14

SINNOVEA recuperó su fortaleza con una intensidad que habría conmocionado a Alexéi si hubiera sabido que él había sido el instrumento para perfeccionarla. Su orgullo se había sentido herido y tenía el insuperable deseo de ver que el príncipe se quedara sin ganas de volverse a burlar de ella. Como una seductora consumada, dirigió su atención a su aspecto, preparándolo para el ataque que ahora estaba determinada a lanzar. Resuelta a no mostrar clemencia para no ser casada y metida en la cama de alguien que no deseaba, reajustó sus encajes, ciñó su cintura delgada un poco más, mientras aflojaba la blusa alrededor del busto, lo que no sólo le permitía respirar mejor, sino también mostrar mucho más. Estaba decidida a volver a poner a Tyrone en la senda de un cortejo más apasionado, y si las advertencias de Natasha sobre los peligros de empujar a un hombre más allá de sus límites eran correctas, entonces haría que el coronel se sacudiera de frustración hasta que se viera obligado a llevarla a su casa.

Para completar la recomposición de su figura, Sinnovea esponjó el ondulante encaje para que se pudieran apreciar mejor las redondas curvas de sus senos y luego aflojó el collar hasta que la perla más grande cayó, tentadora, en la grieta sedosa de sus pechos. Por último, frotó con agua de violetas su cuello y el lóbulo de sus orejas y dejó caer algunos rizos sobre su rostro, todo para beneficio del hombre que quería atrapar.

Sinnovea se examinó de frente y de perfil en el espejo de cuerpo entero que tenía en su recámara y que le devolvía una imagen lista para la acción. Seguramente ningún galeón se habría preparado para una batalla con ese mismo equipamiento ni poseía esas armas en su reserva, pero este delicado navío de suavidad femenina sentía el desafío de la más feroz de las tareas, no la seducción de un pomposo joven, sino la de un hombre de considerable conocimiento y gran experiencia.

Como una brisa fresca de aire primaveral, Sinnovea bajó volando las escaleras hasta el pasillo adyacente al salón principal e hizo una pausa cerca de la entrada en busca de su presa. Descubrió al coronel, de pie junto con varios hombres, a poca distancia, y por la rapidez con que sus ojos la alcanzaron por encima de las cabezas de sus acompañantes, casi pudo creer que había estado esperando con impaciencia su regreso. Su mirada era lenta y meticulosa, medía cada detalle de su belleza como alguien que admiraba y evaluaba una valiosa pieza de arte. Sinnovea no tuvo dificultad en darse cuenta de que él vio y comprendió cosas de ella que nadie antes había visto y comprendido, y que, de alguna forma, muy pocos lograrían alguna vez. Cuando sus ojos acariciaron la negra cabellera, Sinnovea supo que habían descubierto todo el esplendor cuando caían sobre la espalda desnuda. Cuando su mirada se detuvo en el pecho, fue como si él, por el mero gozo de hacerlo, hubiera comparado en su mente cada detalle de la percepción de ese momento con las pálidas redondeces que habían brillado, húmedas, bajo la cálida luz de la luna. Hasta cuando los ojos azules recorrieron toda la longitud de sus amplias faldas, pareció como si en realidad rastrearan debajo de esa plenitud alguna huella de los delgados muslos y pantorrillas a los que alguna vez había tenido acceso.

Sinnovea tembló con las sensaciones que él le despertaba; era como si acabara de acariciarla desde la cabeza a los pies. El calor le encendió las mejillas mientras trataba de liberarse de la esclavitud de los pensamientos del momento. Sin embargo, las impresiones estaban allí, mezcladas con los recuerdos del primer encuentro cuando él la había sacado de las oscuras profundidades de las aguas y ella se había aferrado a él con desesperación, sin darse cuenta del efecto que su cuerpo desnudo tenía en él.

