20

EL sol había trepado por encima de las copas de los árboles y comenzaba a esparcer su resplandor sobre la ciudad cuando Tyrone logró salir de la profundidad de sus sueños extasiados, para llegar lentamente a una vaga conciencia de que no se trataba de otra fantasía erótica en la que estaba inmerso. ¡Era cálida, real, y estaba viva! Cuando la realidad plena penetró en su estupor, abrió los ojos, esperando en parte que Sinnovea estuviera despierta y se burlara de él. Ella estaba allí, por supuesto, recostada contra él, con la cabeza en la misma almohada que le brindaba comodidad. Podía sentir en su hombro la presión delicada de su mejilla y la suave caricia de su cálido aliento.

Había colocado un brazo a través de su pecho y, debajo de él, sus senos apenas cubiertos lo rozaban con su deliciosa suavidad, reviviendo los mismos sueños que acababa de tener. Un muslo delgado descansaba íntimamente sobre su ingle y, como si eso solo no fuera suficiente para minar por completo su forzado control, podía sentir la tentadora calidez femenina reposando contra su propio muslo.

Aprisionado en el colchón por esos miembros bien formados, Tyrone se sentía corno si hubiera sido atado con lazos de seda a un instrumento de tortura en el cual se le castigaba sin piedad por sus crecientes deseos. La suave desnudez de su mujer imponía a su tortura un nivel intolerable, pero lo que era aún más perturbador para su sentido de la justicia era su incapacidad para prever alguna mejora en su estado hasta que se rindiera al creciente impulso de traspasar los últimos restos de su virginidad y reclamar sus derechos de esposo.

Por decreto del zar y por el juramento que había pronunciado ante un sacerdote, se había comprometido a ser el esposo de Sinnovea, y a pesar de sus estúpidas declaraciones al soberano, estaba ansioso por llevar a cabo lo que había asegurado que nunca haría. En realidad, ese momento le parecía el más apto para cumplir con la excitación de sus deberes conyugales. Con sólo cambiar la postura un poco aquí y allí podía penetrar el vulnerable matraz de su feminidad y saciar su deseo con el dulce néctar de la pasión compartida.

Situado en una posición privilegiada que nunca antes había disfrutado, Tyrone estudió a su mujer a voluntad. No vio ninguna evidencia de la zorra ladina que había imaginado hostigándolo con arrogancia. En cambio, observaba a una inocente doncella que dormía, a la que ni siquiera el corazón más estoico podría resistirse. Al contemplarla a la luz que le permitía definir los detalles de su inspección, se encontró maravillado por la belleza poco común de su esposa. Tenía un esplendor fresco y natural, con rasgos definidos pero delicados. Los rizos negros que enmarcaban la perfección de su rostro oval condujeron su mirada al lugar donde un mechón brillante formaba una espiral sobre la oreja. Debajo de las elegantes cejas, las espesas y largas pestañas permanecían en una quietud estigia sobre las mejillas, donde, en contraste, aparecía un tono rosado, testimonio de una vida palpitante. Sus suaves labios estaban separados en actitud seductora, tentando a los besos apasionados de un amante. Si no se hubiera controlado con toda su autodisciplina militar, Tyrone sabía que los habría probado en ese mismo momento.

La fragancia que emanaba de ella le trajo a la mente el gusto delicioso de su piel y el dulce rocío de sus suaves pechos. No había necesidad de extenuar la imaginación para concebir el éxtasis que sabía que le esperaría si permitía que su cuerpo se fundiera con el de ella. El problema que tenía que enfrentar era tratar de ignorar esas tentadoras promesas de delicias cuando estaban tan cerca el uno del otro.

Era evidente por la forma en que Sinnovea se había pegado a él que durante el sueño se había sentido atraída por su calor, pues la sábana y las mantas habían caído al suelo, dejándola sólo con el camisón de encaje para que la abrigara del frío que invadía la habitación; pero la prenda se había subido y permitía admirar la desnudez de la curva de la cadera y del fino muslo. Una vista tan provocativa era sumamente perturbadora para un hombre que había decidido soportar los rigores de la abstinencia, en lugar de saciar su lujuria con las mujeres de la calle o con ciertas esposas cuyos maridos se habían aventurado a ir a Rusia igual que él. Una coqueta en particular habría tratado deliberadamente de quebrar su continencia, y aunque el general Vanderhout, de cuarenta y ocho años, no conocía las inclinaciones de su joven esposa, casi todos los oficiales bajo su mando sabían que Aleta Vanderhout tenía un insaciable apetito de apuestos amantes. Tyrone había desalentado gran cantidad de sus impetuosos avances con la excusa de que tenía otros compromisos, lo cual no era del todo falso, pues incluso cuando no estaba de servicio, dedicaba la mayor parte del tiempo a tratar de pensar formas de llevarse a Sinnovea a la cama. Pero ahora que estaba allí como su esposa, literalmente en sus brazos, se veía forzado a considerar si sus airadas propuestas de pretendiente defraudado eran razonables y justificables. Tal vez si reflexionaba sobre sus verdaderas razones para sentir resentimiento hacia ella se diera cuenta de que su indignación no era más que una delgada fachada para ocultar un corazón y un orgullo heridos, y que ambos eran muy susceptibles de ser consolados por la misma que había causado la herida. Cuando sus ojos acariciaban semejante belleza, le resultaba difícil recordar que lo había engañado.

De pronto se le ocurrió que Sinnovea era el tesoro que había tratado de conseguir con tanto esfuerzo y, sin embargo, sin su plan quizá nunca la habría obtenido. En lugar de albergar resentimiento por su decepción, tal vez debiera apreciar el hecho de que la joven hubiera poseído la suficiente inteligencia y fortaleza como para frustrar los intentos de sus tutores de casarla con Vladímir. Si se hubiera visto forzada a casarse con el anciano, sabía que no habría aceptado esa pérdida sin luchar. Si consideraba este hecho, ¿no podía abandonar su papel de novio ofendido para disfrutar de la buena fortuna de poder llamarla su mujer?

Sabía demasiado bien que, bajo su regia apariencia externa, Sinnovea era todo lo que un hombre podía esperar de una mujer: hermosa, apasionada, ingeniosa y encantadora. Ciertamente, resultaba difícil siquiera imaginar a un hombre que se aburriera con una esposa así, aun cuando llegara a ser tan anciano como Vladímir y tuviera con ella tantos hijos como él. Por eso, le parecía bastante estúpido seguir negándose a la generosa cosecha de su suerte inesperada e ignorar su unión mientras trataba de discernir la severidad de los crímenes de su esposa. Era obvio que cualquiera fuera el castigo que imaginara para ella, él recibiría la peor parte.

