3

The Cloisters costaba una fortuna. Por eso iban tantas estrellas del pop. Algunos seguros de enfermedad cubrían los gastos, pero como yo llevaba ocho años viviendo fuera de Irlanda, ya no tenía ningún seguro de enfermedad. La verdad es que en Nueva York tampoco tenía seguro de enfermedad. Era algo que pensaba hacer algún día, cuando hubiera madurado y me hubiera convertido en una adulta responsable.

Como no tenía ni seguro de enfermedad ni un solo céntimo a mi nombre, mi padre dijo que él pagaría los gastos, porque valía la pena curarme.

El resultado fue que en cuanto llegué a casa y entré tambaleándome por la puerta, cansada a causa del jetlag y deprimida a causa de la combinación del vodka y el Valium, Helen me recibió gritándome desde lo alto de la escalera:

- Idiota, te estás curando con el dinero de mi herencia.

- Hola, Helen -respondí, cansada.

Entonces, sorprendida, mi hermana dijo:

- Ostras, cuánto has adelgazado. ¡Se nota que estás emancipada, zorra!

Estuve a punto de contestarle «Gracias», pero me acordé a tiempo. Lo normal era que yo respondiera «En serio? ¿Me ves delgada?» y que ella dijera: «¡Nooo! Siempre te lo tragas. ¡Mira que eres tonta!»

- ¿Dónde está Pollyanna? -preguntó Helen.

- Fuera, hablando con la señora Hennessy -dije.

Margaret era la única de la familia que hablaba con nuestros vecinos; le encantaba charlar con ellos de prótesis de cadera, de primeras comuniones de nietos, de lo abundantes que estaban siendo las lluvias y de cosas así.

Entonces entró Paul, cargado de bolsas.

- ¡Oh, no! -exclamó Helen, que seguía en lo alto de la escalera-. ¿Por qué nadie me dijo que tú también venías? ¿Cuánto tiempo te quedarás?

- No mucho.

- Eso espero. Porque si no tendré que salir a buscar trabajo.

Pese a haberse acostado con todos sus profesores (o eso decía ella), Helen había suspendido los exámenes del primer curso de la universidad. Había repetido el curso, pero, como volvió a suspender, abandonó por imposible.

Aquello había ocurrido el verano pasado, y desde entonces Helen no había conseguido encontrar trabajo. Se pasaba el día haciendo el vago en casa, molestando a mi madre y dándole la lata para que jugara con ella a cartas.

- ¡Helen! Deja a tu cuñado en paz. -Era la voz de mi madre, que apareció en lo alto de la escalera, junto a Helen.

Finalmente había llegado el tan temido reencuentro con mi madre. Tuve la sensación de que en mi pecho un ascensor caía en picado hacia el pozo del estómago.

Oí a Helen, que se quejaba diciendo: «Es que lo odio. Y tú siempre me dices que hay que ser sincero.»

Mi madre no había ido con mi padre al aeropuerto. Era la primera vez desde que me marché de casa que mi madre no iba a recibirme al aeropuerto. Por eso me imaginé que debía de estar muy enfadada conmigo.

- Hola, mamá -dije, sin atreverme a mirarla a los ojos.

Ella esbozó una triste sonrisa de mártir, y yo sentí una intensa punzada de culpabilidad. Estuve a punto de sacar la caja de Valium allí mismo.

- ¿Has tenido buen viaje? -preguntó mi madre. Yo no soportaba aquella falsa cortesía, aquel disimulo.

- Mamá, perdóname si te he dado un susto, pero te aseguro que estoy perfectamente bien. No tengo ningún problema de drogas y no he intentado suicidarme.

- ¡Deja de decir mentiras, Rachel!

El ascensor que había dentro de mi pecho ya había perdido el control por completo. La sensación de descenso en picado era tan intensa que me mareé. La culpabilidad y la vergüenza se mezclaban con la ira y el resentimiento.

