27

LOS ciudadanos de Moscú observaron el regimiento de soldados polvorientos que cruzaba el área de la Plaza Roja escoltando entre sus filas a un grupo de guerreros extrañamente vestidos. Un par de mujeres, una de ellas con un bebé envuelto en un pequeño lío de ropa, iba en un carro de heno. Las dos lo habían preferido por muy diversas razones. Una batería de cañón las seguía, y al final de la procesión se ubicaban las carretas, dos de ellas cargadas de hombres, algunos heridos.

Esta imagen saludó al príncipe Alexéi al bajar de su carruaje. Miró desconcertado al tomar nota de la mujer de oscura cabellera que iba en el carro, la misma que él había ordenado secuestrar de la casa de la condesa Andréievna, y si eso no fuera suficiente, su captor había sido atrapado y ahora cabalgaba, junto con sus secuaces, como un valiente, camino a recibir una medalla.

Alexéi sintió un frío golpe en el pecho que casi le detuvo la respiración. Esa misma mañana había estado en su recámara y había escuchado a Anna llorar de miedo porque había recibido una orden del zar para que fuera al palacio a hablar de lo que sabía acerca del intento de traición de Iván Voronski. Estaba segura de que, en cuestión de días, sería escoltada al Lobnoe Mesto, donde pagaría por el crimen de asociarse con un traidor, a no ser que afirmara con vehemencia que desconocía por completo las verdaderas intenciones de ese hombre.

Ahora, Alexéi estaba allí, viendo su vida pasar delante de él como el condenado a muerte la hora antes de recibir su castigo. El zar Mijaíl le había advertido, pero él no había prestado atención a sus palabras. Por el contrario, se había deleitado en disponer el secuestro de Sinnovea como un tonto lascivo a quien no le importara que le separaran la cabeza del cuerpo. ¡Era miedo, un miedo inconmensurable lo que le oprimía el pecho y le hacía saltar el corazón!

Una gran multitud estaba reunida en la plaza. Habían escuchado rumores del éxito de la tropa que ahora estaban viendo. El comandante Nekrasov se lo había informado al zar, que llevó el asunto a los delegados rusos, elzemski sobo. De los boyardos, se había esparcido a todos los lugares de la ciudad para admiración de la ciudadanía leal. Inmovilizar por completo una fuerza invasora, que se decía era al menos cinco veces más grande, y luego impedir el asesinato no sólo del buen patriarca, sino del mismo zar... Bueno, ¡era una hazaña digna de reconocimiento!

El príncipe Alexéi apretó los dientes, pues aborrecía la masa humana que lo rodeaba. Estar en medio de aquellos que querían saludar al coronel inglés y al bárbaro Ladislaus como héroes del día era la afrenta más humillante que había tenido que soportar. Por esa ofensa, quería que esos hombres se convirtieran en alimento para los cuervos, pues le habían robado aquello por lo cual había puesto su vida en peligro.

—¡Permiso! ¡Permiso!

El príncipe Alexéi miró en derredor asombrado al ver un oficial extranjero que lo empujó, apurado, para pasar. Echando una mirada furiosa por encima del hombro, el militar miró como si temiera que todos los guardias del reino infernal estuvieran detrás de él.

—¡Permiso! —repitió y estaba a punto de pasar al príncipe cuando una voz femenina que provenía de algún lugar detrás de él lo llamó.

—¡Eh, Edward! ¡Tengo que hablar contigo! ¡Espera!

Fuera de sí, el llamado Edward presionó hacia adelante arrastrando a Alexéi mientras trataba de seguir su camino a través de la masa de gente, como si tuviera alguna posibilidad de escapar de la mujer. En un murmullo para sí mismo, maldijo su falta de prudencia.

—¡Tonto! ¡Tonto! ¿No te advirtieron? ¡Pero, no, idiota! ¡Tenías que acostarte con la esposa del general! ¡En qué lío te has metido! ¡Toda tu carrera está arruinada!

La que lo saludó desde lejos se volvió más insistente.

—¡Edward Walsworth! —dijo con fuerte acento—. ¡No te escaparás por mucho tiempo si mando al general a buscarte!

Edward echó una maldición que hizo que Alexéi levantara una ceja, pues el insulto fue emitido muy cerca de su oído. Sin embargo, el hombre pareció de pronto convencido de la importancia de hablar con la mujer. Dando una media vuelta abrupta, abrió los brazos, y se aproximó a la mujer con una gran muestra de entusiasmo, como si en realidad le encantara verla.

—¡Aleta! ¡Qué hermosa estás, mi pequeña florecilla!

Las cejas de Alexéi se alzáron aun más cuando echó una mirada de reojo en dirección a la pareja, tratando de ver la fuente de angustias del oficial. Excepto por sus amplias faldas, la mujer permanecía oculta detrás del hombre que se le había acercado, pero su voz chillona no podía pasar desapercibida, lo que permitió al príncipe escuchar todo lo que decía.