Después de haber tenido un poco más de trato con él, había tomado más conciencia de su masculinidad. Los pechos casi le dolían por la tangible remembranza de ese momento en que había estado apretada contra su cuerpo robusto. Hasta podía visualizar con vívidos detalles el fascinante juego de sus músculos en los hombros, los cordones ondulantes de sus costillas y el vientre plano y macizo, apenas avizorado y, sin embargo, bien definido en su mente, con su sendero de vello que conducía a su ojo de la imaginación hacia abajo, hacia su puro calor masculino. Ahora, de pie, sometida al escrutinio de su mirada abrasadora, todos sus sentidos se combinaban para recordarle lo que ya había experimentado, aunque no podía comprender la importancia de lo que quedaba por delante. Su mente virginal, enredada en las profundidades de su inocencia, no conocía nada más allá del valle donde hasta ahora había pastado y los cuidadosos pero vagos consejos que su madre le había dado respecto de sus obligaciones como esposa. Era el abrupto abismo que se levantaba como barrera a causa de sus limitados conocimientos lo que la desconcertaba y, sin embargo, la seducía con promesas mucho más provocativas e interesantes que cualquier cosa que su madre le hubiera pintado.

Sinnovea respiró profundamente y luego, con un prolongado suspiro, sacó el aire de sus pulmones. Comprometida a mantener su compostura a toda costa, se irguió hasta adquirir el completo estiramiento de su columna en un esfuerzo por levantar el ánimo y refrescar su febril imaginación y los deseos que se habían transformado en una vibrante excitación. No podía permitirse el lujo de quedar atrapada por querer saciar su curiosidad, o enamorarse sin llevar a cabo su plan de seducción. Sería ya bastante difícil mantener la compostura cuando su pulso galopaba y su cuerpo ardía con el recuerdo de ese momento en que se encontró desnuda en sus brazos.

Lentamente, Sinnovea suspiró y se convenció de que estaba calmada como para enfrentar la mirada sonriente de Tyrone sin sacudirse. Estaba cómoda y confiada cuando él se acercó a ella con paso medido. La joven levantó la cabeza y encontró esa mirada inconmovible. A pesar de sus preparativos, sintió que el rubor la invadía mientras él hundía sus ojos en los de ella. Se colocó al lado de ella, y a Sinnovea le faltó el aliento cuando la mano de Tyrone recorrió su espalda, provocando escalofríos de placer a lo largo de su columna y luego se asentó en su cintura donde nadie podía verla.

—Está más hermosa ahora que cuando se fue un siglo atrás —le susurró Tyrone mientras se inclinaba para saborear su fragancia—. ¿O es que me he olvidado de los detalles después de tanto tiempo?

Los ojos verdes subieron hasta encontrar los de él. Sinnovea no podía creer lo perceptivo que era. Era consciente de que esas sonrientes esferas azules se hundían en las de ella como si estuvieran dispuestas a leer todos los secretos de su mente, pero estaba segura de que él no tenía necesidad de leerle los pensamientos. Parecía que ni lemas pequeño de los cambios en su apariencia había escapado a su escrutinio.

En verdad, Sinnovea no tenía forma de discernir si había logrado confundir por completo a Tyrone, ni podía percibir lo alentado que estaba por su reforzada sensualidad. El coronel esperaba que ella volviera envuelta en un chal como una vieja solterona dispuesta a conservar su virtud a toda costa.

—Me he aventurado mucho como soldado —continuó en un tono ronco. El anhelo de su mirada se hizo más evidente cuando sus ojos se deslizaron hacia abajo, hacia el corsé. —Pero ninguna doncella jamás mantuvo mis ojos y mi mente atrapados con tanta firmeza como usted, Sinnovea. Es muy difícil para mí no tocarla como quisiera.

—Me halaga con sus exageraciones, coronel. —Era muy consciente de que los dedos recorrían los lazos de su vestido y tenía la certeza de que, si hubieran estado solos, él habría probado la seguridad del nudo que mantenía atadas las tiras de seda. —Nunca he conocido a un hombre tan entendido en las costumbres de una mujer y que sea capaz de detectar con tanta rapidez sus intentos de recomponer su apariencia. —Bajó las pestañas en gesto de coquetería y echó una mirada hacia arriba a través de las sedosas barreras mientras preguntaba — ¿Tengo la culpa de querer mostrarme lo mejor que pueda para usted?

