19

LOS huéspedes abandonaron finalmente la cámara nupcial y la maciza puerta de madera se cerró detrás de ellos, permitiendo que el novio asegurara el cerrojo contra la posibilidad de alguna broma. Cuando algunos de sus oficiales habían ofrecido sus consejos sobre la forma adecuada de instruir a una virgen, Tyrone había asentido con sumo cuidado, y aunque parecía que escuchaba cada palabra, sus pensamientos vagaban, como hechizados, entre los atractivos recuerdos de Sinnovea desnuda en su cama haciéndole un lugar a él. Aun después de haber consumido suficiente vodka para adormecer el lacerante dolor de su espalda, todavía era incapaz de eliminar de su consciencia esa imagen y otras visiones similares. Su mente no estaba tan abotargada como para no poder descartar la mayoría de las sugerencias de sus compañeros considerándolas irrelevantes. Si se mantenía fiel a su resolución, entonces esos consejos valían muy poco, aunque él estuviera dispuesto a usarlos, lo cual distaba mucho de ser su intención.

No era que considerara que sus habilidades eran superiores a las de ellos; en realidad, algunos de los que le habían dado instrucciones tenían fama de ser bastante libertinos y consumados amantes de varias mujeres a la vez. Sin embargo él, tan pragmático en lo referente a su vida personal como en lo que concernía a su carrera profesional, se había limitado a una sola relación romántica seria en cada ocasión desde que había llegado a la madurez; la última y, hasta hacía poco, la más importante, había sido con su esposa, Angelina. Simplemente prefería su forma de hacer las cosas, al menos cuando se trataba de incentivar la participación placentera de una mujer en los íntimos juegos del amor y la pasión. La seductora con quien acababa de casarse había demostrado ser muy sensible a sus artes de seducción si podía creer realmente que el fervor demostrado era genuino y no una parte de su plan; y si las confesiones en el lecho de muerte de Angelina eran dignas de crédito, entonces, según sus propias palabras, ella se había sentido más enamorada de él después del matrimonio. Había sido durante ese largo período de tiempo en que había estado fuera, al servicio de su país, cuando ella se había encontrado demasiado sola y expuesta a otras tentaciones. Al menos eso era lo que le había jurado antes de exhalar su último aliento pidiéndole que la perdonara.

Tyrone entró en el dormitorio y, con cuidadosa diligencia, se aproximó a la enorme cama con baldaquino donde lo aguardaba su segunda esposa. Se había quitado la bata dorada, y en ese momento sus formas femeninas se insinuaban a través de una sábana que ella sostenía sobre el pecho para ocultar todo lo que su delgada camisa dejaba adivinar. Mientras se desabrochaba la chaqueta, su mirada incendiaria recorrió las montañas y los valles que formaban una provocativa geografía bajo la tela.

—El zar Mijaíl tenía razón —subrayó Tyrone con languidez, maldiciendo su lengua por haber perdido su sutil elocuencia. Aun con sus facultades perturbadas por las fuertes bebidas que había consumido, no podía ignorar la tempestad de pasiones que estaba a punto de sufrir en su afán por mantenerse alejado de ella—. Eres muy hermosa, señora mía. Tal vez más que cualquier otra mujer que haya conocido.

Todos los signos de la fingida alegría de Sinnovea habían desaparecido poco después de la partida de las mujeres, y en ese momento miraba a su marido con desconfianza, preguntándose qué debía esperar de él en su presente estado de ánimo y su actual condición. ¿Descargaría su ira contra su delgado cuerpo y la insultaría por haberlo manipulado y engañado? ¿Estaría a punto de maldecir el día en que concibió la idea de utilizarlo para lograr sus objetivos?

—No hemos tenido ningún momento a solas para conversar, Tyrone...

—Así que deseas hablar.

Tyrone ejecutó una reverencia dolorida y trastabilló un poco hacia atrás hasta lograr enderezarse. Sonrió como si estuviera divertido.

—Debes disculpar mi estado —continuó—. Me he comportado de una forma un tanto extraña esta noche, pues he bebido demasiado del fruto de la vid... o más bien de esa bebida mortífera que vosotros, los rusos, consumís copiosamente. Maldita cosa ese vodka, pero calma mi dolor... —Apoyó una mano en el corazón como señalando la zona donde había recibido la herida—. ¿Qué asunto quieres discutir, esposa de mi alma? ¿Mi aversión a ser engañado? —Se frotó el pecho como si la sola idea lo lastimara—. Eso me ha supuesto varias y dolorosas heridas, gracias a ti. Nadie más podría haberme lacerado tan rápido y con tanta habilidad. Mientras yo te ofrecía todo lo que tenía, aunque fuera indigno, tú me tomabas por un imbécil. Ahora este pobre bufón está atrapado, atado por las cadenas del matrimonio, y mientras divisa una confitura tan deliciosa en su cama, su mente se confunde con su deseo, pero no hay escapatoria para él.

Tyrone se apoyó en uno de los postes de la cama, la miró y se inclinó hacia atrás haciendo un amplio gesto con la mano libre como si apelara a una audiencia en busca de respuesta.

—¿Qué piensas, mujer, de mi locura? —inquirió—. ¿Y de la tuya?, dímelo, por favor. Al querer alejarte de un marido, te encontraste atrapada con otro bastante diferente. ¿Estás satisfecha de lo que tu conducta provocó?

Sinnovea se incorporó con cautela, sujetando la sábana sobre su pecho.

—Yo no estaba dispuesta a casarme con el príncipe Vladímir...

