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Dijeron que era drogadicta. A mí me costaba aceptarlo. Yo era una chica de clase media, educada en un colegio de monjas, cuyo consumo de drogas era estrictamente recreativo. Además, los drogadictos estaban más delgados. Tomaba drogas, eso era verdad, pero lo que nadie entendía era que mi consumo de drogas equivalía al par de copas que los demás se tomaban el viernes por la noche después del trabajo. Los demás se tomaban unos cuantos vodkas con tónica para desahogarse un poco; yo, en cambio, me hacía un par de rayas de coca. Como les dije a mi padre, a mi hermana, al marido de mi hermana y finalmente a los psicólogos de The Cloisters, «Si la cocaína se vendiera de forma líquida, en una botella, ¿os parecería mal que yo la tomara? ¿Qué me decís? ¿Verdad que no?».

Estaba ofendida por la acusación de drogadicta, porque yo no era ninguna drogadicta. Los drogadictos, además de tener marcas en los brazos, llevaban el cabello sucio, siempre tenían frío, iban encorvados, llevaban zapatillas de deporte de plástico, merodeaban por los bloques de apartamentos y, como ya he dicho, estaban delgados.

Yo no estaba delgada.

Y no era porque no lo intentara, desde luego. Me pasaba horas en el stairmaster del gimnasio. Pero por muchas horas que dedicara a esa máquina infernal, la genética siempre tenía la última palabra. Si mi padre se hubiera casado con una mujer delgada, quizá mi vida habría sido diferente. Por lo menos habría tenido unos muslos diferentes.

Pero estaba condenada a que la gente siempre me describiera diciendo: «Es grandota.» Y al punto añadían: «Con eso no quiero decir que esté gorda.» Lo que insinuaban era que, si estaba gorda, era porque no hacía nada para remediarlo.

«No -continuaban-, es alta y fortachona. Grandota, vaya.»

Qué manía con llamarme «fortachona». Eso me ponía histérica.

Mi novio, Luke, a veces me describía con el calificativo «espléndida». (Cuando yo tenía la luz detrás y él se había tomado unas cuantas cervezas.) Al menos eso me decía a mí; pero cuando estaba con sus amigos seguramente decía: «Con eso no quiero decir que esté gorda.»

La acusación de drogadicta tuvo lugar una mañana de febrero, cuando yo vivía en Nueva York.

No era la primera vez que tenía la impresión de ser la protagonista de un episodio del Objetivo Indiscreto Cósmico. Mi vida tenía tendencia a descontrolarse, y hacía tiempo que había dejado de creer que el dios que me habían asignado era un vejete bonachón con melena y barba blancas. Era más bien como un comediante celestial que utilizaba mi vida para entretener a los otros dioses.

- Mirad, mirad -decía riendo-. Rachel cree que ha encontrado un buen empleo y que ya puede dejar su anterior puesto de trabajo. ¡Ella no sabe que la empresa nueva está a punto de cerrar!

Los otros dioses reían a carcajadas.

- Mirad, mirad. Ahora va a reunirse con su nuevo novio. ¿Veis cómo se le engancha el tacón del zapato en una rejilla? ¿Veis cómo se le rompe? Rachel no sospecha que hemos sido nosotros. ¿Veis cómo se marcha cojeando?

Más carcajadas de los dioses.

- Pero lo mejor de todo -prosigue el dios- ¡es que el chico con el que había quedado no se presenta a la cita! Resulta que la invitó a salir para ganar una apuesta. Mirad á Rachel, muerta de vergüenza en ese elegante bar. ¿Veis cómo las otras chicas la miran con lástima? ¿Veis cómo el camarero le entrega la desorbitada cuenta de la copa de vino? ¡Pero esto no se acaba aquí! ¡Resulta que Rachel se ha dejado el bolso en casa!

Sonoras risotadas.

Los sucesos que propiciaron que me acusaran de drogadicta tenían el mismo carácter de farsa celestial que el resto de mi vida. Lo que pasó fue que una noche me pasé un poco con la coca, y no podía dormir. (No me pasé a propósito, sino que subestimé la calidad de la cocaína que había tomado.) Como a la mañana siguiente tenía que ir a trabajar, me tomé un par de somníferos. Pasados unos diez minutos, y como los somníferos no me hacían efecto, me tomé un par más. Seguía zumbándome la cabeza, así que, pensando en lo mucho que necesitaba dormir, pensando en lo despierta que tenía que estar en el trabajo, me tomé otros dos.

