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- ¡Fuera! — El tono atronador de la orden sorprendió a los tres. Un hombre gigantesco se inclinó hacia la puerta para, de ese modo, fortalecer la amenaza de la pistola. Los oblicuos ojos grises del bandido recorrieron uno a uno a los viajeros hasta que se detuvieron a descansar en Sinnovea. Entonces, su boca se ensanchó en una sonrisa maliciosa, oculta apenas por un largo bigote.

—Bueno, bueno, qué linda palomita hemos capturado.

Sinnovea elevó un poco el mentón, más para impedir que comenzara a temblar que por un intento de alardear, pues estaba aterrorizada de lo que la presencia de ese bribón significaba para todos ellos. La aparición del hombre fue tan feroz y tan salvaje que era difícil determinar con exactitud cuál podría haber sido su origen o a qué país había entregado su fidelidad. Tenía la cabeza calva, excepto por una banda de cabello tostado que llevaba atada cerca del cuero cabelludo, con una delgada cuerda de cuero y que colgaba cerca de una de las orejas. Una chaqueta militar de color azul desteñido, que previamente había pertenecido a un corpulento oficial polaco, estaba abierta para acomodarse mejor al pecho contundente. Tal vez con el mismo propósito habían sido arrancadas las mangas dejando los brazos musculosos al desnudo. Tenía una sucia faja amarilla envuelta alrededor de la cintura. Unos pantalones a rayas y de pernera ancha se introducían con arrogancia en los bordes flojos de un par de botas con hebillas de plata como único adorno frívolo.

Con más espíritu del que se había imaginado capaz, Sinnovea intentó hacer una pregunta:

—¿Qué quiere de nosotros?

—Tesoros — respondió el granuja con una risa ahogada. Con un movimiento casual levantó sus hombros musculosos y se explayó en su respuesta —. De una clase o de otra. No hago diferencias.

Iván estiró el cuello todo lo que le permitía su austera vestimenta y observó con detenimiento el arma que los estaba amenazando. Con ansiedad consideró sus perspectivas de supervivencia y llegó a la inmediata conclusión de que, si informaba al intruso acerca de su importante posición, el bandido se cuidaría muy bien de hacerle algún daño. Mientras se apresuraba a poner al tanto de su identidad al gigante, trató de evitar toda mención a la Iglesia, pues decidió que la ocasión se prestaba más a una estrecha vinculación con gente poderosa e influyente.

Aclaró su garganta y trató de asumir una postura más digna de la que había sido capaz de proyectar desde que los forzaron a detenerse.

—¡Le advierto, señor! Tenga en cuenta que no va a ganarse la buena disposición del zar si le hace daño a aquellos a quienes él favorece. — Se golpeó el pecho pequeño con su mano de dedos regordetes a modo de presentación. — Soy Iván Voronski, y he venido de parte de la prima de Su Majestad con el propósito de escoltar a la condesa Zenkovna a Moscú... — Con la mano señaló a Sinnovea, pero la sonrisa del gigante no se había borrado. Las aprensiones de Iván se intensificaron cuando se dio cuenta de que no había logrado impresionarlo. Tan grande era su pánico que emitió las siguientes palabras con un chillido desesperado.

¡Por orden del zar!

El corpulento hombre que bloqueaba la puerta comenzó a reírse a carcajadas, impulsado por un júbilo que parecía acrecentarse hasta que sus hombres comenzaron a sacudirse, destruyendo por completo las expectativas de Iván. Cuando el bandido se serenó lo suficiente como para hablar, se inclinó hacia delante y clavó un dedo largo y grueso en el pecho oscuro del otro hombre, haciéndolo encogerse de dolor.

—¿Qué quiere decir con eso de que viene como escolta? Es demasiado flaco para luchar con Petrov. Es una broma ¿no? Primero tiene que crecer un poco, tal vez después pueda pelear.

Las facciones de Iván se estremecieron con emociones mal reprimidas. Una mezcla de miedo, furia y humillación le volvieron casi incapaz de decir o hacer algo. Sin embargo, cuando la pistola marcó una señal, no tuvo dudas de que debía obedecer. Risotadas esporádicas seguían sacudiendo los hombros pesados y los brazos musculosos de Petrov, que se hizo a un lado para darle al clérigo el espacio suficiente para bajar del carruaje.

Apurado por cumplir con lo que le ordenaban, Iván tropezó y cayó al suelo. Al incorporarse, se quedó helado de asombro al ver la enorme cantidad de bandidos que los rodeaban. No importaba en qué dirección mirara, en todo momento enfrentaba un bastión de hombres montados, vestidos de cualquier manera. Todos llevaban una variedad de armas en la mano, sujetas en fajas o cruzadas sobre el pecho. En la parte trasera del coche, el lacayo tenía un pañuelo manchado de sangre sobre la oreja y observaba con cautela a los atacantes. En el suelo, delante de él, su mosquete, todavía humeante, yacía en el polvo cerca de la rueda trasera. Desde la espalda huesuda de un caballo gris moteado, otro bandolero armado admiraba la librea roja mientras cuidaba que no hubiera señales de resistencia de parte del sirviente. El capitán Nekrasov y sus hombres recibieron una amenaza similar. Una veintena de bandidos o más les apuntaban con sus mosquetes cargados. Los cautivos no tenían ninguna duda de que cualquier intento de oponerse a los designios de la banda resultaría en su completa aniquilación.

Iván Voronski no tardó en darse cuenta de que inclusive un hombre dotado y culto como él no sería considerado con favor o respeto por esos feroces bárbaros. Cuando Petrov volvió a acercarse, tragó con dificultad pues recordó sus temores y comenzó a temblar ante la certeza de que el enorme patán estaba dispuesto a cometer alguna violencia contra su persona. Petrov sólo hizo una mueca divertida y pasó delante de él en camino a la puerta del carruaje. Se estiró hacia el asiento que había sido abandonado por el clérigo y tomó la valija negra que Iván había guardado con tanto celo durante la travesía. Con una risa estrepitosa, vació su contenido en el polvo, a los pies de su dueño.

Al ver sus posesiones tiradas en el suelo, Iván fue sacudido por la conciencia repentina de lo que estaba a punto de perder a manos del ladrón. Con un grito de alarma se lanzó hacia delante, moviendo los brazos en todas direcciones con la intención de recoger sus pertenencias antes de que la bolsa de cuero fuera descubierta, pero Petrov lo hizo a un lado con violencia, pues su oído, bien entrenado, ya había detectado un sonido familiar. Al retirar la bolsa del montón desordenado, el rufián se echó a reír a carcajadas. La arrojó al aire y pronto fue recompensado por el tintineo de las monedas.

—¡Dame eso! — gritó Iván mientras empujaba al hombre robusto con la intención de recuperar la bolsa. Como fracasó estrepitosamente, decidió recurrir a su forma tradicional de persuadir a la gente. — ¡Pertenece a la Iglesia! — afirmó de un modo frenético— . ¡Yo sólo estoy transportando los diezmos para la Iglesia de Moscú! ¡No puede robarle a la Iglesia!

—¡Ajá! ¡Así que el pequeño cuervo ahora bate sus alas como si fuera un gran halcón! — Petrov miró hacia las dos mujeres que observaban, consternadas, desde la puerta del coche y sonrió a Sinnovea. — Este pequeñín protege su oro más que a usted, preciosa.

