13

EL péndulo osciló durante largas horas hasta que la noche siguió al día, y el día siguió a la noche y la ocasión de la seducción planeada finalmente llegó. Sinnovea estaba tan temblorosa como una joven novia en la noche de bodas, pues comprendía que el coronel Rycroft estaría a su lado y ella trataría de atraerlo con medios que demostraran ser eficaces: con gestos esquivos, sonrisas seductoras o miradas cargadas de deseo. Sin la fineza y la habilidad de mujeres más experimentadas, no tenía forma de saber cómo prepararse para lo que estaba por venir. En cuestiones de persuasión femenina, tendría que confiar en sus propios instintos, pero al elegir un vestido, se puso en manos de Natasha. Un hermoso traje azul oscuro, de diseño europeo, fue el favorito para hacer honor a su suave piel y para mostrar lo suficiente de su pecho sugiriendo sin llegar a la vulgaridad.

—Si al coronel Rycroft le gustara una muestra descarada del busto, querida, estoy segura de que se contentaría con prostitutas. En cambio, ha puesto sus ojos en ti, Sinnovea, y en verdad, tiene buenas razones. Pero no creo que tú le hayas permitido más que una mirada o dos, y de la oreja o la nuca. Por eso, me inclino a decir que los gustos del coronel son más refinados en lo que respecta a la vestimenta de las mujeres.

Sinnovea levantó una mano para separar a un bucle rebelde de su frente mientras trataba de ocultar el vibrante color que se había apoderado de sus mejillas. Ella habría sido la última persona en el mundo en poner en duda la teoría de la mujer, pero se preguntaba si Tironee Rycroft le habría prestado tanta atención si no hubiera visto todo lo que había para ver.

—¿Le has contado a Ali lo que planeaste para esta noche? —preguntó Natasha, sentándose en un sillón mientras Sinnovea salía dela tina y se sumergía en la piscina alimentada por una vertiente subterránea. Ali acababa de partir, pues se había olvidado el bálsamo de violetas para frotar con él la piel de su señora, y como la sala de baños estaba situada en no de los extremos de la planta baja de la mansión Andréievna, era poco probable que la criada regresara al menos por un rato, lo que permitió a Natasha tener el tiempo necesario para seguir preguntando a su joven amiga. Se dio cuenta de que cada vez se preocupaba más por lo que podría suceder a medida que se acercaba el momento de la ejecución del plan—. Ali está fascinada con la idea de que el coronel Rycroft venga aquí. ¿Tiene alguna idea de lo que vas a hacerle a él?

—¿Qué? ¿Y tener que soportar sus reprimendas también? —Sinnovea sacudió la cabeza con una negación rotunda, pero continuó con una objeción a la elección que la mujer había hecho de las palabras. —No es lo que yo le voy a hacer al coronel Rycroft, Natasha, sino qué le voy a permitir que él me haga. No voy a atarle las manos y forzarlo a que se me tire encima, como pareces pensar que haré. ¡Es probable que hubiera menos oportunidad de que sucediera algo escandaloso si fuera tan decidida! Créeme, si las manos del coronel Rycroft se mueven tan rápido y con tanta libertad como acostumbran sus ojos, entonces bien puedo imaginar los peligros de estar a solas con ese hombre.

Natasha alzó una mano para acabar con el discurso de la muchacha.

—No diré nada más, pues es obvio que te sientes molesta por mis lamentos.

—¡Sí! —aceptó Sinnovea con un movimiento de cabeza—. ¡Pronto estarás del lado del coronel Rycroft y no del mío!

Natasha se inclinó hacia delante en el sillón y se tomó su pequeño mentón mientras clavó sus ojos en los de la otra.

—Puedes detestar y cuestionar mi caridad hacia él, Sinnovea, pero debes considerar esto. He visto las armas que tienes a tu disposición y tiemblo de miedo al pensar en el desastre que puedes causar en la vida de este hombre.

Sinnovea enrojeció profusamente al sentir el latigazo de la mirada de la otra mujer, y con un gruñido de indignación se hundió por debajo de la superficie del agua hasta quedar sumergida hasta el cuello.

—No estás siendo justa al ponerte de su parte y no de la mía.

—Al contrario, querida. Cuando te dispones a atraer a un hombre con la intención de usarlo para tus propios fines, no tengo ningún reparo en comparar tus acciones con las de una prostituta, pero temo que tu estrategia es mucho más dañina. Al menos, una prostituta se quedaría y pagaría lo debido, pero ¿qué harás tú? En el momento en que trate de tomarte, saldrás volando por la puerta.

—¡Natasha! ¡Ten un poco de piedad de mí! —se quejó Sinnovea—. ¡Me estás lastimando!

—¡Bien! ¡Porque eso es exactamente lo que tú intentas hacer con él! —la acusó su amiga.

Pequeñas arrugas se formaron en el entrecejo de Sinnovea cuando levantó la vista hacia Natasha.

