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Cuando se marcharon las visitas me embargó la asfixia del domingo por la tarde. La deprimente sensación de que si no pasaba algo pronto, si no cambiaba algo, explotaría.

Fui del comedor a la sala, de la sala a mi dormitorio, de mi dormitorio al comedor, sin poder quedarme en ninguno de esos sitios. Me sentía como una fiera enjaulada.

Me habría gustado estar en el mundo exterior, donde podía poner en marcha todo tipo de acontecimientos. Podía hacer saltar mis emociones, como en un trampolín, de las brumosas y grises profundidades de la depresión a los cielos azules de la felicidad. Pero en The Cloisters no había nada que pudiera utilizar como asiento de eyección.

Me consolé pensando que aquélla era la última tarde de domingo que pasaba en el centro. Que en menos de una semana ya no tendría que volver a experimentar aquellos sentimientos.

Pero de pronto me di cuenta, con una intensa punzada de angustia, de que ya había tenido aquella sensación de descontento y vacío en el pasado. A menudo. Solía asaltarme los domingos hacia las cuatro de la tarde, pero hoy se había retrasado un poco, seguramente porque todavía llevaba la hora de Nueva York.

Quizá me siguiera cuando abandonara The Cloisters.

Sí, quizá me siguiera. Pero al menos entonces yo podría hacer algo para remediarla.

Los otros internos me estaban poniendo nerviosa, con sus peleas y sus bromas. Mike estaba de un humor de perros, pero manteniendo un hermético silencio sobre el motivo del mismo. Sin embargo, Clarence me explicó que Willy, el hijo de Mike, había saludado a su padre diciendo:

- Mira, mi papado.

- ¿Cómo dices? -le preguntó Mike.

- Papado -repitió Willy-. Eres mi papá, y siempre estás mamado. O sea que eres mi papado.

- Ha estado a punto de romperle la crisma al chiquillo -me dijo Clarence al oído, acercándose a mí más de lo necesario.

Vincent, por su parte, me estaba poniendo nerviosa con su excelente humor. Estaba loco de alegría porque había convencido a su esposa de que le llevara el Nuevo Trivial Pursuit. Le enseñó la caja roja a Stalin y le dijo: «¡Ahora veremos si eres tan bueno como pareces!» Estaba exultante. «Estas preguntas no has tenido tiempo de estudiártelas.»

Stalin rompió a llorar. Tenía esperanzas de que Rita fuera a visitarlo y suspendiera los trámites del divorcio, pero su esposa no había dado señales de vida.

- ¡Déjalo en paz! -le dijo Neil a Vincent. Cuando Neil se dio cuenta de que era un alcohólico, se pasó uno o dos días llorando, y después le robó el papel de Malas Pulgas a Vincent. Protestaba furiosamente contra su alcoholismo, pero también contra los demás por cualquier motivo. Josephine decía que era lógico que expresara su rabia, porque a nadie le gusta ser alcohólico, pero que no tardaría en aceptarlo. Los demás estábamos impacientes y aterrados.

- Ese pobre desgraciado está hecho polvo por lo de su esposa -le gritó Neil a Vincent-. Así que no lo atormentes más.

- Lo siento -dijo Vincent, compungido-. No quería. Sólo era una broma.

- Eres muy agresivo, tío -bramó Neil.

- Ya lo sé -admitió Vincent-. Pero me estoy esforzando mucho, y…

- ¡No te esfuerzas lo suficiente! -gritó Neil, y pegó un puñetazo en la mesa.

Los otros internos nos abalanzamos hacia la puerta del comedor.

- Lo siento -murmuró Vincent.

Esperamos un momento y luego volvimos a entrar.

Los ánimos se calmaron un rato, hasta que Barry el niño irrumpió en el comedor, muy agitado. Por lo visto, arriba se había armado un gran jaleo porque Celine había sorprendido a Davy leyendo las páginas de las carreras. Dado que Davy era ludópata, aquello era tan grave como que alguien como Neil hubiera sido sorprendido destilando cerveza casera debajo de la cama.

Según Barry, Davy se había puesto como un basilisco. Hasta tal punto que tuvieron que llamar a Finbar, el jardinero, un individuo muy versátil, aunque un poco corto, para que redujera a Davy. La noticia provocó una desbandada en el comedor; Barry, que era el que había hecho saltar la liebre, iba en cabeza, y todos los demás lo seguían para asegurarse un asiento en primera fila.

Yo no fui con ellos.

Estaba demasiado fastidiada.

Pero cuando mis compañeros salieron del comedor, me animé un poco al ver que me había quedado a solas con Chris. Hasta la asquerosa de Misty se había marchado.

- ¿Estás bien? -me preguntó Chris, y vino a sentarse a mi lado.

Me quedé mirando sus ojos azules, admirada de su belleza.

- No -contesté, y cambié de postura-. Estoy… estoy… no lo sé, creo que estoy harta.