En busca de más riquezas el bandido se puso de cuclillas y comenzó a desgarrar las vestimentas que yacían en el polvo y las redujo a poco más que harapos deshilachados. Su búsqueda resultó infructuosa y, como venganza, se lanzó sobre Iván. El hombrecito aulló de terror al ver que lo tomaba de la parte delantera del hábito negro e inclinaba su rostro bronceado cerca de las pálidas y huesudas facciones del clérigo. Iván se retorció como un pájaro apresado en una trampa mientras miraba fijo a lo que, por efecto de la distancia, se había convertido en el ojo de un cíclope.

—Le dice a Petrov dónde esconde más oro, ¿eh? — El ladrón le hablaba con un tono de desprecio innegable. — Quizás así, pajarito, él no te destroce.

Aunque Sinnovea había sentido muy poca simpatía por Iván durante el viaje desde Nizhni Nóvgorod, y había sentido repugnancia al ver su riqueza acumulada, no podía permitir que abusaran de él sin ofrecer alguna resistencia.

—¡Déjelo ir! — gritó desde el coche —. Esa valija es lo único que le pertenece. ¡Todo lo demás es mío! Ahora, ¡déjelo ir, le digo!

Petrov hizo lo que le decía e Iván cayó de rodillas, con un tremendo alivio al ver que el gigante le pasaba por encima. Ahora Petrov prestaba toda su atención a la condesa. Se acercó enarbolando una sonrisa llena de dientes y le extendió la mano de gruesos dedos. Sinnovea aceptó la ayuda para salir del coche con tanto valor como le permitían sus miembros temblorosos. Pero casi se echó atrás cuando escuchó la cacofonía de gritos salvajes y rugidos de aprobación emitidos por la banda de ladrones. Semejante respuesta no hizo más que aumentar sus temores. Sobre todo cuando vio que una veintena o más se lanzaban de sus caballos y se empujaban para conseguir una vista más cercana de la poco común belleza de esta boyarda de alto rango. Sus ojos ávidos no dejaron una curva sin tocar, ni un parte de la vestimenta intacta. Sinnovea se sintió completamente desnuda bajo esas miradas atrevidas.

La joven puso rígida la mandíbula para evitar que sus dientes castañetearan cuando un violento escalofrío la atravesó. Tenía miedo de demostrar su alarma para que no la atormentaran aun más, pero cualquiera fuera el sitio donde sus ojos se posaran no encontraban más que miradas lascivas.

Ali McCabe no era una tonta idealista para mantener alguna esperanza de que esos brutos sin ley honraran el código de un señor de alto rango en lo que se refería al trato de una cautiva tan bella y tan preciosa como la que tenían en sus manos. A tropezones, la pequeña mujer salió del coche y tomó un palo que había en el suelo. Se apresuró a colocarse entre su ama y aquellos que trataban de alcanzarla y saborear sus dóciles curvas. Aunque bien hubiera podido significar su propia muerte, la criada se había obstinado en defender a su señora hasta exhalar el último aliento.

—¡Cuidado con lo que hacen, gusanos malditos! — les advirtió en un tono frágil y destemplado —. La primera bestia que intente poner una mano en la condesa Sinnovea se las tendrá que ver conmigo. ¡Y aunque ustedes me derroten les juro que voy a hacerles bastante daño antes de morir!

Sus amenazas tuvieron por respuesta groseras carcajadas. Los merodeadores, ignorando la advertencia continuaron extendiendo sus manos sucias. Ali estaba tan determinada como un guerrero tártaro. Blandió el garrote con intenciones malvadas lastimando una buena cantidad de nudillos que osaron acercarse demasiado a su señora. Los temperamentos se inflamaron ante el movimiento vicioso de su bate y, con los dientes apretados en rezongos desbordados, la banda de marginales comenzó a rodearla con la intención de demostrar a la delgada mujer con cuánta facilidad podían pisotearla bajo sus pies.

Desde un punto de vista ventajoso, fuera de los límites establecidos de la lucha, el capitán Nekrasov observaba de cerca los acontecimientos y pudo percibir que prácticamente se habían olvidado de él. El altercado le dio la oportunidad que había estado buscando para hacer un movimiento en defensa de las damas. Puso manos a la obra; aprovechó la ocasión inclinándose hacia delante en su silla de montar mientras levantaba un brazo para golpear a un jinete que tenía cerca. En menos de un segundo, el rugido ensordecedor de una pistola estalló en el aire anunciando un disparo que desgarró su brazo con un dolor punzante. Nekrasov lanzó un grito por el repentino estallido de sus músculos y aferró su mano a la manga que se teñía de rojo. Luego observó a su alrededor con un atisbo de sorpresa al descubrir que amenazadores mosquetes de, al menos, cinco bandoleros le estaban apuntando. El mismo número de hombres se había adelantado para reprimir su intervención, y por la expresión fija en sus rostro, estaban preparados y más que dispuestos a usar sus armas.

Un cobarde bribón miró al capitán y balanceó su mosquete contra el pecho del oficial.

—¡Morirá, capitán! — le advirtió con arrogancia —. ¡Mueva un solo ojo y verá la muerte! — Hizo un chasquido con los dedos para demostrar con qué rapidez podía deshacerse de él. — ¡Así de fácil!

El capitán apartó la vista del hombre y vio que los ladrones comenzaban a separarse apurados por abrir un camino que permitiera que otro gigante, este de cabello rubio y bien afeitado, se acercara al grupo montado en su semental negro. El recién llegado tenía un pistola en la mano derecha y, mientras guardaba el arma en su faja, sonrió a Nikolái Nekrasov.

—Sus esfuerzos por defender a las damas contra tantos, capitán, me hacen pensar que es usted un necio o un temerario. Si cuida un poco más su vida, tal vez sobreviva al día de hoy.

El liderazgo del que acababa de aparecer quedaba claramente en evidencia por la premura con que los bandidos le habían hecho sitio para que maniobrara con su caballo y se colocara en un lugar donde pudiera observar con mayor comodidad y dirigir todos los movimientos. Desde el punto de vista de los cautivos, era forzoso imaginar que la obediencia de sus seguidores había sido conseguida a través de un hazaña despreciable, lo cuál hacía sospechar que este era todavía más peligroso que sus seguidores.

Los ladrones observaron a su comandante y juzgaron con cautela su estado de ánimo. Como no vieron nada más inquietante que una sonrisa contemplativa, rieron con ruidosa algarabía y aceptaron su silencio como una aprobación. La multitud volvió a prestar atención a la condesa sin dar importancia a Ali, que fue abofeteada sin piedad y rodeada estrechamente de un modo que casi le imposibilitó cualquier movimiento.

Sinnovea se apartó de unos y de otros horrorizada por la situación en que se hallaba y asqueada por los sucios dedos que pugnaban por tocarla. Como si tuvieran un solo cuerpo y una sola mente, los hombres se adelantaban un paso cuando ella retrocedía uno. A su alrededor, Sinnovea veía los ojos ávidos que brillaban de deseo y, aunque trataba de mantenerse lejos de sus garras, el desgarramiento que sufrían sus ropas demostraban a las claras la decisión de desenmascarar las delicias que aún permanecía ocultas a la vista. La joven tenía el sombrero ladeado y una de las mangas de su vestido había sido arrancada y colgaba del hombro. La golilla plisada no había estado al margen de la codicia de los hombres, al igual que los volantes de seda que adornaban la pechera. En una oleada creciente de terror, Sinnovea trató de escapar de los dedos que trataban de apoderarse de su corsé. Consiguieron romperlo parcialmente y abrirlo, lo que permitió ver la larga columna de marfil de su cuello y la plenitud que se henchía por encima del borde de la camisa de encaje. Una mirada fugaz a la carne cremosa pareció encender aun más a los hombres que se estiraron en un apuro frenético por arrebatar cualquier prenda que tuvieran a su alcance.