—¿Tanto te gusta ese hombre?

—¡Sí! ¡Así es!

Sinnovea levantó su delicada nariz recta para indicar su disgusto.

—¿Y me odias tanto por esto que ideé?

Desarmada, Natasha levantó los brazos como en un gesto de súplica.

—Mi queridísima Sinnovea, comprendo por qué haces esto. —Sacudió la cabeza que estaba encaneciendo, abrumada por su propia frustración.— Sólo que no quiero verte perder lo que podría haber sido un gran amor.

—Nunca sabré lo que podría haber tenido con el coronel Rycroft —le respondió Sinnovea con tristeza—. Sólo sé lo que me queda por delante si no recupero mi libertad. ¿No me darás tu bendición?

Una vez más la cabeza entrecana se movió en forma negativa.

—No, Sinnovea, no puedo hacer eso, pero te acompañaré con mis oraciones, pues pienso que las vas a necesitar... tú y el coronel Rycroft. Alexéi puede sentirse tentado de matar a los dos.

—¿Tienes que ser tan pesimista con todo? —protestó Sinnovea.

Natasha observó la radiante belleza de la joven un largo rato antes de expresar sus conjeturas.

—Sinnovea, mi pequeña, pienso que no tienes la menor idea de en qué te estás metiendo.

La puerta se abrió detrás de ellas, y las dos mujeres se dieron la vuelta para ver a Ali que entraba, apurada, con sus pequeños pasos.

—Aquí estoy por fin. —Apenas hizo una pausa para recuperar el aliento antes de seguir.— Estoy todo el tiempo apurada. Es que si esta casa fuera un poco más grande, se podría poner a la mansión Taraslov en el medio y todavía habría lugar para un banquete. La pobre Danika no había visto nunca una despensa tan enorme, para no mencionar las habitaciones que les han dado a ella y a la pequeña Sofía. Pueden estar seguras de que es una pareja feliz.

—Danika es una buena incorporación a mi personal. Es una excelente cocinera —declaró Natasha entre risas—. Estoy segura de que nuestros invitados pronto comprobarán sus habilidades.

—Elisaveta no es menos capaz, pero a ella le preocupa que sus trabajos se pierdan en casa de los Taraslov —interrumpió Sinnovea, en un intento de poner su mente en cosas menos inquietantes que sus planes para engañar al coronel Rycroft. Observó a su vieja criada que se acercaba al borde de la piscina—. ¿Por qué no vas a visitar a Elisaveta esta noche, Ali? Estoy segura de que a ella le encantará escuchar lo bien que está Danika. Stenka puede llevarte y luego pasar a buscarte.

—Sí, señora, eso haré, seguro, pero primero quiero echarle una miradita o dos al coronel Rycroft. Es el hombre más buen mozo que he visto en mi vida.

Sinnovea se sintió inclinada a contradecir semejante alabanza, pues ya había tenido que soportar muchas reprimendas a causa de él.

—Me temo que estás exagerando más de lo acostumbrado, Ali. El hombre tiene un cuerpo agradable, pero, te lo garantizo, su rostro no es capaz de volver loca a ninguna mujer.

Las cejas de Natasha se elevaron, maravilladas, al contemplar a su joven amiga, pero se contuvo y no hizo más comentarios, pues en unas pocas horas más la discusión podía estar terminada para siempre.

El tiempo pasó a toda velocidad hasta que casi llegó el momento de que llegaran los invitados. Natasha hizo un gesto de aprobación cuando Sinnovea extendió las voluminosas faldas de su vestido y bailoteó alrededor de un círculo que dibujó con sus pies.

—¿Estoy aprobada después de tu inspección, condesa? —preguntó la doncella con una sonrisa encantadora.

—¡Con honores! —Natasha declaró con fervor.— Tu collar de zafiros y perlas en forma de lágrimas hace que tu piel parezca tan suave... y el vestido... bueno, ¡es magnífico!.

Sinnovea se alisó las faldas y se dirigió hacia donde podía ver cierto reflejo de su figura en un espejo cerca de la entrada. La rígida golilla color marfil se pronunciaba hacia fuera, como los anchos pétalos de una flor, y parecía dar marco a su rostro y su pecho con sus costosos adornos de encaje. Una pieza similar de encaje, que había sido sembrada de pequeñas perlas igual que la golilla, suministraban una cobertura trasparente para su pecho que parecía, al principio, muy modesto, pero después de una inspección más severa, resultaba extremadamente provocativo al hipnotizar al observador prudente con imágenes de una profunda hendidura que bajaba entre los pálidos pechos carnosos.

El corsé estaba hecho de un terciopelo rico y pesado, bordado con hilos de plata en un elaborado diseño de volutas. Las largas mangas colgaban abiertas para revelar otras mangas interiores pegadas al brazo, adornadas con puños de encaje color marfil sembrado de perlas. La brillante cabellera negra había sido atada en un intrincado tejido de gruesos mechones. En las orejas, perlas en forma de lágrima colgaban de zafiros engarzados con pequeñas perlas y diamantes, mientras que el extravagante collar completaba el sublime cuadro.

