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RUSIA, algún lugar al este de Moscú

8 de agosto de 1620

El sol del atardecer brillaba débilmente a través de la niebla polvorienta que se depositaba en la lánguida quietud por encima de las copas de los árboles y bañaba las pequeñas partículas de arena con vibrantes tonos de color carmesí de tal modo que el mismo aire parecía arder en llamas. Era un fenómeno ominoso, pues el aura rojiza no prometía ni lluvia ni respiro a la tierra reseca y sedienta. El excesivo calor del verano y la prolongada sequía había chamuscado las planicies y habían vuelto estériles las mesetas secando el infinito mar de pasto hasta sus enmarañadas raíces, pero aquí en la región semiboscosa de Rusia, limitado hacia el norte y el este por el río Volga y hacia el sur por el Oka, el espeso bosque parecía relativamente intacto a pesar de la falta de lluvia, aunque los viajantes que atravesaban el vasto territorio no dejaban de sufrir la tortura del calor.

En sus veinte años de vida, la condesa Sinnovea Zenkovna había visto la gran variedad de facetas que su tierra natal podía presentar, Eran tan únicas como las cambiantes estaciones del año. Los largos y brutales inviernos eran una prueba de resistencia aun para los más entusiastas. Pero con la llegada de la primavera, el hielo y la nieve que se derretían creaban traicioneros pantanos que, en los tiempos pasados, habían demostrado ser lo suficientemente formidables como para disuadir a las hordas de los tártaros merodeadores y otros ejércitos invasores. El verano se asemejaba a una zorro temperamental. Brisas cálidas y adormecedoras y el suave susurro de la lluvia aplacaban el alma, pero cuando la estación se presentaba sin piedad en todo su aridez y sus temperaturas agobiantes parecía vengarse de los tontos que se aventuraban a viajar bajo su ardiente sol. Ese hecho no había sido dejado de lado por la condesa Sinnovea antes de abandonar su hogar. Estaba convencida de que el mayor peligro para ella y para su pequeño entorno de asistentes eran las voluminosas nubes de polvo asfixiante levantadas por las ruedas del enorme coche negro y por los cascos de los caballos, lo cual hacía difícil si no totalmente imposible, para cualquiera de ellos disfrutar de un poco de aire fresco. Desde todo punto de vista, las condiciones eran intolerables para un largo trayecto a través de Rusia, en especial uno que se había iniciado con cantidades iguales de urgencia y reticencia.

Si no hubiera sido por el urgente requerimiento del zar Mijaíl Fiódorovich Romanov de que fuera a Moscú en menos de una semana, y si no hubiera enviado una docena de guardias montados bajo la dirección del capitán Nikolái Nekrasov para servirle de escolta, Sinnovea nunca habría siquiera considerado aventurarse en semejante viaje hasta que el calor no hubiera menguado. En realidad, si un personaje menos importante le hubiera dado la orden, le habría rogado que le permitiese quedarse en su casa en Nizhni Nóvgorod para llorar como correspondía la muerte de su padre.

Sinnovea contuvo un gemido de desesperanza antes de que este llegara a sus labios, pues sabía muy bien que era un pérdida de energías que una simple condesa como ella se quejara de la falta de opciones cuando el zar de todas las Rusias daba una orden. El saber que a su llegada quedaría bajo la tutela de la prima del zar, la princesa Anna Taráslovna, hizo caer la bruma sobre su ya entristecido espíritu, y fue incapaz de mostrar algo más que un alicaído consentimiento a semejante invitación. La única posibilidad prudente para un súbdito respetuoso era el inmediato cumplimiento de la orden. Después de todo, ella era la hija del fallecido conde Alexandr Zenkov y ahora, para su desazón, una fuente de preocupación para su Alteza Imperial.

El zar no estaba pensando en sí mismo al asignarle una tutora, y sus motivos no debían ser cuestionados. Si consideraba los muchos honores que habían recaído sobre su progenitor en los últimos años, su desempeño como sobresaliente emisario podría haber garantizado esta atención de parte del zar, pero aun ahora que sus dos padres habían muerto, a Sinnovea le resultaba difícil pensar en sí misma como si se tratara de una huérfana indefensa o de una joven mujer necesitada de protección, pues ya había pasado la edad en que la mayoría de las doncellas se casaban.