—¡Eso ha quedado ya bien claro, mujer!

La invectiva llegó como una aguda réplica mientras Tyrone se quitaba su chaqueta de terciopelo y la arrojaba sobre una silla cercana. Su esfuerzo por mantener un estado de atontamiento no había tenido éxito, pues no estaba tan ebrio como para ser insensible a la visión que se le presentaba. Unas velas delgadas ardían en un candelabro que estaba en la mesa detrás de ella, y las pequeñas llamas emitían su resplandor a través de la fina camisa de color amarillo pálido marcando los hombros, los brazos y lo suficiente de su pecho como para alimentar la hambrienta imaginación de Tyrone y generar en él un profundo deseo de ver todo lo que la sábana ocultaba.

Se sintió más que un poco abrumado por las circunstancias al contemplar a su joven esposa, pues se dio cuenta al evaluar la belleza de Sinnovea que ahora la deseaba más que antes de su frustrada unión, si eso era posible. Ninguna mujer había provocado su imaginación de esa manera. Desde el principio, ella se había adueñado de su mente como nunca nadie antes lo había conseguido; jamás se había sentido tan perturbado por el imperioso deseo de poseer a una mujer. Ahora, parecía que estaba destinado a sufrir un castigo aún mayor. Su obsesión se había fundido con su afán de venganza y la necesidad de mitigar su dolor, su orgullo y su frustración por el único medio por el cual podría encontrar alivio. Si ella, deliberadamente, había hecho el papel de mujer fácil para seducirlo y hacerlo entrar en su juego, trataba de convencerse a sí mismo, ¿no sería justificable servirse de ella con idéntico propósito?

—Lo que me pregunto es si estás satisfecha o no con lo que obtuviste con tu juego.

Las mejillas de Sinnovea se encendieron mientras trataba de encontrar una respuesta que aplacara de un modo adecuado el resentimiento y la ira de su esposo. Si le contestaba que estaba enormemente satisfecha de tenerlo a él como marido, entonces podría pensar que había obrado intencionadamente para conseguir ese fin. Por otro lado, sería una mentira deliberada decirle que no se había enamorado de él. ¿O acaso no se había empeñado todo el tiempo en ignorar lo que sentía por él, y ahora estaba comenzando a comprobar la existencia de un vínculo cada vez más fuerte?

—¿No puedes contestarme? —preguntó Tyrone, cáustico. Sinnovea percibió la animosidad en su tono y le ofreció una súplica apenas musitada.

—¿No puedes ver la verdad por ti mismo?

Bajó la vista para no enfrentar sus ojos de acero, pues dudaba de que cualquier respuesta que le diera fuera suficiente. ¿Por qué, por todos los cielos, tenía que tratar de explicar su satisfacción con él cuando no podía hacer otra cosa que temblar bajo esa mirada de halcón feroz?

—¿Acaso cualquier doncella no te preferiría por marido en lugar de un anciano patriarca? —alegó—. Pero yo no quería atraparte...

—¡No! —Su tono era sarcástico—. ¡Sólo querías usarme como un juguete sin valor y hacerme a un lado cuando hubieras terminado conmigo! ¡Para ti no fui más que un lascivo fanfarrón! ¡Un galán ansioso que servía a tus necesidades provisionalmente, y el precio que estabas dispuesta a pagar por mis servicios era, evidentemente, tu virtud!

Se alejó de ella, enfadado. Cruzó la habitación y entró en el vestidor, encontrándose frente a un ejército de zapatos prolijamente dispuestos en pequeñas bolsas de seda sobre los estantes, cajas de sombreros tapizadas y joyeros lacados, todo en riguroso orden, al igual que adornados baúles y armarios llenos de vestidos, enaguas y camisas de encaje. Asombrado por la abundancia de ropas, Tyrone probó la riqueza de las telas y levantó la delgada batista de una camisa a contraluz para admirar su textura.

Sus propias ropas y posesiones habían sido ordenadas con esmero al lado de las de ella, pero, para su sorpresa, estaban más a mano. Se asombró de la consideración que había mostrado para con él. En realidad, Ali podría haber tratado de favorecerlo con ese arreglo, pero la pequeña criada nunca habría tomado la iniciativa si su ama no se lo hubiese indicado.

Pestañeó de dolor varias veces al quitarse la camisa que se le había adherido a la espalda y la dejó a un lado. Escogió una de las dos jarras disponibles, la que sintió más fría, y vertió el agua helada en la palangana. Después de lavarse se sintió ligeramente más despejado, al menos lo suficiente como para mantener cierta esperanza de permanecer con la cabeza bien puesta sobre los hombros una vez que se introdujera en la cama al lado de su atractiva esposa. Pasado ese punto, confiaba en que el estado de su cuerpo lo sumiría en un profundo sueño, del cual esperaba no despertar hasta la mañana siguiente.

Antes de regresar a la habitación, Tyrone se puso un par de calzas que ocultaban su desnudez, lo que en ese momento parecía una necesidad crucial. El lado de la cama más cercano a la antecámara estaba esperándole, pues su esposa lo había dejado libre para él y la parte superior de la sábana estaba doblada como en una invitación. Mientras se echaba, trató de evitar la mirada cauta de su mujer y, en busca de otra distracción recorrió el dormitorio, comprobando la riqueza del espacio y la decoración de una femenina elegancia. Era evidente que Natasha valoraba a la joven lo suficiente como para alojarla en una de las mejores habitaciones de su mansión. El nunca había gozado de semejantes lujos desde que había abandonado Inglaterra, y aun entonces, todo había sido mucho menos espléndido. La casa estilo Tudor de su padre, que le había sido otorgada después de su boda con Angelina, era amplia y cómoda, pero estaba amueblada en el mismo estilo que su diseño, lo cual implicaba algo mucho menos suave y delicado comparado con ese nirvana femenino.