—Es evidente que no eres la hija de un pobre —observó Natasha con una sonrisa—. Me temo que el miserable coronel tendrá problemas para recuperar su lucidez después de verte. A partir de ese momento será tan vulnerable como un corderito que llevan al matadero.

—¡Natasha, por favor! ¡No vas a terminar con tus reprimendas hasta que me veas hecha pedazos! —le imploró Sinnovea y, con el gesto de haber sido lastimada, miró de reojo a la mujer—. Por la manera en que me sermoneas, cualquiera diría que eres mi madre.

Natasha torció la cabeza y se echó a reír con todas sus ganas mientras llevaba los brazos a la cintura. Cuando sus ganas de reír se convirtieron en apenas una leve sonrisa, encontró los solemnes ojos verdes que estaban iluminados por un brillo propio.

—Si es tan obvio queme preocupo como una madre por ti, Sinnovea, ¿no puedes entender que quiero tu felicidad por encima de todo? Por eso te ruego que tengas mucho cuidado en lastimar el orgullo del hombre al que estás conduciendo a tu trampa.

Del exterior provino el tintineo de pequeñas campanas, cuando un carruaje entró por el sendero que conducía a la casa, y un momento después, el sonido de voces mezcladas de varios hombres se escuchó cerca de la mansión. Con los ojos fijos, una vez más, en su amiga, Sinnovea logró ofrecerle una trémula sonrisa mientras concedía:

—Haré todo lo que esté a mi alcance para suavizar el golpe que recibirá el coronel.

Natasha inclinó muy levemente su magnífica cabeza en reconocimiento por la promesa de la joven y se adelantó a saludar a sus primeros invitados. Lo prometido sería suficiente para calmar sus aprensiones, al menos por el momento.

Fue cerca del cuarto para la hora cuando el coronel Rycroft entró en el vestíbulo de la mansión Andréievna con su segundo, el capitán Gregory Tverskoi. El ruso estaba vestido con un kaftan de seda azul real y tenía un aspecto bastante atractivo, pero el inglés se había ataviado conforme a la moda de su tierra natal y lucía todo de negro, excepto por los puños bordeados de encaje y una golilla del mismo blanco almidonado. Ali esperaba en las escaleras junto a la entrada, y cuando Tyrone hizo su aparición, tuvo el maravilloso deleite de que él la viera y le hiciera una reverencia.

—Usted ha hecho que mi día fuera más brillante con su alegre sonrisa, Ali McCabe —le dijo—. Hasta ahora no he visto a nadie que pudiera bendecir más mi corazón.

Ali rió con timidez por encima de su hombro mientras se retiraba a la recámara de su señora. Después de haber visto al inglés vestido con sus mejores galas, estaba satisfecha y podía ir en coche a la cocina de los Taraslov para hacer compañía a Elisaveta.

—Ya entiendo por qué Ali lo admira tanto, coronel —comentó Natasha mientras él dirigía su atención hacia ella—. Con un nombre como Tyrone y el encanto suficiente como para derribar el castillo de lord Blarney, ha conseguido abrirse camino hacia ella. Ali está segura de que proceden de la misma raza.

—En realidad, mi abuela es irlandesa —confió Tyrone—, y ella fue la que me crió, pues mi madre a menudo salía al mar con mi padre.

—¿Y su padre, a qué se dedica?

—Es constructor de barcos, condesa, y cuando está de ánimo, marino mercante

—¿No es soldado? —Natasha se echó a reír e hizo un gracioso gesto con su delgada mano mientras agregaba: —Hubiera pensado que él había sido un orgulloso soldado de caballería como usted, coronel. ¿De dónde sacó semejante destreza sobre el caballo si su padre se especializó en construir barcos?

—Mi abuela Megham ama a los caballos. —Un relámpago de dientes blancos acompañó a su respuesta—. Poco después de haber dejado de mamar, ya me puso sobre una silla. Hasta ahora, que tiene setenta y tres años, todavía cabalga una o dos horas cada mañana.

—¿Su abuela no tiene objeciones en que usted esté aquí, en un país extranjero? Estoy segura de que ella preferiría verlo de vez en cuando.

—Sí, por supuesto, pero me temo que es algo inevitable. Al menos por el momento.

Las cejas oscuras se alzaron curiosas.

—Parece muy serio, coronel.

Tyrone se encogió de hombros y no vio motivos para que los hechos sonaran triviales.

—Maté a un hombre en un duelo, condesa, y como su familia tiene rango y posición, mientras que la mía sólo tiene riquezas, me aconsejaron dejar el país hasta que las cosas se enfriaran o ellos pudieran entender razones.

—¿Las razones de una muerte? —Natasha contenía el aliento por temor a la respuesta.

