7

- Allí está. The Cloisters.

Mi padre redujo la velocidad (cosa bastante difícil, pues había hecho todo el trayecto desde Dublín a unos 30 kilómetros por hora, para desesperación de Helen) y señaló un valle.

Helen y yo estiramos el cuello para verlo. Mientras contemplábamos en silencio la gran mansión gótica de piedra gris rodeada de inhóspitos campos invernales, noté que se me había hecho un nudo en el estómago.

- Ostras, parece una casa de locos. -Helen estaba impresionada.

La verdad es que yo también me asusté. ¿Por qué tenía que parecerse tanto a un manicomio? El edificio era francamente siniestro, pero para colmo estaba completamente rodeado por un alto muro de piedra, y por densos y oscuros árboles de hoja perenne. No me habría sorprendido ver murciélagos describiendo círculos alrededor de las torrecillas con el telón de fondo de una luna llena, pese a que eran las once de la mañana de un viernes y que la casa no tenía torrecillas.

- The Cloisters -murmuré, intentando disimular mi ansiedad con un comentario burlón-: aquí es donde finalmente encontraré mi Némesis.

- ¿Némesis? -preguntó Helen, emocionada-. ¿Qué grupo es ése?

Con todo, pensé intentando olvidarme de mi hermana, la casa tenía un aire de austeridad que le confería cierto encanto. Era lógico que no pareciera un hotel de lujo, a pesar de que eso era precisamente lo que era. ¿Cómo iba a tomárselo la gente en serio?

- ¿Son guapos? -preguntó Helen.

Además, seria fantástico pasar una temporada en el campo, me dije decidida a no oír a Helen. ¡Imagínate! Aire puro, una vida sencilla, y la oportunidad de huir del ajetreo de la gran ciudad.

- ¿Sabes si están todos ahí? -insistió Helen-. ¿O sólo algunos?

Mi ansiedad se desbordó.

- ¡Cállate! -grité. Habría preferido que Helen no nos hubiera acompañado, pero ella se había empeñado en ir después de saber lo de los cantantes.

Helen se puso furiosa, pero mi padre intervino rápidamente.

- Ten paciencia con tu hermana, Helen.

Helen me miró con odio y vaciló.

- Está bien -dijo con un raro arranque de altruismo-. Supongo que uno no adopta un compromiso así todos los días.

Cuando bajamos del coche, Helen y yo echamos un rápido vistazo a los jardines, en busca de famosos, pero no vimos ninguno. A mi padre aquello no le interesaba, por supuesto. En una ocasión le había estrechado la mano a Jackie Charlton, y no había nada que pudiera superar esa proeza. Subió delante de nosotras la escalera de piedra gris que conducía a la gruesa puerta de madera. Mi padre y yo apenas nos hablábamos, pero al menos él me había acompañado. Mi madre no sólo se había negado a venir con nosotros, sino que además no había dejado venir a Anna. Creo que temía que se la quedaran también a ella. Sobre todo después de que Helen le jurara que había leído que en The Cloisters había una tarifa especial «Dos por el precio de uno» durante todo el mes de febrero.

La puerta principal era de madera, sólida y pesada, y se abrió con solemnidad. Como tenía que ser. Pero entonces me llevé una gran sorpresa, porque de pronto nos encontramos en una moderna recepción de oficina. Fotocopiadoras, teléfonos, faxes, ordenadores, paredes delgadas de cartón, un letrero en la pared que rezaba: «Para trabajar aquí no hace falta que seas drogadicto, pero si lo eres, mejora Aunque lo del letrero quizá me lo imaginé.

- Buenos días -nos saludó una joven. Era el tipo de joven que se presenta cuando en un anuncio piden personas «llenas de vida». Cabello rubio y rizado, sonrisa deslumbrante, aunque no tanto como para parecer insensible. Al fin y al cabo, aquélla no era una situación agradable.

- Me llamo Jack Walsh -dijo mi padre-. Y ésta es mi hija Rachel. Tenemos una cita. Ésa es Helen, pero ella sólo ha venido a acompañarnos.