Ni una chiquilla ni una pobretona, sin embargo, era tratada como tal, refunfuñó disgustada Sinnovea. Después se volcó hacia dentro como si recordara que había otra causa más viable para los dictámenes del zar Mijaíl, Su prolongado estado de soltería quizás hubiera contribuido en gran medida a esta decisión, en especial, si tenía en cuenta que la situación había sido, en cierta forma, tratada con negligencia por su padre, que había alimentado la esperanza de que algún día ella descubriera un amor similar al que él había vivido con su madre, Eleanora. Nunca se había apresurado a arreglar un matrimonio de conveniencia, y por eso había fracasado en procurarle un esposo. Sin embargo, Alexandr Zenkov se había preocupado por el bienestar de su hija de un modo muy diferente: había puesto tierras y bienes a su nombre y había conseguido que el zar le asegurara que, después de la muerte de su madre, unos cinco años atrás, había recabado la asistencia de la muchacha en el mundo de los asuntos diplomáticos y los mandatarios extranjeros, lo que le había exigido largos viajes al exterior. Como tenía una madre inglesa, Sinnovea podía hablar esa legua con la misma fluidez que el ruso, y con su buen dominio del francés era capaz de mantener correspondencia con funcionarios en los tres idiomas. El conde Zenkov le había confiado la exclusiva responsabilidad de esa tares.

Apoyó un brazo en el borde acolchado de la ventanilla y llevó a la sien un pañuelo húmedo para reprimir un mareo repentino y las nauseas que la amenazaban. El carruaje se había convertido en un instrumento de tortura, obstinadas en sus alocados giros, las ruedas retumbaban y se sacudían sobre el camino trillado. Hasta cierto punto, el tintineo y los cencerros de los collares y arneses de los caballos habían suavizado el estrépito del os cascos. Sin embargo, un dolor palpitante se había instalado, insidioso, en sus sienes, obligándola a cerrar los ojos con fuerza para evitar los brillantes rayos de sol del atardecer hasta que el coche llegara a la sombra de un grupo de altos árboles que crecían junto al camino. Cuando se atrevió a abrir los ojos de nuevo, Sinnovea vio todo a través de una niebla rojiza que casi se confundía con el interior rojo rubí del carruaje.

—¿Se siente mal, condesa? — preguntó Iván Voronski con una sonrisa condescendiente.

Sinnovea pestañeó varias veces antes de poder fijar la mirada en el hombre que, no por su voluntad, se había convertido en su compañero de viaje y protector temporal. Con toda la educación que había recibido, le resultaba sumamente desconcertante que pronto fuera a quedar bajo la tutela de unos extraños y que fuera escoltada a su destino por un individuo del que sospechaba, con motivo, que era simpatizante de los polacos y uno de los tantos fanáticos de los jesuitas de Sigismund. El autoproclamado erudito y clérigo de rostro severo y ropas negras había impuesto su austera presencia en el asiento que estaba frente a Sinnovea, desde donde, escondido detrás de pomposas lecturas, la había sometido a ella y a su criada irlandesa a una descarada inspección crítica. Utilizaba su estudiada piedad como una especie de fachada de honor bien merecido, y cuando la miraba por encima de su larga y puntiaguda nariz Sinnovea tenía la clara impresión de que ya la había juzgado y la había encontrado culpable. Si hubiera tenido la autoridad y el poder de la Inquisición española, Sinnovea estaba segura de que se habría encontrado encerrada en un húmedo calabozo en algún lugar infernal donde estaría obligada a hacer penitencia por haber cometido la peor de las herejías: por no haberle rendido debido homenaje por encima de los demás mortales. Sus intuiciones se habían visto confirmadas por la actitud y los comentarios insoportables que el clérigo había hecho durante la forzada proximidad, tal vez dichos sólo para tener un recuento preciso de las lealtades de la condesa. No había nada que Sinnovea pudiera señalar específicamente, pero sus modales le provocaban las mismas sospechas.

—¡Tengo calor! ¡Estoy cubierta de polvo! —se quejó Sinnovea con un suspiro exasperado —. ¡Estoy cansada de este ritmo agotador que me ha dejado tan exhausta y llena de golpes que no puedo recodar cómo es sentirse de otro modo! En cada parada del camino, hemos tenido que cambiar caballos porque no daban más. Por favor, señor, dígame ¿por qué no debo sentirme mal cuando no se nos ha permitido el mínimo descanso en estos tres días?