- No digo mentiras -protesté.

- Rachel -repuso ella con un deje de histeria en la voz-, tuvieron que llevarte al hospital en ambulancia y tuvieron que hacerte un lavado de estómago.

- Ya, pero no hacía ninguna falta -expliqué-. Sólo fue una equivocación.

- ¡No fue ninguna equivocación! -gritó mi madre-. En el hospital tuvieron que comprobar tus constantes vitales.

¿En serio?, me pregunté, sorprendida. Pero antes de que pudiera preguntarle a mi madre si era verdad, ella volvió a la carga:

- Y tienes un problema de drogas. Brigit me ha dicho que tomas muchas drogas. Y también me lo han dicho Margaret y Paul.

- Sí, pero… -intenté justificarme al tiempo que sentía una explosión de rabia contra Brigit que me vi obligada a reservar para más adelante. No soportaba que mi madre se enfadara conmigo. Estaba acostumbrada a que mi padre me gritara, y eso no me afectaba ni lo más mínimo. Como mucho, me daba risa. Pero no soportaba que mi madre me pegara aquellos sermones.

- De acuerdo, de vez en cuando tomo drogas -admití.

- ¿Qué clase de drogas? -me preguntó ella.

- Ya lo sabes.

- No, no lo sé.

- Pues… una rayita de cocaína de vez en cuando…

- ¡Cocaína! -exclamó mi madre. Se quedó tan impresionada que estuve a punto de pegarle una bofetada para que reaccionara. Ella no lo entendía. Pertenecía a una generación que se horrorizaba ante la mera mención de la palabra «drogas.

- Dicen que mola mucho, ¿no? -intervino Helen, pero yo la ignoré.

- No es tan grave como a ti te parece -dije, suplicante, dirigiéndome a mi madre.

- Pero si a mí no me parece grave -dijo Helen. ¿Por qué no nos dejaba en paz?

- La cocaína es una droga inofensiva que no produce adicción, y todo el mundo la toma -proseguí.

- Yo nunca la he probado -se lamentó Helen-. A ver si algún día me invitas.

- Yo no conozco a nadie que tome cocaína -dijo mi madre-. Ninguna de las hijas de mis amigas ha hecho nada parecido.

Contuve la rabia que me invadía. Mi madre hablaba como si yo fuera la única persona del mundo que alguna vez hubiera hecho algo fuera de lugar o hubiera cometido algún error.

Mira, tú eres mi madre, pensé. Tú me has hecho como soy.

Pero afortunadamente (el dios comediante debía de estar descansando) conseguí no decirlo.

Me quedé un par de días en casa antes de ir a The Cloisters.

No fue nada agradable.

No parecía que me tuvieran mucha simpatía.

Aparte de Margaret, que no había superado las rondas eliminatorias, el título de Hija Menos Predilecta iba pasando de una a otra periódicamente, como la presidencia de la Unión Europea. Mi presunto intento de suicidio significaba que yo había derrocado a Claire y ahora me tocaba a mí llevar la corona.

En cuanto bajé del avión, mi padre me dijo que en The Cloisters me hartan un análisis de sangre antes de admitirme.

- No me interpretes mal -dijo mi padre, nervioso-, ya sé que no tienes intención de tomar nada, pero por si acaso te diré que si tomas algo aparecerá en el análisis, y entonces no te admitirán.

- Papá -respondí-, ya te lo he dicho un montón de veces, no soy ninguna drogadicta, y no hay nada que temer.

Estuve a punto de añadir que todavía estaba esperando a que el condón lleno de cocaína saliera de mi tracto digestivo, pero como mi padre no estaba exhibiendo un gran sentido del humor, me abstuve.