Aunque se resistía a abandonar ese dulce tormento, Tyrone comprendió que cada vez le resultaría más difícil controlarse mientras sus pensamientos demostraran la cuantía de desagradables consecuencias de su predecible fracaso, debiendo admitir su falta de disposición para cumplir con sus propias limitaciones. Se liberó con cuidado de la cárcel de sus miembros de satén, se deslizó de la cama, se puso de pie, pero de inmediato se dio cuenta de su falta de precaución. Un dolor repentino explotó en su cabeza haciéndole preguntarse si había estado preso en las garras de algún demonio. Se llevó las dos manos a las sienes que latían y sostuvo la cabeza con cuidado hasta que la angustia disminuyó a un nivel más tolerable. Luego se dirigió trastabillando al vestidor, y se mojó con agua fría la cabeza y los hombros. Se cubrió las largas piernas con un pantalón y, como tenía el día libre, escogió para vestirse ropa de calle. Volvió a la cama, donde permitió otra mirada de admiración antes de recoger la sábana y las mantas del suelo y tapar con ellas a su esposa, que todavía dormía.

Tyrone abandonó la habitación y bajó a la planta inferior donde pidió indicaciones a un sirviente que pasaba. Tuvo suerte de encontrar uno a quien la condesa Eleanora Zenkovna le había enseñado inglés. Mientras lo guiaba en el camino hacia la sala de baños, el criado pareció muy dispuesto a practicar su dominio de la lengua.

—¡Su novia estuvo aquí cuando era muy pequeña! ¡Era hermosa! ¡Y madre también! Aunque niños siempre andaban detrás de condesa Sinnovea, ella no prestaba atención. Estaba más interesada en estudios y en viajar con familia. Gustaba hacer lo que quería.

—Nada ha cambiado —comentó Tyrone con sequedad, provocando la risa del sirviente.

—Se parece a condesa Andréievna, yo creo. Las dos pueden hacer que cabeza hombre salga volando. Al menos, mi señor, no se aburrirá mientras viva.

—¡Eso es lo que más me preocupa! ¡Cuánto tiempo voy a vivir casado con esta mujer!

Los rumores del enfrentamiento del coronel con el príncipe Vladímir y sus hijos se habían extendido por la mansión poco después de la recepción inicial; por eso el anciano no se había sorprendido demasiado por el comentario de su señor.

—Hasta unos pocos años parecerán paraíso, señor —le aseguró al inglés con un brillo en los ojos. Luego le abrió la puerta—. Es aquí, coronel. Disfrute de baño.

Tyrone se deslizó por la puerta y encontró que muchos de sus amigos ya estaban allí, pues se habían quedado a pasar la noche. Se le habían adelantado al menos por una hora y ahora lo recibían con bromas pesadas porque se había levantado tan tarde, como si hubiera descubierto mejores diversiones con las cuales matar el tiempo. Tyrone fingió un gesto de dolor frente a sus risas estridentes, pero ante la mueca sólo se rieron aún más.

Grigori se adelantó con una toalla alrededor de las caderas y le cedió una pequeña botellita de vodka a su comandante.

—Esto ayudará a calmar tu suplicio hasta cierto punto.

—O me llevará a la tumba —replicó Tyrone.

Bebió un trago con un temblor de repulsión y se prometió que a partir de ese momento limitaría el consumo de la bebida. Decir que el brebaje era mortífero era, según su criterio, demasiado benévolo.

—¿Qué ha sucedido? —El teniente Walsworth hizo un gesto hacia los vendajes que le cubrían el torso y el brazo—. ¿Qué te ha hecho tu dama? ¿Se prendió a tu espalda o trató de mantenerte lejos?

Tyrone hizo un gesto desdeñoso ante las especulaciones del oficial.

—Ahórrate tus bromas, Edward, hasta que esté mejor y pueda tratar los insultos, o tendré que buscar venganza.

—Han planeado otro día de celebraciones —informó Grigori a su comandante tratando de superponerse a las risotadas de Walsworth. Hizo un gesto con los hombros al ver la mirada dubitativa de Tyrone—. Aquí en Rusia es común sacar lo mejor de cada ocasión. Nos salva del tedio de los largos inviernos. Y, por supuesto, nuestro vodka afrutado parece aligerar los espíritus aun antes de que empecemos la fiesta.

—Trata de mantenerte lúcido, amigo mío —le advirtió Tyrone—. Mañana debemos regresar a nuestras obligaciones. Grigori lo siguió a una esquina apartada de la sala de baños, donde un sirviente llenaba una enorme bañera.

—Parece como si tuvieras algo en mente.

Tyrone echó una mirada hacia el criado y, por precaución, demoró la respuesta hasta que se hubo retirado.

—En cuanto sea posible voy a intentar atacar a Ladislaus en su terreno y espero poder capturarlo junto con los líderes de su banda. Mañana pienso enseñar algunas nuevas tácticas a los hombres como anticipo de esta maniobra.

—¿Piensas dejar a tu esposa tan pronto? —le preguntó Grigori asombrado.

Sabía mejor que nadie con qué ardor su comandante había tratado de conseguir a la joven y estaba sorprendido de que considerara dejarla en un futuro cercano.

—No puedo dejar que mi vida personal interfiera en mis responsabilidades —acotó Tyrone tranquilamente—. El zar sería el primero en reprenderme si permitiera que mi comodidad me apartara de mis obligaciones. Sin embargo, pasará algún tiempo antes de que mi espalda se recupere, y su majestad ya me ha informado de que le gustaría que organizáramos un desfile para unos diplomáticos extranjeros dentro de poco. Entre la tarea de prepararnos para eso y la campaña, estaremos muy ocupados.

—Tu esposa es muy hermosa, y no te has tomado tiempo libre desde que llegaste. Pensé que, bajo esas circunstancias, te quedarías en la ciudad y entrenarías a las tropas aquí.

—El invierno se aproxima y, si me retraso hasta la primavera, quizá nunca pueda dar con Ladislaus. Tendremos que planear nuestra estrategia y adiestrar a los hombres.

Quiero que todos nosotros tengamos plena confianza en nuestra capacidad para capturar a Ladislaus y su banda. No podemos dejar nada al azar.

—Si tan ansioso estás por eso, deberíamos enviar a un explorador a rastrear el campamento de Ladislaus.

—Ya he pensado en eso. Es probable que la elección recaiga en Avar. No siente la menor estima por el bandido después de que raptara a su hermana el año pasado.

—¿Cómo dio con ellos el príncipe Taraslov?

—Ladislaus había estado propagando el rumor por la ciudad y el campo de que estaba buscándome. No es difícil adivinar que el príncipe Taraslov respondió a la llamada cuando descubrió la necesidad de apartarme del camino. Cualquiera que fuera su conexión, mi impresión es que no eran buenos amigos.

—Considerando el trato que te dispensaron, fue una suerte que lady Sinnovea enviara a su criada al castillo para avisar al comandante Nekrasov a fin de que acudiera en tu rescate.

Tyrone quedó sorprendido. No podía recordar el momento en que Sinnovea encontró una oportunidad para enviar a Ali con esa orden, al menos no ocurrió mientras estuvo consciente.

—¿Cuándo sucedió eso?

—El comandante Nekrasov me contó que Ali fue la que llevó el mensaje de que tenías problemas. Parece que la mujer estaba en la casa de los Taraslov cuando tus captores te llevaron al establo.

Tyrone sacudió la cabeza, todavía un poco confundido por la revelación del capitán.

—Entonces debo expresarle mi más sincera gratitud a Ali. Hasta ahora, no sabía cómo me había librado de mis tormentos, excepto que el comandante Nekrasov y el zar Mijaíl se presentaron allí cuando más los necesitaba.

