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Por fin llegó mi último día. Parecía mi cumpleaños, mi primera comunión, mi boda y mi funeral, todo a la vez. Era el centro de toda la atención, y eso me encantaba; la tarjeta de felicitación, el discurso, los buenos deseos, las lágrimas, los abrazos, los «Te echaré de menos»… Hasta Sadie la Sádica, la recepcionista llena de vida y Finbar, el jardinero tonto vinieron a despedirse de mí. Además del doctor Billings, todas las enfermeras, las orientadoras y, por supuesto, los internos.

Pronuncié el discurso que pronunciaban todos antes de irse, y reconocí que cuando llegué al centro creía que a mí no me pasaba nada, que me compadecía de los otros internos, etc., etc. Y ellos chillaron y me vitorearon, aplaudieron y rieron, y alguien gritó (siempre había alguien que lo hacía): «Espérame en Flynns con una pinta.»

Después todos los internos fueron a sus sesiones de terapia, y yo me quedé esperando a que vinieran a recogerme. Con los ojos llorosos, pero emocionada; llena de nostalgia, pero muy contenta.

Ansiosa por empezar mi nueva vida.

Había pasado casi dos meses en The Cloisters y había sobrevivido. Me sentía profundamente orgullosa de mí misma.

Llegaron mis padres, y cuando franqueamos la alta verja, me quité simbólicamente el sombrero y saludé con la cabeza en memoria del día de mi llegada. Aquel día estaba expectante y muerta de curiosidad, buscando famosos por todas partes. Parecían haber pasado mil años, o que aquello le hubiera sucedido a otra persona.

Y en cierto modo, así era.

Exceptuando mi breve excursión al dentista, llevaba dos meses sin ver el mundo exterior. Por lo tanto, durante el viaje de regreso estaba muy nerviosa, y no paraba de hacer comentarios en el asiento trasero.

«¡Oh, mirad, un buzón de correo!»

«¡Oh, mirad cómo lleva el pelo ese hombre!» «¡Oh, mirad, hay una bolsa de Kentucky Fried Chicken en ese portal!» «¡Oh, mirad, qué autobús tan gracioso!»

«¡Oh, mirad a esa mujer que compra el periódico!» «¡Oh, mirad a ese niño! ¡Tiene las orejas como el doctor Spock!»

Cuando llegamos a casa, sentí tanta emoción que casi levitaba. Casi me dio un ataque de histeria al ver la puerta principal, la puerta por la que yo podría entrar y salir cuando se me antojara. Y cuando vi mi dormitorio casi tuvieron que darme un tranquilizante. Mi propia habitación, donde no había nadie pintándose las uñas de los pies. Mi propia cama. ¡Un edredón de verdad! ¡Que no olía mal! ¡Y que no me producía picores!

Ya no tendría que levantarme de madrugada para freír setenta huevos. Si me apetecía, podría quedarme en la cama el día entero. Y me apetecía.

Entré en el cuarto de baño, que sólo tendría que compartir con cuatro personas más. Pasé la mano por encima del televisor y me alegré de poder ver todos los programas de telebasura que me diera la gana.

El aspirador estaba en el pasillo, y me detuve para reírme de él. Mi breve relación con su colega de The Cloisters había llegado a su fin, y ya no pensaba hacer más tareas domésticas. Seguramente no volvería a hacerlas jamás.

Abrí de par en par la puerta de la nevera y eché un vistazo a todas las cosas riquísimas que había dentro. Podría comer lo que quisiera. ¡Cualquier cosa! Aparte de las mousses de chocolate de Helen, donde mi hermana había enganchado una nota amenazadora. Abrí los armarios de la cocina, en busca de… de… de…

De pronto me sentí deprimida.

Muy deprimida. Bueno, ya estaba fuera.

Y ahora, ¿qué?

¿Qué podía hacer? No tenía amigos, me habían prohibido ir a los pubs, y de todos modos no tenía dinero… ¿Iba a ser el resto de mi vida una sucesión de domingos por la noche en casa, mirando Stars in their Eyes con mi madre? ¿Oyéndola quejarse porque tendría que haber ganado Marti Pellow, porque era muchísimo mejor que Johnny Cash?