Tyrone se acercó al candelabro y apagó las pequeñas llamas. Se giró y dio la espalda a su esposa, tratando con toda la prudencia de que era capaz de evitar los estímulos visuales que estaban allí esperando para tentarlo. Si alguna vez se había preguntado qué deliciosa tortura sería, en ese momento lo estaba comprendiendo con toda claridad. Cuando las sábanas de seda y la delicada camisa abrazaban sus curvas de un modo tan provocativo, era una agonía pensar que, por su propio decreto, no podría probar, tocar o mirar los tesoros de sus formas femeninas. La simple conciencia de su proximidad y el recuerdo de su respuesta a la pasión que él había desatado hizo que su sangre hirviera por sus miembros, y agradeció a las sombras que le permitían algún refugio mientras se quitaba las calzas. Se sentó en el borde de la cama, retiró la prenda y buscó la sábana, pues no quería regalarle una sensación de triunfo al ver su falta de rígida disciplina...

Las velas que estaban encendidas detrás de Sinnovea eran las únicas que suministraban algo de luz a la habitación, pero eran suficientes para que ella viera las horribles marcas que surcaban la espalda de su marido. Las líneas se extendían hacia el extremo derecho, donde el borde del látigo se había descargado, y aunque estaban en proceso de curación, quedaba todavía una zona hinchada junto a una amplia llaga, que indicaba una infección en la carne debajo

de una oscura costra. Al ver eso, Sinnovea saltó de la cama. Tyrone no era un hombre que poseyera tanto control como para poder resistir sin tomar nota de su apenas velada desnudez. Miró por encima del hombro y vio que pasaba su bata dorada por encima de la cabeza y se dirigía al vestidor mientras la prenda se deslizaba por su camisa. Cuando regresó un momento después, llevaba con cuidado una vasija llena de agua, una pequeña toalla en el brazo y un frasco ancho y bajo que contenía un bálsamo de fuerte olor.

—Tienes una infección en parte de la espalda —le informó Sinnovea, colocando el recipiente en la mesita de noche—. Necesita limpiarse y que se aplique un emplasto para curarla completamente.

Tyrone se llevó las calzas al regazo, por primera vez en su vida incómodo por lo que su desnudez pudiera revelar.

—No me molesta en absoluto ahora.

—Pero lo hará si lo dejas como está —le replicó Sinnovea encendiendo la lumbre para poder prender de nuevo las velas—. Necesito tu daga para abrir la herida...

—¡Te he dicho que la dejes como está! —exclamó Tyrone, previendo el desastre que ocurriría si permitía que esas manos lo tocaran.

Podría haber soportado sin problemas la agonía si sólo hubiera estado pensando en su espalda, pero era ese cúmulo de pasiones reprimidas que bullía en su interior el que estaba tratando de mantener bajo control y el que más lo preocupaba. Un suave roce de su mano y todas sus restricciones y resoluciones sucumbirían.

Sinnovea intentó desafiar su tono autoritario. —¿Por qué no me dejas que te cure?

—Puedo hacerlo solo —gruñó obcecado.

—No lo creo —lo reprendió con suavidad, e inclinó la cabeza hacia el pequeño banco que estaba cerca de la cama—. Ahora, ¿puedes sentarte allí y dejarme que me ocupe de tu espalda?

Pasó un largo rato en que ella vio cómo se marcaba cada vez más la arruga en el entrecejo. Tyrone no la miraba; tenía la vista fija en las llamas titilantes de las velas hasta que ella se inclinó hacia él con una pregunta urgente:

—¿Coronel Rycroft, tienes miedo de que te toque? Tyrone no pudo más y estalló.

—¡Sí, maldición! ¡Ya te lo he dicho antes! ¡No quiero nada de ti, y mucho menos tu compasión...!

Ante semejante descarga, Sinnovea trastabilló hacia atrás y lo miró con dolor, confundida. El apuesto rostro estaba rígido, transfigurado, pero en su obstinación se negaba a levantar los ojos para encontrar su mirada. Con lágrimas angustiadas desgarrándole el pecho así como los ojos, Sinnovea tomó el recipiente y, con un sollozo, dio media vuelta, volcando gran parte del agua sobre el pecho de Tyrone en su prisa por huir.

Él se sorprendió y perdió su orgullosa modestia cuando el escudo protector cayó de su regazo. En el breve instante que le llevó recuperar su dominio y buscar las calzas caídas, los ojos acuosos de Sinnovea volaron hacia él y se agrandaron por el asombro.

Tyrone apretó los dientes mientras ella buscaba su mirada. Con un gruñido sordo arrojó la prenda, pues ya no había razón para servirse de ella. ¿Qué más tenía que esconder, cuando con una sola mirada ella lo había despojado de su orgullo?

—¿Qué esperabas? —gritó—. ¡No soy de piedra! ¡Por Dios, mujer, déjame en paz!

Después de protestar, se tapó con la sábana hasta la cintura y rodó hacia el lado izquierdo, lejos de ella, reclamando su espacio en la cama. Se negaba a mirarla; golpeó la almohada debajo de su cabeza y dirigió la vista con enfado al resto de la cama.