—Ali dijo al comandante que su señora la había enviado para buscarlo porque estabas en grave peligro. —Grigori pasó una mano por la barba que cubría su mentón mientras levantaba una ceja intrigado—. Pero ¿cómo podía lady Sinnovea estar en casa de los Taraslov cuando se suponía que estaba enferma en su cama? Al menos, eso era lo que habían hecho creer al príncipe Zherkof.

Grigori esperó a que el coronel respondiera, aunque de pronto el otro parecía mucho más interesado en desatar el nudo que ligaba el vendaje que tenía en el pecho. Las cejas de Tyrone se elevaron sin comprometerse en la respuesta.

—Tal vez no estuviera en su habitación como pensaba el príncipe Zherkof. Tal vez estuviera con Ali en casa de los Taraslov.

Grigori bajó la voz por precaución mientras comprender en parte lo que había sucedido. —La condesa estaba contigo, ¿no es cierto?

Tyrone frunció el entrecejo mientras sujetaba el vendaje con las dos manos y doblaba las dos tiras.

—Aunque así fuera, Grigori, ¿crees que te lo diría?

—Hagas lo que hagas, amigo, tu respuesta no saldrá de nosotros dos. Tú lo sabes.

Tyrone no estaba dispuesto a avergonzar de ningún modo a Sinnovea, a pesar de que ella no había tenido la más mínima consideración con sus emociones.

—¿Me vanagloriaría de un hecho así? La dama es mi esposa.

—El zar Mijaíl estaba muy ansioso y quería que los votos se pronunciaran cuanto antes —le recordó Grigori con una sonrisa—. ¿Qué sucedió en realidad?

Tyrone fingió cierta exasperación.

—Dudo mucho que alguna vez te asciendan a comandante si no aprendes a guardarte tus preguntas.

Grigori se echó a reír y esgrimió algunas de sus conjeturas.

—Ahora, amigo mío, sé que no eres un mentiroso, por eso supongo que el príncipe Taraslov y Ladislaus te sorprendieron y ordenaron darte los latigazos en tu espalda. Y si Ali fue a buscar al comandante Nekrasov, entonces me inclino a creer que lady Sinnovea fue llevada a la mansión de los Taraslov junto contigo. Si te viste obligado a casarte, puedo entender mejor por qué estabas tan enfadado con ella ayer por la mañana.

—¿Quién ha dicho que estaba enfadado con ella? —Tyrone estaba sorprendido de que el capitán hubiera evaluado con tanta precisión sus sentimientos.

—Todo encaja —reflexionó Grigori en voz alta, ignorando la pregunta del coronel. Pensativo, volvió a pasar la mano por su mentón barbado y sonrió a su amigo—. Es obvio que te atraparon con la muchacha y su guardián, el príncipe Alexéi, te obligó a pagar tus culpas...

—¡Al diablo! ¡Él la quería para sí!

—Entonces te azotaron por haberle quitado la dama. —Los ojos de Grigori danzaron divertidos—. Todo este tiempo has estado nervioso y ansioso por llevártela a la cama. No pudiste esperar a que el zar te la concediera. Ahora has tenido que pagar por tu error y estás enfadado con ella...

—¡Vete al infierno! —rugió Tyrone, sintiendo el punzón de la verdad en las conclusiones del capitán—. ¿Crees que puedes leerme el pensamiento? ¿Qué te hace pensar que estoy enfadado con ella?

—Te conozco, amigo. —Grigori levantó sus anchos hombros con indolencia—. Si no lo estuvieras dejarías de lado este débil pretexto...

—¡Vamos! ¿Así que ahora pongo pretextos?

—Si las cosas marcharan bien entre los dos, no te importaría que todo el ejército de Rusia viniera a esta casa a buscarte. Todavía estarías haciéndole el amor en tu cuarto y no bajarías hasta que hubieras agotado tu deseo.

Tyrone miró al hombre más joven que parecía conocerlo mejor de lo que él mismo se conocía. No podía discutir ese punto porque eso era lo que habría hecho.

—Y además, no estarás satisfecho hasta que no hagas las paces con ella y acabes con el malestar que se ha interpuesto entre los dos. Si la amas, como yo pienso, te apresurarás a aclarar la situación.

En una muestra de irritación el coronel arrojó los vendajes a un costado.

—No es tan sencillo, Grigori. ¡No significo nada para ella!

—Permíteme desconfiar de la verdad de ese juicio —argumentó el hombre más joven—. Lady Sinnovea parece quererte bastante.

Tyrone se echó a reír escéptico.

—Una actriz de gran talento. Aplaudo su habilidad.

—¡Por favor, amigo mío, no la insultes! ¡Es absurdo pensar que no le interesas!

—¿Cómo puedes pensar que conoces la mente de esa muchacha cuando a mí me sorprende a cada paso? —le preguntó Tyrone, irritado—. No tengo ni idea de lo que está pensando, ¡aunque hasta hace poco imaginaba estúpidamente que sí!

—¡Coronel! ¿Nuestra amistad no significa nada para ti? ¿No me consideras un compatriota leal? ¿Un tovarish? ¿No te he probado mi valor como tal? ¿No te advertí acaso que el comandante Nekrasov había seguido tus pasos y, pisándote los talones, había recurrido al zar para presentarle su caso? Querías desafiar al hombre allí mismo por el derecho de pedir la mano de la condesa y yo te aconsejé que esperases. ¿No puedes darte cuenta de que cualquier otra persona está más capacitada que tú para ver la verdad en este asunto? Estás demasiado cerca para ver con claridad. Buscas ansioso las respuestas y emites juicios apresurados. Dale a tu esposa la oportunidad de demostrarte su amor.

Tyrone suspiró cansado.

—Tendrá mucho tiempo para demostrarme sus sentimientos mientras estemos aquí. No puedo hacer que se anule el matrimonio mientras tenga al zar Mijaíl respirándome en el cuello para ver si acato su edicto.

—Tu trabajo aquí en Rusia no sería muy eficaz si te permitieran hacer tal cosa —señaló Grigori, enfadándose con su amigo por haber siquiera contemplado semejante posibilidad—. Nosotros los rusos nos ofendemos cuando alguna de nuestras boyardas es marginada o avergonzada por un extranjero. Alexandre Zenkov fue un diplomático muy respetado en el país. Te sugiero como amigo que des un trato adecuado a su hija.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué crees que voy a hacerle? ¿Golpearla? —Tyrone no podía creer lo que escuchaba—. ¡Sinnovea es mi esposa! Aunque no fuera por otra razón, ¡merece mi protección y mi cuidado! —Indignado por las advertencias de Grigori, se quitó los pantalones y entró en la tina. Mientras acomodaba su largo cuerpo en el baño de vapor contuvo el aliento cuando el agua caliente le recordó la delicada condición de su espalda y la zona que Sinnovea había curado la noche anterior. Con el peso de la mirada perpleja del capitán levantó una ceja—. ¿Hay algo más que quieras discutir conmigo?

Pensativo, Grigori se sentó en un banco cercano.