—¿Puede algún hombre encontrar culpa en la perfección? —contrapuso Tyrone. Su sonrisa era hipnótica, su mirada, autoritaria—. Ha ganado mi atención completa y única, Sinnovea. Sólo deseo que estuviéramos solos, así podría demostrarle cuánto valoro su compañía.

Al comprobar la eficacia de su plan, pero con cautela pues no quería cantar victoria demasiado rápido, Sinnovea sonrió mientras trataba de disminuir el ritmo de su pulso acelerado. Había algo absolutamente sensual en la forma en que él la hacía sentir, y no era, para nada, una experiencia desagradable.

—¿Quizá deba imaginar que desea llevarme a su morada, coronel?

—Es mi más ferviente deseo, Sinnovea. En verdad, el solo pensar en estar a solas con usted me deja sin aliento. Me encanta recordar la excitación de nuestro primer encuentro en la sala de baños y deseo con todas mis fuerzas que se repita un encuentro similar.

—Pienso que debo ser muy cauta —murmuró con timidez—. Dejó que me escapara sana y salva entonces, pero ¿me lo permitiría por segunda vez?

—Dudo mucho de que sea capaz de volver a mostrar semejante fuerza de voluntad —admitió Tyrone y sonrió con un encanto que se estaba volviendo familiar para Sinnovea—. Sin embargo, si tuviera el regalo de una segunda oportunidad, me gustaría que se sintiera inclinada a llamarme por mi nombre. Después de todo, hemos pasado tantas cosas juntos que me parece apropiado. ¿Es Tyrone tan difícil de decir? O Tyre, si usted lo prefiere así. Es como me llama mi abuela.

Sinnovea probó los nombres como si se tratara de una deliciosa fruta.

—Tyrone. Tyre. Tyrone. —Sonrió mientras tomaba una decisión. — Hasta que lo conozca mejor, pienso que Tyrone será suficiente.

—Desde el primer momento, pensé que era una inocente, ciertamente privada de un conocimiento exhaustivo. —Le levantó los dedos hasta los labios mientras declaraba con calidez: —En verdad, mi dulce señora, estaría celoso si fuera de otro modo.

Aplacada por su respuesta y por el persuasivo beso depositado en la punta de sus dedos, Sinnovea encontró su mirada sonriente.

—¿Debería estar celosa de todas las mujeres que le han enseñado a usted?

Tyrone rió por su atrevida réplica.

—No necesita estarlo, mi señora. Desde nuestro primer encuentro, he sido su esclavo absoluto.

Sinnovea arqueó las cejas para transmitir sus dudas y lo desafió en un ligero contrapunto.

—Me pregunto de quién es esclavo, en realidad, Tyrone. Si mío como usted afirma, pues no lo he visto mucho últimamente.

Tyrone colocó una mano sobre el pecho y se plantó en una postura de honesta lamentación.

—Esa es una queja que debe llevar hasta el zar, pues es a él a quien he estado complaciendo, pero aun mientras satisfacía los deseos de Su Majestad, la he tenido siempre en mi mente.

—Una buena excusa, supongo... Sin embargo, he escuchado rumores y no tengo plena seguridad de sus afirmaciones.

Tyrone percibió el deseo de la joven de hablar de las mujeres de su pasado y no le dio oportunidad de hacer más preguntas.

—Aunque deseo mantener su belleza bien escondida de todos los ojos excepto los míos, Sinnovea, debo compartir su deliciosa presencia con un amigo.

Mientras el coronel levantaba su mano para llamar la atención de alguien que estaba en el otro extremo de la habitación, Sinnovea permitió que su mirada se detuviera en los rostros de los invitados en busca del amigo del coronel. Unas pocas velas habían sido apagadas para dar énfasis a un anciano ciego y vestido con simpleza que cantaba una balada que hablaba de un príncipe guerrero y una hermosa doncella. En general, los invitados parecían deslumbrados por el vuelo poético de la historia, pues prestaban poca atención a los otros mientras escuchaban al narrador.