En el asiento de al lado, Ali McCabe no dejaba de moverse, ofreciendo un mudo testimonio de su propia incomodidad. La criada irlandesa parecía mucho mayor y más frágil que lo que sus sesenta y dos años indicaban, pues el viaje era aun más agotador para las personas ancianas, ya que les consumía la poca energía que tenían.

Iván Voronski aspiró el aire de un modo arrogante y comenzó a dar una respuesta, pero hizo una pausa al ver que un pequeño insecto se había prendido de la manga de su hábito negro. El clérigo pareció asombrado por la impertinencia de la criatura y, con gesto de repugnancia, lo desprendió y lo arrojó por la ventanilla con un despectivo movimiento de sus dedos cortos y gruesos.

—Mi querida condesa, fue expresa voluntad de la princesa Anna que me apresurara en regresar, si no todos sus planes se verían desbaratados. Por respeto a sus deseos y al mandato de Su Majestad, no tenemos otra posibilidad sino obedecer.

Molesta por la lógica espartana de Iván, Sinnovea sacudió la manga de su vestido y arrugó su elegante nariz recta, pues una nube de polvo se alzó de la seda a rayas grises y verdes. Había adquirido ese novedoso atuendo de viaje en Francia y había pagado por el una suma considerable, pero ahora veía que ya se había ensuciado tanto que prácticamente estaba inutilizado para otros usos, si es que encontraba, por algún golpe de buena suerte, que Anna Taráslovna era más tolerante con la moda europea de lo que parecía el clérigo.

Al levantar la mirada, Sinnovea no pudo dejar de percibir la ceja de Iván que se torcía en señal de desprecio. Ella también tenía el entrecejo fruncido. Su ira había sido provocada de nuevo, y de pronto, tuvo la certeza de que podría soportar el polvo y las incomodidades del camino mejor que la agresiva presencia del clérigo en el coche.

—Tal vez, señor, le gustaría explicarnos sus razones para insistir en que viajáramos a plena luz del día. Podríamos haber escapado a las peores temperaturas y tal vez de un poco de polvo, si nos hubiera permitido hacer la travesía de noche, como sugirió el capitán Nekrasov.

—Las noches pertenecen al diablo, condesa, y las almas tiernas deberían tomar recaudos para no pisar los lugares donde los demonios están habituados a pasearse.

Sinnovea levantó los ojos hacia el cielo reclamando la ayuda divina para que su paciencia resistiera la travesía. El hecho de que ya habían soportado innumerables tormentos no entraba en la consideración del clérigo.

—Supongo que usted no tiene nada de qué quejarse, señor, ya que fue usted quien emitió las directivas que han establecido este patrón de viaje.

Iván hizo una breve pausa para sopesar la barbilla de la condesa cubierta por un delgado velo y ofreció una excusa más plausible que la que hasta ese momento había condescendido a dar.

—Ha habido rumores de que, en los alrededores de Moscú, una banda de renegados ha estado asolando el territorio. Esos malhechores están acostumbrados a caer sobre los desprevenidos viajeros durante la noche, y yo pensé que era prudente que viajáramos de día para evitar la posibilidad de un ataque.

—Parece una sabia decisión — replicó Sinnovea con sequedad —, si, de milagro logramos sobrevivir al calor.

Iván permaneció tan impermeable a su comentario como a las condiciones extremas del viaje.

—Si está incómoda, condesa, me atrevería a decirle que eso se debe, sin duda, a su extravagancia. Un simple sarafan habría servido mejor a sus necesidades. Además, de ese modo, se habría ajustado con modestia a las costumbres de una doncella rusa.

Sinnovea se dio cuenta de la imperiosa necesidad que tenía Iván de echarle la culpa a ella, del mismo modo que había hecho la víspera del viaje, cuando había criticado con acidez el estilo europeo de su vestimenta. El sarafan convencional habría disfrazado mejor sus formas con líneas sueltas que apenas se adherían al cuerpo en una túnica derecha desde los hombros hasta el piso. Pero con las capas de tela que acostumbraban usarse debajo y encima de los costosos atuendos, parecía sumamente dudoso que la vestimenta hubiese ofrecido algún alivio al calor. Era obvio que esos trajes de líneas ajustadas que ella usaba perturbaban al clérigo, pues en términos más que definidos le había hecho saber que odiaba los corsés que ceñían los vientres. Pero tampoco sentía un gran afecto por las faldas que con frecuencia adquirían gran amplitud con armados miriñaques, o por los costosos puños y golillas de encaje, o por los cuellos almidonados que usaba la difunta reina Isabel de Inglaterra, por ejemplo, y que había alentado a otras mujeres a usar. Era evidente que la inclinación de Sinnovea por los estilos de moda había escandalizado al estricto concepto que el clérigo tenía de lo que era una vestimenta apropiada. Si ella hubiera lucido algo que se pareciera más al estoico traje negro de Iván, le habría caído mejor.

