9

ERA el tercer domingo desde la llegada de Sinnovea y las brisas frescas habían traído, por fin, un bienvenido respiro a los agobiantes días de verano. Grises nubes cubrían el cielo matinal y daban cierta esperanza a los corazones que pedían lluvia. Sólo restaban unas pocas semanas antes de que el tiempo comenzara a ser fresco y el intenso calor pasara a ser un recuerdo.

Alexéi había regresado unos días antes con la tonta excusa de que se había roto la nariz a causa de una caída de su caballo. Por el bien de su elegante perfil, había soportado el dolor de que un médico le endereza la nariz y estuvo dispuesto a intoxicarse con fuertes calmantes que disminuyeran su sufrimiento. Una hinchazón corada alrededor de la nariz y debajo de los ojos todavía desfiguraba su hermoso rostro y, en ese momento, ya podía predecirse que le quedaría una marca definitiva que le recordaría siempre quién había sido la responsable de su herida. Por ahora era reticente a desafiar la reserva de Sinnovea. Ya no le quedaban dudas de que era capaz de hacerle daño, al menos por el momento, y temía que otro golpe similar lo dejara completamente inhabilitado, pues odiaba la idea de tener que soportar de nuevo la misma tortura. Esto era suficiente para sugerirle que se acercara a la joven con cautela hasta que la nariz estuviera curada por completo.

Ese domingo en particular había anunciado que se quedaría en la casa, pues su vanidad le impedía perseguir otros amores hasta que la rotura estuviera curada. Anna había hecho arreglos para ir con Iván a la capilla privada de un rico boyardo, el príncipe Vladimir Dmitrievich. Como ni Anna ni Iván querían que el anciano, un viudo que deseaba volver a casarse, se distrajera de su conversación por la presencia de una joven doncella, la posibilidad de que Sinnovea los acompañara a la Chasovnias era considerada fuera de toda cuestión. Sin embargo, como su marido se quedaría en cama, Anna no confiaba en que la muchacha permaneciera en la casa tampoco. Así, no tuvo otro remedio que permitir que Sinnovea programara su propio día de descanso, siempre que fuera lejos de la mansión de los Taraslov y el inválido príncipe Alexéi.

Cualesquiera que fueran las razones de Anna para dejarla salir, Sinnovea estaba encantada de gozar de un día de libertad. Ni las severas amenazas de Anna ni sus advertencias de que no regresara demasiado tarde pudieron disminuir su entusiasmo. Tan grande era su sensación de independencia que Sinnovea casi corrió al encuentro del carruaje cuando Stenka lo detuvo delante de la mansión. Estaba ansiosa por disfrutar del mundo que se extendía más allá de la estrechez de su confinamiento.

Sinnovea había elegido su atuendo con sumo cuidado. Se había vestido con un sarafan de satén azul hielo adornado con encaje blanco y perlas. Un kokoshniki igualmente decorado descansaba sobre su cabeza y una cinta azul, cosida con las mismas perlas, había sido entrelazada a su oscura trenza. Una capa con el mismo diseño fue subida al carruaje, pero Sinnovea decidió dejar la prenda allí mientras se preparaba para descender, pues todavía hacía demasiado calor para lucirla y el sol había comenzado a aparecer con intermitencias a través de las nubes, por lo que tenía confianza en que el tiempo fuera a aclarar.

Stenka detuvo el coche a poca distancia de la iglesia ubicada en la Plaza Roja, cerca de donde la condesa Natasha Andréievna descendía de su carruaje. La mujer, al reconocer al cochero y el vehículo que conducía, se apresuró a ir al encuentro de su joven amiga al tiempo que Iósif abría la puerta. Cuando la vio, Sinnovea descendió los escalones en animada carrera mientras Natasha reía y abría los brazos en gozosa invitación. Después de tres pasos, la joven condesa quedó envuelta en el abrazo de su amiga.

—¡Debería reprenderte por no haber venido a verme! —la recriminó Natasha y se echó hacia atrás en medio de lágrimas—. ¿Te has olvidado de que no soy bienvenida en la casa de los Taraslov?