—Fue una pelea por una mujer —murmuró con candidez.

—Oh. —Natasha palideció de manera considerable y consiguió simular una sonrisa temblorosa para ocultar la preocupación por la inocente que estaba a punto de tender a este hombre una trampa. —¿Es proclive a pelear por mujeres, coronel?

—No, por lo general, condesa.

—¿Y la dama? ¿Está contenta de que usted se haya ido?

—Me temo que ya no le importa. Murió poco antes de que dejara Inglaterra.

—Qué triste para usted, coronel. Debe de haberla amado mucho para haber peleado por ella.

—En un tiempo estaba totalmente convencido de que mi amor por ella soportaría todas las pruebas. —Sus labios se torcieron por in instante en una sonrisa amarga.— Estaba equivocado.

Natasha no se atrevió a hacer más preguntas, pues sintió, por la sequedad de su respuesta, que no deseaba hablar más del tema. Con una sonrisa desvió su atención hacia el capitán Tverskoi.

—Qué maravilloso que haya podido acompañar a su comandante hasta aquí, capitán. Estoy segura de que estará complacido con la presencia del príncipe Zherkov y su hija, Tania. Creo que todos ustedes son de la misma provincia.

En virtud de la amistad que la unía con el príncipe y su hermosa hija, Natasha deliberadamente los envolvió en una conversación con Grigori antes de conducir a Tyrone a través de la habitación al lugar donde Sinnovea estaba ayudando a un par de matronas respetables a servirse zkushi y unas copas de amarodina. Mientras trataba de sujetar sus emociones en el momento del encuentro, Natasha sólo pudo rogar que estuviera haciendo lo correcto para los dos.

—Tienes un momento, Sinnovea —murmuró Natasha, acercándose a la joven. Cuando la muchacha se excusó con las viudas, Natasha miró de reojo a Tyrone—. Estoy segura de que ustedes dos ya se han conocido antes, pero quizá no de un modo convencional.

Aunque temblaba hasta la punta de los pies, Sinnovea se aferró a la copa de vino para ocultar que sus manos no podían contener el movimiento y se obligó a sonreír mientras se daba la vuelta para enfrentar al coronel. Temiendo el momento en que sus miradas se cruzaran, bajó los ojos a los zapatos de punta cuadrada atados con prolijos lazos, subió a las pantorrillas cubiertas por gruesas medias negras, siguió por los pantalones a la rodilla de terciopelo negro hasta alcanzar la chaqueta del mismo género adornada con galones. Su inspección siguió subiendo hasta alcanzar los labios, ahora desprovistos de cualquier deformidad, ensanchados en una sonrisa pícara que revelaba unos fabulosos dientes blancos. Con el aliento contenido, Sinnovea levantó la vista para encontrar, por fin, los asombrosos ojos azules que brillaban, divertidos. Entonces, contra su voluntad, sintió que se le caía la mandíbula...

Natasha levantó una mano para presentarle a su invitado con toda la gracia de que era capaz.

—Sinnovea, este es el coronel sir Tyrone Rycroft, de los Húsares Imperiales de Su Majestad...

Tyrone hizo un gesto envolvente con el brazo mientras se hundía en caballerosa reverencia.

—Es un gran placer para mí ser formalmente presentado a usted, condesa Sinnovea.

Sinnovea cerró la boca abruptamente y, nerviosa, desplegó su abanico para ocultar la confusión que la invadía.

—Bueno, coronel Rycroft, nunca lo habría reconocido —admitió sin aliento. El se enderezó y alcanzó una altura colosal por encima de ella, o al menos eso le pareció, pues no recordaba que fuera tan alto. Continuó con una prisa incoherente—. La última vez que nos encontramos, estaba empapado... Bueno, tal vez, en realidad no lo miré tan bien. Usted estaba lastimado antes... Pero estoy muy feliz de ver que se ha recuperado por completo.

La chispa que brillaba en los ojos de Tyrone pareció convertirse lentamente en un fuego abrasador.

—La última vez que nos encontramos, condesa, me temo que los dos estábamos bastante mojados por la lluvia, aunque tal vez no lo suficiente como he tenido el placer de verla.

—¡Oh! —aunque la palabra fue casi inaudible, Sinnovea volvió a abrir el abanico con un apuro desconcertado, intentando ocultar su malestar y refrescar sus mejillas ardientes, sin tener en cuenta que el aire estaba en realidad helado. Trató de mirar de reojo para ver si Natasha podía haber leído algo en ese comentario, pero aun cuando se aseguró de que la mujer no había notado nada, todavía no pudo controlar el galopar de su corazón. —Bueno, no importa— se apresuró a decir, y trató de llenar el espacio vacío con un comentario trivial—. ¡Parece que fue hace tanto tiempo!.

—¿Verdad? —La voz de Tyrone bajó de volumen mientras sus ojos se hundían en la profundidad de los de ella. —Estaba seguro de que fue sólo ayer, pero sin embargo, revivo la experiencia todos los días... todas las noches... cada hora que estoy despierto.