—¡¡Bestias en celo!! — el líder de cabellos pálidos bramó de repente. Los bandidos, asustados, se retiraron a tropezones a causa de la súbita sorpresa. Sus pasiones se enfriaron con rapidez bajo la mirada de hielo que los barrió.—. ¿Qué pensáis que estáis haciendo? ¿La aporrearíais hasta matarla antes de abandonar este sitio? ¿Esa es la forma en que trataríais a un tesoro tan poco frecuente? ¡Malditos condenados! ¡Puede darnos bastante dinero estando viva! Ahora soltadla y echaos a un lado todos. Desde este momento, la reclamo para mí.

Nadie se atrevió a desafiarlo mientras el señor de los ladrones se abría paso con su caballo entre las filas que se desbarataban con rapidez. Las dos mujeres luchaban por reponerse de su asombro y de su temor ante el bandido que se aproximaba a ellas, pues veían en él el mismo tipo de amenaza que en sus hombres, sólo que ahora en singular. Su conducta aterradora no dejaba lugar a dudas, su reclamo no sería una mejora.

Con un brazo musculoso cruzado sobre el elaborado borde de su montura, el bandido sometió a Sinnovea a un meticuloso escrutinio en el cual recorrió con lentitud toda su delgada estatura. Desde su asiento elevado, tenía acceso a una vista más atractiva de la grieta profunda que se hundía entre los pechos pálidos, y aunque Sinnovea trató de preservar tanto su dignidad como su modestia intentando alejarse de la inspección y sujetando los extremos del corsé desgarrado sobre el pecho, el hombre estaba entusiasmado con lo que veía. Su sonrisa licenciosa transmitía sólo una pequeña dosis de su admiración cuando se excusó.

—Perdóneme la demora en acudir en su ayuda, condesa. Mis hombres son propensos a buscar diversiones donde pueden encontrarlas y reclaman recompensas donde hasta ahora sólo han encontrado injusticia.

—¡Injusticia, dígamelo a mí! — Chilló Ali, furiosa por su afirmación —. ¡Como si no estuviéramos en nuestro derecho de defendernos contra esta banda de asesinos!

El hombre ignoró el desdén de la pequeña criada mientras dirigía la réplica a la señora.

—Lo que ve a su alrededor son hombres cuyas únicas posesiones fueron robadas por aquellos que los redujeron a siervos o a prisioneros por propósitos que están más allá de la simple inocencia. No sentimos amor por los ricos boyardos que ostentan su poder como si hubieran nacido del mismísimo diablo. Créame, condesa, si hubiéramos pensado de ese modo, podríamos haber agregado a su miseria la muerte de sus hombres. Su lacayo y el capitán de la guardia fueron muy tontos al tratar de desafiarnos, por eso, debe estar contenta de que estén vivos y de que mi objetivo sea otro, porque de lo contrario podría haber hecho una excepción ante el intento de herirnos o matarnos. — El bandido hizo un gesto casual con la mano para señalar la escolta de guardias a la que se le había ordenado desmontar. — La vida de cualquiera que intente hacernos daño corre peligro.

Sinnovea levantó el mentón, desafiante, al darse cuenta de que lo había bajado un poco, pero sentía en realidad un terror descomunal. Aunque el hombre había hablado con educación, nada podía quitarle la impresión de que estaba ante un feroz bárbaro del tipo de los que alguna vez cabalgaron con Genghis Khan y su ejército de mongoles, a no ser por sus ojos celestes y su cabello rubio que revelaban que era producto de una raza diferente. Su rostro estaba bien bronceado por el sol, y su mandíbula firme y cuadrada, desprovista de barba. Su cabello estaba cortado tan cerca de la cabeza que se parecía más a un desprolijo cuero cabelludo. Había una cosa segura: era tan buen mozo como su aterradora conducta.

Sinnovea luchó por ocultar el temblor de su voz.

—¿Y qué es lo que usted y sus compañeros pretenden? — preguntó.

Con una confianza desmedida el hombre le sonrió.

—Compartir una porción de sus riquezas... — Sus ojos la acariciaron lentamente con ávida apreciación de lo que estaban observando. — Y tal vez, por un tiempo, la riqueza de su compañía. — Echó su cabeza hacia atrás y rió con todas sus ganas como si estuviera alcanzando por su propio humor. De pronto se calmó y cruzó los brazos alrededor de su ancho pecho en una especie de festiva presentación. — Permítame presentarme, condesa. Soy Ladislaus, hijo ilegítimo de un príncipe polaco y una muchacha cosaca, y estos — e hizo un amplio arco con su brazo para abarcar a sus rústicos compatriotas — son mis cortesanos reales. Me sirven muy bien, ¿no es cierto?

La banda de proscritos se echó a reír ante su ingenio, pero esa declaración arrancó un comentario desdeñoso de parte de Ali.

—¡Un bárbaro bastardo! — se mofó —. ¡Y un ladrón además!

Ladislaus se divertía con la impetuosidad de esa mujer del tamaño de un mosquito. Se rió con suavidad, adelantó su caballo unos pasos separando con deliberación a la criada de su señora.

—¡Sí! Eso soy, mujer. Mi padre pensó pagar sus culpas enseñándome las costumbres y lenguaje de un caballero, pero no sintió ninguna inclinación a darme el regalo de su nombre o de su título. Entonces, soy lo que soy.

Ali lo perforó con una mirada de indignación que casi lo abofeteó y, levantando su arma casera, la blandió hacia donde estaba el caballo. Ladislaus en rápida reacción, dio un puntapié al trozo de madera que estaba en la mano de la anciana y la dejó dando vueltas en el lugar. Ali trastabilló unos pasos mientras luchaba por recuperar el equilibrio. Entretanto, el hombre pasó una pierna por encima de la montura y se deslizó hacia el suelo, pero antes de que pudiera dar un paso, la criada ya estaba de nuevo delante de él lanzando otro ataque con su bastón. El brazo musculoso hizo un gesto casi gentil para arrojar el palo lejos, pero Ali encontró el brazo y lo golpeó con la tenacidad de alguien que, con frecuencia, se dejaba llevar por su temperamento volátil. Irritada como una abeja molesta tras haber sido espantada por la cola de un caballo, hincó sus pequeños dientes en la piel oscura. Un gruñido ronco brotó de la gruesa garganta de Ladislaus mientras se soltaba. En el instante siguiente su puño se lanzó hacia delante y sus fuertes nudillos se descargaron contra el pequeño mentón arrugado. No era una competencia justa. Los ojos de Ali se pusieron en blanco, y la criada cayó con suma lentitud al suelo mientras un vacío sin sentido se apoderaba de su cabeza.

—¡¡Usted es ... un mooonstruo!! — gritó Sinnovea en un tono que rebelaba su indignación. Furiosa por el tratamiento que había recibido su criada, fue hacia él y levantó sus delgados brazos para golpearle en el pecho y la cabeza hasta que Ladislaus se cansó y la arrojó hacia atrás, trastabillando, con una ¿? y un simple movimiento de su brazo. Cuando consiguió detenerse, Sinnovea dio rienda suelta a toda una serie de apelativos —. ¡Usted es un cobarde bufón! ¡Un miserable! ¡Un grosero! — Hizo una pausa lo suficientemente larga como para recuperar el aliento y continuó en un tono más bajo pero con la misma agresividad — ¿Está orgulloso de su hazaña? ¿Qué tiene para decir, bribón? ¿Acaso no tiene coraje de enfrentarse con uno de su tamaño? ¿O es que las formas delicadas se ajustan mejor a su valor?