—Ay, Natasha, sabes que no te he olvidado —replicó Sinnovea con los ojos también empañados—, pero Anna no me ha permitido salir de la casa hasta hoy. —Apoyó una mano consoladora sobre el delgado brazo de la otra. —Sin embargo, sospecho que las cosas cambiarán pronto.

—Suena como si Anna te hubiera aislado en su propio terem personal, como si fueras una gran zarina. —Natasha hizo esa conjetura de un modo socarrón mientras buscaba una respuesta en los hermosos ojos verdes. —Debe de ser muy difícil para ti vivir bajo tales restricciones cuando has sido criada con la misma libertad que tienen las mujeres en Inglaterra y Francia. Tu madre dejó bien sentadas las bases cuando instruyó a tu padre en las costumbres de los caballeros ingleses. Y para un ruso, tu padre era increíblemente receptivo a las sugerencias. Pero bueno, Eleanora era una criatura muy persuasiva. ¿Dices que hay alguna esperanza de que pronto cambien las circunstancias?.

—Hay una posibilidad. —Sinnovea hizo un pequeño gesto con la cabeza y luego levantó una mano para prevenir a su amiga. —Recuerda, no ha habido indicación todavía de que Anna vaya a ir, ni tampoco puedo asegurar que ella me permitirá salir mientras esté visitando a su padre enfermo, pero sospecho que no se siente muy tranquila dejándome a solas con Alexéi

—Bueno, no puedo culparla por eso —respondió Natasha y levantó las cejas un momento para enfatizar en silencio sus insinuaciones—. Ese hombre es un libertino de primera. —Dio unas palmadas en la delgada mano de la más joven.— Acepta mi consejo, mi niña.

Las cejas de Sinnovea se levantaron en señal de aceptación a las palabras de la mujer.

—Ya he aprendido a andar con cuidado. Tengo miedo de abandonar mis habitaciones mientras ese cuervo hambriento acecha a la espera de recoger mis huesos.

—¿Tienes alguna idea de cuándo partirá Anna?

—Sí lo hace, no será antes del próximo sábado. Ese día ella pretende honrar a Iván Voronski con una gran celebración.

—¿Iván Voronski? —Natasha mencionó el nombre con incredulidad y luego miró a la joven con creciente simpatía.— Ay, mi querida Sinnovea, no sabes la pena que siento por tu situación. Mi único deseo era que Su Majestad te hubiera dejado a mi cargo. Estoy segura de que no tenía idea de que éramos tan buenas amigas, en especial, si prestó atención a los chismes de Anna y se convenció de que sólo estaba interesada en tu padre. Quizá pensara que te estaba haciendo un favor al enviarte con Anna. Después de todo, es pariente suya, y en circunstancias normales, sería considerado un honor quedar a cargo de la prima del zar. El zar Mijaíl admiraba mucho a tu padre, y ahora que Alexandr nos ha dejado, sé que Su Majestad quiere estar seguro de tu bienestar, por eso no lo juzgues con mucha dureza, querida.

—Por supuesto que no. Él ya ha demostrado lo preocupado que está. Pero dime, Natasha, si Anna deja Moscú para visitar a su padre, ¿me permitirás que me quede contigo?

—Ay, mi pequeña, ¿necesitas preguntar? —Natasha rió con alegría.— ¡Por supuesto que puedes! ¡De verdad! ¡No quiero ni oír hablar de que te quedas con otra!

Las campanas del campanario comenzaron a doblar sobre sus cabezas y, cuando la última quedó en silencio, un animado himno surgió de la iglesia. Las dos mujeres dirigieron su atención a las voces dulces y melodiosas que parecían crecer a medida que entraban, del brazo, en el magnífico interior del templo. Una aura rosada se desparramaba por las ventanas de mica y rodeaba a las dos condesas en su paso hacia la sección destinada a las mujeres y los niños. Allí, murmuraban oraciones y cantaban canciones, escuchaban la homilía del sacerdote y los himnos angelicales de los jóvenes vestidos de blanco. Fue un momento tranquilo, de reposo, como muchos otros que habían compartido antes en esa misma iglesia, excepto que ahora sabían que sólo serían dos después del servicio. El recuerdo de Alexardr Zenkov permaneció con ellas cuando se tomaron de la mano en comprensivo silencio y con los ojos llenos de lágrimas.