Sinnovea habría volado en cualquier dirección que le permitiera un fácil escape, pero recordó de un modo abrupto su objetivo y miró a Natasha con desesperación, y encontró que la mujer sonreía, satisfecha. No se requería mucha destreza mental para darse cuenta de que la condesa mayor estaba encantada con la capacidad del coronel para ponerla nerviosa y desmantelar sus defensas con suma habilidad.

Sinnovea apretó los dientes tratando de recomponer su postura y golpeó ligeramente el brazo de Tyrone con su abanico, como para reprenderlo por su inapropiado recuerdo del encuentro en la sala de baños y declarar sus dudas acerca del comentario.

—Tal vez deba darle un poco de descanso a su imaginación, coronel. Parece estar bastante excitada.

Los labios de Tyrone se torcieron con humor mientras sus ojos la acariciaban, reforzando el significado de cada una de sus palabras.

—Le aseguro, condesa, que mi imaginación corre desbocada, pero en general dentro de los límites del mismo tema.

Sinnovea hizo un esfuerzo para no volver a abrir la boca y sofocar el rubor ardiente que invadía sus mejillas. Podía imaginar muy bien en qué consistían esos sueños si permitía que su mente se demorara en lo sucedido en la sala de baños. ¡Sin duda, había sido violada una y mil veces en sus fantasías!

En un intento por recuperar su declinante determinación, Sinnovea ganó la batalla contra su compostura y, con deliberación, dio unas palmadas en el brazo del coronel una y otra vez con su abanico. Si hubiera dado rienda suelta a sus verdaderos sentimientos, habría usado el delicado instrumento de una forma tal que le hubiera borrado la sonrisa de sus labios de inmediato.

—Ha venido tantas veces a rescatarme, coronel, que me temo que he perdido la cuenta. Sólo puedo esperar que tenga la misma gentileza conmigo en sus pensamientos. No quisiera tener que reprenderlo por ser vulgar.

Tyrone rió con suavidad ante esa muestra de reprobación, concediendo que ella tenía causas para ruborizarse, pues sus imágenes mentales eran demasiado sensuales y no podían ser compartidas con una joven inocente.

—A veces me encuentro siendo la víctima de mis sueños, condesa, pero ¿puedo suavizar sus preocupaciones con una promesa de mi devoción?

—Una promesa no es suficiente —respondió Sinnovea, con un gesto hechicero. Apenas se sintió reivindicada por su débil excusa y se vio tentada de lograr una venganza mayor—. Necesitaré una prueba más concreta, coronel, y como no le he visto en quince días o quizás un mes, probablemente pueda comprender por qué pienso que usted sólo está jugando con mis sentimientos.

Natasha contuvo la urgencia de dar vuelta los ojos en señal de incredulidad al ver el descarado intento de seducción. Hasta ahora sentía confianza en que el coronel podría cuidarse solo, pero cuando vio los cañones de Sinnovea llenos hasta el tope y prestos para arrancar el corazón del hombre de su pecho, le resultó difícil mantenerse callada y ajena a la situación. Como dudaba de su propia capacidad para resistir más comentarios de este tipo, pidió permiso para retirarse, esperando contra toda esperanza que el plan de Sinnovea no terminara con otro duelo a muerte.

—¿Usted se ocupará de la condesa Sinnovea, no es cierto, coronel? —lo halagó—. Le prometí a la princesa Anna que la protegería bien. —Se echó a reír y encogió ligeramente los hombros mientras explicaba: —Nunca me comprometí a hacerlo sola.

La sonrisa ladeada del coronel apareció, obnubilando a Natasha.

—Será un gran placer consagrarme a esa tarea, condesa Andréievna.

—Llámeme Natasha —le sugirió la mujer—. Todos mis amigos lo hacen.

—Me sentiré honrado, Natasha, si usted me hace el mismo favor. Mi nombre es Tyrone.

La mujer le dio unas palmadas en el brazo, casi con compasión.

—Cuídese, Tyrone.

El coronel respondió con una elegante reverencia.

—Le aseguro Natasha, que siempre dedicaré todos mis esfuerzos en esa área.

—Por favor, hágalo —lo alentó y envió una mirada cargada de significación hacia Sinnovea antes de dejar a la pareja y unirse a las dos viudas que estaban riendo mientras bebían su vino.

Excepto por el salón lleno de gente que los rodeaba y, sin embargo, parecía existir muy lejos de su círculo privado, Tyrone sintió que le había sido otorgado el regalo que tanto había deseado. Como se le había prohibido buscar la compañía de Sinnovea, no iba a desperdiciar ese momento, sino que iba a llenar su mirada hambrienta con la misma esencia de su belleza. Encontró sus ojos mientras le susurraba:

—Es verdad que ha mantenido mis pensamientos y mis sueños cautivos, Sinnovea. A cualquier hombre le resultaría muy difícil olvidar lo que yo he visto.