Sinnovea no estaba menos disgustada por esa muestra de mal carácter. Llevó la vasija al vestidor y allí dio rienda suelta a su rabia cambiándose la camisa por un camisón que la cubría, desde las muñecas y los tobillos hasta el cuello. Las lágrimas que surcaban sus mejillas no pudieron ser controladas ni aun cuando regresó a la habitación. Con una mirada humedecida a la espalda indiferente de su marido, apagó las velas de la mesita de noche de su lado, y caminó hacia el que le correspondía e hizo lo mismo. Se deslizó en la cama bien lejos de él, y después de considerar por un momento lo incómoda que se estaba, dio una o dos vueltas mientras se alejaba un poco del borde. Se cubrió con la sábana y las mantas hasta arriba y miró una vez por encima de su hombro. Luego se acomodó y continuó llorando en silencio.

Tyrone estaba furioso, sin duda más consigo mismo que con su esposa. Todo lo que había tratado de hacer era curarle las heridas, pero los pensamientos de él no habían sido tan inocentes. Se había sentido perturbado por la urgencia de su deseo con ella tan cerca y tan tentadora, y la realidad de su inconsistencia sólo había añadido carbón a su temperamento ya encendido. No importaba hasta qué punto él o su orgullo hubieran sido heridos por sus maquinaciones; eso no negaba el hecho de que todavía quería empujarla contra el colchón y descargar sus crecientes deseos en la cálida dulzura de su mujer. Aun en ese momento en que sólo veía la negra cabellera y el cuerpo estilizado cerca de él en la cama, tenía que luchar contra un deseo incontrolable de besar esas lágrimas y calmar sus sollozos con suaves palabras de tranquilidad.

La tentación era demasiado amenazadora. Tyrone cerró los párpados apretando con todas sus fuerzas mientras sus músculos seguían tensándose en sus mejillas, pero logró contenerse. Su dedicación necesitó de un gran esfuerzo, pero finalmente logró poner coto a sus pensamientos y comenzar a trazar un plan para una incursión fuera de los límites de la ciudad de Moscú. Era evidente que tenía que mandar a su explorador, Avar, para que espiara el campamento de Ladislaus antes de aventurarse con sus hombres en semejante maniobra, pues era mucho más fácil que pasara inadvertida una sola persona que todo un regimiento.

En el silencio de la habitación, los novios yacían juntos a menos de un brazo de distancia, totalmente conscientes el uno del otro, pero sin hablarse o moverse. Bien podrían haber sido estatuas por la rigidez que mostraban. Fue Sinnovea la primera que se entregó a un sueño exhausto, y, al escuchar su suave respiración, Tyrone siguió por fin el mismo camino. Durante unas tres horas o más durmieron un sueño ligero. El breve descanso les permitió aliviar ligeramente la tensión de estar juntos y al mismo tiempo separados.

Ya habían pasado las dos de la mañana cuando Tyrone se despertó de pronto, consciente de que Sinnovea abandonaba la cama. Intrigado, observó cómo se dirigía a una esquina de la habitación, donde un rayo de luz de luna plateada penetraba a través de las ventanas y revelaba los cautos movimientos de la mujer; los ojos de Tyrone seguían cada una de sus acciones. Primero extendió una mano; luego, con sumo cuidado sacó la daga de su esposo de su vaina, que colgaba junto con la espada del cinturón que había dejado en el respaldo de una silla. De puntillas, volvió a su lado de la cama, y Tyrone, incapaz de discernir con claridad cuál era su intención, se preparó para un ataque, confiado en que podía superarla con facilidad si lo intentaba. Se prometió que si ella trataba de hacerlo, conseguiría que su matrimonio se anulara en ese mismo momento sin considerar las amenazas del zar. ¡Su lucidez debía ser seriamente cuestionada si permanecía con una mujer que estaba loca!

Tyrone frunció el ceño al ver que se levantaba la manga de su camisón y apoyaba el filo del cuchillo en la parte interior de su antebrazo. Su objetivo estaba bastante claro. Con un rugido ronco, se arrojó a través del estrecho espacio, cortándole el aliento a Sinnovea, cuya cabeza se giró con la primera intromisión del sonido. Un grito de dolor salió de su garganta cuando él le cogió la delgada muñeca y se la retorció con fuerza hasta que el arma cayó de su mano.

—¿Qué es lo que intentas? —le preguntó Tyrone con rudeza—. ¿Te quitarás la vida porque te has visto forzada a casarte conmigo?

—¡No! Ése no ha sido mi propósito —le aseguró Sinnovea en una voz que se quebraba casi tanto como ella temblaba.

La conmoción del rápido ataque había producido una descarga en cada nervio de su cuerpo. Bien podía entender cómo se habían sentido los hombres de Ladislaus cuando Tyrone se lanzó contra ellos. El hecho de que ahora estuviera desnudo en la cama a su lado contribuía poco a su tranquilidad. Aunque la única iluminación provenía de la luna, era suficiente para definir con claridad sus formas masculinas.

Tyrone arrojó la daga a un lado, pasó sus largas piernas por el costado de la cama y se puso de pie. El dormitorio se iluminó bastante cuando encendió varias velas. Decidió enfrentarla de nuevo. Le tomó el mentón con la mano, le levantó el rostro hacia la luz y lo mantuvo así hasta que sus ojos se hundieron en los de ella en busca de alguna evidencia de la verdad. Su tono al interrogarla revelaba la sospecha.