Tres horas después salieron de la iglesia y descubrieron que las nubes estaban oscuras e impenetrables sobre la ciudad. Unas frescas gotas traían dulce respiro y aroma vivificante, pero Sinnovea se quedó en el pórtico sin decir palabra. No quería ver otro vestido arruinado. Contemplaba la infinita brecha que existía entre ella y su coche, un espacio que pronto se llenó de una gran masa de gente que salía de iglesias situadas en las cercanías y de un laberinto de carruajes atrapados en la congestión. Pasaría un tiempo antes de que el cochero de Natasha o Stenka pudiera maniobrar el vehículo para colocarlo delante de la iglesia.

—Stenka está más cerca —anunció Sinnovea—. Él puede recogernos a las dos y luego llevarnos a tu casa.

—Hasta que el camino se despeje lo suficiente como para que pueda pasar —observó Natasha mientras evaluaba la situación—, tendremos que correr hacia él o quedarnos aquí. Por la forma en que se ha puesto el cielo, dudo de que podamos evitar la tormenta en ninguno de los dos casos. —Levantó su capa en una invitación a que se cobijaran las dos. —¿Tratamos de alcanzar tu coche antes de que la lluvia comience con más fuerza?

Sinnovea aceptó la oferta y se apretó contra la mujer debajo de la costosa carpa. Trataron de combinar los pasos apurados mientras abandonaban el pórtico. Pareció que la lluvia esperaba a que salieran del refugio, porque apenas dieron unos pasos, un chaparrón repentino y copioso se descargó sobre ellas. Mientras la multitud se dispersaba a toda velocidad delante, Sinnovea vio a Iósif bajarse de la parte trasera del carruaje para abrirles la puerta mientras Stenka se inclinaba en el asiento del conductor para dirigirse a un hombre que se había detenido al lado del coche y le indicaba el lugar donde se encontraba ella. El hombre, vestido con una larga capa y un sombrero de ala ancha, dio media vuelta para mirar el lugar señalado por el sirviente, y Sinnovea se detuvo abruptamente al reconocer al infatigable coronel Rycroft. Él la localizó de inmediato en el laberinto de gente y corrió hacia ella.

Sinnovea no tuvo oportunidad de retroceder o siquiera de moverse, pues sin aviso, una fuerza que venía desde atrás se apoyó en su espalda y la hizo caer hacia delante con manos y rodillas en el piso. El culpable, un enorme idiota de pocas luces que se había asustado cuando se encontró lejos de los que lo acompañaban y que miró brevemente hacia abajo mientras le pasaba por encima. En ese momento inclusive, casi la pisa en su apuro por encontrar un rostro familiar. Cerca de él, un grupo de jóvenes corría en busca de sus caballos, casi detrás de los talones del patán. Con la lluvia torrencial que caía como una sábana a su alrededor, no se dieron cuenta de la presencia de la condesa hasta que se encontraron sobre ella. Para ese entonces, era demasiado tarde para una evasión ordenada. En su intento por evitar caer sobre ella, saltaron por encima y alrededor de su cuerpo. Pero uno se quedó corto y pisó uno de sus pies, arrancando un grito de dolor de sus labios. Sinnovea no tenía posibilidad de ponerse de pie y enfrentaba el peligro inminente de ser aplastada. No podía hacer nada excepto temer el momento mientras la lluvia, cada vez más copiosa, impregnaba sus ropas.

Consciente de los problemas de su joven amiga, Natasha empujaba a aquellos que se acercaban demasiado, pero su fuerza era escasa contra esas formas robustas.

—¡Fuera de aquí! —les gritaba desde debajo de la capa—. ¿No pueden ver por dónde caminan?