Ladislaus corrió para impedirle el paso mientras ella trataba de sortearlo para alcanzar a su criada. Pero cuando la muchacha levantó los ojos y se encontró con los de él, Ladislaus se convenció de que estaba en presencia de los ojos más verdes y más furiosos que había tenido ocasión de mirar. Echaban chispas que casi lo quemaban.

—No tiene de qué preocuparse, mi señora — la consoló —. Su criada sobrevivirá a esto con un simple dolor de cabeza como recuerdo.

—¿Debería, entonces, estar agradecida por la gentileza con que nos trata? — Sinnovea lo desafió con la insinuación. Le enfurecía que ella y todos los que la acompañaban fueran completamente vulnerables a los frívolos caprichos de esos criminales sin corazón, y que no hubiera nada en absoluto que ella pudiera hacer para contrarrestar esas ofensas, excepto tratar de herirlo con palabras. — ¡Usted ha abusado del capitán de mi guardia! ¡De mi lacayo! ¡Y ahora de mi fiel criada! Ha detenido mi coche en este camino solitario para hacernos daño mientras da su asqueroso consentimiento a su banda de asesinos para que hagan cualquier acto criminal que puedan imaginar. ¿Qué quiere señor monstruoso, que me arrodille y le ofrezca mis humildes disculpas por atreverme a viajar por el lugar donde se oculta su banda de asesinos? ¡Ja! Sacudió la cabeza y se burló de la mera idea. — Si estuviera armada, señor, usted estaría exhalando su último aliento! Así es como yo simpatizo con sus razonamientos o valoro la forma en que nos trata. No me caben dudas de que su padre, quienquiera que sea, lamenta de todo corazón lo que sembró durante una noche de placer.

Ladislaus acomodó sus enormes puños en la cintura y rió divertido al escuchar esas amenazas y ese razonamiento.

—Estoy seguro de que el viejo pillo ha tenido muchos motivos para arrepentirse, mi señora, pues no le rindo a él más homenaje que el que él me rindió a mí. Fue sólo el orgullo de haber engendrado un hijo varón después de un montón de hijas mujeres lo que lo llevó al educarme. Inclusive intentó llevarme a su casa después de que su esposa muriera, pero mis hermanos no pudieron soportar la idea de tener al bastardo de su padre viviendo bajo el mismo techo y le reprocharon con dureza el haber provocado semejante vergüenza a la familia.

—Una vergüenza que tengo la certeza que usted ha aumentado con placer al convertirse en un ladrón — replicó Sinnovea— . Parece que usted está haciendo un gran esfuerzo por extender su venganza contra él maltratando a otros en sus viciosas aventuras.

—En realidad, usted me deleita con su imaginación, mi señora — le aseguró Ladislaus, mientras sus ojos bailaban con regocijo —. No sólo es muy bella, sino también ingeniosa. — Rió y extrajo mucho de las conclusiones que ella había sacado. — Decir que actúo de un modo vengativo cuando se me presenta una oportunidad tan extraordinaria de apoderarme de tesoros tan poco frecuentes como usted, sería darle demasiado peso a m afán de venganza. ¡Mi señora, tengo un corazón mucho más gentil que eso!

Sinnovea apretó los puños en los pliegues de su falda y juró no revelar toda la dimensión del terror que sentía por ese hombre mientras hacía oír su réplica.

—¡Un bribón amistoso! Se ríe como un idiota y emite amenazas para atemorizarnos sólo después de habernos quitado las armas de nuestras manos. Y con más de sesenta hombres a su lado. Me di cuenta de que usted hizo su aparición mucho después de que el peligro había pasado, como una comadreja que tiene miedo de ser vista.

—Guardo mi genio para cuando los otros pierden el de ellos. — Ladislaus expresó su excusa con una sonrisa jovial que demostraba que las críticas de la joven no lo habían afectado. — Yo observo hasta que todo está asegurado .

—Usted no es más que un cobarde sin nombre que acecha en la oscuridad mientras su ejército de lobos hambrientos se adueña de la riqueza de hombres honestos — se burló de un modo encarnizado.

—Piense lo que quiera, condesa — respondió Ladislaus con una sonrisa confiada —. No logrará cambiar nada. — Echó a la doncella otra profunda mirada que le permitió admirar sus bellas facciones y su suave feminidad. Sus ojos volvieron a deslizarse por el tentador valle que se abría entre sus pechos. Extendió la mano y apenas rozó con los nudillos la mejilla enrojecida y ardiente. — Sin duda, el destino me ha sonreído esta tarde, mi señora, al traerme una boyardina tan encantadora junto con el botín. Me siento honrado por su presencia.

Sinnovea luchó contra un repentino impulso de replegarse ante esos ojos ardientes. Le retiró la mano rechazando el elogio y lanzó una mirada de fuego al rostro bronceado y con la que intentaba demostrar toda la furia que sentía. Mantuvo su postura sin achicarse, aunque en todos sus viajes por el país o por el exterior nunca había visto un hombre tan alto o con hombros tan anchos y poderosos. Por encima de los pantalones que se ajustaban a la altura de su estrecha cadera, llevaba una faja roja y un chaleco de cuero abierto que permitía ver el pecho musculoso. Sus brazos estaban desnudos, surcados por venas y tendones que rendían evidencia visual de que su fuerza podía inmovilizarla a su voluntad.

—¡Bueno, para mí no es un placer estar aquí! — replicó Sinnovea con vigor y se sintió frustrada por la sonrisa resuelta de Ladislaus.

—Puede estar segura, condesa, de que disfrutaré de esta noche con usted como si no tuviera otra. — Su voz denotaba una profunda ronquera que revelaba la atracción que sentía.

Sinnovea estaba decidida a matar con toda rapidez la idea de que él pudiera esperar que ella se sintiera arrebatada por un interludio amoroso entre ellos.

—Si usted piensa que seré una estudiante predispuesta, señor bestial, entonces, permítame que lo desengañe.

—No me importa que ofrezca pelea, condesa, se lo aseguro. — Ladislaus levantó los hombros un breve instante para demostrar que no le preocupaba en absoluto. — A decir verdad en los últimos años me he cansado de las mujeres que me siguen a pies juntillas y hacen todo lo que les digo. He llegado a apreciar más a aquellas que son independientes. Estoy seguro de que su reticencia me resultará estimulante. — Los diente blancos brillaron en agudo contraste con la piel oscura mientras le sonreía. Era muy consciente del odio ¿?? que sentía, y más aun del hecho de que no era persona común, sino una boyardina de buena cepa. Tenía el aspecto de la nobleza, de la gente de alto rango. Se le veía en las facciones delicadas y en la postura erguida. Si se le permitiera emitir un juicio estaba seguro de que ella podía, nada más que con una mirada condescendiente, desafiar el ardor de un hombre menos valiente que él. Había visto una demostración de su espíritu orgulloso, y eso había hecho mucho por borrar la primera impresión de que se trataba de una muchacha completamente fría y altanera. Nada más alejado de la realidad afirmaba en su mente, mientras un calor creciente le derretía los ojos de hielo.