Sinnovea gruñó por dentro por ese audaz recordatorio.

—No estoy acostumbrada a desvestirme delante de los hombres, coronel, y consideraría una gentileza de su parte si no hablara con nadie del incidente en la sala de baños o cualquier otra cosa que pudiera avergonzarme.

—No tiene nada que temer, Sinnovea —le aseguró Tyrone con una sonrisa—. No compartiré nuestro secreto con nadie.

Los reparos de Sinnovea se vieron suavizados por esta promesa, y la condesa fue capaz de relajarse y beber un sorbo de su vino.

—Me temo que le he hecho muchos reproches por mi preocupación, coronel —admitió—. Mi madre era inglesa, como usted sabe, y me llenó de una gran aversión a bañarme en público. Usted fue mi primer encuentro en una situación así.

Los ojos del oficial se encendieron un poco más.

—Me alegra saber que nadie más ha visto los tesoros que he contemplado.

Sinnovea apenas escuchó sus palabras, pues estaba muy preocupada con su irrenunciable mirada. En todos sus viajes por el exterior o dentro de las fronteras de Rusia, no podía recordar alguna circunstancia en que hubiera encontrado ojos más azules o inclusive más hermosos. No eran en absoluto grises como primero había supuesto cuando los descubrió en el bosque en sombras y luego en la sala de baños, sino de un tono de azul brillante mezclado con un profundo color zafiro. Su rostro bronceado los hacía parecer más vívidos, pero el mismo sol que había oscurecido su piel también había aclarado su cabello. Pálidos mechones cruzaban casi toda la superficie del castaño más oscuro que se evidenciaba mejor en las sienes y en la nuca bien recortada. No estaba de moda que un hombre llevara el cabello tan corto, pero Sinnovea podía entender el mérito de ese corte si se tenía en cuenta el uso constante del casco. Cualesquiera que fueran sus razones, la condesa estaba impresionada por el resultado, porque era un estilo único, digno de admiración. En realidad, tenía que admitir que Ali estaba en lo cierto. ¡Tyrone Rycroft era el hombre más apuesto que nunca hubiera visto! Le parecía bastante dudoso ahora que los acontecimientos de esa velada demostraran ser tan difíciles de soportar como al principio había supuesto.

Sinnovea trató de probarlo con una sonrisa seductora y una mirada traviesa.

—Estoy segura de que la princesa Anna ha tenido éxito en asustarlo, coronel.

Tyrone rió con suavidad.

—Solo me volvió más obstinado en mi intento de impresionar a Su Majestad.

Sinnovea se inclinó un poco hacia delante para apoyar su copa casi llena en una mesa cercana. Un candelabro, ubicado en la brillante superficie de madera, iluminaba con una docena de velas encendidas la suave piel de la muchacha. Un entusiasmo titilante invadió a Sinnovea cuando decidió utilizar la iluminación para sus propósitos y posicionó deliberadamente la batería de sus armas contra el apetito masculino del coronel.

—Por favor, cuénteme, señor, ¿cómo le ha ido en semejante tarea?

—No estoy ... del todo seguro —respondió Tyrone titubeando cuando sus ojos se hundieron donde las pequeñas llamas iluminaban las sombras debajo del ondulante encaje—. Su Majestad todavía no me ha otorgado lo que he pedido.

—¿Y qué es lo que ha pedido, coronel? —Sus pechos se entibiaron de placer cuando la joven tomó conciencia de que la mirada de Tyrone penetraba la frágil tela. Se demoró un poco más en la tarea, frotando con uno de sus delgados dedos el borde del vaso mientras probaba todo el sabor de su mirada. Aunque había sido observada y admirada visualmente antes, esto era como un poderoso néctar que nunca antes había bebido.

—Lo mismo que le declaré cuando la princesa Anna me alejó de su puerta... cortejarla —Tyrone se inclinó hacia delante para tomar la copa como si fuera de él y para llenar su memoria con una imagen más gratificante de sus pálidos pechos. Levantó el vaso hasta sus labios, bebió un sorbo mientras sus ojos brillantes se hundían en los de ella.

—En verdad, mi señora, usted se ha convertido en el deseo de mi corazón.

Sinnovea extendió una mano para alisar el encaje del puño del coronel, evitando la mirada que la acariciaba.

—¿Puedo preguntarle a cuántas doncellas más le ha jurado lo mismo, coronel?

—Pregunte —susurró Tyrone, avanzando un paso hacia delante—, y la respuesta será a ninguna.

—¿Cómo ha escapado a las redes del matrimonio hasta esta altura de su vida? Supongo que usted tiene...

—Treinta y cuatro años, mi señora.