En el momento siguiente, una forma oscura se colocó encima de ellas, desalentando el paso de los hombres y haciendo que Natasha trastabillara del asombro. Una larga capa se colocó como pantalla protectora alrededor de Sinnovea, que era levantada y puesta de pie por las manos fuertes y competentes del coronel Rycroft. Vagamente, la muchacha tuvo conciencia de que él la estaba protegiendo con su propio cuerpo mientras ella daba un pequeño salto hacia delante con su pie sano. Pero antes de que pudiera dar otro, él se inclinó y la levantó en sus brazos que parecían de hierro, la esencia misma de todas las fantasías que podía cobijar una doncella. Aunque Sinnovea no era alguien fácil de ganar, las circunstancias eran tales que no opuso resistencia a Tyrone, sino que entrelazó sus brazos en el cuello del coronel con casi la misma intensidad que había mostrado cuando se había enfrentado con la amenaza de morir ahogada. El sombrero le ofrecía cierta protección contra el constante bombardeo de la lluvia y, sin detenerse a pensar en lo que el decoro exigía a una doncella soltera, apoyó su frente contra la mejilla del oficial. En respuesta, Tyrone, levantó un hombro para protegerla mejor y echó a correr con pasos largos y ágiles hasta el carruaje, soportando su peso con la misma facilidad con que llevaría a un niño.

Completamente atónita por la audacia de ese caballero, Natasha Andréievna los siguió con la mirada un breve instante antes de que ella, también, se apresurara a llegar al coche, aunque a un paso mucho más lento, más apropiado para una dama. Su capa no le servía de mucho ahora que estaba empapada, y sus zapatillas estaban tan llenas de agua que le resultaba difícil mantenerlas en los pies, lo que obstaculizaba aun más su paso.

—¿Está bien? —preguntó Tyrone con solicitud mientras acomodaba a Sinnovea en el coche.

—Sí, coronel Rycroft, por supuesto. Gracias. —Sinnovea se sentía avergonzada por su aspecto miserable y era reticente a encontrar su mirada.

Mientras se alejaba de él, Tyrone observó que hacía una mueca de dolor y se sostenía con cuidado en el borde del asiento. Curioso, se arrimó y levantó la parte inferior de su vestido empapado para dejar al descubierto el tobillo y vio un enorme golpe amoratado que hinchaba uno de los lados del delgado pie.

—¡Está lastimada!

—¡De verdad, no es nada! —dijo Sinnovea sin aliento. Sonrojada por la falta de discreción del coronel, apartó el pie de su mano y se alejó, con su cuerpo chorreando agua, a la esquina más distante del asiento. Una vez más evitó su mirada mientras luchaba por enfriar sus mejillas encendidas—. No es más que un golpe, se lo aseguro, coronel Rycroft. Sanará rápidamente.

Tyrone no podía entender por completo por qué ella se sentía tan avergonzada por su inspección cuando él había visto y sostenido mucho más de ella que un bien formado tobillo, pero como Iósif esperaba a su lado en la puerta, prefirió mantenerse en silencio en lugar de recordar a la muchacha esa experiencia compartida.

—Una compresa fría podría ayudar —sugirió Tyrone, que había curado muchas heridas en sus años de oficial, incluyendo muchas propias—. Trate de no usar el pie en la medida de lo posible.

—Parece que otra vez estoy en deuda con usted, coronel. —Confundida Sinnovea se limpió las gotas que caían de sus pestañas y, finalmente, levantó la vista para mirar a su salvador. Quería separar el sarofan de sus pechos pues sentía que el agua caía por el valle que se formaba entre ellos, pero tenía miedo a moverse y que él notara la forma en que la ropa mojada se adhería a su cuerpo. Los ojos de Tyrone reposaron en los de ella, como si hubiera entendido sus pensamientos. Sin saber lo que estaba buscando o esperando, Sinnovea se sintió obligada a ofrecerle:— ¿Podremos llevarle a alguna parte, coronel?

—No es necesario —declinó Tyrone, todavía distraído en sus reflexiones—. Mi caballo está cerca.