El sombrero de copa alta que le había dado una apariencia gallarda se asentaba ahora de un modo ridículo en la parte alta de la cabeza. Su color negro le daba riqueza al forro verde del borde, que estaba dado la vuelta y se sujetaba al a corona por medio de un broche con incrustaciones de esmeraldas. Sólo podía adivinar el largo del cabello, pues las sedosas trenzas negras estaban sujetas a la altura de la nuca. Algunos mechones desordenados, alterados por su reciente muestra de rebeldía, se escapaban hacia los lados de las sienes como si se hubieran puesto en vilo a raíz de su ataque de furia.

Ladislaus llenó su rostro con una sonrisa mientras le quitaba el sombrero de la cabeza. Comenzó por el broche, lo abrió y lo mantuvo un instante a la luz donde pudo examinarlo mejor. Con una mirada hacia atrás, lo arrojó por encima del hombro a su segundo en el mando. Petrov lo tomó en el aire con ambas manos y se le iluminó el rostro al frotar la joya contra su chaqueta.

—Es tuya, amigo mío, por descubrir el coche de esta dama — declaró Ladislaus.

La sonrisa de Petrov se ensanchó debajo de su tupido bigote.

—¿Qué dices, Ladislaus? Esta es una pieza digna de tu atención.

El señor de los ladrones rió profusamente y deslizó un brazo alrededor de la cintura de Sinnovea ignorando su expresión enfurecida y la atrajo hacia su lado.

—Como puedes ver, Petrov, tengo en mi posesión una pieza mucho más atractiva que ese simple broche, una que me calentará en una larga noche de invierno.

—¿Y Aliona? — preguntó Petrov alzando una ceja —. ¿Qué crees que vas a hacer con ella?

Ladislaus se encogió de hombros con un gesto casual.

—Tendrá que aprender a compartirme.

—¡Déjeme ir! — gritó Sinnovea, luchando contra la sólida musculatura del pecho de Ladislaus que cerró con más fuerza su abrazo. El brazo robusto la mantenía cautiva con una facilidad que la volvía loca y, en un gesto de profundo desdén, aparto la cara cuando él acercó la suya —. ¡Por favor! ¡Se lo imploro! ¡Déjeme ir!

Ladislaus comenzó a reír con suavidad cerca de su oído.

—No hasta que me haya complacido, condesa... y tal vez ni siquiera entonces.

Bajó su brazo y rodeó las voluminosas faldas. La levantó casi sin hacer fuerza y la colocó sobre uno de sus hombros quitándole el aire casi por completo. Hizo una pausa para mirar con curiosidad por encima del hombro mientras un repentino desorden se producía cerca del capitán. Esta vez, Nikolái había dado un puntapié a su caballo con la intención de ayudar a la muchacha, pero el animal fue sometido con rapidez y firmeza por varios bandidos que se acercaron para arrastrar fuera de la silla al oficial, que no se daba por vencido.

—Vamos, capitán — se burló Ladislaus con desdén —. Usted no puede quedarse con ella. ¡No es más que un sirviente del Zar!

Mientras reía sujetaba con más firmeza a Sinnovea sobre su hombro y le daba unas palmaditas en el trasero. La condesa enfurecida gritó su protesta mientras descargaba los puños contra la ancha espalda y exigía su liberación.

—¡Déjeme ir, maldito sinvergüenza!

Despreocupado de la lucha, Ladislaus caminó hacia su caballo y allí delante de sus hombres, emitió una serie de órdenes bruscas.

—¿Por qué miráis como unos tontos? Id a trabajar, ¡todos! ¡Desvalijad a estos hombres y el coche de la dama! ¡Llevaos todo lo que podáis recoger! ¡Luego regresad al campamento y esperadme allí! Los hombres que envié a Moscú pronto estarán de vuelta con nuevos compatriotas. Díganles a las mujeres que preparen un festín para ellos, pues, sin duda, deben de haberse muerto de hambre en las calles de la ciudad y querrán disfrutar de su libertad recuperada. Me uniré al festejo después de haber hecho un poco de ejercicio con esta muchacha. — Una sonrisa lenta torció sus labios. — Si demuestra ser una pieza valiosa, el zar puede ir procurándose otra querida.

A poca distancia, Iván Voronski justificaba su falta de participación en la defensa de la dama mientras observaba los procedimientos. Servir para aplacar la lujuria de ese bárbaro era exactamente lo que la condesa se merecía por haber llevado ese atuendo licencioso. Si se hubiera ataviado con los trajes propios de una boyardina y hubiera prestado atención a sus consejos, habría evitado semejante acoso. ¿Por qué debía ahora llamar la atención de los ladrones y evitar el desastre causado por su estupidez? Sin embargo, el criminal de cabello rubio parecía sentirse bastante atraído por ella, y ¿quién podía asegurar que la condesa hubiera estado a salvo usando el rústico cañamazo de las velas de un barco?

Sinnovea vio que el ladrón la subía a la parte trasera de su caballo. Una vez situada allí, hizo una rápida evaluación de sus posibilidades de escapar. Parecía que el tiempo de la resistencia había llegado, pues las posibilidades iban a disminuir considerablemente una vez que Ladislaus montara delante de ella.

As riendas colgaban alrededor del cuello del caballo y un látigo corto descansaba sobre la silla, cerca de su mano. Sinnovea no se atrevió a perder esa oportunidad. En un desesperado intento por ganar su libertad, tomó las riendas con una mano, el látigo con la otra, y descargó este último contra el brazo de su captor golpeándolo con toda su furia una y otra vez hasta que lo hizo salir de su campo de acción. Eludiendo sus largos dedos, Sinnovea se inclinó hacia detrás e incrustó su pie a la altura del pecho de Ladislaus y luego empujó con todas sus fuerzas.

Ladislaus trastabilló sorprendido ante la violencia del ataque de la dama. Era un hombre acostumbrado a esas lides, pues, con frecuencia, se había encontrado con enemigos en combate, pero había considerado a esta doncella demasiado delicada y frágil para semejante embestida. Sin embargo, ella no era rival de cuidado para un hombre que podía llamarse hombre.

Ladislaus recuperó con rapidez su equilibrio y, con un revés, hizo saltar el látigo, dejando al delgado brazo amoratado y ardiendo y, por un momento, completamente inutilizado, pues cayó inerte sobre el regazo de la joven. Sinnovea apretó los diente para mitigar el dolor y tiró de las riendas que tenía en la otra mano, pero los largos dedos estuvieron allí de inmediato y la despojaron de las cuerdas. Con un miedo creciente a lo que el futuro podía depararle, volvió a golpearlo con el pie, a sabiendas de que no tenía la fuerza suficiente como para oponerse a él por mucho tiempo más. Sin embargo, mientras mantuviera su vigor, no abandonaría la causa. Su intento de alejarlo, no obstante, demostró ser demasiado débil, pues el bandido desbarató, resuelto, sus mejores esfuerzos. En menos de un segundo, Sinnovea tomó conciencia de la fragilidad de sus esfuerzos contra la determinación y la musculatura de Ladislaus, que había colocado una ancha mano debajo de sus faldas y le estaba tomando la rodilla. Sinnovea quedó boquiabierta por el atentado contra su modestia y trató de empujarlo, pero él la sujetó con más fuerza hasta que ella pudo sentir los dedos que se incrustaban con crueldad en su carne. La presión se intensificó hasta un grado sumo y ella se vio forzada a ceder, y cedió dejando de luchar por primera vez, aunque sus ojos todavía ardían con una hostilidad no reprimida.