—Has logrado preocuparme más que cualquier otro hombre que haya conocido, amigo mío. Hablas de distanciarte de tu esposa, y al instante declaras con vehemencia que es tuya y que debes encargarte de cuidarla. Cuando llegaste al país, parecías dispuesto a no involucrarte con ninguna mujer, como si las odiaras a todas. Durante ese tiempo, nunca vi a un soldado que peleara con tanta fiereza como tú. Aunque te mantuviste dentro de los códigos del honor, cuando recibiste instrucciones de vengarte del enemigo, lo hiciste con tal determinación que nadie pudo ofrecer resistencia por mucho tiempo. Parecías no tener en cuenta el peligro en que te sumía tu valor, como si en realidad no te importara que te mataran...

—¡Por supuesto que me importaba!

Grigori no dejó de hablar a pesar de la interrupción. —De algún modo, supongo que sí, pero siempre me preocupó que no prestaras atención a los riesgos. En realidad, si percibías que una tarea era demasiado arriesgada para alguno de nosotros, eras tú quien la ejecutaba...

—Habría algo que extraer de la experiencia, ¿o acaso no te has dado cuenta, todavía? —replicó Tyrone—. Tengo más conocimientos de lo que es el combate que cualquiera en mi regimiento, y me he enfrentado a la muerte en muchas ocasiones. Si mi capacidad no hubiera sido probada en verdaderos enfrentamientos armados, no estaría aquí ahora haciendo aquello por lo que me pagan... o sea, enseñándoos a vosotros.

—Sólo me preguntaba si pensarías más en los peligros de la guerra si estuvieras contento con tu vida...

—Piensas demasiado, tovarish —murmuró Tyrone mientras se enjabonaba la cara—. Y aunque entiendo que estás tratando de encontrar una lógica a todo esto, no puedo garantizarte que me comportaré de un modo diferente a partir de ahora. Si Dios quiere, cumpliré con mis obligaciones y viviré para contarlo.

—Es una oración que elevaré por los dos, amigo mío, que tengamos una larga vida y buena fortuna. También suplicaré que tengas en cuenta la brevedad de nuestra existencia aun sin la amenaza de guerra y te des prisa en restablecer la concordia con tu esposa.

Tyrone se enjuagó el jabón y miró al hombre que le sonreía y lo saludaba antes de alejarse. Apoyó la espalda en la tina mientras rumiaba las palabras de Grigori. Aunque lo habían molestado, no podía dejar de lado el hecho de que habían sido pronunciadas sin hipocresía y con buena intención. Sus cejas se unieron en un gesto pensativo cuando recordó algunos de sus últimos movimientos contra sus enemigos, entre ellos su ataque a la banda de Ladislaus. Con una mirada retrospectiva, tenía que admitir que sus acciones habían sido bastante osadas, hasta temerarias, y, tal vez no hubiera mostrado en ellas demasiado apego por su vida; pero en cada ocasión recordaba la necesidad de una profunda demostración de fuerza. Si hubiera actuado de otro modo, habrían sufrido muchos inocentes v Sinnovea habría pertenecido a Ladislaus en lugar de a él, una situación que habría detestado a pesar de la discordia que en el presente existía entre ellos.

Bien vestido y acicalado, Tyrone fue acompañado poco después a su cámara nupcial por los mismos hombres que lo habían llevado en hombros la noche anterior. Cuando sus compañeros llamaron a la puerta, los sonidos que llegaron desde el interior recordaban los de los gansos que se reunían junto a una laguna. Tras un breve espacio de tiempo, la puerta se abrió un poco permitiendo que una joven doncella espiara por la estrecha abertura.

—Un momento, por favor... señores. —La petición fue reforzada por risitas e interrupciones—. Lady Sinnovea no... ha terminado... de vestirse...

—Pídale que se acerque, así podremos ver —ordenó Walsworth con una risotada.

—Vamos, muchacha —rogó Tyrone con la mejor de sus sonrisas—. ¿También mantendréis alejado al esposo que viene a ver a su mujer? Hazte a un lado y déjame entrar.

La voz apagada de Sinnovea se escuchó desde el cuarto indicándole a la boyarda que se apartara. En pronta respuesta, las puertas se abrieron de par en par para permitir el paso de los hombres, que entraron en medio de las risas de las elegantes damas y un par de criadas que se esforzaban por llevar la tina hacia el vestidor. Mientras los hombres habían hecho uso de la sala de baños que se encontraba en la planta baja, una tina bañada en cobre había servido para satisfacer las necesidades de Sinnovea. La joven condesa se había aseado y perfumado en privado antes de que ella y Ali recibieran la compañía de las sonrientes doncellas y las curiosas matronas que estiraban el cuello en un esfuerzo por evaluar la condición de la cama y sus sábanas. Ali todavía estaba arreglando el borde inferior del sarafan de su señora cuando los hombres atravesaron el umbral con rapidez. Sinnovea se ocultó a sus miradas ávidas mientras trataba de anudar los lazos de seda que cerraban su vestido, frustrando los esfuerzos de Zelda por cubrir la cascada suelta de cabello con un velo. En un instante la joven boyarda trastabilló de sorpresa cuando Tyrone se detuvo al lado de ella y apartó la tela de la cabeza de su esposa.

—Si no le importa, princesa, prefiero ver el cabello de mi esposa sin trenzas ni velos —declaró con una sonrisa abrumadora, pero la mirada horrorizada de Zelda le advirtió de inmediato que su preferencia no estaba de acuerdo con la tradición. Su sonrisa se volvió dubitativa—. Por lo visto, sí le importa.

Con sus ojos verdes bailando de deleite, Sinnovea lo miró por encima del hombro, complacida de que él le prestara tanta atención cuando sus amigos lo estaban observando atentamente. Al acercarse, percibió la fragancia del perfume masculino, y debajo, el aroma puro del jabón. Los ojos de Tyrone recorrieron admirados las facciones de su esposa, que explicaba la necesidad del velo.

—No es común que una mujer casada muestre sus cabellos a nadie que no sea su marido. Es una costumbre rusa. Si te gusta que esté suelto cuando estemos solos, no tienes más que decirlo.

Tyrone se aproximó y acarició con lentitud la suave cabellera ondulada recordando la primera vez que había alimentado su mirada con las largas trenzas, aunque en aquel momento no había querido perder la oportunidad de observar su desnudo cuerpo de mimbre por saborear la belleza de su cabello: cuando se le ofrecía tanto para ver, estaba ansioso por detenerse en cada curva y valle que luego le estaría vedado.

—Me gustaría —repuso y, con un gesto de disculpa hacia Zelda, le devolvió el velo.

La princesa lo aceptó con una sonrisa y se apresuró a colocarlo de nuevo. Tyrone observó la ancha sonrisa de su segundo oficial cuando se acercó con un vaso de vino aguado. Aceptó el ofrecimiento de Grigori, que le hizo el siguiente comentario:

—Tal vez lady Sinnovea disfrutaría enseñándote nuestro idioma y algunas de las costumbres de nuestro país. Estoy seguro de que los dos os beneficiaríais de esas lecciones.

—Como Sinnovea y yo ya hemos pronunciado los votos, no veo la necesidad de que hagas de celestina, amigo mío —replicó Tyrone con humor.

La sonrisa del capitán se ensanchó al responder con prontitud.