No obstante, no hizo ningún esfuerzo por marcharse sino que continuó mirándola pensativo. No podía evitar preguntarse cuántas facetas más de su carácter lo estaban esperando para ser descubiertas y guardadas, como una colección de preciosas perlas enhebradas en un hilo. Primero había visto a la condesa enfurecida en los brazos de su captor, luego la seductora que se bañaba con sensualidad y después se mecía en la ventana. La había visto como el duende alegre con atuendos de campesina y ahora, era la joven vulnerable que necesitaba un protector que la defendiera. Aunque parecía indecisa y avergonzada por los sucesos recientes, Tyrone era muy sensible a los instintos protectores que habían surgido en él al verla caer. Su reacción fue mucho más compleja de lo que podía explicar racionalmente, pues no hacía tanto tiempo había estado seguro de que esas emociones suaves y vulnerables que un hombre puede sentir por una mujer habían sido destruidas para siempre por la traición y el engaño. Aunque deseaba con todas sus fuerzas que la condesa Sinnovea fuera su amante, no tenía la certeza de querer que su corazón quedara atrapado en la cacería que hasta ahora había considerado como una mera fiebre animal.

Tyrone trató de apartarse de su ánimo pensativo y rió al mirar hacia abajo a la indumentaria empapada.

—Me temo, mi señora, que ninguno de nosotros está en condiciones de servir de consuelo al otro, al menos no de una forma apropiada. —Si no hubiera estado tan seguro de que ella lo hubiera rechazado de plano, la habría invitado a ir con él a su casa en ese mismo momento. Allí, habría explorado las ventajas de brindarle consuelo, atender su tobillo y suministrarle ropas secas. Pero hacer una sugerencia así sería permitir que sus bajos instintos gobernaran donde la precaución era vital. Por eso, resistiría la urgencia hasta que descubriera que sus esperanzas eran ciertas. Tyrone rozó el ala del sombrero que chorreaba agua y buscó los verdes ojos atribulados. Con un esbozo de sonrisa le prometió:

—En otro momento, Sinnovea.

Se dio la vuelta abruptamente y casi tropezó con Natasha que estaba llegando al carruaje. Se sujetó el sombrero con firmeza en la cabeza, curvó los hombros contra la lluvia y saltó sobre el lomo del semental negro para salir al galope en la lluvia torrencial, permitiéndose sólo una breve mirada hacia atrás.

Natasha se sentía como una rata próxima a ahogarse cuando subió al carruaje para sentarse al lado de la joven, pero estaba mucho más interesada en las galantes hazañas del extraño que en su pobre condición. Cuando notó la súbita preocupación nerviosa de Sinnovea por su tobillo, refrenó su curiosidad y se abstuvo de mencionar el tema, pues percibió que la muchacha no tenía ganas de discutir el incidente. Aunque tenía toda la intención de descubrir quién era ese hombre, por el momento, al menos, respetaría la intimidad de su joven amiga.

—Mi querida Sinnovea, estaré muy molesta si no has hecho planes de venir a casa conmigo esta tarde —declaró—. Dejaste algunas ropas allí la última vez que me visitaste con tu padre, y como no tienes que volver hasta mucho después, me encantaría que conversáramos todo lo que pudiéramos. ¿No puedes brindarle una pequeña porción de tu tiempo a una vieja amiga?

—Puedo, pero sólo un rato —aseguró Sinnovea—. De otro modo, Anna se molestaría conmigo. Pero ciertamente no quiero regresar a la casa de los Taraslov hasta que ella esté de regreso para mantener a Alexéi dentro de los estrictos límites del protocolo.

—Muy bien, entonces. —Natasha hizo un gesto con la cabeza al lacayo empapado. —Podemos irnos, Iósif, si estás con ganas de salir de este diluvio.

El hombre, riendo para sí mismo, se retorció en sus ropas mojadas y cerró la perta. Subió a la pértiga y se colocó el sombrero en la cabeza, asumiendo una pose digna mientras Stenka azuzaba al grupo de caballos.