Los temores de mi padre eran infundados, porque yo no tenía ninguna intención de drogarme. Y eso se debía a que no tenía drogas que tomar. Bueno, al menos ninguna droga ilegal. Tenía mi caja tamaño familiar de Valium, pero eso no contaba, porque la había comprado con receta (aunque la receta hubiera tenido que comprársela a un médico de dudosa reputación del East Village cuya ex mujer gastaba más dinero de la cuenta, y que para colmo era heroinómano). Todavía no estaba tan loca como para arriesgarme a entrar cocaína en el país. Y eso demostraba lo adulta y sensata que era.

En realidad no fue ningún sacrificio, porque sabía que, estando Anna por allí, las drogas no me faltarían.

El problema era que Anna no estaba por allí. Deduje, por las escuetas explicaciones de mi madre, que Anna se había ido a vivir con Shane, su novio. ¡Ése sí que sabía disfrutar de la vida! Shane vivía la vida «a tope», como solía decir mi hermana. A todo gas.

Pero, curiosamente, no era la cocaína lo que echaba de menos, sino los Valiums. Tampoco me extrañaba demasiado: estaba conmocionada por los rápidos y recientes cambios ocurridos en mi vida, y la tensión entre mi madre y yo no resultaba agradable. Me habría ido bien algo que me ayudara a suavizar la situación. Pero hice un esfuerzo y no me tomé ninguna de aquellas píldoras mágicas blancas, porque quería que me admitieran en The Cloisters. Si hubiera tenido más tiempo (y más dinero) hasta me habría comprado ropa nueva para la ocasión.

¡Qué fuerza de voluntad! ¡Y pensar que me llamaban drogadicta!

Aquellos dos días dormí una barbaridad. Era lo mejor que podía hacer, porque tenía jetlag y estaba desorientada, y todo el mundo me odiaba.

Intenté llamar a Luke un par de veces, aunque sabía que no debía hacerlo. Él estaba tan enfadado conmigo que lo mejor que podía hacer era darle tiempo para que se calmara; pero no pude evitarlo. Las dos veces salió el contestador automático, pero conseguí dominarme y no dejar ningún mensaje.

Habría intentado llamarlo muchas más veces. Constantemente me asaltaba la necesidad de hablar con él. Pero hacía poco mi padre había recibido una factura de teléfono desorbitante (creo que tenía algo que ver con Helen), y vigilaba el teléfono las veinticuatro horas del día. De modo que cada vez que yo marcaba un número, él se ponía en tensión, estuviera donde estuviese, incluso si se encontraba a varios kilómetros de distancia, jugando a golf, y aguzaba el oído. Si yo marcaba más de siete dígitos, cuando me disponía a marcar el octavo él aparecía en el pasillo, gritando: «¡Suelta el maldito teléfono inmediatamente!» Aquello echaba por tierra mis posibilidades de hablar con Luke, pero por otra parte tenía un efecto maravilloso. Era como si volviera a la adolescencia. Lo único que faltaba era que mi padre me dijera: «Ni un minuto más tarde de las once, Rachel. Y esta vez va en serio. Si tengo que esperarte metido en el coche como la última vez, no volverás a salir por la noche», como cuando tenía catorce años. Pero ¿qué gracia podía tener volver a esa edad? Imaginaos: tener catorce años, medir un metro setenta, y calzar un cuarenta.

Las relaciones con mi madre todavía eran más tensas. En mi primer día en casa, mientras me desnudaba para acostarme y reponerme del viaje, mi madre se quedó mirándome fijamente, como si me hubiera salido otra cabeza.

- Que Dios nos ampare -dijo con voz trémula-. ¿Cómo te has hecho esos cardenales?

Miré hacia abajo y fue como si mirase el cuerpo de otra persona. Tenía el estómago, los brazos y las costillas cubiertos de moratones.

- Ah -respondí con un hilo de voz-. Supongo que debieron de hacérmelos cuando me lavaban el estómago.

- Madre mía. -Mi madre intentó abrazarme-. No sabía que… creía que… No tenía ni idea de que fuera tan violento.