—Supongo que tiene razón — respondió Sinnovea, reprimiendo la urgencia de discutir con ese hombre que tenía opinión formada acerca de todos los temas posibles —. Pero después de viajar muchas veces al exterior, me he acostumbrado a los estilos de las cortes francesa e inglesa y he dejado de considerar que alguien pudiera sentirse ofendido por eso.

—En eso se equivoca, condesa — se apresuró a afirmar Iván Voronski —. Si no tuviera la disciplina y la mente de un santo, me habría desvinculado de las obligaciones que la princesa Anna me ha encargado y buscaría otro medio de transporte. En verdad, nunca he visto una doncella nacida en Rusia que sea tan afecta a usar esas vulgares vestimentas extranjeras.

—Oh, señorrrr... — La voz de Ali tembló con una ira mal reprimida cuando se atrevió a interrumpir. — Puedo entender que usted no esté familiarizado con lo que es aceptable al otro lado del mar puesto que no se ha aventurado a otros climas. Le digo la verdad., señor, hay un mundo completamente diferente allá afuera, estese seguro. Bueno, no me cabe duda de que usted se asombraría con las licencias que algunas damas se toman en el exterior al caminar y al hablar con hombres que no son ni su confesor ni sus parientes. La reina Isabel fu una de ellas. Ningún alma en Inglaterra habría esperado que ella estuviera recluida en un terem como la zarina, ni habría deseado que estuviera guardada en un castillo y separada del resto del mundo, o acompañada sólo por mujeres y unos pocos hombres consagrados que la asistieran. ¡Tenga la plena seguridad, señor! ¿Puede imaginarse a todos esos elegantes señores con grandes títulos nobiliarios moviéndose alrededor de la reina, sin que ningún británico considerara que eso fuera pecado?

La boca de Sinnovea se torció en una sonrisa apenas contenida cuando la delgada criada trató de iluminar la estrecha mente del clérigo. Pero al ver que Iván se alzaba con furioso desprecio ante los comentarios de la mujer, Sinnovea dejó de lado toda diversión.

—¡Comportamiento asqueroso! En realidad me pregunto qué hago yo aquí después de las muchas visitas que su señora ha hecho a esa corte. Temo que mi protección llegue demasiado tarde.

Ali McCabe incorporó su pequeño cuerpo como si hubiera sido picada por un insecto. Había asistido a ala condesa desde su infancia y se sintió ultrajada por la insinuación de ese hombre.

—¡Como si mi dulce corderita no fuera la inocente que siempre ha sido! — La anciana criada giró en el asiento cada vez más irritada — Acá o allá, señor, le puedo asegurar que ningún hombre ha puesto una mano encima de mi señora.

—Eso habrá que verlo, ¿no es cierto? — desafió Iván —. Después de todo sólo tiene su palabra.

Sinnovea no podía creer la malicia que había en la sugerencia de ese hombre y pensó en abrir la boca para iniciar una acalorada protesta. Sin embargo, resolvió dejar que el insignificante clérigo pensara lo que quisiera, ya que parecía que eso haría de todas maneras.

Ali no mostró tanta discreción.

—Ya que usted viaja en el coche de la condesa, come las comidas y duerme en las habitaciones que ella paga, señor, podría considerar tratarla con el respeto que se le debe a una dama, aunque sea más que para demostrar su agradecimiento.

Iván fijó en la tenaz criada su mirada glacial con la intención de transmitirle su profunda reprobación.

—Usted ha recibido una pésima educación en lo que se refiere al tratamiento de los santos, anciana, de otro modo sabría que la caridad es una virtud que se espera de aquellos que tienen los medios para practicarla. Parece que no ha estado lo suficiente en este país como para entender nuestras costumbres.