—Lo suficiente como para estar casado... si ha prestado tanta atención a otras doncellas como me ha prestado a mí. —Sinnovea era consciente de que los ojos del coronel bajaban por el escote, pero no hizo ningún intento por negarle acceso a su mirada, aunque la piel le quemaba bajo el calor de esas azules brasas ardientes. Le resultó sorprendente darse cuenta de que su respiración se veía afectada por esa minuciosa inspección, pues era difícil inspirar cuando se sentía devorada por completo.

—¿Hay otras doncellas tan dignas de la atención de un hombre como usted? —preguntó Tyrone—. No he notado si existen.

—¿Está tan empañado en cortejarme? —murmuró y finalmente levantó la vista hacia él.

—Más que empeñado —susurró sin dudar, y se adelantó hasta que sólo la barrera de su falda los mantenía separados. Las ardientes órbitas azules le rozaron los labios, y sin quererlo Sinnovea se abandonó a la suavidad de esta lánguida caricia, separándolos como para exhalar un tembloroso suspiro. No sabía qué encantamiento se había apoderado de su mente, pues podía casi sentir la excitación de la boca del coronel jugando sobre la de ella mientras sus ojos le abrazaban los labios. Lo miró, cautivada, mientras él levantaba la copa y probaba el borde del cual ella había bebido.

—Dulce —suspiró por encima del cristal—. Justo como me había imaginado su sabor.

Sinnovea se liberó mentalmente de la fascinación de esa implacable mirada, respiró profundamente para serenarse y recorrió con los ojos la sala mientras trataba de tranquilizar su pulso acelerado con la imagen de la realidad del mundo que se extendía más allá de su reino privado. Los invitados estaban envueltos en sus propias conversaciones y no les prestaban ninguna atención. Estaban ausentes todos los chismosos ávidos de cualquier información de lo que les sucedía a otros. Por el contrario, cada uno de los invitados parecía estar imbuido en un celo y una pasión por la vida, tuvieran sólo veinte años o cuatro veces esa edad. Eso era lo que hacía que los amigos de Natasha fueran tan interesantes y vitales en espíritu e ingenio. No tenían necesidad de beber de los logros de otros porque habían sacado la mejor tajada de sus propias vidas y fortunas.

Sorprendida, Sinnovea dio un paso hacia atrás al sentir el ligero roce del brazo de Tyrone contra su pecho cuando se extendió para reponer la copa a la mesa. El contacto descargó una repentina excitación en su interior que atentó contra su compostura y hundió sus sentidos en un agitado océano de pasiones en ebullición. Hasta ese momento, parecía que sólo había jugueteado en el límite de su sensualidad, pero era bastante abrumador descubrir con qué rapidez su cuerpo de mujer podía responder a las caricias de un hombre.

Aunque su aliento quedó aprisionado en la garganta, los ojos de Sinnovea se agrandaron y se lanzaron en busca de la mirada minuciosa de Tyrone. Su rostro se encendió mientras él levantaba las cejas, divertido, como si reprobara que ella lo acusara de un crimen cuando bien sabían los dos que ella lo había hipnotizado con su suavidad femenina. La joven tuvo que enfrentarse abruptamente con el hecho de que no estaba tratando con un muchachito inexperto al que podía llevar de las narices con palabras engañosas y sonrisas seductoras. Por el contrario, era evidente que Tyrone Rycroft conocía ese juego mucho mejor que ella. Esta revelación la sacudió: tal vez no fuera ella quien estaba guiándolo a él, sino lo contrario. El la estaría conduciendo a un destino que deseaba evitar con todas sus fuerzas.

De repente, su estrategia parecía muy precaria en contraste con la audacia y el ardor del coronel que estaba avanzando a una velocidad muy superior a la que ella había imaginado, imponiendo un obstáculo imposible de superar a sus aspiraciones. La destreza con que se movía haría que yaciera sobre sus espaldas, despojada de su virginidad antes de haber tenido siquiera la oportunidad de llegar a su casa.

—Debo rogarle que me disculpe un momento —dijo con la respiración entrecortada. Sabía que necesitaba un tiempo a solas para recuperar su valor.

—¿Puedo ayudarla en algo, mi señora? —le preguntó Tyrone con exagerada cortesía. Parecía tan conmocionada por su caricia, que él se preguntaba si se había equivocado al juzgar su fingida indiferencia cuando sus ojos se detuvieron en las curvas que dejaba entrever el encaje—. Parece muy perturbada.

Sinnovea se tragó una réplica pues reconoció el espíritu que había en esa sonrisa ladeada. Tenía que mantener la cabeza en su lugar y no reprenderlo por sus bromas o todo estaría perdido. Levantó una mano para detener su avance y sacudió la cabeza mientras intentaba pasar por detrás de él.

—Debo irme.

—Tal vez una copa de vino ayude a tranquilizarla —sugirió Tyrone, tomando los dedos de la joven entre los suyos y depositando en ellos un beso. No quería que se fuera pues no estaba seguro de que fuera a volver. Después de todo ya había huido como un conejo asustado antes, cuando él intentó presionarla con una respuesta a su solicitud de cortejarla.