La chica llena de vida miró, inquieta, a mi hermana Helen. Seguramente no se encontraba a menudo con una chica más guapa que ella. Después se preparó y nos dedicó a mi padre y a mí una profesional sonrisa de comprensión.

- Mi hija ha tenido problemas con… las drogas… -explicó mi padre.

- Entiendo. -La chica asintió-. El doctor Billings les espera. Voy a decirle que están ustedes aquí.

La chica llamó al doctor Billings por el interfono, le sonrió abiertamente a mi padre, me sonrió tristemente a mí, miró torvamente a Helen y dijo:

- El doctor Billings los recibirá enseguida.

- Espero que no sea demasiado tarde -dijo mi padre-. Para Rachel. Podrán ayudarla, ¿verdad? La chica llena de vida se asustó.

- Yo no soy quien tiene que decirlo -se apresuró a contestar-. El doctor Billings hará una valoración, y él es el único que está capacitado para…

Le di un codazo a mi padre. ¿Cómo se le ocurría preguntarle a aquella niñata si podía salvarme?

Mi padre siempre se comportaba como si lo supiera todo. ¿Qué había hecho yo para reducirlo a aquel estado?

Mientras esperábamos al doctor, cogí un folleto que había sobre la mesa de la chica llena de vida. «The Cloisters. En medio de las antiquísimas montañas Wicklow…» Por un momento creí estar leyendo la etiqueta de una botella de agua mineral.

El doctor Billings guardaba un parecido asombroso con John Cleese. Medía más de dos metros y era casi calvo. Las piernas le acababan cerca de las orejas, el trasero lo tenía en la nuca, y los pantalones sólo le llegaban hasta media pantorrilla, dejando al descubierto un metro de calcetines blancos. Tenía pinta de loco. Más tarde me enteré de que era psiquiatra, lo cual lo explicaba todo.

Billings, con el telón de fondo de las risitas de Helen, me llevó para «valorarme». La valoración consistía en convencernos a ambos de que estaba lo bastante mal como para que me admitieran en el centro. Me miraba fijamente, ensimismado, decía «Hmmmm» y anotaba casi todo lo que yo decía.

Me decepcionó comprobar que no fumaba pipa.

Me preguntó qué drogas tomaba y yo intenté ser sincera. Bueno, más o menos. No sé por qué, pero la cantidad y la variedad de drogas que tomaba sonaban mucho peor cuando las enumerabas fuera de contexto, así que me moderé un poco. Porque yo sabía que mi consumo de drogas estaba perfectamente controlado, pero era normal que él no lo entendiera. El doctor Billings escribía en una ficha y decía cosas como: «Sí, sí. Está claro que tienes un problema.»

Aquello no me gustó nada. Sobre todo teniendo en cuenta que le había mentido. Hasta que recordé que mi drogadicción iba a reportarle a él varios miles de libras.

Entonces el doctor hizo lo que yo estaba esperando que hiciera desde que entré en su despacho. Apoyó los brazos en la mesa y juntó las yemas de los dedos. Se inclinó y dijo: «Sí, Rachel, es evidente que tienes una drogadicción crónica, etc., etc., etc.»

Así pues, me habían aceptado.

Después, el doctor Billings me dio una conferencia sobre el centro.

- Ten en cuenta que nadie te obliga a venir aquí, Rachel. No te han internado en un hospital psiquiátrico. Es posible que hayas estado en algún otro centro…

Negué con la cabeza. ¡Qué desfachatez!

- Bueno -continuó-, muchos de nuestros clientes han pasado por otros centros. Pero si quieres recibir tratamiento en nuestro centro, tendrás que cumplir con algunas condiciones.

Ah, ¿sí? ¿Condiciones? ¿Qué clase de condiciones?

- Normalmente, nuestros clientes permanecen dos meses en el centro -prosiguió-. A veces, alguien quiere marcharse antes de que hayan transcurrido esos dos meses, pero una vez firmado el registro, se comprometen a permanecer al menos tres semanas. Después de ese tiempo pueden marcharse si quieren, a menos que nosotros creamos que eso sólo los perjudicaría.

Aquella declaración me produjo cierta aprensión. No es que me importara quedarme tres semanas. Es más, mi intención era quedarme los dos meses preceptivos. Sin embargo, no me gustó su tono. ¿Por qué se lo tomaba todo tan en serio? Y ¿por qué había gente que quería marcharse antes de que hubieran transcurrido los dos meses?