Sinnovea se quitó el sombrero estropeado de la cabeza y emitió un suspiro que revelaba que estaba, mentalmente, muy lejos del lugar.

—Siempre me encuentra en mi peor estado.

La queja murmurada con suavidad alcanzó los oídos de Natasha a pesar de las ruidosas gotas que golpeaban el techo del carruaje. Aunque trató de no parecer demasiado ansiosa o inquisidora, su curiosidad se avivó con la llama de esa declaración de la muchacha. No podía silenciar una pregunta.

—¿Quién, querida?

Al darse cuenta de que la había descubierto pensando en voz alta, Sinnovea miró a Natasha de reojo y encogió los hombros en un intento por evadir la cuestión.

—Nadie, Natasha. Nadie en absoluto.

—Ah —murmuró la mujer, pensativa, mientras se recostaba contra el asiento decepcionada. Sabía que la muchacha nunca rompería su silencio sise trataba de algo muy personal, y era obvio que el tema del extranjero era un asunto que Sinnovea prefería mantener oculto, lo que generó más curiosidad en Natasha. Si las reacciones de la doncella fueran algún tipo de indicación, entonces estaba inclinada a pensar que el hombre, quienquiera que fuera, había impresionado bastante a la joven.

Natasha fingió un suspiro y continuó indagando.

—Supongo que debo ignorar la identidad del galante caballero que te trajo hasta el coche, pues es claro que no tienes intenciones de confiar en una amiga.

Incómoda, Sinnovea, descartó el asunto.

—Nadie de importancia, Natasha. ¡De verdad!

La condesa Andréievna respondió con una sonrisa sublime.

—Sin embargo, puedo ver que estás completamente distraída a causa de ese hombre.

Un profundo rubor tiñó las mejillas de Sinnovea, y para ocultarlo comenzó a arreglarse la falda y a quejarse del estado de sus ropas.

—¡Estropeado! ¡Absolutamente arruinado! ¡Y era uno de mis vestidos favoritos!

—Estás impresionante con él —reflexionó Natasha—. Pero, querida, tú tienes un aspecto impresionante con cualquier cosa que te pongas. Por supuesto, esa es la razón por la que atrajiste a ese hombre en primer lugar. Parece perdido por ti.

Sinnovea, desesperada, hurgó en sus pensamientos en busca de otro tema del cual pudieran hablar con comodidad, y casi se relajó al recordar la razón por la que quería ver a su amiga en primer lugar.

—Ah, querida Natasha, perdóname por ser tan atrevida, pero la cocinera de Anna tiene una hermana, que ahora se está recuperando de una enfermedad, y necesitará un empleo cuando esté bien del todo. ¿Tendrías algún puesto que ella pudiera cubrir?

Natasha no perdió el tiempo en preguntar.

—¿Sabe cocinar?

Sinnovea acompañó su respuesta con un ambiguo movimiento de hombros.

—Me temo que sé muy poco de Danika, excepto que está muy necesitada, pero puedo preguntar a Elisaveta qué experiencia tiene.

—Si sabe cocinar, envíamela cuando esté bien —sugirió Natasha—. Mi vieja cocinera murió desde la última vez que me visitaste y tengo necesidad de encontrar una persona que la reemplace antes de que pierda la paciencia tratando de enseñar a una ayudante de cocina cómo hervir agua. Tú sabes, con todos los invitados que tengo, las comidas pueden ser un desastre sin una cocinera adecuada.

—La mujer tiene una niña —dijo Sinnovea a su amiga—. Una hija de tres años.

Natasha sonrió ante la idea.

—Sería bueno escuchar la risa de una niña pequeña en la casa. Hay algunos días en que me encuentro muy sola en ese enorme caserón a pesar de la compañía que tengo. La casa necesita un poco de luz que la ilumine. Y se te van a alejar de mi lado, querida Sinnovea, entonces debo encontrar otra pequeña a quien mimar. —Esta vez Natasha no fingió el prolongado suspiro que indicaba un ánimo nostálgico.— Ojalá hubiera podido tener hijos. Sobreviví a mis tres maridos y ninguno de ellos pudo darme un hijo por mucho que quise.