El que respondió a los gestos del coronel era un ruso que estaba acompañado de una joven doncella y su padre cerca de la pared más alejada. Después de notar los movimientos del inglés, el apuesto caballero se excusó ante la pareja y se abrió paso entre los invitados mientras Tyrone tomaba a Sinnovea del brazo y la llevaba hacia la puerta. Con cuidado para que su voz no interrumpiera la canción, presentó al que se había detenido delante de ellos.

—Puedo presentarle a mi segundo en el mando, el capitán Grigori Tverskoi... La condesa Sinnovea Zenkovna.

Con una decorosa reverencia, Grigori replicó con donaire al inglés.

—Es un honor, en verdad conocerla por fin, condesa. —Cuando se enderezó, el capitán le ofreció una sonrisa.— Estoy seguro de que no me recuerda puesto que estaba bastante ocupada con Ladislaus en el momento, pero tuve la suficiente fortuna de estar entre aquellos que acudieron en su auxilio después que su coche fuera atacado por la banda de ladrones. Por supuesto, el tributo corresponde sólo al coronel Rycroft que ordenó a nuestro escuadrón que regresara y descubriera la causa de los disparos que escuchamos.

Sinnovea rió con alegría.

—Estoy segura de que no necesito decirle lo agradecida que estoy por su participación, capitán, y a su comandante por su atención al deber.

—Sinceramente creo, condesa, que el coronel Rycroft ha tenido un gran deleite en haber sido él quien llevó a cabo su rescate. Aunque él ha realizado el mismo servicio a varias boyardinas que habían sido molestadas por rufianes en una estación de carruajes varios días antes del ataque a su coche, pareció que su deseo más ferviente era negarlo cuando lo invitaron a conocer a su padre después de nuestro esperado regreso a Moscú.

Tyrone levantó una ceja desafiante mientras sonreía a su amigo y miraba de reojo a Sinnovea. Usó su buena disposición para aguijonear a su capitán.

—Fue una de ellas, entre todas las hermanas, la que nos invitó. Una que tenía serias dificultades para pasar por la puerta. Sin embargo, creo que estaba dispuesta a ganar el favor de Grigori para que se convirtiera en su esposo. Y mi capitán, para salvarse, se escondió en el ahumadero hasta que se dio por vencida y se marchó con sus parientes. —Tyrone levantó la cabeza y notó que la joven doncella que estaba al lado del príncipe Zherkof miraba con timidez hacia el capitán. Inclinó un poco la cabeza en su dirección.— Percibo que hay otra dama anhelante reclamando su atención, amigo mío. Parece que tiene un don para encantar a dulces damiselas.

La sonrisa de Grigori se ensanchó cuando sus ojos encontraron a la que lo miraba con añoranza. Encaró a su comandante otra vez y, con un golpe seco en sus talones, pidió autorización para partir.

—Como mañana estaremos de permiso, coronel, no voy a volver con usted en el carruaje que contratamos. He aceptado la invitación del príncipe Zherkof para pasar la noche en su casa y recordar el pueblo donde ambos hemos nacido.

Con una sonrisa seca, Tyrone observó al capitán que se apresuraba a volver con la muchacha y su padre.

—Creo que la princesa ha logrado comportarse con Grigori mucho mejor que otras —observó—. De otro modo, estaría corriendo al establo para esconderse.

—Tal vez debería tomar nota de que usted está aquí conmigo y no escondiéndose en otra parte —remarcó Sinnovea, sonriéndole mientras arqueaba una ceja. Tyrone se echó a reír ante la tontería de que él debería volar para esconderse de su presencia.

—Si yo fuera usted, mi señora, me consideraría la perseguida. Si debo ponérselo en términos más claros, estoy bastante ansioso de lograr su compañía.