- ¿Me has entendido, Rachel? -me preguntó.

- Sí, doctor Cleese -dije entre dientes.

- Billings. -Frunció el entrecejo, cogió rápidamente mi ficha y anotó algo-. Me llamo doctor Billings. -Sí, claro. Billings.

- Aquí no entra nadie contra su voluntad -prosiguió-. Tampoco aceptamos a nadie que no quiera recibir ayuda. Contamos con tu colaboración.

Aquello tampoco me gustó. Lo único que yo quería era un poco de descanso. No pensaba causar ningún problema, pero tampoco quería que me exigieran nada. Lo había pasado muy mal y había ido allí para recuperarme.

Entonces el doctor Billings se puso todavía más raro. Me miró fijamente y dijo:

- Rachel, ¿reconoces que tienes un problema? ¿Quieres que te ayudemos a superar tus adicciones?

Supuse que no pasaba nada si mentía. Pero no lo tenía demasiado claro.

Qué más da, me dije. Piensa en la cantidad de revistas que podrás leer, en los jacuzzis, en el ejercicio físico, en las camas solares. Piensa en un vientre liso, en unos muslos delgados, en un cutis limpio y reluciente. Piensa en que te vas a codear con un montón de famosos. Piensa en cómo te va a echar de menos Luke, en cómo va a sufrir cuando te vea llegar, triunfante, a Nueva York.

Billings siguió enumerando las condiciones de mi estancia en el centro.

- Podrás recibir visitas los domingos por la tarde, salvo el primer fin de semana. Podrás hacer o recibir dos llamadas telefónicas por semana.

- Pero eso es brutal -dije-. ¿Dos llamadas? ¿Por semana?

Normalmente yo hacía unas dos llamadas por hora. Necesitaba hablar con Luke, y quizá tuviera que hacer muchas llamadas. ¿Y si me salía el contestador automático? ¿Contaba eso como llamada? Suponía que no, porque en ese caso no habría hablado con él. ¿Y si Luke me colgaba el teléfono? Eso tampoco contaba, ¿no?

El doctor Billings anotó algo en mi ficha y, mirándome atentamente, dijo:

- Es curioso que hayas elegido esa palabra. Brutal. ¿Por qué has dicho «brutal»?

Oh, no, pensé, y me preparé para esquivar ágilmente aquella pregunta-trampa. Conozco vuestros trucos psicoanalíticos. No soy la típica gilipollas. He vivido en Nueva York, una ciudad a la que sólo supera San Francisco en materia de jerga psiquiátrica. Mira, tío, seguramente yo podría psicoanalizarte a ti.

Contuve el impulso de mirar fijamente al doctor Billings y preguntarle: «¿Se siente amenazado?»

- Por nada -contesté con una dulce sonrisa-. He dicho «brutal» por decir algo. ¿Dos llamadas por semana? Me parece bien. -A Billings le dio mucha rabia, pero ¿qué se le iba a hacer?

- Durante tu estancia aquí, tendrás que abstenerte de consumir todo tipo de sustancias químicas que puedan alterar tu estado de ánimo.

- ¿Significa eso que no me darán vino en la cena? -Pensé que lo mejor era hacer de tripas corazón y preguntarlo.

- ¿Por qué? -saltó él-. ¿Te gusta el vino? ¿Bebes mucho vino?

- No, desde luego que no -contesté, aunque yo nunca decía cosas como «no, desde luego que no»-. Era simple curiosidad -añadí.

Maldita sea, pensé. Suerte que me había llevado los Valiums.

- Tendremos que registrar tu maleta -continuó el doctor Billings-. Espero que no te importe.

- En absoluto -dije, sonriente. Suerte que había metido los Valiums en mi bolso.

- Y tu bolso, por supuesto -añadió.

¡Mierda!

- Sí, claro. -Intenté aparentar calma-. Pero antes me gustaría ir al lavabo.

El doctor Billings tenía un aire de suficiencia que no me gustaba nada. Pero lo único que dijo fue:

- Al fondo del pasillo, a la izquierda.