La delgada mano de la condesa más joven se posó con genuino afecto en la de la mayor, y una sonrisa tierna curvó los atractivos labios de Sinnovea.

—Natasha, siempre pensaré en ti como la mujer que he amado casi tanto como a mi madre —le aseguró.

Lágrimas brillantes empañaron los ojos oscuros de Natasha que miró a su joven amiga con gran afecto.

—Y tú, mi querida y hermosa Sinnovea, eras la hija que nunca tuve, pero siempre quise desesperadamente.

Pasaron varios días después del encuentro inicial con Natasha antes de que Sinnovea volviera a tener autorización para aventurarse más allá de la mansión Taraslov. Su tobillo no le había causado más que un solo día de incomodidad y ya había vuelto a manejar bien sus dos pies. La casa se estaba preparando para la recepción de Iván, y fue por ese motivo que Anna envió a Sinnovea a que hiciera las compras de comida en el mercado de Kitaigorod. Le dieron órdenes estrictas de qué comprar, dónde obtenerlo y cuánto pagar. Cualquier importe por encima del precio fijado tendría que salir de su propio bolsillo. Anna se encargó de enfatizar ese hecho y de advertir a Sinnovea que fuera prudente, si no pagaría por sus excesos. Además, le advirtió que no perdiera el tiempo o habría más castigos esperándola.

Stenka detuvo el coche en la Plaza Roja cerca del mercado de Kitaigorod, y Sinnovea hizo el resto del camino a pie con Iósif y Ali en busca de los productos necesarios. La condesa lucía sus atuendos de campesina, pues no quería dar a los vendedores la impresión de que era una mujer de fortuna. Sabía muy bien que estarían más inclinados a pactar un precio menor si dudaban de su capacidad económica.

Sinnovea marcó el tiempo cuando comenzó, pues tomó la amenaza de Anna muy en serio, y compró con eficiencia, aceptando el consejo y la sabiduría que le ofrecían Iósif y Ali. Cada vez que llenaban la canasta hasta el borde, el lacayo volvía al coche para descargarla, mientras las dos mujeres continuaban revolviendo en las riadi, buscando las mejores verduras y aves de corral. Entre los ruidos de las gallinas y los gansos, Sinnovea y Ali regresaban al coche con Iósif, justo en el momento en que una compañía de soldados montados a caballo se acercaba con sus mejores uniformes. El corazón de Sinnovea dio un salto de rápida excitación al reconocer al coronel Rycroft cabalgando al frente de la tropa en un caballo diferente al que siempre le había visto. Este era castaño oscuro, tan hermoso como el que ella apenas había vislumbrado la primera vez que se encontraron en el bosque, lo que la llevó a pensar que debió haber pagado el envío de este desde Inglaterra. Habría hecho una pausa para mirarlo, admirada, a no ser por Ali que, con la intención de atrapar la atención del hombre, corrió al otro lado del coche para saludarlo con los brazos y gritar su nombre en el momento en que pasaba cerca de ellas.

—¡Coronel Rycroft! ¡Yuju! ¡Coronel Rycroft!

—¡Ali! ¡Basta ya! —dijo Sinnovea sin aliento, avergonzada por la conducta indigna de su criada.

Ali le obedeció al instante, pero para su gran deleite se dio cuenta de que había conseguido atraer la atención del oficial. Una sonrisa divertida torció los labios de Tyrone mientras honraba a la criada con un saludo casual. Luego sus ojos buscaron más allá de ella, a la mujer cuyo rostro llenaba gran parte de sus pensamientos durante la vigilia y todos sus nocturnos sueños de lujuria. Ensombrecidos por un casco pulido, sus ojos azules emanaron una luz propia al encontrar, entre varios cajones con patos y pollos, a la mortificada condesa completamente ruborizada. En ese preciso momento, la joven deseaba con toda su alma que una grieta se abriera en la tierra debajo de sus pies para desaparecer en ella. Como el agujero no apareció, Sinnovea se vio forzada a quedarse donde estaba y someterse a la rápida inspección del coronel que pasaba cabalgando. Ella respondió con un movimiento de cabeza al saludo recibido, pero no pudo ignorar el hecho de que la sonrisa ladeada era mucho más pronunciada de lo normal y que la gente que la rodeaba se daba la vuelta a mirarlos. Si no hubiera sido por los ruidos de las aves, podría haber escuchado los comentarios de las damas que juntaban sus cabezas como melones que caían por un abrupto barranco.