Sinnovea rió con suavidad en respuesta a esta declaración y tomó conciencia de que sus delgados dedos se entrelazaron con los suyos. La condujo a través del gran salón a un lugar donde podían ver mejor al narrador y eligió un sitio cerca de un corredor con arcos que conducía al jardín. Las puertas estaban abiertas, permitiendo que la fragancia de los capullos penetrara como una brisa gentil, y como los dos estaban totalmente sensibilizados a la presencia del otro y, todavía, no se atrevían a tocarse, Sinnovea se dio cuenta de que no era el frío del aire lo que la hacía temblar. La estimulación de la cercanía de Tyrone y la esencia limpia e ilusoria que emanaba de él la hacía ser consciente de su propia vulnerabilidad. No podía ignorar la extrema atención que él le prestaba, pero, aunque le resultara extraño, no sentía inclinación a escaparse de sus ojos que se aventuraban a ir donde sus manos no podían. Si bien él estudiaba cada uno de sus detalles, no hacía ningún esfuerzo por ocultar su fascinación, obligándola a enfrentarlo con una mirada sonriente.

—¿Está tan hambriento de compañía, coronel, que debe devorarme con los ojos?

—Si estuviéramos solos, Sinnovea —murmuró Tyrone con voz ronca—, le mostraría el hambre que tengo de usted. Hasta entonces, debo hacer mi festín con su donaire del único modo que puedo.

La canción avanzaba, y mientras la suave voz tejía su maravillosa magia, Sinnovea continuaba sin aliento, consciente de la mirada morosa de su compañero y de la forma en que se excitaban sus sentidos. Su esperanza había sido construir su red de seducción alrededor de Tyrone Rycroft de modo que quedara completamente vulnerable a sus encantos; sin embargo, ahora tendía a pensar que ese logro no iba a ser suyo, sino de él. Sin embargo, por temor al fracaso y sus consecuencias, siguió con su juego, incitándolo con una imagen más íntima de su pecho mientras se ponía de puntillas y se inclinaba hacia él para susurrarle al oído.

—¿Ha visto el jardín? Tiene una vista encantadora, incluso de noche.

Con un paso atrás, Sinnovea le sonrió en secreta invitación y luego se deslizó de su lado como un gracioso fantasma. Flotando por la galería, entró en el jardín y se alejó de la puerta. Se colocó debajo de un árbol donde la luna brillante, que se filtraba a través de las hojas, echaba rayos de luz sobre la tierra que estaba a su alrededor y sobre su vestido. Esperó en el silencio tranquilo de la noche, tan calmada como una sacerdotisa romana, pero la serenidad que exhibía era fingida, pues temblaba con la incertidumbre de lo que estaba por venir y de las emociones demasiado nebulosas como para poder comprender. Ahora entendía la importancia de las advertencias de Natasha, pues ella en realidad no tenía mucha idea de lo que había detrás de la puerta que había abierto, aunque estaba segura de que antes de que terminara la noche sus dotes de mujer serían probadas más allá de toda medida.

Un momento después, con discreción, Tyrone entró en el jardín. Al principio, su paso fue cauto. Sus ojos seguían los rayos de la luna y escrutaban las sombras hasta descubrir lo que buscaba medio oculto en las manchas de luz. En un instante estuvo delante de Sinnovea, y en una décima de segundo, buscaba su rostro y los ojos traslúcidos que parecían reflejar sus propios deseos. De inmediato bajó la boca para encontrar la de ella y la apretó en un amoroso beso salvaje que la atravesó con el mismo efecto que un rayo. Sus alientos se confundieron en uno mientras la boca de Tyrone jugaba sobre la de Sinnovea, la acariciaba, la probaba con la lengua, la instaba a una respuesta hasta que ella se elevó y le rodeó el cuello con los brazos. Su beso era mucho más eficaz que el conjunto de las tretas de seducción que había esperado lanzar contra él. Era un néctar dulce y que se subía a la cabeza, más intoxicante que cualquier bebida que hubiera probado en su vida.