—Un buen svakhi no descansa hasta que está seguro de que los dos están contentos el uno con el otro. Y si tú no estás contento, coronel, entonces, ¿cómo voy a conseguir mi ascenso?

—¡Qué amistad interesada la tuya! —le reprendió Tyrone entre risas—. Y yo que pensaba que eras sincero. ¡En cambio, lo único que buscas es tu ascenso!

Grigori se alzó de hombros de muy buen humor.

—¡De alguna manera tendré que conseguirlo!

Su respuesta hizo reír a los hombres y consiguió una sonrisa cómplice de las mujeres. Un momento después, Natasha entró en la habitación para invitar a la gente a bajar y participar en el banquete que Danika había preparado. Después de pedir al coronel que acompañara a su esposa del brazo y encabezara la comitiva, alentó a los otros hombres a elegir a sus mujeres o a una doncella soltera a quien prestarle asistencia. Con una sonrisa aceptó la galante invitación de Grigori.

—¿Qué piensa de la elección de esposa que hizo su comandante? —preguntó Natasha, dirigiendo su sonrisa al joven ruso.

—Creo que es una excelente combinación, señora. Admiro el gusto que tiene para elegir sus amigas.

—Y yo el suyo para elegir amigos —replicó con un gracioso gesto de cabeza—. Pero dígame, ¿qué ha dicho el coronel al respecto?

—Estoy seguro de que nada que no sea bueno saldrá de esta unión, condesa —respondió el capitán con magnanimidad—. Pienso que con el tiempo los dos serán muy felices.

Al comprobar la astucia del oficial, Natasha asintió, dispuesta a aceptar su conjetura, pues eso era exactamente lo que quería escuchar de él.

La celebración comenzó con gran cantidad de comida y bebida. La pareja se sentó uno al lado del otro en el banquete matinal. Exhortados por los invitados que seguían las costumbres del país, se besaron para endulzar la comida al grito cada vez más fuerte de ¡Gorko! ¡Gorko!, «¡Amargo! ¡Amargo!».

Poco después los deleitó una pequeña banda de skomorokhi contratados y unos pintorescos mimos actuaron vestidos con trajes típicos, y todo el mundo se divirtió participando en juegos y danzas. Hasta Tyrone comenzó a reír cuando el vino calmó el dolor de su espalda lacerada, y empezó a recorrer la casa y los jardines con su esposa cazando a otros invitados y siendo cazado, escondiéndose y luego buscando.

El bufón cumplió su papel con entusiasmo gruñendo y aullando, olfateando y refunfuñando con una piel de lobo gris sobre los hombros en busca de cualquier damisela que fuera la oropéndola. Todavía estaba recorriendo los jardines cuando Tyrone invitó a Sinnovea fuera y eligió esconderse entre dos troncos de árboles que crecían juntos detrás de un enorme arbusto. Deliberadamente unidos en la formación de las parejas, esperaron en silencio a que el lobo se aproximara, pero les resultó muy difícil ignorar la presencia del otro cuando estaban tan juntos en un espacio tan pequeño. Aun a través del denso satén del sarafan de Sinnovea, ella era consciente de la creciente presión del vientre de él y del violento palpitar del corazón. Pequeños temblores de placer despertaron sus pasiones dormidas y, esperanzada por la respuesta, se apoyó en su marido y levantó los ojos para encontrar las brasas azules con un ardor inequívoco.

Concentrados el uno en el otro, ninguno de los dos notó el avance del bufón hasta que éste hubo espiado el abultado borde del vestido de Sinnovea detrás del árbol. El «lobo gris» gruñó victorioso, logrando que la pareja se separara al sujetar la muñeca de su cautiva. La arrastró hacia la mansión entre risas mientras miraba hacia atrás para descubrir a Tyrone protestando detrás de ellos, molesto. Eso era lo que el bufón esperaba de un esposo que acababa de casarse. Sin embargo, no dio alivio al marido, sino que escondió a la novia en un lugar no muy accesible. Tyrone apareció unos momentos después haciendo un esfuerzo por parecer de buen humor. A su entrada, el «lobo gris» saltó sobre él y le ordenó que buscara a su «oropéndola cautiva» en la jaula dorada antes de que los «hermanos malvados» lo mataran y reclamaran a su esposa como premio. Tyrone tuvo que esquivar los ataques y estratagemas de sus amigos y corrió hacia la casa con la idea de encontrar a Sinnovea antes que los demás. Fue la pequeña Sofía la que le indicó desde la puerta de la cocina que buscara en la despensa. Allí, con un grito de triunfo, tomó a su esposa en brazos y corrió delante de la «familia diabólica» para entregar a la «oropéndola» a la «zarina» Natasha que, riendo, lo coronó con una guirnalda de flores. Tyrone llevó el premio a la cocina, se arrodilló delante de la pequeña Sofía, se lo pasó por la cabeza y consiguió una radiante sonrisa de la pequeña y un rápido y tímido beso en la mejilla. Cuando Tyrone regresó al portal donde había dejado a Sinnovea, descubrió en los ojos de su esposa una extraña calidez que nada tenía que ver con la pasión.

—Pareces tener un encanto especial con los niños, Tyrone. ¿Has pensado alguna vez en ser padre?

—Muchas veces —respondió, recordando la decepción que había sufrido después de cada una de las tres veces que Angelina había perdido un bebé en los dos primeros años de matrimonio. Sus menstruaciones no tenían ninguna regularidad y el médico que la atendía le había prescrito unas hierbas para fortalecer su capacidad de concepción. Tyrone pensaba cuán irónico había resultado el éxito de la cura, pues se había visto obligada a arriesgar su propia vida para deshacerse del hijo de otro hombre.

—¿Entonces no estás en contra de tener hijos? —preguntó directamente Sinnovea.

—Eso, señora mía, no es ningún problema —respondió Tyrone con el mismo candor. Le tomó el codo mientras la acompañaba por el corredor que salía de la cocina—. Es el engaño lo que no puedo soportar. ¿Cómo puedo saber qué pasa de verdad en tu corazón cuando has sido capaz de idear semejante estratagema?

—¿Cómo puedo saber yo qué pasa en tu corazón cuando me miras un momento con deseo y luego pareces desdeñarme al siguiente? —le contestó ella con frustración—. ¿Eres inconstante, coronel Rycroft? Tus labios hablan de odio, pero cuando miro en tus ojos, veo algo completamente diferente.

—Sí, señora, hay una cierta duplicidad que he descubierto hace muy poco y que me devora por dentro —admitió sin tapujos—. Con tus sonrisas coquetas y tu aspecto atractivo, tienes el poder de penetrar dentro de un hombre y enamorarle con una o dos miradas. Aunque resistiera con valentía los desafíos de miles de otros feroces enemigos, sería incapaz de protegerme contra tus tretas. —Tyrone hizo una pausa y la miró a los ojos—. No puedo negar, Sinnovea, que eres capaz de tentarme más allá de mi capacidad de resistir, pero me temo que sería un tonto si no tratara de construir una fortaleza para protegerme del dolor que pudieras causarme.

Sinnovea no estaba dispuesta discusión tan delicada.