Sin que Sinnovea lo supiera, en el otro extremo de la conmoción, sonreía con serenidad la condesa Natasha Andréievna, que disfrutó cada minuto de lo acontecido y, con el mismo entusiasmo, de los comentarios de su principesca compañía que, como administrador de la corte del zar, conocía los últimos sucesos de palacio.

Sinnovea se sintió miserable cuando se dio cuenta de que había atraído la curiosidad de casi todos los que la rodeaban.

—Ali McCabe! ¡Me haces maldecir el día en que mi madre te contrató!

Iósif y Stenka se tragaron la risa y se consagraron a cargar las compras en el carruaje mientras la irlandesa limpiaba con la mano la sonrisa de su rostro. Fingiendo inocencia y confusión, Ali enfrentó la mirada acusadora de su señora.

—¿Qué he hecho?

—¡Todo lo que no debías! —gruñó Sinnovea y levantó una mano como en una súplica—. ¡Por qué no tendré una criada que sepa mantener la boca cerrada! —Con una siniestra mirada a la mujer, Sinnovea le apuntó con un dedo increpante. —¡Tú, Ali McCabe, has arruinado mi día! ¿No sabes que he estado tratando de evitar las atenciones del coronel Rycroft? ¿Y qué haces tú sino saludarlo desde lejos, con todas tus ganas, como si fueras un vago de taberna? ¡Y a la vista de todos los chismosos! ¿Tienes idea del daño que me has causado? ¡Estoy segura de que llegará a oídos de Anna antes de que lleguemos a la casa!

—Hmmmmm.-Ali recogió los brazos en una postura petulante. —¡Como si no te hubiera cambiado los pañales desde el día en que naciste! ¡Como si no supiera en mi pobre cabeza lo que estás necesitando! ¡Te quejas de mis modales cuando es en los tuyos en los que te tienes que fijar! Tyrone es un gran caballero, ¡aunque lo tenga que decir yo misma! ¡Y si tienes ojos para algo tendrías que pensar lo mismo!

—¿Ah, Tyrone? ¿Y quién te dio permiso para usar su nombre de pila? —dijo Sinnovea imitando su acento—. ¿Tienes tanta confianza en ese hombre? ¡Tyrone!

—¡Es un hermoso nombre irlandés! —protestó Ali—. ¡Un nombre para estar orgulloso!

—¡El coronel Rycroft es inglés! —declaró Sinnovea—. ¡Hecho caballero en el suelo inglés! ¡No es un irlandés!

—¡Ah, es el buen sir Tyrone, ¿no es cierto?! Bueno, te apuesto mi falda a que su madre fue una irlandesa que se supo ganar el corazón de un hombre. —Ali sonrió a su señora que dejó caer los brazos en señal de disgusto.

—No tengo ni la paciencia ni el tiempo de discutir con una mujer de tu temeridad, Ali McCabe —concluyó Sinnovea—. Debo regresar antes de que la princesa Anna envíe a una partida a buscarnos.

—¿No tienes un poquito de curiosidad por saber dónde va el coronel con sus hombres todos tan engalanados? —preguntó Ali, esperando incitar cierto interés—. ¿No podemos seguirlos un poco para ver?

—¡Jamás! —Sinnovea no tuvo contemplaciones con la idea. No iba a permitir que el indomable coronel tuviera el privilegio de pensar que ella estaba detrás de él. La sola idea de alentarlo en sus pretensiones la hizo temblar. Ya había demostrado que era persistente. Sólo podía preguntarse cuán agresivo demostraría ser si se le daba un poco de aliento.