Entré a toda prisa en el cuarto de baño de señoras, con el corazón palpitándome, y cerré la puerta. Presa del pánico, eché un vistazo a la pequeña habitación, en busca de algún lugar donde esconder mi preciosa cajita para poder recuperarla más adelante. Pero no encontré nada. No había papeleras, cubos de compresas, rincones ni ranuras. Las paredes y el suelo eran perfectamente lisos. Pensé que quizá aquella ausencia de escondites fuera deliberada. (Más adelante me enteré de que, efectivamente, lo era.)

¿Cómo pueden ser tan paranoicos?, pensé en un arranque de ira. ¡Condenadamente paranoicos, condenadamente locos, condenadamente cabrones!

Me quedé de pie con los Valiums en la mano, aturdida, mientras la ira se transformaba en miedo. Tenía que esconderlos como fuera. Era muy importante que no me pillaran con drogas encima, por inofensivas que éstas fueran.

¡El bolso!, pensé, entusiasmada. ¡Podía meter la caja en el bolso! No, espera un momento, por eso era precisamente por lo que estaba allí, sudando, en aquel pequeño cuarto de baño: porque no podía esconderla en el bolso.

Volví a mirar alrededor, confiando haber pasado algo por alto la vez anterior. Pero no. Resignada, me di cuenta de que lo mejor que podía hacer era deshacerme de las tabletas. Y deprisa. Seguramente el doctor Billings se estaría preguntando qué hacía yo, y yo no quería que pensara mal de mí. Al menos todavía no. Tarde o temprano pensaría mal de mí, era inevitable, porque él representaba la autoridad; pero era demasiado pronto, incluso tratándose de mí.

Una vocecita interior me aconsejó que me diera prisa y que eliminara cualquier detalle que pudiera identificarme. No puedo creer lo que me está pasando, me dije mientras, con manos sudorosas, arrancaba la etiqueta de la caja. Me sentía como una delincuente.

Arrojé la etiqueta al retrete y a continuación, con un breve pero intenso espasmo de dolor, arrojé también un pequeño torrente de pastillitas blancas.

Cuando tiré de la cadena, tuve que girar la cabeza para no verlo.

En cuanto las pastillas desaparecieron, me sentí desnuda y desprotegida, pero no podía perder el tiempo pensando en lo que acababa de hacer. Tenía otras preocupaciones más importantes. ¿Qué iba a hacer con la caja, ahora vacía? No podía dejarla allí; alguien podía encontrarla, y seguramente acabarían relacionándola conmigo. No había ninguna ventana por la que arrojarla. Lo mejor que podía hacer era llevármela; quizá tuviera ocasión de deshacerme de ella más adelante. ¡El bol…! No, no. El bolso no. Sería mejor que lo llevara encima, y rezar para que no me cachearan.

Me quedé helada. ¿Y si me cacheaban? Con la maleta y el bolso estaban siendo muy rigurosos.

Bueno, si se les ocurría cachearme, me negaría rotundamente. ¡Qué atrevimiento!

Pero ahora, ¿dónde iba a llevar la caja de Valiums? Había dejado el abrigo en la recepción, y no tenía más bolsillos. Sin poder creer lo que estaba haciendo, me levanté el jersey y me puse la caja debajo del sujetador, entre mis pechos. Pero me hacía daño, porque tenía el torso lleno de cardenales, así que la saqué. Probé a ponerla en una de las copas del sujetador, luego en la otra, pero se notaba mucho con el ceñido jersey de angora que llevaba (que, por cierto, era de Anna).

No me quedaba alternativa: me la puse en las bragas. Me sentí tremendamente idiota, pero di un par de pasos y la caja no se movió del sitio. ¡Listos!

Estaba muy satisfecha, pero de pronto me di cuenta de que algo no funcionaba.

¿Qué había hecho para acabar así? Yo era una joven independiente, sofisticada y triunfadora que vivía en Nueva York. Y no una chica de veintisiete años, sin empleo, a la que habían tomado por drogadicta y habían metido en un centro de rehabilitación en el culo del mundo, y que ahora estaba en un lavabo con una caja de Valiums escondida en las bragas.