Ladislaus había ganado la batalla, aunque no todavía la guerra de voluntades. Soltó la rodilla y, con admiración, subió la mano por el muslo desnudo. La expresión conmocionada de Sinnovea y su reacción no fueron de sometimiento. Con un grito de creciente furia, impulsó un brazo hacia atrás y descargó un puñetazo en la mejilla del bandido con la fuerza suficiente como para hacer que su oído resonara.

—¡Sáqueme sus sucias manos de encima, víbora! — Sus ojos echaban chispas. — ¡El zar reclamará su cabeza por esto!

Ladislaus la miró mientras retiraba la mano de debajo de sus faldas y se frotaba con la palma la mejilla enrojecida. Había tenido razón al juzgar que esta dama no pertenecía a una raza tímida y dócil. Por el contrario, estaba demostrando ser completamente intratable en todo sentido de la palabra.

—Antes de que llegue ese día, mi señora — farfulló —, su precioso zar tendrá primero que encontrar hombres que valgan lo suficiente como para atraparme. Y aunque hay rumores en el viento de que ha contratado a caballeros de otros países para instruir a sus soldados en el arte de la guerra, no me vencerán. No hay nadie en su ejército que ya no haya doblegado. Mire a su alrededor si duda de mis palabras. — Demostró su afirmación indicando los guardias que estaban apilados a un lado y luego se acercó un poco y la tomó de las muñecas y la sostuvo con fuerza mientras sus ojos se hundían en los de ella. Si es tan tonta de esperar que algún valiente venga a salvarla... — hizo un movimiento rápido con el mentón en dirección al capitán Nekrasov, que había sido atado, y luego indicó al enfurecido Iván Voronski, al cual le estaban ordenando que se quitara la ropa— ... entonces reconsidere la ridiculez de su razonamiento. Nadie vendrá en su rescate, al menos nadie que pueda ver.

Sinnovea curvó sus dedos con la intención de levantar una mano para tomarle la cara.

—Sin embargo, señor monstruo — replicó —, pagará por esta ofensa, lo atraparán, lo juzgarán y lo colgarán. ¡Y yo estaré allí para verlo! ¡Se lo juro!

Ladislaus se limitó a reír por ese lastimoso intento de amenaza.

—Por el contrario, condesa, usted será a la que tomarán y usarán. Usted es mi prisionera, mientras yo así lo decida...

Sus últimas palabras fueron silenciadas por el rugido ensordecedor de disparos de pistolas. Un alboroto repentino llenó de pronto el claro del bosque. La cabeza de Ladislaus giró abruptamente, justo en el momento en que tres hombres caían al suelo. Por un instante pareció estupefacto al ver a un cuarto hombre caer hacia delante en la silla y luego deslizarse con lentitud hacia el suelo, para yacer allí en un abandono grotesco, con los ojos bien abiertos, mirando sin ver el cielo que se oscurecía.

El estrecho pasaje retumbó con otra descarga sonora que se mezcló con el estallido de pisadas de caballos. Una enorme cantidad de soldados montados apareció a la vista. Un oficial con casco, cubierto de polvo, lideraba el ataque. Blandía la espada por encima de la cabeza mientras los bandidos, sorprendidos, caían unos encima de los otros en su apuro por huir. Los jinetes no tuvieron tiempo de recuperar el ánimo antes de que los soldados estuvieran encima de ellos. El caballo del oficial iba mucho más delante que los de sus seguidores. El militar alentaba a los ladrones a cerrar filas alrededor del enemigo que se había atrevido a interponerse en sus designios. Con un anhelo salvaje se apiñaron alrededor de él tratando de tirar a ese tonto mortal de su silla y hacerle lo que se merecía. Pero como un guerrero vengativo, el hombre llenaba el aire con los gritos de los moribundos que caían barridos por el filo de su espada. Uno detrás de otro eran segados por el golpe feroz y mortal de su hoja hasta que el miedo se apoderó del corazón de los bandidos.

El hombre parecía impenetrable a las armas de sus enemigos hasta que, de los límites exteriores del combate, surgió un enorme Goliat con el pecho grande como un barril, que tomó una lanza y se abalanzó sobre el oficial. El arma se estrelló contra el casco y salió volando. El jinete se balanceó en la silla, inestable, lo que arrancó vivas a los bandoleros. Luego, poco a poco, se adelantó hasta abrazarse al cuello de su semental. Sacudió la cabeza como si tratara de aclarar sus sentidos atontados. Los bandidos recuperaron el vigor, convencidos de que el oficial estaba seriamente inhabilitado. Estaban seguros de que pronto sentiría en su carne toda la furia de su venganza.

Quizá ninguno esperaba eso con más ansias que Ladislaus, que observaba con profunda satisfacción cómo sus hombres se disponían a deshacerse de ese antagonista. Sinnovea sólo pudo gemir de desesperación cuando la banda de proscritos dio rienda suelta a una sarta de gritos ensordecedores celebrando por anticipado la victoria. Se adelantaron en masa para terminar con su presa, y no fue más que medio instante después que se dieron cuenta de su error. Aunque atontado, el oficial no había perdido conciencia del peligro que lo rodeaba y reaccionó con una combinación de habilidad e instinto. Hizo girar su caballo en un círculo cerrado para mantener a los bandidos a distancia, lanzó un golpe espacioso y ondulante con su espada que casi cortó la cabeza de unos cuantos atrevidos. Cuando, por fin, el oficial logró salir por completo de la niebla que lo cubría, la hoja enrojecida volvió a relucir con una meta más clara, azotando a sus víctimas y haciéndolas caer, sin vida, al suelo.

Sinnovea vio que la mirada del hombre buscaba traspasar la refriega que lo rodeaba para descubrir dónde se encontraba ella. En ese momento, se le apareció más como un nombre, aunque el cabello empapado pegado a la cabeza y el rostro cubierto de polvo no eran más que una mancha borrosa en la luz del ocaso. La armadura de su pecho había perdido el brillo, estaba un poco abollada y ensangrentada. Sin embargo, si alguna vez ella se había formado una imagen de un caballero con vestiduras resplandecientes, él se conformaba a esa ilusión y mucho más.

Al ver que ahora su enemigo era capaz de darle caza. Ladislaus no perdió ni un minuto. Con un grito a sus secuaces, les ordenó partir. Saltó delante de su cautiva y golpeó su pesado cuerpo contra la espalda de la condesa. Le importaba un bledo la incomodidad de la dama, pues sólo estaba preocupado por su seguridad. Tiró de las riendas e hizo que el caballo girara. Hincó sus talones contra los flancos del animal para que empezara a correr en retirada.

Sinnovea se sintió aliviada de que el brazo que le rodeaba la cintura fuera fuerte y hábil. De otro modo, podría haberse estrellado contra el suelo, pues el caballo volaba por el camino. Era una mezcla de frisio, fuerte, de largos miembros, y paso ligero. Podía ganarles distancia con facilidad a las razas de piernas cortas comunes en Rusia. Sin embargo, cuando Ladislaus lanzó al animal para que siguiera el camino que tenía delante, Sinnovea vio que el oficial les había dado alcance y que, de hecho, los estaba aventajando. El bandido estaba más que asombrado. Maldijo de un modo salvaje mientras azuzaba al caballo y lo espoleaba obligándolo a una aterradora carrera entre los árboles. Los troncos sólidos eran meras sombras fugaces que pasaban en la oscuridad y aunque Sinnovea contenía el aliento, paralizada, pensando en el momento en que el desastre les detendría la marcha, en un rincón de su mente estaba sorprendida por la agilidad del animal. Sin ninguna duda, el caballo era veloz y de pies alados, y el hombre que lo guiaba tenía los mismos méritos. Sin embargo, el par que los seguía parecían perros de caza lanzados hacia adelante por el olor de la presa.