Se separaron sin aliento, jadeando como si hubieran corrido sin descanso por las estepas, pero Tyrone no podía contentarse con un mero sorbo. Deseaba agotar la copa. Sus manos se deslizaron despacio por la espalda de Sinnovea, moldeando sus suaves formas y acercándolas a su cuerpo endurecido mientras su boca abierta regresaba a devorar la de ella con hambre desesperada, torciéndose, girando, penetrando en lo profundo de la cálida dulzura, hasta que la joven casi se desvaneció en la intensidad de la pasión. Ahora no había necesidad de simular tretas de seducción. El mundo daba vueltas enloquecido y ella había perdido el débil soporte que hasta entonces la había mantenido vinculada con la realidad. Todos los pensamientos de tácticas planeadas con gran artificio quedaron enterados debajo del alud de ese beso ardiente.

Giró un instante el rostro para recuperar el aliento tembloroso e intentó detener la tierra que se movía y la llevaba con ella. Estaba mareada por la intensidad de su ardor, sin embargo él era el único apoyo estable en el mundo al cual se podía aferrar. Una cálida sacudida la atravesó cuando los labios separados de Tyrone buscaron su oreja y besaron con delicadeza su lóbulo. La misma boca siguió hacia abajo, hacia la pálida columna del cuello, sembrando besos febriles y suaves caricias con la lengua. Sinnovea cerró los ojos, abrumada por el placer de los besos y fascinada por esta primera muestra de placeres sensuales. Abandonó por completo la columna de marfil de su garganta para que él hiciera lo que quisiera. Llevó hacia atrás la cabeza tocada con elegancia hasta alcanzar el borde de la golilla, dejando sólo el pesado collar como obstáculo para impedir el audaz descenso de esos labios. La tentación era demasiado grande para Tyrone. Hizo una pausa de una mera fracción de segundo antes de cruzar la extensión y presionar los labios contra las redondeces maduras por encima del vestido.

Sinnovea contuvo el aliento ante su osado avance. Esa audacia era más que una expresión de sus pasiones masculinas; sin embargo, su inquietud temblorosa no se debía por entero a la modestia lesionada de una doncella inocente. Por el contrario, se había encendido por el ardiente rayo del éxtasis que se catapultaba a través de sus sentidos. En verdad, permitir que sus labios recorrieran con libertad sus pechos era mucho más vivificante que provocarlo con una breve imagen o dos de sus senos y un escote pronunciado.

A pesar de una poderosa urgencia interior que le exigía huir mientras su virtud estuviera intacta, Sinnovea se mantuvo resuelta y se abandonó a los placeres del momento, pues después de todo, consideraba que eran sólo unas delicadas caricias, que no podían causar ningún daño excepto a su modestia. Sin embargo, apoyó con cautela una mano en el pecho del coronel para permitirse una oportunidad de escapar, si surgiera la necesidad.

Las tácticas de Tyrone se habían forjado a lo largo de muchos años de experiencia como soldado, como amante y como marido. Había atravesado el camino dela conquista lo suficiente como para saber de memoria las reglas del juego, fuera en la cama con una mujer, o en el campo de batalla con el enemigo. Como no se le presentaba ninguna evidencia de resistencia, estaba tentado a considerar que este oponente estaba dispuesto a rendirse y se inclinaba a pensar que la reticencia de Sinnovea era en realidad consentimiento. Sin embargo, tenía que moverse con cautela hasta estar seguro de su posición. Por eso levantó la cabeza y volvió a buscar sus labios con un fervor que ella parecía incapaz de resistir. Como soldado, entendía la astucia de aplicar la estrategia de la retirada para confundir al oponente. Su maniobra fue una diestra diversión para calmar los miedos que la doncella pudiera tener y, subrepticiamente, excitar sus sentidos hasta que él pudiera presentar su causa y alentar que ella la llevara a cabo, aunque una sola muestra de su piel suave y dulce lo hizo impacientarse y querer reclamar el terreno que ya había recorrido.

Tyrone se dio cuenta de que había alcanzado una pequeña victoria cuando la mano que se apoyaba en su pecho se deslizó hacia arriba detrás de su cuello. Sonrió mentalmente mientras los delgados dedos jugaban con el cabello muy corto de su nuca, pero evaluó la situación con cuidado y permitió que pasara un momento antes de que su boca siguiera, dejando la de ella palpitante a la espera de sus besos. Volvió a saborear el fragante rocío de su cuello y se aventuró a un terreno mucho más suave y excitante.