La criada echó una mirada de reojo al hombre que se regodeaba en su orgullo, y recordó el día en que el clérigo se había presentado ante la condesa. Directamente, como si tuviera temor de tener que gastar unas monedas de su propio bolsillo, le había hecho saber que no tenía más dinero o posesiones que las ropas que llevaba puestas y unas pocas cosas más en una maleta negra. Después, le había cargado los gastos de su subsistencia a la condesa, como si tuviera el derecho a reclamar su benevolencia. El día anterior, sin ir más lejos, Ali lo había visto tratar de disuadir a Sinnovea de dar una generosa limosna a una joven madre que, después del repentino colapso y muerte de su esposo, había quedado en la calle y vivía con su pequeña hija en la estación de coches. Su intento por contener la generosidad de la condesa había sido ya bastante gravoso, al modo de ver de Ali, pero fue peor aún cuando se atrevió a sugerir que era mejor que le diera esa contribución a él para que pudiera llevar ese regalo a la madre Iglesia — o algo así había dicho —. Ali había sentido que el fuego de la indignación se introducía profundamente en su temperamento irlandés. Sus solicitaciones la habían convencido de que él estaba mucho menos preocupado por las necesidades de los pobres que por su propia riqueza y posición.

—Perdón, Su Eminencia. — La forma de dirigirse a él tenía algo de exagerado, pues Ali sentía una inconmensurable desconfianza hacia ese hombre. Sus afirmaciones de que tenía gran importancia y genio le habían parecido una jactancia vana, mientras que su disposición agresiva le había brindado la evidencia de un desprecio subyacente por todo lo que considerara frívolo o trivial. — Es un hecho que no he puesto mis pobres ojos en un verdadero santo de la iglesia desde hace muchos años. Sin embargo, hay algunos que quieren hacer creer a la gente que lo son. Lobos vestidos de corderos, en otras palabras. Pero ese no es el caso aquí, ya que usted es tan fino y tan santo.

Las venas en las sienes de Iván se oscurecieron debajo de la piel delgada y pálida. Sus pequeños ojos inquietos se fijaron en la criada, como si por la fuerza de su voluntad pudiera llevar a cabo algún tipo de encantamiento que hiciera que la mujer desapareciera delante de sus ojos. Fracasó por completo. Ni siquiera pudo atemorizarla, pues Ali McCabe era más valiente y obstinada que cualquier criada que él hubiera conocido antes. El hecho de que hubiera venido desde Inglaterra con la prometida del conde Zenkov veintiún años atrás y hubiera sido tratada con la deferencia de una favorita le había infundido una firme lealtad y una extrema confianza en aquellos a quienes servía.

—¿Se atreve a cuestionar mi autoridad? ¡Pertenezco a la Iglesia!

—¿A la Iglesia? — repitió Ali con curiosidad —. Iglesias hay muchas, señor. ¿Cuál fue la que lo autorizó a usted?

Iván rió con desprecio ante semejante pregunta

—Usted no conocería la orden, anciana. Fue fundada muy lejos de aquí.

Ali casi había esperado una respuesta así, porque esta no era la primera vez que Iván Voronski había tratado de evitar cualquier discusión relacionada con sus afiliaciones y su ordenación. Esas respuestas evasivas sólo lograban encender más su curiosidad.

—¿Y la dirección, señor? ¿Cuál sería? ¿Arriba o abajo?

Por un momento pareció que Iván iba a explotar, luego su tono se tronó insultante.

—Si tuviera la más mínima esperanza de que usted conociera y comprendiera la provincia

de la cual vengo, mujer, podría considerar gastar mi tiempo en una respuesta, pero no veo ninguna razón para discutir estos asuntos con una vieja y estúpida criada.

Ali resopló enfadada, y giró tanto a causa de la indignación que sentía que casi se cayó del asiento. Sinnovea apoyó con delicadeza su mano sobre el brazo de la anciana y levantó la vista hacia el rostro marcado de viruelas del clérigo. Tenía pocas esperanzas de establecer algún tipo de paz entre sus dos acompañantes, pues se miraban el uno al otro como si estuvieran en un duelo a muerte. Pero, con la ilusión de poder contener otra explosión seria de temperamentos, echó una mirada que apelaba a la sensatez de Iván.