—Por favor, no seas tan severo conmigo. No pretendo herirte. Sólo busco un terreno común donde podamos estar unidos y satisfechos con nuestro matrimonio. Veo que luchas por mantenerte lejos de mí y me pregunto si siempre serás tan reticente con tus atenciones, igual que con tu hijo.

Enarcó una ceja, sorprendido por semejante pregunta. —¿Siempre? Quién sabe qué nos deparará el mañana, pero debes saber que para concebir un hijo se precisa otro tipo de relación...

—¿Acaso objetas otro tipo de relación? —preguntó Sinnovea sin tapujos.

—En este momento, debo confesar que temo entregarme al tipo de intimidad que se requiere para tener un hijo. Es como el canto de la sirena que escucha un hombre y queda luego preso para siempre en sus cadenas de seda. Una vez saciado, es difícil que sea capaz de resistirme cualesquiera que sean tus planes.

—No es el canto de la sirena lo que yo entono, sino la esperanza conyugal de que no me dejes sin tus atenciones. Si no fuera por ti, no sabría qué hay más allá de la mera unión de dos cuerpos. Eres tú el que incita y después niega, y yo, como un gorrión indefenso, debo esperar a que el halcón capture su presa para poder comer.

Tyrone la miró con cierta sorpresa. Sabía que la había elevado al pináculo del placer al que había aspirado llegar él también, pero estaba asombrado de que llegara a expresar sus deseos con tanta franqueza y tranquilidad. Descubrió que esa sinceridad resultaba seductora, le impulsaba a hacer sus propias confesiones.

—Sí, señora, yo estoy muy nervioso por saciar esta hambre desesperada que me arrastra como si fuera un animal en celo. Tu belleza no ha disminuido desde el día en que te llevé a mi casa. Tentarías a cualquier hombre, y quizá yo sea más susceptible que los demás.

—Se trataría sólo de algo físico que me hicieras el amor. Los hombres son así, según me dijeron —declaró Sinnovea, frustrada por la falta de coherencia entre las palabras y las acciones de su marido. Si era tan vulnerable a sus encantos femeninos como afirmaba, ¿por qué era entonces tan reticente a la idea de hacerle el amor?—. ¿Por qué no a mí? Tú mismo dijiste que habías estado sin compañía femenina bastante tiempo, de modo que supongo que cualquier mujer satisfaría tus deseos.

—No necesariamente.

Sinnovea arqueó las cejas asombrada.

—He oído decir que hay muchas prostitutas en el distrito alemán. ¿Nunca consideraste la posibilidad de buscar su compañía?

—Nunca —respondió con brusquedad—. Aprenderás con el tiempo que soy bastante particular en lo que se refiere a las mujeres que meto en mi cama.

—Lo que en realidad ya no me incluye a mí.

La voz de Sinnovea se había quebrado un poco, pues luchaba contra las lágrimas que se acumulaban en sus ojos. Sin considerar la angustia de su esposa, Tyrone contestó con rapidez:

—Yo no he dicho eso, Sinnovea, de modo que no hables por mí.

Con la cara semioculta para evitar que advirtiera las lágrimas en sus mejillas, se atrevió a preguntarle:

—¿Estás tan ofendido que no soportas la idea de hacerme el amor y darme un hijo tuyo?

Tyrone miró hacia otra parte, pues no quería dar una respuesta que lo comprometiera a sucumbir a sus deseos sin importar cuánto disfrutaría plantando la semilla y recogiendo después la cosecha. Bien consciente de que pisaba terreno resbaladizo debido a sus incipientes pasiones, fingió cierta impaciencia por unirse a sus amigos y dejó a Sinnovea desalentada y angustiada porque había evitado sus preguntas comprometedoras.

Esa misma tarde, el general Vanderhout y su hermosa y joven mujer, Aleta, fueron a la mansión a saludarlos. Aunque ninguno de los dos parecía demasiado entusiasmado con la idea de felicitar a los recién casados, hicieron algunos comentarios superficiales mientras había otros invitados como testigos, pero Vincent Vanderhout estaba ansioso por demostrar el poder de su autoridad. Por esa razón llamó aparte a Tyrone y lo llevó con él al jardín, donde pudieron hablar en privado.

—Debo recordarle, coronel Rycroft que un general tiene derecho a ser directamente informado de la intención de un oficial de casarse. Es obvio que su romance clandestino con esta mujer le ha costado su soltería, si no un informe negativo de mi parte. Debo comunicarle que será castigado por su negligencia al no haber mostrado el respeto adecuado a un superior.

—Perdone, mi general —interrumpió Tyrone, molesto por la pomposidad de ese hombre. Cuando había tomado la decisión de venir a Rusia, nunca se había comprometido a pedir permiso a un extranjero en asuntos referentes a su vida personal. Había sido bastante difícil aceptar la mediación del zar, y aunque estaba tentado de decirle al general que ese matrimonio no era asunto suyo, controló el impulso de discutir con su superior. Por el contrario hizo uso de la verdad como un medio eficaz para silenciarlo—. Fue expreso deseo de su majestad, el zar Mijaíl, que me casara con la condesa Sinnovea.

—¡¿Qué diablos ha hecho, Rycroft? ¿Dejar a la muchacha embarazada antes de pronunciar los votos?! —vociferó el holandés—. ¡Maldito sea! ¡No ha tenido en cuenta que está en suelo extranjero!

Los músculos se endurecieron en las mejillas de Tyrone mientras sus ojos se volvían fríos como el hielo. Temeroso de que su explosivo temperamento se encendiera, no se atrevió a enfrentar la mirada del general, sino que mantuvo estoicamente la mirada por encima de la cabeza de su bajo oponente mientras le respondía.

—¡No, mi general! —repuso, subrayando sus palabras con un marcado tono irónico—. ¡La condesa Sinnovea era virgen cuando me casé con ella, señor! ¡Si es que todo esto es de su incumbencia, señor!

La boca del general se torció de furia mal contenida mientras trataba de encontrar una amenaza que fuera eficaz para reducir al coronel al tamaño de una hormiga. Como no lo logró, gruñó enfadado y regresó a la mansión dejando a Tyrone enfurecido. Estaba seguro de que todo el mundo había escuchado la airada discusión y, aunque podía estar seguro de que sus amigos mostrarían discreción y mantendrían un respetuoso silencio, no estaba convencido de que los demás actuaran del mismo modo.

Profiriendo una maldición, Tyrone también se marchó del jardín, pero evitó la zona de la casa adonde se había dirigido el general. En ese momento, ardía en deseos de ahorcarlo por haberlo reprendido a causa de su matrimonio con Sinnovea y por haberse mostrado tan audaz en asuntos que eran demasiado personales e íntimos como para ser discutidos a gritos. En su estado de ánimo, atacaría a puñetazos al general si volviera a encontrarlo antes de calmarse. Por lo tanto, pensó que lo mejor sería buscar la intimidad de las habitaciones que compartía con Sinnovea en lugar de ofrecer semejante espectáculo ante sus invitados.

Voló por las escaleras y suspiró aliviado una vez que se encontró en la seguridad de su dormitorio. Allí, la marea de rabia comenzó a ceder poco a poco mientras caminaba por la habitación. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre una silla, luego se sacó la camisa de los pantalones antes de arrojarla por encima de la cabeza. La prenda cayó sobre la chaqueta antes de que entrara en el vestidor para mojarse con agua fría la cabeza y el pecho, lo que le ayudó hasta cierto punto a suavizar su resentimiento contra el general.