—¡Qué hombre malvado! Si no te conociera bien, pensaría que estabas tratando de evitarme. ¡De verdad! ¡Debería decirle a Vincent que tú eres el que busca y no el coronel Rycroft! Si piensas que me voy a quedar callada sobre este asunto cuando no has hecho ningún esfuerzo por verme, ¡mandaré a los perros tras de ti y diré a todo el mundo que eres el padre de mi bebé! Todo es culpa tuya de todos modos. Te dije que tuvieras cuidado, ¡pero, no! ¡Tenías que ser tan inexperto como un escolar con su primera chica!

El teniente Edward Walsworth se encogió de hombros mientras trataba de calmarla.

—Pero, Aleta, ¿cómo puedes estar tan segura de que soy el responsable? Estabas viendo a un ruso al mismo tiempo, ¿no es cierto? Recuerdo vívidamente haberte oído decir que le habías gastado una broma a un príncipe diciéndole que eras la hija del general y una inocente virgen. ¿Quieres decirme que, con tus sutiles encantos, nunca llegasteis a la cama? —El tono de Edward sonaba bastante incrédulo.— Si la culpa no es del ruso, entonces tal vez sea de tu marido. Estoy seguro de que no lo arrojaste de tu cama.

—¡Maldito bribón! ¡No te saldrás de esta acusando a otro! Vincent se ha visto incapacitado por una enfermedad que lo afectó mucho y que le impide cumplir con sus obligaciones conyugales. Sin duda, la pescó entre todas esas mujerzuelas con las que le gusta mezclarse, aunque tuvo la audacia de tratar de echarme la culpa a mí.

Gestos de sorpresa surgieron al mismo tiempo tanto en Alexéi como en Edward al comprender la importancia de esa declaración. Alexéi miró, enloquecido, a su alrededor, en un ataque de pánico, mientras que Edward exigió con dureza:

—¡Maldición, mujer! ¡Se necesita mucha mala voluntad para llevar a un hombre a tu cama cuando hay una posibilidad de que estés manchada!

Aleta gritó de rabia.

—¿Qué? ¿Crees que yo también he estado enferma? Te diré la verdad, no he sufrido esa...

Edward estaba temblando de furia y se inclinó hacia adelante para gritar en la cara de la mujer .

—¡Por la forma en que buscas amantes, Aleta, no hay forma de determinar cuántos hombres has cazado en tu trampa!

Alexéi se ahogó de la repulsión mientras sentía que un nudo le crecía dentro de la garganta y, como un hombre que ha bebido demasiado, se debatió en una niebla hasta alcanzar los límites de la multitud y luego caminó sobre la nieve hasta su vehículo. Su rostro estaba demudado cuando se desplomó en el asiento. Se olvidó de la pareja que todavía seguía discutiendo; sólo comprendió la magnitud de su locura al confiar en las trampas de una mujer .

De algún modo, Alexéi llegó a su casa, y dando traspiés entró en la mansión, pidió que le subieran vodka y agua bien caliente a sus habitaciones. Los sirvientes se apresuraron a obedecer y pronto tuvieron listo el baño conforme a sus instrucciones. Alexéi observó al ayuda de cámara que esperaba para asistirlo con su aseo, pero decidió enviarlo fuera del cuarto y desvestirse solo.

Contuvo el aliento mientras se introducía en el agua. Casi fuera de sí, se frotó con vigor hasta que por poco hizo sangrar su piel por el abuso. Luego se apoyó contra la tina y bebió casi un tercio de la botella de la bebida embriagadora. Finalmente, se puso de pie, tambaleando, como si tuviera ampollas por fuera y por dentro. Se sentía acalorado, débil y ebrio. En busca de algún alivio para la agonía de sus emociones, alejó la botella y se dirigió tambaleando a la cama, donde se desplomó boca abajo. Mareado por el alcohol miró la habitación y comenzó a murmurar incoherencias sobre lo que recordaba haber visto en su niñez cuando su padre tomó un cuchillo y terminó con su vida.

La princesa Anna no regresó a su casa esa noche, y los sirvientes no se aventuraron a entrar en el cuarto del señor. A última hora del día siguiente casi se sintieron liberados al escuchar jinetes que se detenían delante de la mansión y, un momento después, un insistente golpeteo de puños en la puerta principal. Boris se apuró a abrir, y con asombro vio al coronel inglés y a tres de sus oficiales que entraban al vestíbulo sin muchas disculpas. Esta vez el inglés habló en ruso y pidió ver al señor de la casa de inmediato.

—¡Está arriba, señor! —La voz del sirviente, que hizo un gesto tembloroso indicando el piso superior se quebró.— No ha bajado desde ayer cuando ordenó que le preparáramos el baño. No estaba con buen ánimo, señor, y tuvimos miedo de molestarlo.