—Es comprensible que nos peleemos cuando las incomodidades de este viaje han puesto a prueba nuestro buen humor, pero les ruego a ambos que dejen de discutir. Sólo empeorará las cosas

Si Iván hubiera sido más educado o más gentil, habría concedido a Sinnovea una pausa, pues su expresión revelaba un verdadero afán conciliador. Hasta habría admirado la belleza traslúcida de sus enormes ojos verdes que se alargaban provocativamente hacia arriba por debajo de las cejas tupidas. Eran una curiosa mezcla de matices: fragmentos de jade veteado que ardían alrededor de las oscuras pupilas y cambiaban a un profundo tono de castaño de ébano cerca del borde exterior. También habría apreciado la piel suave y aterciopelada que brillaba con un húmedo matiz rosado a la altura de las mejillas o, al menos, habría saboreado la frágil belleza de sus rasgos. Tal vez hasta se habría dado cuenta de la delicada nariz, de los suaves labios curvados, o de la larga y graciosa línea de su cuello. Con toda seguridad, si hubiera tenido un corazón ardiente o hubiera sido forjado en el mismo molde de los demás mortales, no habría podido contener el asombro ante su genuina belleza. Sin embargo, Iván Voronski no era como los otros hombres. Su amor más grande lo guardaba para sí mismo, y tenía la tendencia a pensar que la pulcritud femenina era una herramienta ideada con delicadeza en el reino de las tinieblas y se usaba principalmente para alejar a los hombres extraordinarios como él de un camino más elevado.

—Se equivoca si piensa que la princesa Anna no se enterará de esto, condesa. Usted ha permitido que uno de sus sirvientes me insultara y deberé ser muy específico al contarle esta historia.

Sinnovea sacó sus propias conjeturas acerca de los orígenes de Iván mientras un murmullo sibilante pareció llenar el interior del coche. A pesar del calor del día, sintió que un escalofrío le sacudía la columna vertebral cuando la mirada del clérigo penetró en ella. Pero se negó a mostrarse intimidada. Por eso, respondió a su amenaza con una electrizante sinceridad en su tono de voz.

—Dígale lo que quiera, señor. Y si yo tuviera la misma disposición, podría prevenir a Su Majestad acerca de aquellos que todavía mantienen esperanzas de que un pretendiente polaco u otro falso Dmitri lleguen al trono. Estoy segura de que el patriarca Filaret Nikitich encontraría que sus simpatías están mal dirigidas, si se considera su reciente liberación de una prisión polaca.

Los pequeños ojos oscuros de Iván lanzaron chispas cuando comprendieron la amenaza implícita en las palabras de la condesa.

—¿Simpatías mal dirigidas? Bueno, ¡nunca he escuchado nada tan ridículo! ¿De dónde sacó una idea tan absurda?

—¿Me equivoqué? — Sorprendida por el temblor que se propagaba en su interior, Sinnovea fingió un aplomo que, en ese momento, no tenía. — Perdóneme, señor, pero con toda su conversación sobre la posibilidad de que un descendiente directo del zar Iván Vasilíevich estuviera vivo, no pude evitar recordar las dos ocasiones anteriores en que polacos trataron de colocar un hombre en el trono asegurando que se trataba de un hijo del zar Iván que había vuelto a la vida ¿Cuántas veces deberá Dmitri revivir para asumir el gobierno después que su padre lo matara en un arranque de cólera?

Iván odiaba ser desafiado por una mujer, en particular por una que tenía suficiente conocimiento y conciencia de los acontecimientos del mundo exterior como para volverse peligrosa. Era aun más irritante verse forzado a disuadirla de sus sospechas.

—Con sus comentarios me hace un flaco favor, condesa. Lo que yo dije no eran más que conjeturas derivadas de informes que había escuchado unos meses atrás. Tengo al zar en mi más alta estima, condesa. En realidad, no estaría aquí si la princesa Anna no confiara en mí de un modo implícito. Inclinó un poco la cabeza mientras continuaba su defensa. — A pesar de sus dudas, condesa, le demostraré que soy un valioso escolta, uno con más méritos que los guardias de Su Majestad, que son, después de todo, nada más que hombres comunes incapaces de albergar otra emoción que su lujuria egoísta.

