado. ¡Me había dejado plantada!
Regresé bruscamente al presente al notar la mirada del taxista. Tenía tanto miedo que decidí saltar del coche en el siguiente semáforo.
Pero entonces, por suerte, comprendí que lo más probable era que aquella sensación de amenaza no fuera real, sino un producto de mi imaginación. Siempre me ponía un poco paranoica cuando tomaba mucha coca; al recordarlo sentí cierto alivio. No había nada que temer.
El taxista se dirigió a mí, y a pesar de que en el fondo yo sabía que no tenía que preocuparme por nada, volví a sentir miedo.
- ¿Viene de una fiesta? -me preguntó el taxista mirándome a los ojos por el retrovisor.
- No, vengo de casa de una amiga mía -contesté. Tenía la boca seca-. Y mi compañera de piso me está esperando.
»La he llamado por teléfono para decirle que salía -añadí.
El taxista no hizo ningún comentario, pero asintió con la cabeza. Hasta su cogote me parecía amenazador.
- Si no he llegado a casa dentro de diez minutos, llamará a la policía -proseguí. Me quedé un poco más tranquila.
Pero mi tranquilidad no duró mucho.
¿No estábamos yendo en la dirección opuesta? Empecé a fijarme en la ruta, con el alma en vilo.
Sí, en efecto. El taxista conducía en la dirección opuesta. Estábamos yendo hacia el norte, cuando deberíamos estar yendo hacia el centro.
Una vez más, quise saltar del taxi, pero todos los semáforos estaban verdes. Además, íbamos demasiado deprisa para que le hiciera señales a algún transeúnte; de todos modos, las calles estaban desiertas.
No pude evitar volver a mirar el retrovisor, y vi que el taxista no me quitaba los ojos de encima. Estaba perdida, y me preparé para lo peor.
Como no soportaba más aquella situación, revolví en mi bolso hasta que encontré los Valiums. Tras asegurarme de que el taxista no veía lo que estaba haciendo, cogí un par de pastillas disimuladamente. Fingiendo que me frotaba la cara, me las metí en la boca. Y esperé a que el terror empezara a disiparse.
- ¿A qué número va? -me preguntó mi asesino.
Miré por la ventanilla y vi que estábamos llegando a mi casa. Sentí un inmenso alivio. ¡El taxista no quería matarme!
- Pare aquí mismo -dije.
- He tenido que dar mucha vuelta porque están haciendo obras en la Quinta -me explicó el pobre hombre-, así que le descontaré un par de dólares.
Le pagué lo que marcaba el taxímetro y añadí una buena propina (al fin y al cabo, no estaba tan colgada). Y salí del taxi, profundamente agradecida.
- Oiga, yola conozco -exclamó entonces el taxista.
Socorro. Siempre que alguien me decía eso me entraba pánico. Generalmente me recordaban porque yo me había hecho notar. En cambio, yo nunca los recordaba a ellos por el mismo motivo.
- ¿No trabaja usted en el hotel Old Shillayleagh?
- Sí -contesté, nerviosa.
- Claro. En cuanto ha subido supe que la había visto antes en algún sitio, pero no recordaba dónde. La vi en el hotel un día que fui a recoger a un cliente. -El taxista no paraba de sonreír. Estaba encantado-. ¿Es usted irlandesa? Con ese cabello negro y esas pecas…
- Sí, soy irlandesa. -Intenté componer una expresión agradable, pero tenía el rostro rígido y acartonado.
- Yo también lo soy. Mi tatarabuelo era de Cork. De Bantry Bay. ¿Lo conoce?
- Sí.
- Me llamo McCarthy. Harvey McCarthy.
- Sí. -dije, sorprendida-. McCarthy es un apellido de Cork.
- ¿Qué tal? -El taxista estaba dispuesto a iniciar una conversación con todas las de la ley.
- Muy bien -contesté-. Pero mi compañera de piso… ya sabe… será mejor que…
- Sí, claro. ¡Cuídese, señorita!
El apartamento parecía el escenario de un concierto de rock, el día después del concierto. Había latas, botellas y ceniceros llenos de colillas por todas partes. En el sofá había dos desconocidos durmiendo. También había otro tumbado en el suelo. Ninguno de los tres se movió cuando yo entré en el apartamento.
Abrí la nevera para guardar el queso, y hubo una avalancha de latas de cerveza que echaron a rodar por el suelo de la cocina produciendo un gran estruendo. Uno de los desconocidos que dormían en el salón se sobresaltó y murmuró algo parecido a «chirivía en internet», y luego volvió a reinar el silencio.
Como el Valium no había acabado con mi paranoia, me tomé unos cuantos más con una cerveza. Me senté en el suelo de la cocina y esperé a que me hicieran efecto.
Al cabo de un rato me sentí lo bastante recuperada para ir a acostarme. Cuando me invadía aquella sensación de vacío, me daba mucha rabia irme a la cama sola. Abrí otra lata de cerveza y fui a mi dormitorio. Y me llevé una sorpresa: había dos, no, tres… No, un momento: cuatro personas en mi cama. No conocía a ninguna.
Todos eran hombres, pero ninguno era lo bastante atractivo para que me tomara la molestia de meterme yo también en la cama. Entonces me di cuenta de que eran aquella pandilla de mocosos («Eh, tía, ¿qué pasa?»). Capullos de mierda, pensé. Qué morro tienen.
Los zarandeé un poco para ver si podía despertarlos y echarlos de allí, pero fue inútil.
No tuve más remedio que ir a la habitación de Brigit. Olía a alcohol y a humo. El sol se colaba por las persianas, y la habitación ya estaba caliente.
- Hola -susurré, y me metí en la cama de Brigit-. He robado un poco de queso para ti.
- Te has largado con toda la coca -murmuró ella-. Y me has dejado aquí sola con todo este follón.
- Es que conocí a un chico…
- Te has pasado, Rachel -replicó sin abrir los ojos-. La mitad de ese gramo era mío. No tenías derecho a llevártelo.
El miedo volvió a apoderarse de mí. Brigit estaba enfadada conmigo. Ahora mi paranoia tenía algo concreto a lo que aferrarse. Lamenté haberme marchado de la fiesta. Sobre todo teniendo en cuenta lo infructuosa que había sido la misión.
Mama.
Mama, mama.
Maldito chiflado, pensé.
Espero que me llame.
Brigit se dio la vuelta y siguió durmiendo. Sin embargo, yo notaba lo enfadada que estaba conmigo. No me hacía ninguna gracia estar en su cama, pero no tenía otro sitio a donde ir.