Finalmente logré conciliar el sueño. Un sueño dulce y profundo. Tan dulce y tan profundo que cuando amaneció y sonó el despertador, no pude levantarme.

Brigit, mi compañera de piso, llamó a mi puerta, entró en mi dormitorio y me gritó. Luego me zarandeó y, como ya no sabía qué hacer, me dio una bofetada. (Nunca me tragué eso de que ya no sabía qué hacer. Seguro que Brigit sabía que abofeteándome no conseguiría despertarme, pero los lunes por la mañana nadie está en plena forma.)

Pero entonces Brigit vio una hoja en la que yo había intentado escribir algo antes de quedarme dormida. Era la típica poesía sensiblera, empalagosa y autocompasiva que escribía cuando estaba colocada. Cuando escribía aquella birria de versos, me parecían sumamente profundos y me hacían pensar que había descubierto el secreto del universo; pero a la mañana siguiente, cuando los leía a la luz del día (los que podían leerse), me ruborizaba de vergüenza.

El poema decía algo como «Triste, triste vida… -algo indescifrable-, cuenco de cerezas, triste, para mí sólo los huesos…». Recordaba vagamente haberlo titulado «Ya no puedo más».

Pero Brigit, que últimamente se había vuelto muy neurótica y extraña, no entendió que se trataba de un montón de chorradas cuyo único efecto posible era hacerte sentir vergüenza ajena. Cuando vio la caja de somníferos vacía junto a mi almohada, dedujo que se trataba de una carta de despedida de una suicida. Y antes de que pudiera darme cuenta (porque yo seguía dormida; bueno, dormida o inconsciente, según las versiones), ya había llamado a una ambulancia que me llevó a Mount Solomon, donde me hicieron un lavado de estómago. Fue una experiencia sumamente desagradable, pero lo peor todavía estaba por llegar. Brigit se había convertido en uno de esos fanáticos de la abstinencia que tanto abundan en Nueva York; si se enteran de que te lavas el pelo con champú de cerveza Linco más de dos veces por semana dicen que eres alcohólico y que deberías entrar en un programa de desintoxicación. Así que llamó a mis padres a Dublín y les dijo que yo tenía un grave problema con las drogas y que había intentado suicidarme. Y antes de que yo pudiera intervenir para explicar que todo había sido un lamentable malentendido, mis padres habían telefoneado a Margaret, mi formal y obediente hermana mayor. Margaret llegó a Nueva York desde Chicago en el primer vuelo en que encontró plaza, con Paul, su también formal y obediente marido.

Margaret sólo era un año mayor que yo, pero parecía que nos lleváramos cuarenta. Estaba decidida a enviarme a Irlanda para que mi familia se ocupara de mí. Tras una breve estancia con mis padres, me internarían en alguna institución tipo Betty Ford para que me arreglaran «de una vez para siempre», como dijo mi padre cuando me telefoneó.

Yo no tenía intención de ir a ningún sitio, por supuesto, pero la verdad es que estaba muy asustada. Y no sólo por las amenazas de enviarme a Irlanda e internarme en una clínica, sino por el hecho de que mi padre me hubiera telefoneado. Porque era la primera vez queme telefoneaba, en veintisiete años. Ya me costaba conseguir que me dijera hola cuando yo llamaba a casa y él contestaba el teléfono. Como mucho, me decía: «¿Quién eres, Margaret o Rachel? Ah, ¿Rachel? Espera un momento. Voy a llamar a tu madre.» Entonces se oían unos ruidos espantosos, porque mi padre soltaba el auricular como si le quemara y corría a buscar a mi madre.

Y si resultaba que mi madre no se encontraba en casa, a mi padre le entraba pánico. «Tu madre no está», decía sin poder disimular su alarma. Y el subtexto era: «Por favor, te ruego que no me hagas hablar contigo.»

No es que mi padre no me quisiera, ni que fuera un padre frío o poco accesible. Qué va. Era un hombre encantador. Eso lo reconocí, aunque de mala gana, cuando ya tenía veintisiete años y llevaba ocho viviendo fuera de casa. Admití que mi padre no era, simplemente, un monstruo que se negaba a darnos dinero para comprarnos vaqueros nuevos y al que mis hermanas y yo odiamos a muerte durante la adolescencia. Pero pese a ser buena persona, mi padre no era un gran conversador. A menos que quisieras hablar con él de golf. De modo que el hecho de que me hubiera llamado por teléfono debía de significar que esta vez había metido la pata hasta el fondo.