—¡Yo lo molestaré! —gruñó Tyrone por encima del hombro, mientras trepaba por las escaleras, guiando a sus hombres que lo seguían a poca distancia.

Boris iba detrás de ellos, pidiéndole a los oficiales que tuvieran cuidado de no poner en peligro sus vidas.

—El príncipe Alexéi puede estar indispuesto... con una mujer... y se enfadará mucho si nos entrometemos. No es la primera vez que se encierra, pero en general, nos pide que le subamos comida para él y sus acompañantes.

El labio de Tyrone se curvó en una mueca mientras echaba una mirada de disgusto por encima del hombro. .

—Parece que han consentido a esa bastardo demasiado tiempo, amigo. Hoy obtendrá otro tipo de recompensa, ¡la que se merece! El zar me ha autorizado a que escolte a su señor a la cárcel y he venido a hacerlo sin más demora.

El coronel hizo una breve pausa ante la puerta que indicó el sirviente, tomó el pomo y abrió con un sólido empujón de su hombro. El enfado que sentía lo impulsó hacia adentro, y ya estaba casi en medio de la habitación cuando se detuvo de golpe y observó, por un momento, la cama, asqueado por lo que veía. Hacía muchos años que era un hombre de lucha, pero en todo ese tiempo nunca había visto algo que le diera náuseas. Era algo espantoso cuando un hombre se volvía tan demente que laceraba su propio cuerpo con tanta crueldad antes de tener el suficiente coraje como para terminar con su vida.

Tyrone giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta donde estaban sus hombres. La mueca de repugnancia que le torcía los labios les dio la pauta de que lo que acababa de ver no era demasiado agradable. Boris trató de adivinar en su rostro, y hubiera ido a observar lo que el coronel acababa de ver, pero Tyrone lo detuvo con una mano y sacudió la cabeza conteniendo al criado.

—Mis hombres y yo envolveremos al príncipe en la ropa de cama y lo bajaremos. Debe ser mantenido en un lugar frío, al menos hasta que sea enterrado.

Sinnovea estaba de pie junto a las ventanas de la mansión Andréievna con los ojos en el camino, esperando ver si Tyrone y sus hombres pasaban con el prisionero. Quería estar segura de que su marido estuviera bien y que no hubiera resultado herido de algún modo en su enfrentamiento con el malvado príncipe. Casi sonrió de alivio cuando vio que Tyrone regresaba solo, pero luego dudó y la asaltó la incertidumbre de lo que hubiera pasado. La idea de que Alexéi todavía estuviera suelto y sin control la llenaba de miedo, como si acabara de despertarse de una pesadilla horrible y no estuviera segura de si lo que había soñado era real o no y por eso pudiera lastimarla. Esperaba no volver a ser arrojada al cavernoso pozo del horror infernal según el cual Alexéi siguiera persiguiéndolos aun cuando hubiera buscado refugio lejos de Moscú.

—Está lejos ahora —murmuró Sinnovea para sí, en un esfuerzo por tranquilizarse—. No se atrevería a volver. Probablemente está tratando de encontrar un lugar donde esconderse del zar y de todos sus hombres.

Sinnovea suspiró para aquietar sus agitados pensamientos mientras Tyrone giraba su caballo hacia el sendero estrecho que llevaba a los establos en el fondo de la casa. Era tonto permanecer en semejante estado de pánico, se reprendió, cuando no tenía la más mínima idea de lo que había ocurrido en realidad. Estaba feliz de estar en casa, y eso era un hecho que Alexéi no podía arrebatarle. Después de una noche de gratificante placer con su marido, se sentía como si estuviera flotando en una nube.

Sinnovea frunció el entrecejo e inclinó la cabeza, preocupada, tratando de escuchar, pues se preguntaba qué retenía a Tyrone en el establo. Natasha había acompañado a Ali, Danika y Sofía a una feria, dejando la mayor parte de la casa sólo para ellos, excepto por los sirvientes que habían sido instruidos para satisfacer cada uno de sus deseos, en la medida de lo posible, sin ser vistos.

—¿Sinnovea...?

La voz provenía de las profundidades de la casa; parecía estar lejos, muy lejos, como si saliera del fondo de un largo túnel. ¿De dónde venía?, se preguntó.

—¿Sí...? —respondió.

—Ven, mi amor, te necesito.

—¿Tyrone? ¿Eres tú? —preguntó mientras sus pies la llevaban de la habitación a las escaleras. El requerimiento había sido pronunciado en inglés, pero la voz estaba como apagada—. ¿Cómo entraste en la casa?

—¿Vienes, mi amor?

—¡Sí, sí, ya voy! ¿Dónde estás? Apenas puedo escucharte. Por favor, dime, ¿pasa algo? Pareces extraño.