Se había envuelto en una toalla sobre la cabeza mojada y comenzaba a secarse la cara cuando se dirigió hacia la puerta que conducía a la habitación de al lado. Hizo una pausa para terminar la tarea cuando fue tomado por sorpresa: una pequeña mano se deslizó con lentitud por su vientre plano y musculoso. Ignoraba que Sinnovea hubiera entrado y casi se apartó en un intento de continuar con su continencia, pero de pronto recordó su decepción cuando ella se había retirado ante su exigente beso la noche anterior. A pesar de sus intenciones de reflexionar mejor sobre las consecuencias de sus acciones antes de proceder, sonrió detrás de la toalla mientras la mano lo acariciaba con fruición.

Concentrado en saborear la deliciosa excitación de su caricia, no hizo más que un esfuerzo reflejo por secar su cabello. Con un suspiro de placer, cedió por completo a las sensaciones abrumadoras que lo asaltaban. Escuchó un suspiro de admiración y se le cortó el aliento cuando las caricias se hicieron más provocativas, admirándose del conocimiento instintivo que había alcanzado la muchacha en tan poco tiempo. Introdujo aire en sus pulmones con inhalaciones entrecortadas, consciente de que su orgullo estaba siendo sometido a una dura prueba con esa demostración de seducción. Los dedos comenzaron a buscar la apertura de los pantalones y, en un intento por ayudarla, retiró la toalla de su cabeza, dejando que le cayera alrededor del cuello. Su reacción al reconocer a la mujer que estaba frente a él fue similar a la de quien se sumerge repentinamente en un arroyo helado.

—¡Aleta!

—¡Ay, malandrín! —la rubia mujer lo reprendió con afectación. Le sonrió y le rodeó el cuello con los brazos—. ¡Te casaste con tantas prisas! ¡Hum, hum! Me has tenido sumida en la desesperación desde que se anunció tu matrimonio con la condesa. Vincent me dijo que te habías enemistado con el zar por haber causado problemas a la hija de su difunto embajador, y tenías que pagar por eso. ¿No sientes pena ahora de no haber recurrido nunca a Aleta para que se ocupara de tus necesidades?

Tyrone había sufrido una gran decepción. Necesitó de todo su control para no descargar su resentimiento contra la mujer por no tratarse de la que él esperaba y por haber causado semejante alteración en su cuerpo. Se enderezó y le quitó los brazos de alrededor del cuello, apartándola.

—Perdón, Aleta, pero siempre he tenido a bien no acostarme con la esposa de mi oficial superior. Debes saber que esas aventuras son peligrosas y representan una seria amenaza para la carrera de un militar.

—Oh, Tyrone, tú sabes que no le temes a nadie, excepto a una mujer como yo. —Se acercó una vez más a él, sonriendo y con los ojos cargados de deseo—. Deberías venir a verme cuando quieras divertirte de verdad, Tyrone. Haré todo lo que te plazca. Puedo hacerte olvidar a esa tonta con quien te casaste. Ella no sabe nada de cómo se complace a un hombre, especialmente a uno tan ardiente como tú.

—Sí, tiene mucho que aprender, peo me entusiasma el proyecto de enseñarle cómo complacerme. —Una vez más Tyrone alejó a la mujer y caminó hacia la puerta que comunicaba con el pasillo—. Creo que será mejor que te vayas, Aleta. Ni mi esposa ni tu marido se alegrarían de encontrarte aquí.

—Vamos, Tyrone, nunca estarás satisfecho con una ignorante como tu esposa. Necesitas una mujer con más experiencia que se ocupe de tus necesidades.

Sonriéndole con sus ojos lascivos, se acercó de nuevo y apretó todo su cuerpo contra el de él mientras intentaba desatarle los pantalones. Tyrone la tomó de los hombros y la empujó irritado.

—¡Aleta! ¡No me apetece! ¿No puedes entender eso? —¡Yo te conozco mejor, Tyrone! —replicó, volviendo a él frotándose contra su cuerpo. Deslizó las manos por la espalda del coronel y lo agarró de los glúteos—. ¡Bien te apetecía cuando llegué aquí!

—¡Creí que eras mi esposa! —le replicó.

—Ay, Tyrone, no le molestará compartirte un poco. ¡No seas tan noble! Tienes suficiente para las dos.

T'yrone tomó a la mujer del mentón y la forzó a mirar sus ojos encendidos.

—Veo que tengo que ser crudo contigo, Aleta, así que ya no retendré mis palabras. No me interesa nada de lo que puedas ofrecerme. Así que... ¡vete de una vez!

—¡Temes a mi marido! —lo acusó Aleta, pues le resultaba difícil aceptar que no la deseara.

—¡No quiero problemas con él, es cierto! —aceptó Tyrone—. Pero tampoco quiero nada de ti. ¡Haz un esfuerzo por entenderme! Nunca habrá nada entre nosotros, por eso, por favor, déjame en paz. Y a partir de ahora ¡aléjate de mí!

Los labios de Aleta se torcieron en una mueca de desdén, y, con un breve movimiento de cabeza, Tyrone aceptó su desprecio como si fuera la respuesta a su súplica. La mujer recompuso su aspecto y se encaminó hacia la puerta con paso firme para exhibir su rabia, pero se quedó boquiabierta cuando vio a la mujer que estaba cerca de la puerta desde hacía unos momentos. El gesto de Aleta atrajo de inmediato la atención de Tyrone. El coronel enfrentó a su mujer, que lo miraba con una ceja elevada como interrogándolo.

—Espero no estar interrumpiendo nada —alegó, con una sonrisa que indicaba su falta de preocupación en ese aspecto. —Sinnovea... yo... —Tyrone tenía la esperanza de no parecer tan culpable como se sentía en ese momento—. Yo... sólo vine aquí para alejarme...

—No necesito explicaciones —le aseguró con una notable rigidez—. Escuché que discutías con el general y no pude soportar todas las miradas dirigidas hacia mí, pues todos oyeron lo mismo que yo. —Su mirada se dirigió a Aleta, que parecía congelada por el poder de sus ojos verdes—. De haber sabido que esta mujer estaba aquí, tratando de bajarte los pantalones, habría venido mejor preparada para interferir. En cambio, ella podría haber tenido más éxito si le

hubieras dicho que tus pantalones estaban sujetos con botones en lugar de cordones.

Tyrone tuvo que toser para refrenar un repentino deseo de reír. Era obvio que Sinnovea se sentía muy molesta con la otra mujer y quería afirmar sus derechos como esposa. No dejó de apreciar la mirada de reprobación de su mujer cuando Aleta se marchó dejándolos solos.

—¿Una admiradora ansiosa, por casualidad? —lo azuzó Sinnovea con una sonrisa perpleja—. Dígame, coronel, ¿ella es la razón por la que no se interesa en mí?