Atemorizada, intenté aclarar las cosas.

- No me pasa nada -le aseguré-. Sólo ha sido un malentendido. Me encuentro perfectamente.

Pero mi padre se mostró inflexible.

- Vas a venir a casa -sentenció.

Yo también me mostré inflexible.

- Compórtate, papá. Sé realista, por favor. No puedo abandonarlo todo y desaparecer.

- ¿Qué no puedes abandonar?

- Mi trabajo, por ejemplo -contesté-. No puedo dejar mi empleo.

- Ya he hablado con la empresa, y están de acuerdo en que lo mejor que puedes hacer es venir a casa -replicó él.

Me quedé helada.

- Pero ¿qué dices? ¿Que has hablado con quién? -Estaba tan azorada que apenas podía hablar. ¿Qué le habrían contado a mi padre de mí?

- He dicho que he hablado con la empresa -repitió con el mismo tono.

- Serás imbécil. -Tragué saliva-. ¿Con quién?

- Con un tal Eric. Me ha dicho que era tu jefe.

- Dios mío.

De acuerdo: yo era una mujer independiente de veintisiete años, y no debía importarme que mi padre supiera que a veces llegaba tarde al trabajo. Pero me importaba. Me sentí igual que veinte años atrás, cuando mis padres tenían que ir al colegio para explicar a mi maestra por qué yo nunca entregaba los deberes acabados.

- Qué horror -dije-. ¿Por qué has tenido que llamar al trabajo? ¡Qué vergüenza! ¿Qué van a pensar? Podrían despedirme por esto.

- Rachel, me parece que de todos modos estaban a punto de despedirte -dijo mi padre desde el otro lado del Atlántico.

Oh, no. Se acabó el juego. ¡Mi padre lo sabía todo! Eric debía de haberse explayado acerca de mis defectos.

- No te creo -dije-. Sólo lo dices para que vaya a casa.

- No -repuso-. Si quieres te cuento lo que me ha dicho ese tal Eric…

¡Ni hablar! No quería ni pensar en lo que Eric podía haberle dicho, y menos aún oírlo.

- Todo iba perfectamente bien en el trabajo hasta que tú les llamaste -mentí-. Sólo has conseguido causar problemas. Voy a llamar a Eric para decirle que estás chalado, que te has escapado de un manicomio y que no debe creerse ni una sola palabra de lo que le has contado.

Mi padre exhaló un hondo suspiro y dijo:

- Mira, Rachel, yo no le he dicho prácticamente nada a ese Eric; el que ha hablado ha sido él, y parecía encantado de dejarte marchar.

- ¿Dejarme marchar? -dije con un hilo de voz-. ¿Quiere decir que me han despedido?

- Exacto -confirmó él con absoluta naturalidad.

- Estupendo -dije con lágrimas en los ojos-. Muchas gracias por arruinarme la vida.

Hubo un silencio, y lo aproveché para asimilar la noticia de que, una vez más, volvía a estar en el paro. Por lo visto, al dios comediante le había dado por divertirse conmigo.

- ¿Y mi piso? -dije con tono desafiante-. ¿Qué va a pasar con mi piso?

- Margaret se encargará de arreglar ese asunto con Brigit.

- ¿Arreglar ese asunto? -Había imaginado que mi padre no tendría respuesta para la pregunta sobre mi piso, y me sorprendió que ya hubiera abordado ese tema. Todo el mundo se comportaba como si verdaderamente yo tuviera algún problema.

- Tu hermana le pagará el alquiler de un par de meses a Brigit, y así ella tendrá tiempo de encontrar a otra persona para compartir el piso.

- ¿Otra persona? Pero si es mi casa.

- Tengo entendido que Brigit y tú no os lleváis demasiado bien -dijo mi padre, que parecía un poco turbado.

Él tenía razón. Y mi relación con Brigit había empeorado mucho desde que ella hiciera aquella llamada a Irlanda, provocando la intervención de mi familia en mi vida. Yo estaba furiosa con ella, y por lo visto ella también lo estaba conmigo. Pero Brigit era mi mejor amiga, y siempre habíamos compartido piso. Era inconcebible que otra persona compartiera el piso con ella.