- Ya. -Con aire pensativo, se pasó una mano por el cabello, de color paja, con una expresión de preocupación que le favorecía mucho, mientras yo me lo comía con los ojos. ¡Era fabuloso ser el centro de su atención!-. ¿Qué podemos hacer para animar un poco a Rachel? -dijo Chris, como si hablara solo. Sonreí-. Vamos a dar un paseo -sugirió.

- ¿Por dónde?,

- Por el jardín. -Señaló la ventana con la cabeza.

- Pero si está oscuro -protesté-. Y hace mucho frío.

- Venga -me animó él con una de sus sonrisas socarronas-. Es lo mejor que puedo ofrecerte. Al menos de momento -añadió enigmáticamente.

Fui a buscar mi abrigo y salimos juntos al jardín, pese a que estaba oscuro como boca de lobo y hacía un frío entumecedor.

Yo no hablé mucho, y no porque no quisiera. Me habría encantado hablar con Chris, pero estaba nerviosa, y mi cerebro hizo lo que hacía siempre cuando estaba nerviosa: se convirtió en una masa de cemento, un bulto gris, pesado y vacío.

Chris tampoco dijo gran cosa. Paseamos largo rato en silencio, exhalando vaho por la boca, y lo único que oíamos era el ruido de nuestra respiración y el crujido de la hierba bajo nuestras botas.

Estaba tan oscuro que no veía su cara. Y cuando dijo «¡Espera! ¡Espera un momento!», y me puso la mano sobre el brazo, no tenía ni idea de cuáles eran sus intenciones. En principio pensé que aquello podía ser el preludio de un revolcón en el bosque, y lamenté llevar seis capas de ropa. Pero lo único que Chris pretendía era que enlazáramos nuestros brazos.

- Dame el brazo -me dijo ofreciéndome el suyo-. ¡Ya está! ¡Vamos allá!

- ¡Eso! ¡Vamos allá! -dije, fingiendo, con aquella exagerada alegría, que no me importaba que nos tocáramos. Disimulando que me costaba respirar y que me había recorrido un escalofrío, como un expreso rápido, desde el codo hasta las entrañas.

Seguimos caminando, cogidos del brazo. Somos casi igual de altos, pensé, intentando convertir esa circunstancia en una virtud. Hacemos buena pareja.

El contacto físico con Chris me hizo sentir mejor respecto a Luke. Me ayudó a calmar mi temor de que hubiera conocido a otra chica. Apaciguó mis violentas emociones. Me sentía tan colmada de deseo por Chris, al menos temporalmente, que en mí no había cabida para los recuerdos desagradables relacionados con Luke.

Estaba deseando que Chris me besara. Tanto, que hasta estaba un poco mareada. Loca de desesperación.

Habría dado cualquier cosa por…

De pronto estábamos llegando a la casa.

¿Ya?

La luz que iluminaba las ventanas nos permitía ver nuestras respectivas siluetas.

- Mira. -Chris acercó su cara a la mía, hasta casi tocarnos. Todas mis terminaciones nerviosas se pusieron en alerta máxima, convencidas de que ahora sí había llegado el momento del achuchón decisivo-. ¿Ves aquel cuarto de baño grande? -Chris señaló una ventana iluminada; nuestra proximidad me estaba atormentando.

- Sí -contesté, y miré. Él no se acercó más a mí, pero tampoco se alejó. Si respiro muy hondo, pensé, creo que nuestros estómagos se tocarán.

- Una vez sorprendieron a una pareja follando allí -me contó.

- ¿Cuándo? -Apenas podía hablar, pensando en lo que se avecinaba.

- Hace tiempo.

- ¿Quiénes eran? -conseguí articular.

- Unos pacientes, clientes, o como quieras llamarnos. Una pareja como nosotros.

- ¿En serio? -balbucí, preguntándome adónde quería llegar con todo aquello.

- Sí. Sorprendieron a una pareja como nosotros follando en ese cuarto de baño de allí.

Me dio la impresión de que Chris había estructurado la frase deliberadamente para que sonara lo más provocativa posible. Pero entonces se apartó de mí, y tuve la sensación de que me precipitaba desde un acantilado.

- ¿Qué te parece? -me preguntó.

- No te creo -contesté, decepcionada. Tanta emoción y tantos nervios, para nada.

- Te lo prometo -insistió él, y su expresión denotaba sinceridad.

- Qué va -dije; ahora podía concentrarme en lo que Chris me estaba diciendo-. ¿Cómo iban a ser tan… tan…? ¿Cómo iban a infringir tan descaradamente las normas?

Chris rió.

- Eres increíblemente inocente -dijo-. Y yo que te había tomado por una chica alocada.

- Lo soy. Soy una alocada -farfullé-. En serio.

- ¿Entramos? -dijo él señalando la casa con la cabeza.

Aturdida y frustrada, respondí:

- Vale.