—¡No seas absurda, Sinnovea! ¡Esa mujer no significa nada para mí! Ni siquiera sé cómo llegó a nuestra habitación, si no es que me ha seguido y ha entrado cuando estaba descuidado. Estaba secándome el cabello y creí que eras tú quien había entrado cuando la mujer me acosó.

Sinnovea cruzó los brazos en actitud amanerada y, mirando hacia arriba, replicó:

—Bueno, si la confundiste conmigo, entonces supongo que no debo preocuparme por una escena de amor entre los dos, ¿no es cierto? —Volvió a mirarlo y agregó—: Sin embargo, parecía disfrutar con las caricias... como si la respuesta la hubiera alentado.

Tyrone replicó con una sonrisa ladeada.

—No todas las mujeres son un paradigma de virtud como tú, querida. Ella no necesitó que nadie la animara. Sin prestar atención a ese comentario, Sinnovea dio media vuelta y lo dejó observando el movimiento enérgico de sus faldas. Se le ocurrió a Tyrone al ser testigo de su partida, que toda la belleza de Aleta Vanderhout no le llegaba a la suela de los zapatos a su esposa. No se le acercaba ni en la gracia, ni en el encanto, ni en la femenina pulcritud. Era relativamente temprano cuando Tyrone rogó compasión a sus amigos y acalló sus protestas con la explicación de las obligaciones que tenía al día siguiente y que requerían toda su atención. Con un brazo alrededor de los hombros de su esposa, se despidió de ellos y luego la siguió escaleras arriba.

Ali estaba esperando en el dormitorio para ayudar a su señora a prepararse para la cama y, mientras las dos mujeres se retiraban al vestidor para llevar a cabo el aseo privado, Tyrone preparó su uniforme y el equipo que necesitaría al día siguiente. Cuando fue a buscar sus armas y sus ropas militares no dudó en interrumpir a las dos mujeres hasta que captó la imagen de Sinnovea completamente desnuda. Sus brazos estaban estirados hacia arriba para recibir el camisón que sostenía la criada, y cuando Ali se atolondró, un tanto confusa, todos los conflictos con los que había batallado durante el día y la noche anterior volvieron a asaltarlo sin piedad. Farfulló una pregunta acerca de la ubicación de su equipo y apenas se dio cuenta cuando Ali le señaló el estante superior, pues estaba demasiado ocupado admirando la desnudez de su esposa. Por fin, apartó la vista de ella, recogió lo que había ido a buscar y, cuando volvió a mirarla, recibió como recompensa una imagen frontal antes de que el camisón descendiera para ocultar los suaves pechos, el vientre sedoso y las provocativas caderas.

En el dormitorio, Tyrone comenzó a respirar lentamente mientras se quitaba los pantalones. En un intento por calmar su cerebro y su cuerpo de todos los acalorados conflictos que había soportado durante el día, se sentó en un banco, al pie de la cama, y se entretuvo revisando su equipo de soldado. Necesitó de un esfuerzo de su voluntad de hierro para volver a dirigir sus pensamientos hacia algo menos frustrante que la imagen que acababa de dejar en el cuarto contiguo, pero cuando Ali se marchó y su esposa entró en el dormitorio con el camisón marcándole el cuerpo de un modo tan delicioso y con su larga cabellera flotando sobre los hombros y la espalda, el control en que había mantenido sus deseos comenzó a debilitarse.

Sinnovea mostraba un estado de ánimo singular después de haber sido castigada con un crudo recuerdo de la visita de Aleta a su cuarto y con la breve visita de Tyrone al vestidor. Después de sentir el calor de su mirada, tuvo que luchar para serenar el ansia que crecía dentro de su propio cuerpo, pero no iba a lograr un gran éxito. Ahora necesitaba de sus atenciones más que antes y no estaba dispuesta a aceptar otra noche de taciturnas reticencias.

—¿A qué hora partirás mañana? —le preguntó, haciendo una pausa al lado de Tyrone, que pulía su espada.

—Poco después de la madrugada, pero no es necesario que te levantes, Sinnovea. Estoy acostumbrado a arreglármelas solo. Además, Ali dijo que Danika me dejaría comida lista en la cocina y un cesto para llevármela. Dudo que esté de regreso hasta muy tarde, de modo que no necesitas esperarme despierta.

—No me molesta esperarte levantada —murmuró Sinnovea con suavidad, preguntándose si esperar respuesta a su cercanía había sido una idea estúpida.

Tyrone se concentraba deliberadamente en sus preparativos tratando de no mirarla. Sin embargo, Sinnovea no era incapaz de conseguir su mirada cuando lo quisiera y estaba más que ansiosa por atraerla en ese momento.

Con fingido desinterés, deslizó sus delgados dedos por los cortos mechones de la nuca haciendo que su cabeza girara abruptamente.

—Tienes el cabello muy largo —susurró las palabras como si fueran una caricia—. ¿No quieres que te lo corte?

—No esta noche —respondió, apenas consciente de lo que había dicho, con los ojos perdidos en los profundos lagos verdes.

—No tardaría demasiado —insistió Sinnovea, levantando los mechones de las sienes y la coronilla—. Sólo un poco aquí y allí, para igualarlo.

—Se está haciendo tarde; necesito descansar. —Tyrone inventó la excusa aunque sus ojos seguían recorriendo la belleza apenas oculta por el delgado camisón. A la luz de las velas que brillaban detrás de ella, la tela era un velo vaporoso que le cubría el cuerpo y su mirada parecía impulsada a probar la textura al pasear por la tentadora voluptuosidad de sus pechos, las costillas estrechas y a lo largo de sus ágiles muslos.

Un dolor repentino y agudo reclamó toda su atención. En busca de la causa, miró hacia abajo y se dio cuenta de que se había cortado el pulgar con la hoja afilada mientras la miraba absorto.

—¡Maldición! —vociferó—. ¡Ni siquiera puedo pulir mi espada sin sufrir ningún daño cuando estoy cerca de ti! —La miró sin prestar atención a su aspecto herido y angustiado y le ordenó con sequedad—: Métete en la cama antes de que me corte una parte vital y cumpla con los deseos de Alexéi.

Luchando contra un creciente impulso de abandonarse a las lágrimas, Sinnovea se retiró a su lado de la cama y se sentó en el borde. Lanzó varias miradas a la espalda de su marido mientras trenzaba su cabello. Sollozando, logró que Tyrone buscara refugio en el vestidor después de disculparse por su rudeza y consolarla con una mirada tierna.

Cuando regresó por fin a la habitación después de lavarse y ponerse una bata encontró que Sinnovea se había refugiado bajo las mantas y las había subido hasta el mentón. Por su ofendido silencio, demostraba que estaba resentida por sus reproches. Aun cuando él se deslizó en la cama, supo por sus esfuerzos por aferrarse al borde que no tenía que preocuparse por verse tentado por sus coqueteos esa noche. Era evidente que no quería tener nada que ver con él, al menos por el momento, y aunque debía sentirse contento de no ver su fuerza de voluntad sometida a una nueva dura prueba, no estaba complacido por la forma en que había hecho creer a Sinnovea que no la quería tener cerca. Por el contrario, disfrutaba tanto de su compañía que quería saborearla mucho más, y la única forma en que aplacaría esas aspiraciones sería haciéndola su esposa en el sentido estricto de la palabra.