Y ¿estaba condenada a ver cómo mi padre se levantaba cada noche a las nueve y media y anunciaba: «Bueno, voy a acercarme a Phelans a tomarme una pinta»? ¿Y a verme obligada a canturrear con mi madre o con quien fuera: «Phelans, Phelans nada más…»?

Aquel ritual duraba más de veinte años, pero yo lo olvidé la primera noche que pasé en mi casa, cuando mi padre y yo estábamos solos en el salón. Hubo un poco de tensión cuando él anunció su intención de ir al pub y yo no empecé a cantar.

- ¿Es que no cantan en Nueva York? -me preguntó mirándome con expresión dolida-. ¿Cantar no es lo bastante elegante para ellos?

Me refugié en la cocina.

- Dios mío -me lamenté a mi madre-. Esto es peor que The Cloisters. Hay más chiflados aquí que allí.

Pero mi madre me pidió que fuera comprensiva. Me confió que mi padre no era el mismo desde que terminó la representación de Oklahoma.

- Creo que se le subió a la cabeza -dijo-. Y ahora vuelve a ser un hombre cualquiera.

- Pero si sólo era un papel secundario.

- Pues le hacía sentirse importante -me explicó sabiamente.

- ¿Qué puedo hacer? -dije, quejumbrosa. Estaba aburrida y deprimida. Sólo llevaba un día en casa. Echaba de menos The Cloisters y me habría gustado estar allí.

- ¿Por qué no vas a una de esas reuniones raras? -sugirió mi madre.

Pensé en la lista de reuniones que me habían dado antes de salir del centro y me di cuenta de que no quería convertirme en una de esas personas que van a «reuniones raras». No tomaría drogas, pero lo haría a mi manera. Así que contesté con un ambiguo:

- Sí, iré. Un día de éstos.

En realidad lo que me apetecía hacer era llamar por teléfono a Chris, pero no tenía valor para hacerlo. Sin embargo, el domingo estaba tan desesperada que, para gran sorpresa mía, fui a misa. Aquello era el colmo. En cuanto llegué a casa, descolgué el auricular con manos temblorosas y llamé a Chris.

Me llevé un chasco, porque alguien (seguramente el señor Hutchinson) me dijo que Chris no estaba en casa. No dije quién era por si Chris no contestaba mi llamada. Y el lunes volví a pasar por aquel suplicio, pero esta vez Chris sí estaba en casa.

- ¡Rachel! -exclamó. Parecía muy contento de oírme-. Confiaba en que me llamaras. ¿Cómo va todo?

- ¡Muy bien! -respondí, muy animada. De pronto todo me parecía maravilloso.

- ¿Cuándo te soltaron?

- El viernes.

Deberías saberlo.

- ¿Has ido ya a alguna reunión? -me preguntó.

- Pues… no -contesté-. Es que he estado ocupada… -Sí, muy ocupada. Comiendo galletas y dando vueltas por la casa, compadeciéndome de mí misma.

- No dejes de ir, Rachel -me aconsejó Chris.

- No, no -me apresuré a decir-. Oye, ¿quieres que quedemos para vernos?

- Bueno, vale -dijo él. No parecía excesivamente entusiasmado.

- ¿Cuándo?

- Antes de salir de The Cloisters, ¿no te aconsejaron que no hicieras… esto… nada durante un año?

- Sí -contesté, temiendo que Chris creyera que me estaba insinuando-. Quedan prohibidas las relaciones con el sexo opuesto-. Y me viene de perlas -mentí-. ¿A ti también te dijeron lo mismo?

- Sí. Nada de relaciones, nada de alcohol, ¡ni siquiera loterías! Me sorprende que no me hayan prohibido respirar, por si me hago adicto al oxígeno. Reímos largo y tendido, y luego Chris dijo:

- ¿Te va bien el miércoles por la noche? ¿A las siete y media, en Stephen's Green?

- Genial.

Colgué el auricular, encantada de la vida.

Al fin y al cabo, no había ninguna ley que me prohibiera coquetear con él.