—¡Apúrate!

Su corazón dio un salto. ¿Qué pasaba? ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba?

—¡Me estoy apurando, mi amor! ¡Espérame!

—¡Te estoy esperando, pero debes apurarte..!

Sus pies estaban volando ahora. Era una mera mancha borrosa que bajaba y bajaba por las escaleras, hasta las entrañas de la mansión. Con el aire atravesado en la garganta cruzó la puerta, sin saber qué podía encontrarse, hasta que se detuvo... y miró azorada.

Desde el centro de la piscina, Tyrone le sonreía, haciendo a un lado un largo instrumento que Natasha a veces usaba para llamar a los sirvientes. Levantó una mano para saludarla.

—Ven conmigo, señora. Me siento muy bien esta noche y pienso que debemos considerar satisfacer tu requerimiento,

—¿Qué requerimiento es ese, esposo mío? —preguntó Sinnovea mientras desataba los lazos de seda que sujetaban el sarafan que tenía puesto.

—He decidido, señora, que debemos considerar seriamente la posibilidad de involucrarnos más...

—¿De verdad, señor? —sus labios se curvaron en una sonrisa mientras se quitaba el sarafan de seda por los hombros y la ayudaba a caer al suelo. Hizo una pausa para sacarse la camisa que llevaba debajo y luego preguntó con inocencia:

—¿Cómo podemos involucrarnos más de lo que ya estamos?

Tyrone consideró la pregunta un breve instante.

—Me impresionó mucho la fascinación de Ladislaus con su hijo y tuve la idea de que podemos probar nuestro amor ofreciéndole lo mismo al mundo.

—Apenas lo conozco, señor —bromeó, desatándose el cabello.

—Entonces ven y conóceme mejor. Tienes mucho que aprender y estoy ansioso por mostrar los deleites de la vida matrimonial.

—Eso me suena a una invitación bastante tentadora, señor.

—Es mi más honesta invitación, te lo aseguro, pues nunca he estado más deseoso de algo en toda mi vida.

—¿Deseoso de enseñarme? ¿O deseoso de que hagamos juntos un bebé?

—De las dos cosas, señora. Ven a mis brazos y te demostraré cuán sincero soy.

Sinnovea colocó las medias sobre un banco y descendió a la piscina.

Nadó hasta donde la esperaba su marido con los brazos abiertos. Tyrone la levantó y la envolvió en su abrazo mientras la observaba con sus cálidos ojos azules.

—Es mucho mejor ahora que al principio, mi amor —susurró con una sonrisa—. Porque ahora no tengo que estar preocupado por perderte. Nuestros miedos han terminado gracias a la prudencia de un hombre que cambió de vida y la decisión de otro de ponerle fin a la suya. —La besó en los labios que se abrieron, por la sorpresa, y luego continuó con una voz apagada, disfrutando de la sensación de su cuerpo mojado contra el de él.— Sí, señora, no tenemos que temer nunca más al príncipe Alexéi o que Ladislaus se separe de Aliona o de su hijo. Ahora que le han otorgado el perdón y una promesa de un salario de parte del zar para que patrulle las fronteras y las mantenga a salvo, es dudoso que lo volvamos a ver. Hasta Anna ha sido separada de sus posesiones y los privilegios que podría haber tenido en el futuro por ser la prima del zar. Se le ha ordenado que regrese a la casa de sus padres, donde será colocada bajo su tutela y supervisión. Se dejará a la total discreción de sus mayores lo que ocurra con ella, pues cualquier perturbación que cause en su casa será sometida a revisión del zar, que podría cambiar las condiciones de este acuerdo. Es el castigo por no haber tenido la inteligencia para discernir en qué andaba Iván, pues muchos boyardos dijeron que debió de haber sido obvio para ella, considerando la devoción que sentía por ese hombre.

—Es asombroso cómo se han solucionado las cosas —dijo Sinnovea entre los labios de su esposo—. La única incertidumbre que nos queda es comprobar si Ladislaus se mantiene fiel a su palabra o no. Odio pensar en que tengas que ir a buscarlo de nuevo. En realidad, mi señor, odio la idea de que tengas que irte.

—Tal vez tenga que irme mucho menos ahora. El zar ha exigido la inmediata partida del general Vanderhout y su esposa de Rusia y me ha pedido que sea el comandante de las divisiones guiadas por extranjeros en reemplazo de Vanderhout, lo que significa, mi amor, una promoción a general de brigada.

Tyrone se echó a reír cuando Sinnovea dio un grito de júbilo y le lanzó los brazos alrededor del cuello. La sostuvo cerca de su cuerpo y suspiró lamentando todos los años que faltaban para que pudiera disfrutar del lujo de esos baños en Inglaterra. Tendría que hacer algo al respecto.