—¡Debo irme! —repitió Sinnovea, mientras sentía que el pánico la invadía y que sus dedos temblaban contra los labios del coronel. Desenredó su mano y apretó la palma contra el amplio pecho para impedir una nueva detención—. Por favor, hágase a un lado, coronel.

—¿Volverá? —Las cejas se elevaron aún más al preguntar: —¿O debo olvidarme de que alguna vez la he conocido?

Aunque las palabras fueron dichas en voz muy baja, la pregunta perforó a Sinnovea con la agudeza de un puñal bien afilado. Era el tono de vulnerabilidad lo que le conmovió el corazón e hizo que se detuviera un momento a mirarlo asombrada. Mientras buscaba esos ojos azules que la observaban con detenimiento, se dio cuenta de que esto no era un juego casual para el coronel Rycroft: sus intenciones de cortejarla y de conseguirla para sí eran serias.

El pánico de Sinnovea cedió, y fue capaz de calmar sus temblores al reconocer la preocupación del coronel. ¿Cómo podía un hombre forzar a una mujer a seguir sus ardientes inclinaciones si se interesaba de verdad por sus sentimientos? Una sonrisa tentadora apareció en sus labios mientras su dedo delgado recorría el cordón que cerraba la chaqueta.

—Volveré —le prometió con voz apagada—. ¿Me esperará?

—Todo lo que sea necesario —prometió Tyrone, tomando sus dedos delgados otra vez entre los suyos y llevándolos a los labios para depositar un suave beso en ellos.

Esta vez Sinnovea respondió con una sonrisa más cálida mientras aceptaba la gentil caricia de sus labios como una oferta de paz. Aunque había soportado con cierta reticencia cerca de una docena de esos besos de parte de Vladímir la noche del compromiso, se dio cuenta, por la excitación en que se habían sumido sus sentidos, de que los besos de Tyrone Rycroft en su mano eran una experiencia totalmente diferente de cualquier otra cosa que hubiera vivido hasta ese momento.

Sinnovea, con los ojos de Tyrone detrás de ella, se apresuró a cruzar el gran vestíbulo y a subir las escaleras que conducían a su recámara. Ali había ido a visitar a Elisaveta, lo que permitía a la joven la soledad que necesitaba con desesperación para entender todas las nuevas y extrañas sensaciones que estaba experimentando por primera vez. Caminaba como un gato enjaulado por la espaciosa habitación, sin encontrar una fuente de claridad adonde recurrir para disipar su confusión. Lo que era evidente, sin embargo, era el duro contraste entre su débil reacción a los ardientes reclamos de Vladímir y la estimulación que antes y ahora había sentido con el coronel. Esa misma noche, antes de que la hubiera tocado, se había sentido conmocionada como si su mera presencia pudiera desbocar sus sentidos como los de una doncella estúpida y sin cabeza. Aparentemente existía un gran abismo entre los sentimientos por él y la apatía que sentía por su prometido.

Sinnovea se dirigió a la ventana, la abrió y se apoyó contra el marco. Levantó la vista hacia el cielo iluminado por las estrellas mientras sus pensamientos repasaban los momentos que acababa de pasar con el inglés. Quería sentir la suave frescura del aire de la noche contra su piel y respirarlo con lentitud para sacudirse de encima esas extrañas sensaciones que habían surgido con sus caricias. De forma retrospectiva, el suave roce del brazo contra su pecho era mucho más excitante si se consideraba la osadía de haberlo hecho, aunque de un modo subrepticio, en público.

La luna salió de detrás de una nube, y Sinnovea miró hacia abajo cuando un movimiento en el sendero atrapó su atención. Con una mano, hizo pantalla sobre los ojos para evitar el brillo de las velas de su habitación y miró con detenimiento a la oscuridad apenas iluminada por una linterna hasta que fue capaz de distinguir las figuras de dos hombres de pie, uno al lado del otro. En un momento, reconoció que lemas bajo era el príncipe Alexéi. Su compañero era, sin duda, uno de los guardias que había contratado para vigilarla, pero descubrió que su apariencia la perturbaba bastante. Aunque la cabeza del hombre estaba cubierta por un karalul similar a los que usaban los mongoles un tiempo atrás, su cuerpo poderoso no dejaba de resultarle familiar.

De pronto, Alexéi se adelantó y colocó las manos en sus delgadas caderas mientras la miraba. Su risa apagada rompió el silencio de la noche, echó la cabeza hacia atrás y descargó su hilaridad en el cielo nocturno. Sinnovea se puso rígida al escuchar ese sonido que se burlaba de ella y le sacudía todo su buen ánimo. Sin ninguna duda, supo que se estaba riendo de ella, que se mofaba de todas las esperanzas que tenía de escaparse de él, pero ese desprecio sólo sirvió para solidificar su resolución de guiar a Tyrone hacia la trampa que le había tendido.