La aparté de mí.

- Pues mira, ahora ya lo sabes.

- No me encuentro bien -dijo mi madre.

Yo tampoco me encontraba bien.

Después de aquello, cada vez que tenía que vestirme o desvestirme evitaba mirarme en el espejo. Afortunadamente estábamos en febrero, y hacía un frío tremendo, así que, incluso en la cama, podía llevar ropa de manga larga y cuellos altos.

Durante aquellos dos días no hice más que tener pesadillas.

Soñaba la pesadilla de siempre, mi vieja favorita: que había alguien en mi dormitorio, y que yo no conseguía despertarme. Había alguien que quería hacerme daño, y cuando intentaba despertarme para protegerme, no lo conseguía. Aquella fuerza misteriosa cada vez se me acercaba más, hasta que la tenía encima, y aunque estaba aterrorizada, no lograba despertarme. Me quedaba paralizada. Intentaba salir a la superficie, pero me asfixiaba bajo la manta del sueño.

También soñaba que me moría. Era horrible porque sentía cómo mi fuerza vital salía de mi cuerpo trazando una espiral, como un tornado al revés, y no podía hacer nada para evitarlo. Sabía que si me despertaba estaría a salvo, pero no podía despertarme.

Soñaba que me caía por un acantilado, que tenía un accidente de coche, que se me caía un árbol encima. Notaba el impacto y me despertaba sobresaltada, sudando y temblando, sin saber dónde estaba ni si era de día o de noche.

Helen me dejó tranquila hasta la segunda noche. Yo estaba en la cama, sin atreverme a levantarme, y ella entró en la habitación lameteando un helado. Su expresión no presagiaba nada bueno.

- Hola -me dijo.

- Creía que te habías ido a tomar una copa con Margaret y Paul -repuse con recelo.

- Pensaba ir, pero he cambiado de idea.

- ¿Por qué?

- Porque el cerdo de Paul dice que no piensa pagarme más copas -contestó mi hermana-. Y ¿de dónde voy a sacar dinero para copas? Estoy en el paro, por si no lo sabías. -Hizo una pausa y añadió-: Ése no te daría ni el vapor de su meado. -Se sentó en mi cama.

- Pero ¿no saliste con ellos anoche y volviste completamente borracha? -le pregunté, sorprendida-. Margaret me ha dicho que te pasaste la noche bebiendo Southern Comforts y que no pagaste ni una sola ronda.

- ¡No tengo trabajo! -gritó Helen-. ¡Soy pobre! ¿Qué quieres que haga?

- Vale, vale. -No estaba para peleas. Además, coincidía con Helen. Paul era de la virgen del puño. Hasta mi madre había dicho en una ocasión que Paul seria capaz de comer en un cajón y pelar una naranja en el bolsillo. Y que sería incapaz de mear en la calle por si algún pajarillo aprovechaba para calentarse las patas. Y, aunque cuando lo dijo estaba borracha (se había tomado una cerveza con lima), lo decía en serio.

- ¡Ostras, tú! ¡Imagínate! -Helen me sonrió y se acomodó en la cama, como si tuviera intención de quedarse allí un buen rato-. Mi propia hermana encerrada en un loquero.

- No es ningún loquero -protesté-. Es un centro de rehabilitación.

- ¡Un centro de rehabilitación! -se mofó Helen-. Eso no es más que un eufemismo.

- Te equivocas -insistí.

- La gente cambiará de acera cuando te vea venir -prosiguió mi hermana, jovial-. Dirán: «Mira, ésa es la chica de los Walsh, la que se volvió loca y a la que tuvieron que encerrar en un manicomio.»

- Cállate.

- Y se harán un lío con Anna, y dirán: «¿Cuál de ellas? Creo que son dos las que se han vuelto locas, y…»

- Por ese centro han pasado muchos famosos -la interrumpí, jugando mi baza.

Helen se quedó de piedra.