—¿Qué otra razón podías tener para herirte el brazo con mi daga?

—Por favor, Tyrone, debes creerme. No intentaba quitarme la vida. —Le falló la voz al tratar de asegurarle y explicarle sus doloridas razones—. Es sólo que nosotros estamos aquí... en esta habitación... juntos... y sin embargo no pareces inclinado a prestarme ninguna atención. Por la mañana, las damas vendrán a ayudarme a vestirme. Si no hay sangre en la sábana como prueba de mi virginidad, me sentiré avergonzada ante ellas.

Lentamente Tyrone comenzó a comprender, y arqueó una ceja mientras valoraba la actuación de su hermosa mujer. Era evidente que se sentía avergonzada de tener que explicarle sus razones así como le angustiaba su incapacidad de escapar a la deshonra que sufriría debido a esa muestra de falta de intimidad.

Tyrone tomó una decisión repentinamente: recogió el arma e hizo retroceder a Sinnovea al abrir, con rapidez, en el interior de su propio brazo, una pequeña herida. Varias gotas rojas surgieron de inmediato y, sentándose otra vez al lado de su esposa, se echó estirándose hasta la mitad de la cama y dejó que la herida goteara sobre la sábana. Luego buscó alrededor algo con que limpiarse el resto de la sangre.

—¿Te servirá esto? —le preguntó mientras levantaba la vista para encontrar a Sinnovea, que lo miraba con los ojos abiertos de asombro.

—Sí, por supuesto —se apresuró a responder, de algún modo abrumada por su galantería.

Nunca habría esperado que se sacrificara así por ella cuando su orgullo masculino todavía lo hería por el uso desconsiderado que ella había hecho de sus pasiones. Otro hombre podría haberse vengado permitiendo que se pusiera en evidencia ante sus amigas. ¿Por qué no lo había hecho? A pesar de los temblores que sentía en su presencia, Sinnovea no pudo contener una pregunta dubitativa.

—Nunca esperé tanta comprensión y gentileza. ¿Por qué lo has hecho?

Tyrone le restó importancia a sus acciones con una risa frustrada, no dispuesto a dejar que pensara que podía ser manipulado de nuevo con sus tretas femeninas.

—¡Por favor, aquí no hay nada de noble caballerosidad de parte de este tonto cobarde, señora mía! No ha sido tanto por tu reputación como por la mía. ¡Vamos! Sin evidencia de nuestra unión, mis compañeros pensarán naturalmente que soy incapaz de hacerlo; por eso he cedido a otra de tus tretas, esta vez para poder hacer frente a mis amigos, y es que está muy claro que tienes todo lo que se necesita para seducir al más reticente de los maridos.

Sinnovea levantó el mentón, pues su orgullo se sintió herido por su comentario.

—Si eso es así, ¿por qué, entonces, eres capaz de contenerte, de no hacer lo que se espera de nosotros y de ignorarme como esposa?

Tyrone hizo un gran esfuerzo para aparecer como un caballero en un asunto que le preocupaba más que cualquier otro, y aunque habló con el corazón, se encargó de recordar deliberadamente, la herida que ella le había infligido.

—Ay, condesa, si no fuera por esta dignidad herida que me duele tanto como las marcas que me han hecho esos forajidos con el látigo, no sería capaz de resistir la tentación. Pero con cada punzada de dolor me acuerdo de mi locura, y entonces me tranquilizo con el recuerdo de mi insensatez.

—Yo no creo que seas un insensato o un loco —replicó Sinnovea, con la esperanza de suavizar las fricciones entre ellos—. Tú eres mucho más inteligente que los demás hombres que he conocido.

Tyrone levantó una ceja y, con un escepticismo desmesurado, replicó con sarcasmo:

—¿Has conocido tantos hombres que puedas considerarte toda una autoridad en la materia?

Las mejillas de Sinnovea se encendieron mientras confesaba con reticencia:

—No, no he conocido tantos.

—Entonces, señora mía, consideraré tu falta de experiencia cuando hagas ese tipo de declaraciones.

—Puedo no tener experiencia, pero sí una buena cabeza sobre los hombros y la capacidad de pensar por mí misma —protestó.

—Una buena cabeza, mi señora —estuvo de acuerdo, malinterpretando intencionalmente su réplica—. No hay otra mejor, seguro. Ciertamente, fue por tus lindas facciones por las que caí preso de tus estratagemas.

Con petulancia, Sinnovea miró hacia otro lado, luchando por mantener la compostura. Estaba empezando a pensar que aquel inglés podía ser tan irritante como agresivo.

Después de su triunfo provisional en la batalla dialéctica, Tyrone prestó atención a su última herida. Tomó la parte inferior del camisón de Sinnovea y comenzó a limpiar las gotas de sangre que seguían manando, pero, como al descuido, no dejó de admirar el muslo delgado y la curva de la cadera que habían quedado a la vista. Mientras sus ojos recorrían con creciente ansia el camisón, surgieron en su mente recuerdos recientes, e involuntariamente rememoró varias noches atrás cuando acarició sin restricciones las curvas femeninas que ahora rozaba la prenda. Muy distraído, continuó limpiándose el brazo con el camisón hasta que Sinnovea lo miró intrigada y él tuvo necesidad de desviar su atención hacia otro lado. Al reconocer la profunda herida que se había causado con la hoja afilada, lo usó como una excusa que consideró plausible por la demora en la tarea.

—Con toda esta sangre, nuestros amigos se sentirán inclinados a pensar lo peor. Te mostrarán simpatía por haber soportado mi brutalidad.