Sinnovea se encogió por los golpes de las ávidas ramas que se incrustaban con violencia en las trenzas y abrían largos surcos en las mangas. Levantó un brazo para protegerse el rostro de las garras espinosas que la atacaban y producían marcas rojas en los brazos. En silencio oraba para que la cabalgata terminara sin problemas, pero cuando vio un claro delante de ellos, su miedo se intensificó pues se le ocurrió que había una posibilidad de que escaparan al castigo. Sumida en el pánico, miró por encima del hombro, pero no pudo ver más allá del bulto de su captor y no pudo escuchar nada más que la furia del propio paso, el resonar de los cascos del caballo y la respiración agitada del hombre que la retenía.

Llegaron al claro, y Ladislaus, una vez más, miró hacia atrás para tomar conocimiento del paradero del oficial. Hasta entonces, ningún caballo había igualado el paso de su bestia, y después de la sumergida salvaje en el bosque sin senderos marcados Ladislaus esperaba encontrarse muy por delante del otro. En verdad era una conmoción ver la corta distancia que en realidad lo separaba del perseguidor.

No había más que la pausa de un latido del corazón entre la forma ominosa del semental castaño oscuro y su jinete, y los árboles que los estaban protegiendo. Sinnovea ahogó un grito de sorpresa, segura de que el ataque que se aproximaba terminaría con la muerte de todos. Observó los ojos de un penetrante azul acero debajo de unas cejas severas y con un miedo desenfrenado esperó la colisión, sintiendo que no era más que un indefenso gorrión a punto de ser quebrado por el rápido ataque de ese halcón de caza.

Ladislaus soltó un brazo y buscó su cuchillo, pero de inmediato el otro hombre estaba sobre ellos. El oficial se lanzó de su caballo y cayó sobre el hombre que estaba delante de ella en la montura. Ese solo hecho maravilló a Sinnovea por la destreza del soldado, pero en el instante siguiente, ella se desfiguró en una mueca al escuchar que los dos hombres caían en el suelo. Pareció que había transcurrido un segundo cuando escuchó el ruidoso intercambio de puñetazos que encontraban la carne sólida y el rumor de las hojas secas que se desparramaban y crujían mientras los dos hombres peleaban debajo del caballo. Sinnovea se atrevió a mirar hacia abajo, y sus ojos capturaron el relámpago del puñal de Ladislaus que era levantado en alto, pero otra mano se alzó y apretó la muñeca resuelta para mantenerla lejos de su meta.

El caballo, espantado por la pela, se movía nerviosamente sobre los dos hombres que luchaban cuerpo a cuerpo y levantaban pequeñas nubes de polvo con que los cubría. Enfrentada a la amenaza inminente de que el animal se aterrorizara y saliera corriendo con ella encima, Sinnovea trató de evitar esa experiencia y, con suma cautela, se estiro en busca de las riendas que colgaban del cuello del caballo. Le dio unas palmadas y le susurró suaves palabras de aliento en un esfuerzo por calmarlo.

De repente, la cabeza de Ladislaus se sacudió hacia atrás por la fuerza de un puñetazo bien dirigido y golpeó la panza del caballo. En el instante siguiente, Sinnovea se encontró luchando por mantenerse sentada mientras en animal relinchaba de terror y levantaba las patas delanteras. La muchacha retorció con sus manos la crin del animal y se aferró a ella con desesperación, porque era plenamente consciente del peligro de ser arrojada del lomo de un caballo enloquecido. Los cascos delanteros se apoyaron en la tierra por un breve instante, apenas el tiempo suficiente para que Sinnovea se asegurara antes de que el caballo diera un gigantesco salto hacia delante. El corazón de la muchacha latía al mismo ritmo que el salto desenfrenado. La condesa estuvo a punto de ser arrojada de la silla antes de que el animal se lanzara en una aterradora carrera desenfrenada que volvió a llevarlo en zigzag entre os árboles. Aunque su pulso tenía un ritmo desbocado, Sinnovea trató de no ceder a la expresión de su pánico. Sabía que era necesario recuperar el control del caballo para no convertirse en la víctima de su propia histeria, pero era difícil defenderse contra el frío miedo que la asaltaba.

Se inclinó sobre el cuello del animal calculando cada uno de sus movimientos en un esfuerzo concertado por apaciguar su alarma. La habló en un tono de voz contenido y delicado mientras trataba de volver a capturar las riendas que habían salido volando. Pero la amenaza de caerse la inhibió de extenderse lo suficiente y se vio obligada una y otra vez a retraerse a la seguridad de la crin. Luego, al estirar una mano en la misma búsqueda ansiosa, una rama baja enganchó la rienda hacia arriba y la proyectó hacia un sitio que estaba a su alcance. Con angustia, Sinnovea hizo un movimiento envolvente con su mano para agarrarla y, aliviada, tomó la tira de cuero. La buena fortuna estaba con ella, pues apenas un segundo después logró capturar la otra rienda de un modo similar.

El éxito levantó el ánimo de Sinnovea. Sujetó las riendas con seguridad, logrando así algo de control sobre la bestia, al menos lo suficiente como para hacerlo girar y retomar el camino que los conducía de regreso al área donde el carruaje había sido detenido. Sin embargo, el caballo era reticente a reducir la velocidad de su paso, y, aunque ella pudo ver la sombra oscura del coche a través de la niebla profunda, no pudo conseguir el dominio necesario en el tozudo animal como para anidar la esperanza de que sería capaz de detenerlo una vez que lo alcanzara.

Nikolái Nekrasov estaba sentado cerca del coche. Se había sometido a los cuidados de un experto sargento que estaba, en ese momento, vendándole el brazo. El sonido atronador de los cascos atrajo la atención del capitán; levanto la vista y vio que Sinnovea se aproximaba a una velocidad alarmante. De un salto se puso de pie y gritó a sus hombres para que se dispusieran a detener el caballo. En ese mismo instante se adelantaron para formar una barrera a través del camino donde esperaron al animal desenfrenado con los brazos bien abiertos. El caballo, sin embargo, tenía sus propios designios. A poca distancia de la trampa humana, endureció las patas y frenó bruscamente. Luego levantó las patas delanteras como si quisiera atrapar el aire con sus cascos. Parecía que su intención era continuar la marcha cuando se bajó, porque sus ojos buscaron, en un destello, una vía de escape. Esta vez, Sinnovea tuvo la suficiente fortuna de tener a alguien bastante cerca para acudir en su ayuda. El capitán la arrebató de la silla mientras el sargento se hacía cargo de las riendas y las sujetaba con firmeza. El semental bailó a un lado y otro con los ojos enloquecidos por la alarma. Las palabras tranquilizadoras y las palmadas de seguridad del sargento apaciguaron los temores del animal que terminó acostumbrándose a la mano gentil.

Sinnovea, temblando de alivio, se apoyó en el capitán Nekrasov. Sentía como si toda la fuerza se hubiese escapado de sus miembros. Saboreó el brazo consolador que la rodeaba, casi sin darse cuenta de la expresión de Nikolái al clavar sus ojos, por un breve instante, en el corsé desgarrado. Lentamente él soltó el aliento contenido y recuperó el control de sus sentidos. El delicado roce de sus labios contra el cabello de la muchacha pareció accidental, pues continuaba sirviéndole de apoyo, y Sinnovea no le dio mayor importancia. De pronto escuchó la súplica débil y llorosa de Ali que le pedía que se acercara y respondió a ella sin dilación.