Sinnovea contuvo el aliento mientras los besos seguían con la suavidad de una pluma a través de sus pechos, pero apenas estaba preparada para la devastadora salva que él estaba a punto de lanzar. Antes de que pudiera apartarse y reprobar con timidez su osadía, la mano de Tyrone estuvo dentro de su corsé. Esta vez, un gemido salió de su garganta cuando uno de sus pechos quedó prisionero de la palma ansiosa y ardiente y luego desnudo al aire frío de la noche y al calor abrasador de la boca del coronel.

—¡No, señor! ¡No, no debe! —Su conmoción se expresó en un susurro desesperado en la noche mientras trataba de recuperar su decoro.-¡No es apropiado! —Trató de liberarse, pero él la sostenía con un brazo, prohibiéndole la huída.

—Dulce Sinnovea ¿no te das cuenta de cuanto te deseo? —respiró contra su carne—. Soy un hombre hostigado por el deseo de tenerte. Abandónate a mí, dulce amor.

En toda su vida, Sinnovea nunca había experimentado sensaciones tan desenfrenadas como cuando su lengua ardiente le acarició con lentitud el pezón, enviando chispas que llegaron hasta la punta de sus sentidos. Se sentía consumida por el fuego líquido que se expandía por su cuerpo. Las delicias excitadas por el calor sofocante de su boca adormecieron su voluntad de resistir mientras gozaba de cada caricia.

Tyrone deseaba mucho más que sólo probar el sabor de esa dulzura. Levantó la cabeza y buscó los límpidos lagos verdes en busca de alguna evidencia de miedo o de duda y no encontró nada que lo disuadiera de sus propósitos.

La levantó en sus brazos y echó una mirada a su alrededor para encontrar un lugar privado donde pudiera rendirle su más intensa y ardiente atención. Aunque había sido reticente a conseguir su placer sin asegurarse primero un paraíso privado donde pudiera brindarle a Sinnovea todo lo que necesitara para su deleite, sus pasiones estaban saliéndose de cauce. Ya no importaba tanto que no pudiera tenerla desnuda en sus brazos. Un sitio oscuro serviría para saciar su deseo de hacerla suya, y si tenía que hacerlo con los dos completamente vestidos, no sería la primera vez que habría luchado con las voluminosas faldas de alguna rica creación para aplacar el feroz ardor del amor.

Sinnovea estaba abrumada por su propia voluntad de seguirlo, pero un último atisbo de cordura quedaba en alguna región perdida de su cerebro, lo que le permitió reconocer la locura de ser poseída en un momento de pasión desbordada. Luchó por recomponer los fragmentos de su inteligencia mientras enlazó con sus brazos el cuello del coronel y apoyó su rostro en el de él.

—Por favor, no aquí, Tyrone, te lo suplico. Si lo deseas, iré contigo a tu casa.

Temeroso de romper el trance de pasión y confiar en que ella estaría dispuesta después de que se enfriara el ardor, Tyrone la miró en medio de las sombras, consciente del dolor en su ingle que se había manifestado con una palpitante intensidad. Necesitaba aplacar sus deseos en el calor de esa mujer, ni no la atormentadora agonía lo destruiría. Cuando consideró la demora y las posibilidades de que ella volviera a abandonarlo, supo que no podría soportar una larga espera.

—Te necesito, Sinnovea. Me resultaría muy difícil esperar. —Su llamada susurrada apenas no podía transmitir el tormento que lo sacudía. Sus pasiones lo asaltaron cuando bajó la boca para volver a saborear la dulce ambrosía de su piel, casi haciendo trizas su reserva.

Los sentidos de Sinnovea se desbocaron, y por un breve instante, se olvidó de todo excepto del éxtasis de ser devorada por las ardientes olas de excitación que la recorrían. Fue sólo con un gran esfuerzo de voluntad que pudo aclarar su mente y fortalecer su determinación.