A pesar de la tensión, Sinnovea se atrevió a desafiarlo levantando una ceja burlona mientras él la miraba.

—Si tan preocupado estás por tu reputación, ¿por qué has dejado que fuera la primera en pensar en el asunto antes de procurar el remedio? A pesar de tus protestas, creo que debo darte las gracias por no permitir que ellos piensen que soy una... —Hizo una pausa antes de terminar, preguntándose si daría a sus pensamientos palabras adecuadas— ... una prostituta.

Viejos recuerdos inundaron la mente de Tyrone que, con los ojos perdidos en la lejanía, suspiró, pensativo. —Supongo que preservar el honor de la esposa es lo menos que un marido puede hacer, así que piensa lo que quieras.

Los ojos de Sinnovea brillaron con las lágrimas retenidas. Luchó por transmitir lo que pensaba.

—Me cuesta creer que me consideras digna de tu protección, especialmente cuando se trata de un asunto que concierne a mi virtud.

Tyrone la miró con cierta sorpresa. Pese a estar enfadado con ella, nunca había sido su deseo que fuera rebajada por las burlas o el desprecio de otros. Aunque estaba tentado de asegurárselo no se atrevió a ceder del todo, y desechó el comentario con un lánguido gesto de los hombros y una respuesta sin compromiso.

—En realidad sabes muy poco de mí, Sinnovea.

—Sí —aceptó con tristeza—. No sé nada en absoluto de ti, Tyrone.

—Algunos hombres son más compasivos —agregó—. Otros son completamente insensibles a las necesidades de la mujer de ser protegida de la infamia. Una vez conocí a un hombre que, después de escuchar los rumores que otro había hecho correr sobre su mujer, retó al amante a un duelo. El tipo había declarado que ella le tenía afecto y había hecho saber que sólo la había hecho suya por su capricho y que la había abandonado cuando comenzó a aburrirse de ella. Era uno de esos conquistadores que prueban el fruto de cada falda que se levanta. Si el marido hubiera sido tan vengativo como Alexéi, podría haber castrado al hombre y dejado que lo consumiera el remordimiento por todas las mujeres con que se había acostado.

—¿Qué sucedió? —preguntó Sinnovea dubitativa—. ¿El amante se disculpó o arreglaron el asunto en un duelo? —El marido lo mató —respondió Tyrone con aspereza—. La mujer estaba en el quinto mes de embarazo y pensó que podía reconciliarse con su marido cuando regresara después de una prolongada ausencia. Obviamente, el niño no era suyo. De todas formas, el marido prometió llevarla al campo y quedarse con ella hasta que el niño naciera. Por alguna extraña razón, ella imaginó que todo se arreglaría si se deshacía del niño del otro hombre. En su afán por apartar el niño de su vida, se arrojó por las escaleras mientras su marido no estaba en la casa, pensando que así mataría a la criatura que llevaba en el vientre. Cumplió con su cometido, pero después la atacaron las fiebres y, una semana después, murió en brazos de su esposo.

Sinnovea levantó los ojos para encontrar los de él y preguntó con sumo cuidado:

—¿Esa mujer era alguien a quien apreciabas, Tyrone? Pareces muy perturbado por esta historia. —Siguió un largo silencio en el cual Tyrone miró al espacio vacío, y ella volvió a intentarlo, preguntándose qué conexión había tenido con la mujer y qué significaba ella para él—. ¿Tu hermana quizá?

Con la mirada perdida, Tyrone suspiró al fin.

—Ahora no importa. Ya está muerta y enterrada en su tumba.

De nuevo se produjo un largo silencio, en el que Sinnovea observó sus desganados intentos de contener el pequeño aunque constante flujo de sangre de la herida. Entonces tomó coraje y se atrevió a romper el doloroso silencio.

—¿No me dejarás que te cure el brazo?

Tyrone pensó en rechazar de nuevo la oferta, pero se dio cuenta con cierta sorpresa de que no quería volver a lastimarla con otro brusco desaire. Por extraño que pareciera, cedió.

—Si quieres...

Con una sonrisa, Sinnovea saltó de la cama, asombrando a su esposo al regalarle la más provocativa vista de sus largos miembros bien formados y un atractivo trasero redondeado cuando el camisón flotó lejos de su cuerpo. Al regresar con una vasija de agua fresca, Tyrone estaba sentado en el banco siguiendo sus anteriores indicaciones. Sabiendo que iba a ser difícil mantenerse apartado de ella, se puso una pequeña toalla sobre la ingle y agradeció su eficacia cuando Sinnovea se apoyó en su muslo para curarle el brazo.

Sinnovea separó la mano con la cual él apretaba el corte y trabajó con rapidez en el vendaje mientras Tyrone se dedicaba a estudiarla. Su piel parecía casi traslúcida a la luz de las velas y tan delicada como sus frágiles facciones. Tenía las pestañas bajas, pues estaba concentrada en atender el brazo, y esos enormes pozos de color verde oscuro, que a veces parecían capaces de fundirle el alma, incluso en los momentos en que se mostraba más reticente, se mantenían ocultos. Con todos sus instintos en ebullición, no podía ignorar la suave tela del camisón que permitía que la luz delineara la silueta de las formas curvas y remarcara con detalle sus femeninas plenitudes. La sangre le hervía.

—¿Puedo ahora curarte la espalda? —preguntó Sinnovea con timidez cuando terminó con el brazo.