- ¿Como quién? -me preguntó.

Mencioné a un par de cantantes, y Helen quedó impresionada.

- ¿En serio?

- Sí.

- ¿Cómo lo sabes?

- Lo he leído en los periódicos.

- Y ¿cómo es que yo no lo sabía?

- Tú no lees los periódicos, Helen.

- Ah, ¿no? No, claro. ¿Para qué iba a leerlos?

- Para enterarte de que los cantantes famosos van a The Cloisters, por ejemplo -dije maliciosamente. Helen me recompensó con una mirada avinagrada.

- Cállate, listilla -dijo-. Ya se te bajarán los humos cuando te encierren en una celda de aislamiento con una de esas preciosas chaquetas de largas mangas.

- No me van a encerrar en ninguna celda de aislamiento -respondí con petulancia-. Pero me voy a codear con un montón de famosos.

- ¿Es verdad que los cantantes famosos van a ese centro? -Empezaba a notársele emocionada, aunque intentara disimularlo.

- Sí -afirmé.

- ¿En serio? -insistió ella.

- En serio.

- ¿De verdad?

- De verdad.

Hubo una pausa.

- Hostia -dijo, impresionada-. Toma, acábatelo -añadió, y me lanzó el resto del helado.

- No, gracias -dije. Me daban náuseas sólo de pensar en la comida.

- Estoy hasta el gorro de estos helados. Siempre le digo a papá que cuando vaya a la tienda de congelados traiga de los otros, pero él siempre vuelve con los mismos. Excepto una vez que trajo de menta. ¿Te imaginas? ¡Helados de menta recubiertos de chocolate!

- No lo quiero. -Aparté el helado.

- Como prefieras. -Helen se encogió de hombros y dejó el helado en mi mesilla de noche, donde empezó a derretirse manchándolo todo. Intenté pensar en cosas más agradables.

- Bueno, Helen, ya lo ves. Mientras yo esté intimando con gente como Madonna -dije como quien no quiere la cosa-, tú estarás…

- Sé realista, Rachel -me interrumpió-. Aunque supongo que ésa debe de ser una de las razones por las que te van a encerrar en un manicomio: porque no sabes ser realista…

- ¿De qué estás hablando? -Ahora me tocaba a mí interrumpirla.

- Bueno -replicó con una sonrisa de desdén-, no querrás que pongan a los famosos con los demás, ¿no? Tienen que proteger su intimidad. Si no lo hicieran, la gente como tú iría a los periódicos en cuanto saliera de allí y vendería la historia. «Sexo en mi infierno de cocaína», y esas cosas.

Helen tenía razón. Me llevé un chasco, pero no demasiado grande. De todos modos, seguramente los vena a la hora de la comida y en las celebraciones. A lo mejor había bailes.

- Y seguro que a ellos les dan las mejores habitaciones y la mejor comida -prosiguió Helen-. Contigo no van a tener muchos detalles, porque papá es un roñoso. A ti te pondrán en una habitación de las más sencillas, mientras que los famosos se alojan en el ala de lujo.

Estaba muy cabreada con el tacaño de mi padre. ¿Cómo se atrevía a no pagar los extras necesarios para que yo estuviera con los famosos?

- Y no pierdas el tiempo intentando sacarle algo más -dijo Helen, como si me hubiera leído la mente-. Dice que ahora somos pobres, por culpa tuya, y que ya no podemos comprar patatas fritas de las buenas, sino sólo de las de paquete amarillo.

Estaba muy deprimida. Me quedé callada, tumbada en la cama. Helen hizo otro tanto, lo cual no era nada habitual.

- De todos modos -dijo finalmente-, tarde o temprano tropezarás con alguno. Por los pasillos, por los jardines… A lo mejor hasta te haces amiga de algún famoso.

De pronto me sentí esperanzada y alegre. Si Helen estaba convencida de ello, tenía que ser cierto.