—¿Instruirías a una virgen así, en un lugar abierto? —murmuró cerca de su oído—. ¿Dónde podríamos ser descubiertos por cualquiera?

Aunque se negaba a demorar el momento, Tyrone se enderezó mientras luchaba con sus deseos. Ella tenía razón, por supuesto. Ese jardín no era un lugar secreto donde los amantes pudieran abandonarse al festín de su pasión. Ella merecía mucho más, pensó, aunque no fuera más que porque la deseaba más que a ninguna otra mujer que hubiera conocido, incluyendo a Angelina. Había demostrado cuidado y paciencia con su esposa virgen unos tres años atrás. Lo menos que podía hacer con esta doncella era tratarla con la misma consideración.

—Esperar será una prueba muy dura, Sinnovea, pero si eso es lo que deseas, entonces te lo concederé. —La volvió a besar con pasión y dejó que sus pies se deslizaran hasta el piso entre los de él. Luego miró con resignación cómo ella trataba de encontrar el equilibrio y se acomodaba la ropa. —¿Vendrás conmigo ahora? —la urgió—. El coche que he alquilado está esperándome delante de la casa.

—Te ruego un momento más —susurró Sinnovea tratando de recuperar el aliento. Todavía estaba temblando y no podía ignorar el deseo ardiente que él había generado en su cuerpo de mujer—. Si me esperas aquí, regresaré tan pronto como haya cambiado mi vestido y buscado una capa.

—Pero eso no es necesario —razonó Tyrone, ansioso por alcanzar la unión y calmar su lujuria—. Te mantendré caliente y tu vestido no te servirá de nada cuando llegues a mi casa.

Sinnovea se ruborizó ante semejante insinuación. La idea de estar sin sus ropas llenaba su mente de imágenes desenfrenadas en las que los dos se unían totalmente desnudos. La amenaza de volver a enfrentar su masculinidad casi la hizo retractarse de sus planes, pero no podía desperdiciar la única oportunidad de verse libre del príncipe Vladímir y de destruir los proyectos de Alexéi. Su susurro se hizo más intenso al inventar una excusa.

—Preferiría prepararme para ti.

Tyrone consideró su petición, pues entendía esa preocupación femenina. Era su derecho reclamar un cierto tiempo de preparación y venir a él cuando estuviera lista para recibirlo.

—Otro beso antes de que te vayas. —Deslizó los brazos alrededor de ella y la acercó a él. —Debe durarme.

Sinnovea encontró sus labios separados con los de ella y, aunque no sabía demasiado, deslizó su lengua provocativamente en la boca de Tyrone. Avergonzada por su osadía, trató de salir rápido, pero la provocación fue suficiente para despertar en el coronel el deseo de prolongar el beso. Un largo rato pasó antes de que él la dejara y esta vez fue Sinnovea la que no quiso abandonar su abrazo.

—Otro —suplicó. Le rodeó el cuello con los brazos mientas él la apretaba contra él; podía sentir el tumultuoso latido de su corazón.

—Debemos irnos antes de que te posea aquí y ahora —susurró Tyrone mientras su mano buscaba los glúteos de la joven para atraerla más hacia sí—. Es doloroso esperar tanto.

Aunque las capas de faldas le impedían todo contacto íntimo, este reclamo la hizo consciente de su urgencia. Gracias a las sombras que ocultaron su perturbación, Sinnovea se separó de él y lo miró a través de la luz de la luna. El gesto duro que le cruzaba el entrecejo traicionaba su necesidad.

—Me iré a cambiar el vestido y a buscar mi capa. ¿Esperarás aquí por mi?

—¡Sí, mi amor, pero date prisa!

Tyrone casi gruñó en voz alta por la frustración que sintió al verla partir. Empezó a caminar a un lado y a otro, tratando de que sus pensamientos se dirigieran hacia otras consideraciones, pero sabía que si ella no volvía le resultaría muy difícil soportar solo el largo camino a casa. Nunca antes había forzado a una mujer, pero, por la forma en que Sinnovea tenía atrapada su mente, sentía la inmensa atentación de ir a buscarla a su recámara en ese mismo momento.