Se preparó para otra reprimenda sin mirarlo, aunque era bien consciente del exhaustivo examen al que estaba sometiéndola.

—Haz lo que quieras conmigo. Estoy demasiado cansado para discutir.

Era una débil excusa para abandonarse a la seducción, pero le sirvió por el momento. En verdad estaba cansado y no tenía deseos de continuar con sus reprimendas durante toda la noche. Para su alivio, Sinnovea fue a buscar la daga y el frasco de ungüento permitiéndole exhalar el aliento que tenía contenido desde que ella se le había aproximado tanto.

A su regreso, Sinnovea lavó cuidadosamente su espalda con un jabón suave antes de aplicar la punta de la hoja en la lesión llena de pus. Tyrone se puso rígido cuando se abrió la herida, pero estaba sorprendido de la suavidad de su esposa. Durante sus años de soldado, se había acostumbrado a la rudeza apresurada de los cirujanos militares, pero el roce de esas manos se parecía más a las suaves caricias de una amante.

Con rapidez, Sinnovea apretó la herida y la limpió hasta que la sangre fresca brotó del nuevo corte. Luego con suavidad y ternura aplicó el bálsamo, hizo tiras una toalla limpia y la envolvió alrededor de su espalda y su pecho, inclinándose hacia él mientras terminaba de enrollar el vendaje.

—Sostén los extremos —le ordenó detrás del oído mientras deslizaba sus brazos alrededor de él y unía los dos extremos delante del pecho.

Al sentir que los dedos de él aceptaban su indicación sus ojos acariciaron las sienes de su esposo, donde habían caído algunos mechones de su cabello castaño. Siguiendo su propia voluntad, los ojos bajaron por la delgada mejilla hasta las cinceladas líneas de la mandíbula. Aunque había alimentado muchos sueños intangibles con imágenes de su inglés, nunca antes había tenido la oportunidad de examinar sus facciones desde un ángulo tan particular. Encontraba esa visión tan fascinante como las otras que se le había permitido contemplar. Sólo podía preguntarse cuál sería la reacción de Tyrone si ella le acariciara con la lengua la oreja; ¿volvería a rechazar su avance como cuando se había apartado del beso nupcial o se daría la vuelta para ir al encuentro de sus labios ansiosos?

Pero Sinnovea resistió el impulso. Se colocó delante de él para asegurar el vendaje con un nudo doble a la altura del pecho.

—Nunca quise que esto sucediera, Tyrone —declaró en un tono cauto, recelosa de volver a sacar a relucir el tema, pero con la necesidad de que escuchara su punto de vista—. Nunca quise que te hicieran daño.

Tyrone rió con cinismo.

—Casi podría convencerme de la caridad que dices sentir por mí, si no fuera porque sufrí en carne propia las consecuencias de confiar en tus engaños. Esa lección particular ha quedado grabada en mi memoria del mismo modo que las cicatrices en mi espalda.

—Estaba desesperada —suplicó Sinnovea en un susurro con la esperanza de que él la entendiera—. No podía soportar la idea de casarme con el príncipe Vladímir Dmítrievich. Preferí la pérdida de mi buen nombre en lugar de sus atenciones como marido. Y tú estabas tan ansioso... tan obsesionado por tenerme...

—¡Sí! ¡Estaba ansioso! —admitió Tyrone de inmediato—. ¿Cómo podía no estarlo? Tu belleza me tentó desde el principio, y me engañaste deliberadamente con una dulce promesa cuando decidiste llevar adelante tu plan. Lo vi en tus ojos y tus labios. ¿Cómo podía imaginar que estabas conduciéndome a una trampa, una que casi me costó la vida? ¡Me siento tan feliz de que mi cabeza esté todavía unida a mis hombros y mi masculinidad todavía funcionando!

El rubor cubrió el rostro de Sinnovea mientras sus ojos bajaban a la toalla que apenas ocultaba su ingle. La asombraba que pudiera ser tan curiosa y directa en su afán por mirarlo, como si tuviera el derecho de hacerlo.

—No creí que Alexéi se enfureciera así... No podía imaginar que se pondría tan violento...

—¡Al diablo! —gruñó Tyrone.

Se puso de pie, sin molestarse más en ocultar su desnudez, y caminó hasta el otro extremo de la habitación. Mientras ella lo observaba sin comprender, Tyrone regresó y se colocó frente a su esposa. Al menos su enfado lo ayudaba a enfriar parte del calor en la ingle, ya que no podía hacer nada con el resentimiento que hervía en su interior. Puso las manos en las caderas estrechas y se inclinó hacia ella mientras daba rienda suelta a su cólera.

—No sé en qué momento me elegiste como víctima, Sinnovea, pero ninguna prostituta bien entrenada podría haber hecho el trabajo con tanto talento. Estabas tan atractiva como una diosa terrenal. Sí, señora, eso eras. Por más que buscara y buscara en mi memoria no podría encontrar una muchacha más fina, más hermosa y que pudiera tentarme más. Fue la forma astuta con que empleaste tus encantos lo que me hizo caer como un aprendiz excitado. Te comportaste de forma tan dulce y seductora que nunca tuve la menor posibilidad contra tus poderes de persuasión. Tus ojos eran tan cálidos y hospitalarios, tus labios tan suaves y atrayentes, tus pechos invitaban a que los tocara, y como un ciego, como un tonto, pensé que tus muslos de seda se morían por recibirme. Aun ahora, trato de apaciguar mi deseo. Siento una punzada en el fondo de mi vientre, y aunque me congratulo de ser capaz de sentir semejante deseo, sin embargo estoy perturbado por esta condenada atracción que me arrastra a cualquier parte. Sé muy bien que, si esto continúa, destrozarás mi masculinidad mucho más de lo que el puñal de Alexéi pudo desear.