- Eres muy perspicaz -dije fríamente.

Mi padre no dijo nada.

- Muy perspicaz -añadí con malicia.

No me estaba defendiendo como normalmente lo habría hecho. Pero, a decir verdad, en el hospital no me habían extraído sólo el contenido del estómago. Me sentía débil, y no me apetecía pelearme con mi padre; y eso no era nada propio de mí. Llevarle la contraria era algo que hacía instintivamente, como negarme a dormir con tipos con bigote.

- Así que nada impedirá que vengas a casa y te hagan entrar en vereda.

- Es que tengo un gato -mentí.

- Ya encontrarás otro.

- Es que tengo novio -protesté.

También encontrarás otro.

Claro, decirlo era muy fácil.

- Pásame a Margaret. Hasta mañana -dijo mi padre.

- Y un cuerno -mascullé.

La conversación quedó zanjada. Afortunadamente, me había tomado un par de Valiums, porque de lo contrario me habría puesto fatal.

Margaret estaba sentada a mi lado. De hecho, ahora que lo pensaba, estaba a mi lado constantemente. Cuando mi hermana terminó de hablar con papá, decidí poner fin a aquellas tonterías. Había llegado el momento de retomar las riendas de mi vida. Porque aquella situación no era divertida, ni graciosa ni amena. Era muy desagradable y, sobre todo, innecesaria.

- Margaret -dije con aplomo-, no me pasa nada. Siento mucho que hayas hecho el viaje en balde, pero hazme un favor: vete y llévate a tu marido. Esto no es más que un patético error.

- Yo no opino lo mismo -repuso mi hermana-. Brigit dice…

- No hagas caso a Brigit -le interrumpí-. Mira, Brigit me tiene muy preocupada últimamente, porque se ha vuelto muy rara. Antes era muy graciosa.

Margaret no estaba nada convencida.

- Pero lo cierto es que tomas muchas drogas.

- Quizá a ti te lo parezca -le expliqué con paciencia-. Pero tú eres una plasta, y cualquier cantidad te parecería excesiva.

Margaret era una plasta, desde luego. Yo tenía cuatro hermanas, dos mayores y dos menores que Margaret, y Margaret era la única formal. Mi madre siempre nos miraba y, con un deje de tristeza, decía: «Una de cinco… no está tan mal.»

- Yo no soy ninguna plasta -se quejó mi hermana-. Sólo soy normal.

- Sí, Rachel. -Paul salió en defensa de su esposa-. Margaret no es ninguna plasta. Que no sea drogadicta, que sea capaz de conservar un empleo y que su marido no la haya abandonado no quiere decir…

Detecté inmediatamente el error de su razonamiento y le interrumpí:

- A mí no me ha abandonado mi marido.

- Ya. Porque nunca lo has tenido -replicó Paul.

Paul se refería a la mayor de mis hermanas, Claire. Su marido la abandonó el día que ella dio a luz a su primer hijo.

- Y tengo trabajo -le recordé.

- Ya no, Rachel. -Esbozó una sonrisita.

Lo odiaba.

Y Paul me odiaba a mí, pero yo no me lo tomaba como algo personal, porque mi cuñado odiaba a toda mi familia. De hecho, creo que le costaba decidir a cuál de las hermanas de Margaret odiaba más. Y no me extraña, porque las cuatro competíamos por el título de oveja negra de la familia. Claire, la esposa abandonada, tenía treinta y un años. Yo, la presunta drogadicta, veintisiete. Anna, de veinticuatro, nunca había tenido un empleo serio y a veces vendía hachís para llegar a fin de mes. Por último estaba Helen, de veinte años, y respecto a ella… francamente, no sabría por dónde empezar.

Todas odiábamos a Paul tanto como él nos odiaba a nosotras.

Hasta mi madre lo odiaba, aunque ella jamás lo admitiría. A mi madre le gustaba fingir que todo el mundo le caía bien, con la esperanza de que así no tendría que hacer cola para entrar en el cielo.

Paul era un sabelotodo y un pedante. Llevaba el mismo tipo de jerséis que mi padre y se compró la primera casa cuando tenía trece años, con los ahorros de su primera comunión.

- Será mejor que llames otra vez a papá -le dije a Margaret-. Porque no voy a ninguna parte.

- Tú lo has dicho -dijo el imbécil de mi cuñado.