—Mi niña — gimió la criada mientras el cochero dejaba de lavarle la ceja para que pudiera incorporarse un poco — . Déjeme mirarla.

Mientras se sometía a la inspección de su criada, Sinnovea hizo su propia evaluación del estado de Ali mirando con atención los rasgos envejecidos en la oscuridad cada vez más profunda. Una contusión de gran tamaño que se estaba volviendo negra cubría el mentón pequeño y arrugado, y a pesar de la escasa luz notó a primera vista la palidez del rostro.

Ali luchaba por incorporarse con la intención de ver mejor a su señora, pero el movimiento demostró ser excesivo y volvió a derrumbarse en los brazos del cochero. Al ver el estado andrajoso de la joven, Ali se echó a llorar y a gemir, preocupada, pensando que había ocurrido lo peor.

—Oh, mi corderita! ¡Mi corderita! ¿Qué le hizo esa bestia?

—¡De verdad, Ali! ¿Estoy bien! — le aseguró Sinnovea mientras caía de rodillas al lado de la anciana —. El oficial del zar vino en mi rescate, y no me ocurrió ningún desastre. He sufrido sólo unos rasguños menores, eso es todo.

Ali sollozó una oración de acción de gracias.

—Gracias al bendito cielo, está a salvo.

—Súbela al coche, Stenka — le ordenó con suavidad al cochero de cabellos canos y ayudó al hombre que, junto con el lacayo, cumplió con lo que se le había pedido— . Despacio ahora, ella se ha llevado la peor parte.

—Iósif y yo nos ocuparemos de ella, señora. No tenga miedo — replicó Stenka y luego continuó — :Descanse usted también. Ha pasado un buen susto.

Sinnovea notó el vendaje bien envuelto alrededor de la cabeza de Iósif y preocupada, apoyó una mano sobre su manga.

—¿Estás herido? ¿Es grave?

Iósif sacudió la cabeza y sonrió.

—No, mi señora, pero hay un agujero en mi oreja lo suficientemente grande como para meterle un corcho.

—Alguna mujer lo encontrará muy conveniente — respondió Stenka con humor. Lo llevará de la oreja en lugar de las narices.

Sinnovea dio unas palmadas en el brazo del lacayo de un modo consolador y logró esbozar un sonrisa burlona.

—Mejor que estés precavido, Iósif. En Moscú hay muchas muchachas bonitas que intentarán aprovecharse de ti.

—Me cuidaré de ellas, mi señora — le prometió Iósif.

Satisfecha de que Ali estuviera en manos expertas, Sinnovea volvió la atención a la situación que la rodeaba. Los hombres de Nikolái habían sufrido sólo heridas menores y estaban ocupados en volver a poner las maletas en el carruaje. El cuerpo de solados que había venido en su rescate había dado caza a los proscritos y ningún miembro de ninguna de las dos fuerzas se había quedado atrás. A poca distancia del coche, el suelo estaba sembrado de muertos y, por lo que ella podía determinar en la oscuridad, los asaltantes eran los únicos que habían sufrido pérdidas, sin duda porque habían sido tomados completamente por sorpresa por el ataque de los soldados.

Consciente de la necesidad de huir del lugar antes de que algunos de los jinetes regresara para reclamar el botín, Sinnovea se dirigió al capitán Nekrasov.

—Debemos partir pronto, antes de que vuelvan a atacarnos.

Nikolái estuvo de acuerdo y dio la orden a sus hombres.

—En cuanto terminen de cargar el coche nos vamos. Debemos apurarnos en llevar a la condesa a un lugar seguro.

Sinnovea miró en derredor un tanto confusa y se dio cuenta de que no había visto al clérigo desde su regreso.

—Pero, ¿dónde está Iván? ¿Qué le ha sucedido?

El capitán Nekrasov se echó a reír y levantó su brazo para señalar hacia un área en sombras más allá de unos altos árboles que estaban a distancia. Sinnovea frunció el entrecejo y trató de ver algo en la oscuridad hasta que una vaga y pálida mancha borrosa se hizo distinguible, algo parecido a la sombra de un hombre pequeño, desnudo.

—Le robaron las ropas, condesa, y también se llevaron todo lo que teníamos para cambiarnos. No podemos darle nada para que se ponga.

Sinnovea sopesó las alternativas, pero fue reticente a ofrecerle algo de sus baúles. Iván había dejado en claro que era contrario a los vestidos europeos y ella tenía serias dudas de siquiera considerara aceptar sus vestimentas frívolas, aun en estado de desesperación.

—Parece que no hay otra opción que buscar ropas entre los caídos— sugirió.

—Ya he asignado esa tarea a uno de mis hombres — le informó Nikolái, inclinando la cabeza hacia los cuerpos desparramados por el suelo —. Aunque la selección no esté de acuerdo con los cánones de elegancia de Iván, es todo lo que hay.

Sinnovea objetó en silencio la idea de quitarle las ropas a un muerto y se excusó.

—Esperaré en el coche, con Ali.

Aunque la noche pronto cayó sobre ellos, Sinnovea y su pequeña comitiva de asistentes se hicieron con rapidez al camino. El ritmo era más cauteloso ahora que la luna creaba ominosas sombras delante de ellos. Cada recodo del camino era abordado con cuidado. Sin embargo, el aire era más fresco y se toleraba mucho mejor el calor opresivo del día.

Una vez más, Sinnovea tuvo que soportar la presencia de Iván Voronski, pero esta vez el clérigo no estuvo tan proclive a discutir. Se sentía completamente humillado. Cuando hablaba, era propenso a musitar enfurecido insinuaciones contra el capitán Nekrasov y sus hombres, pues tenía la certeza de que habían hecho todo lo posible para conseguirle las ropas más vergonzosas que había. Estaba de lo más perturbado por sus contribuciones y no sentía el más mínimo agradecimiento por los inmensos pantalones y la casaca de cuero, ambas prendas impregnadas de olor a transpiración rancia y a ajo, una combinación que obligaba a las otras dos ocupantes del coche a aplicarse pañuelos perfumados en las narices.

Sinnovea se contuvo para no formular ninguna excusa que aplacara las quejas e Iván. Prefirió, en cambio, mantener el pañuelo en su lugar y no soportar el olor que emanaba de sus ropas. También apreciaba la oscuridad que ocultaba las manchas de las prendas, pues deseaba olvidarse por completo del tipo de herida mortal que el anterior dueño había sufrido.

Ya estaban bien encaminados cuando Sinnovea se dio cuenta de que no había hecho ningún intento de enviar a alguno de los hombres del capitán Nekrasov en busca del oficial que había acudido en su rescate. La idea de que el hombre yaciera herido o muerto en el bosque hizo que su indiferencia pareciera una vergonzosa falta de compasión. Se reprendió por buscar su propia seguridad y olvidarse de la seguridad y la comodidad de aquel que había puesto en peligro su vida para salvarla. Había actuado como una cobarde, igual que Iván cuando, sin protestar demasiado y sin levantar un dedo, se había hecho a un lado y permitido que esos bandidos sin ley la acosaran. No se sintió en absoluto orgullosa de sí misma. No podía creer que hubiera encontrado tan rápido alivio al estado de abatimiento en que había caído.