Sinnovea lo miró directamente a los ojos, que se hundieron a su vez en los suyos, sin saber qué decir para calmar la indignación de su esposo. Estaba tan ofendido por su plan para salvarse que no tenía esperanzas de aplacarlo alguna vez. Estaba enfurecido porque se había dejado engañar por una mujer y, sin embargo, ella se había dejado arrastrar por la pasión de su amante igual que él por sus encantos. Su seducción había sido totalmente espontánea e ingenua, mientras que la persuasión masculina que Tyrone había llevado a cabo provenía de años de experiencia y se reforzaba con el ferviente deseo de poseerla. Era cierto que ella estaba dispuesta a cumplir con su voluntad, pero en algún momento, en medio del torbellino, se había rendido a él no sólo en cuerpo, sino también en alma. Nunca habría estado tan ansiosa por entregarle su virginidad si él no hubiera provocado semejante encantamiento. Sin embargo, si en ese instante trataba de convencerlo de ese simple hecho, sin duda sería ridiculizada por haber inventado una fantasía semejante.

No obstante, él no dejaba de asombrarla desde que se habían pronunciado los votos. Había interpretado el papel de novio tan bien delante de los invitados que había conseguido hechizarla, pero una vez que las puertas se cerraron la había mantenido a distancia, creándole una tremenda confusión. Nadie podía negar su fuerza y su capacidad para tomar lo que quisiera de ella con el uso de la violencia; sin embargo, cuando ambos sabían que hacer el amor con ella era lo que él más deseaba en el mundo, había decidido soportar el torbellino de pasiones en su interior en lugar de tratarla como su esposa. ¿Cuándo lo entendería? ¿Qué podría hacer para que él la entendiera? ¿Qué cosa extraordinaria tendría que suceder para que él se reconciliara con sus sentimientos por ella y se convirtiera de nuevo en el amante a quien ella no podría negarse?

—Tyre. —La voz de Sinnovea era suave, como una caricia sedosa que intentaba suavizar el orgullo herido—. ¿No podemos ir a la cama y hablar un momento... quiero decir, de nosotros? No te conozco en absoluto... y me gustaría... mucho.

Una risa tensa escapó de Tyrone mientras echaba la cabeza hacia atrás y miraba un rato al techo cubierto de sombras. Trató de poner en orden sus pensamientos, pero era como una bestia enjaulada obsesionada por sus pasiones, un animal que olía el endiablado aroma de una hembra en celo. Se sentía arrastrado por un hambre devastadora a causa de la cercanía de su mujer, y sin embargo, por una barrera oculta que remitía a su orgullo herido, se negaba a sucumbir a sus bajos instintos. Y todo lo que ella quería era ir a la cama con él... ¡y hablar!

—Sinnovea, Sinnovea —gruñó y movió la cabeza sobre sus hombros como si lo atravesara un gran dolor—. Revuelves mi interior, conviertes mi noche en una angustia insoportable y mi día en un infierno... y luego me susurras al oído. ¿Qué voy a hacer? ¿Decirte que no cuando tiras de las riendas de mi corazón con tus súplicas de seda? Ya no quiero discutir más cuando juegas conmigo de esta manera.

Sinnovea esperó en silencio hasta que Tyrone levantó la cabeza y la miró con sus penetrantes ojos azules. La voz de la joven era un suave susurro en la quietud de la habitación.

—De verdad, Tyrone, no me imaginaba que te harían daño de esa forma. Tú fuiste el que elegí para llevar a cabo mi plan, pero nunca tuve la intención de que te unieras a mí contra tu voluntad.

Tyrone suspiró profundamente, abandonándose a sus dulces modos, al menos por el momento. Con languidez señaló la cama, sabiendo lo que significaba para él yacer al lado de ella y no tocarla, pero, por el momento, no quería tener más discusiones.

—Podemos hablar si así lo deseas, Sinnovea, o ir a dormir si lo prefieres.

Respiró hondo ostentosamente como si estuviera a punto de sumergirse en una ola gigantesca, y la siguió hasta el borde de la cama, donde observó cómo rodaba hacia su lado. Sus ojos registraron los pliegues del camisón a la altura de los glúteos antes de que se deslizara debajo de las mantas y las levantara hasta la altura del mentón. Ella procuró desviar los ojos mientras él se colocaba a su lado, y luego giró sobre su costado para enfrentarlo como si espera que un torrente de revelaciones brotara de los labios de su marido.

Tyrone se resistió a la idea mentalmente y giró hasta quedar apoyado en su estómago. Se estiró hacia el candelabro y apagó las velas. Agradeció la oscuridad que pronto ensombreció sus rostros, pues era un hecho que podía perderse para siempre en esos hermosos lagos verdes y entregar a esa mujer todo lo que era capaz de dar.

—¿Podemos dormir? —murmuró tratando de congraciarse—. últimamente no he podido descansar mucho, y debo confesar que lo necesito con desesperación.

—Lo que tú prefieras, Tyrone —respondió Sinnovea con suavidad, agradecida por su trato cordial.

Con los ojos siguió todos los movimientos de su marido, que se inclinó hacia los pies de la cama para protegerla con el cubrecama. Con una sonrisa se acomodó en la calidez que él le había prodigado, contenta de tenerlo cerca.