—¿Y qué emociones tiene usted? — preguntó Sinnovea con un toque de escepticismo mientras pensaba en el galante capitán Nekrasov, que había sido apreciado durante toda su carrera por su innegable valor y sus modales caballerescos — . ¿Ha saltado más allá de ese foso que significa un obstáculo para el hombre mortal y plantado con firmeza sus pies en el excelso terreno de la santidad? Perdóneme, señor, pero creo recordar que cuando era una niña un sacerdote muy generoso me previno que no pensara en mí como en un presente invalorable para la humanidad, sino que, con verdadera humildad, considerara mi frágil cuerpo como algo temporal y, con ferviente celo, buscara una fuente más elevada de sabiduría y perfección.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Una culta erudita por casualidad? — Iván se echó a reír con aparente humor, pero había un dejo de malicia detrás de sus palabras. Era un hombre que se había asignado la suprema tarea de corregir a los descarriados, sin embargo, encontraba difícil ser objetivo de cualquiera que no reconociera su potencial importancia y cuestionara su grandeza. — Imagínense semejante sabiduría unida a una forma tan perfecta. ¡Por favor! ¿Qué sucederá con esos clérigos que para iluminarse recurren a pesados tomos de eras pasadas?

Sinnovea estaba segura de que el hombre la estaba poniendo en ridículo por haber enunciado una lógica que no tenía, desde su punto de vista, ningún valor. Tenía sus propias ideas acerca del universo y, de lejos, no era ella la indicada para tratar de disuadirlo de su propósito. Sin embargo, no pudo resistirse a un comentario.

—Cuando una persona tiene una falta arraigada en lo más profundo de su razonamiento, aunque estudie la obra de un centenar de antiguos escribas, no será más sabia que antes si continúa alimentando esa falta con celo.

—Su lógica me asombra, condesa.

Sinnovea se atrevió a posar sus ojos en la mirada cínica del clérigo, pero decidió que toda discusión con Iván Voronski era inútil. Parecía aconsejable quedarse en silencio y soportar las torturas de la travesía sin escuchar más comentarios de él.

El coche de cuatro caballos atravesó una tupida espesura de altos pinos que crecían a la vera del camino haciendo vibrar sus extendidas ramas mientras los corceles que sudaban y despedían espumarajos se esforzaban por subir el pesado vehículo por otra pendiente. Los animales estaban casi exhaustos por la dureza del terreno y por la falta de descanso; sin embargo, el látigo del conductor continuaba restallando con feroz urgencia para alentarlos a utilizar sus últimas energías en alcanzar la siguiente estación antes de la caída de la noche. La escolta de soldados, con sus rostros y sus túnicas oscurecidos por el polvo del camino, mantenían el paso con valor, si bien hasta aquellos más experimentados y corpulentos estaban comenzando a mostrar síntomas de agotamiento. Aún faltaba, al menos, otro extenuante día de viaje antes de llagar a Moscú. Sinnovea estaba segura de que no había nadie en el grupo que no deseara el alojamiento nocturno en el pueblo más cercano tanto como ella. Todos habían soportado suficientes molestias como para no sentir la ansiedad de que el viaje terminara. El camino aparentemente sin fin, las condiciones miserables, las incontables horas perdidas en la silla de montar o en los incómodos asientos del carruaje, todo se había conjurado en un tormento aun más diabólico, uno que parecía particularmente destinado a quitarles las últimas fuerzas.

Con una mueca, Sinnovea se aferró a los almohadones de terciopelo rojo y trató de mantenerse firma en su lugar mientras el coche tomaba una curva pronunciada. Pesadas ramas de pino golpearon con dureza los lados del carruaje asustando por un momento a los ocupantes. Pronto, por encima del clamor de las ramas rotas y retumbantes pisadas de caballo, se introdujo un sonido más ensordecedor y aterrador que arrancó gritos de terror a los tres viajeros que se sentaron erguidos en sus asientos.

—¡Nos están atacando! — exclamó Iván, arrebatado por el pánico.

El corazón de Sinnovea se quedó helado de pánico en medio de la conmoción que siguió. Por un momento pareció que el tiempo se detenía mientras se producía una descarga apresurada. Una segunda explosión de mosquete se escuchó de inmediato. El sonido reverberó en ondas que disminuían su intensidad a través del bosque. Otros disparos se oyeron en la parte de detrás del coche donde se situaba un lacayo. Una quinta descarga les perforó el corazón con un miedo paralizante. De pronto, los conmovió el grito de dolor de un sirviente. A medida que los ecos del grito cedía, el conductor hizo saltar al grupo al frenar repentinamente. Una palpitación después, la puerta se abrió de par en par y los tres ocupantes del carruaje se encontraron mirando con la boca abierta al cañón de una enorme pistola.