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EL mercado de Kitaigorod todavía hervía en una actividad febril aunque la tarde estaba declinando con rapidez y pronto se aproximarían las sombras del crepúsculo. Stenka maniobró con el carruaje por una calle estrecha pasando a través de pasadizos abovedados en un laberinto de galerías. Los bazares desplegaban una colección de mercancías dispuestas en hileras para beneficio de sus patrones. Lino, cáñamo, iconos, sedas, anillos y melones tenían sus propios riadi desde los cuales eran vendidos junto con una gran variedad de otros artículos, que iban desde verduras y pescado hasta ámbar, perlas y pieles.

Un pequeño grupo de soldados harapientos seguía el coche en camino hacia el corazón de Moscú, pero la pequeña tropa era ignorada por los mercaderes que vociferaban sus mercaderías y por las bandas de skomoroji con sus mimos enmascarados y sus espectáculos musicales y de marionetas. Prisioneros con los pies engrillados pedían un trozo de pan para alimentarse, pues la ciudad no se lo suministraba, mientras que mendigos ciegos y lisiados sacudían sus latas mezclando cantos por las almas en una extraña cacofonía de sonidos entre los cuales se escuchaban los gruñidos roncos y aterradores de osos que llevaban a cabo actos inteligentes para sus domadores. Allí, ricos boyardos en sus suntuosos kaftans y en sombreros de copa alta o redondeada se codeaban con los campesinos bien o mal vestidos, de acuerdo con lo que les permitía su bolsillo.

El visitante no podía ignorar la abundancia de iglesias, capillas, baños públicos y tabernas que había en el área, los cuales eran usados con mucha frecuencia por el pueblo, en especial los últimos dos mencionados. No era ningún secreto que los rusos tenían en alta estima los baños prolongados y vaporosos y las fuertes libaciones.

La larga caravana continuó su ruta por el camino arbolado mientras Stenka gritaba: "¡Padi! ¡Padi!" para que las multitudes serpenteantes les dieran paso o ¡Beregis! ¡Beregis! para advertir a otros que tuvieran cuidado. Elegantes y veloces drozhki abiertos se movían a su alrededor con gran facilidad mientras que los trineos de verano se trasladaban con un paso más lento cuando los vehículos más pequeños se aproximaban en la dirección opuesta. Durante el invierno, las troikas habrían detenido el paso de una caravana más grande cuando los briosos trineos corrían con tres caballos a cada lado por el camino.

Sinnovea había visitado Moscú en numerosas ocasiones y, aunque no poco sensible a la belleza y la excitación de la ciudad, no podía dejar de considerar el hecho de que sólo le quedaban unos minutos de la libertad que durante tanto tiempo había gozado bajo la protección de su padre. La mayor parte del día había sido atacada sin piedad por ensoñaciones de su encuentro con el coronel Rycroft en la sala de baños. Aunque podría haber elegido un galán más buen mozo para que hiciera la parte del coronel, si hubiera podido determinar a su gusto el curso de los acontecimientos, no podía negar que se había tratado de una experiencia increíble, ni tampoco que, aun con sus facciones desfiguradas, había algo sumamente interesante en relación con ese hombre, al menos lo suficiente como para hacerla sonrojar al recordar sus formas tan masculinas. Cuando sus mejillas enrojecidas se oscurecían un poco más, daba gracias por el calor agobiante que reinaba. Los detalles espectaculares que había pasado por alto en el momento de pánico ahora se convertían en el tema favorito de sus pensamientos como si fuera una chiquilla tonta y soñadora con tendencia a las preocupaciones lascivas. Los recuerdos recurrentes, con frecuencia demasiado gráficos, del momento en que sus senos desnudos habían quedado aprisionados contra el pecho del coronel y con sus piernas casi había abrazado la plenitud desnuda del inglés eran tan provocativos que pensaba que sus nervios iban a delatarla y que sus compañeros iban, de algún modo, a detectar sus pensamientos lujuriosos. Por una vez, estaba contenta de que Iván sólo pensara en Iván y Ali escondiera su dolor bajo los pliegues de una toalla mojada.

Su compañero monástico había depositado su insignificante cuerpo en el asiento trasero del carruaje por la mañana temprano, y ahora los rayos del sol del atardecer penetraban por la ventanas envolviendo a Iván. El hombre estaba feliz en el aura rosada, como si se imaginara envuelto por un merecido halo o, más improbable, tuviera aspiraciones de presentar un rostro sublime a su audiencia, como un gallo de plumas de colores. Tan grande era su vanidad que no se daba cuenta de la vivacidad con que la luminosidad resaltaba las horribles marcas de viruela que tenia en las mejillas. Aparentemente, también se había olvidado del hecho de que sólo estaba vestido con la única túnica que los sacerdotes de la iglesia del pueblo pudieron prestarle, la cual era casi un harapo y le daba un aspecto de zarrapastroso más que de un personaje sublime.

Su disposición, sin embargo, había dado un vuelco definitivo hacia lo mejor desde la llegada a Moscú. Si Sinnovea hubiera sabido juzgar los estados de ánimo de la gente, habría llegado a esa conclusión a partir de la sonrisa presumida que ostentaba. Casi parecía ansioso por alcanzar la mansión de los Taraslov, como si dejarla en custodia de sus nuevos tutores fuera un gran festín en el cual pudiera alimentar su insaciable deseo de reconocimiento.

El coche dejó el estrecho pasaje y entró en el área abierta de Krásnaya Ploscha, que los ingleses solían traducir como Plaza Roja o Hermosa cuando indicaban cómo llegar a un lugar. La enorme pared de ladrillos rojos del Kremlin se levantaba como una vasta corona de muchas torres sobre la ciudad, rodeando, entre otras estructuras, varias catedrales de muchas cúpulas, el campanario de Iván el Grande, el Palacio de las Facetas y el cercano Terem donde la próxima zarina sería alojada. Las blancas fachadas y las cúpulas doradas que adornaban muchos de los edificios brillaban como el tesoro de un sultán bajo la luminosidad del último sol de la tarde, mientras que otros edificios enjoyados, patios y jardines se congregaban a su alrededor, bien protegidos detrás del envolvente muro.

La Torre Frolovskaia era considerada como la principal aproximación a esta poderosa fortaleza y, cerca de ella, brillaba otra joya de esplendor arquitectónico: la Pokrovski Sobor o, como se llamaba con más frecuencia, la Catedral de San Basilio. La grandeza exótica de esta creación ya había asombrado a muchos visitantes con sus muchas torres, sus cúpulas de forma única y sus torrecillas que resplandecían como las escamas matizadas de un pez. La leyenda había repetido hasta la saciedad la historia de que, después de terminar la catedral, el zar Iván Vasílievich, conocido fuera de las fronteras de Rusia como El Terrible, había ordenado que le sacaran los ojos al arquitecto para impedir que diseñara otro edificio con las mismas características en algún otro lugar del mundo. Pero la historia fue refutada por muchos que argumentaban que, después de la muerte de Vasílievich, el arquitecto, Postnik Yarolev, había regresado en plena posesión de su vista para agregar otra capilla para alojar en ella a san Basilio, que había denunciado con vehemencia las crueldades de Iván y por quien luego fue nombrada la catedral.

Stenka azuzó a los caballos mientras cruzaba el paseo abierto delante de la Catedral de San Basilio y la plataforma del Lobnoe Mesto, o el Lugar del Semblante, desde donde los patriarcas repartían sus bendiciones al pueblo o los rebeldes y criminales eran decapitados a torturados por sus crímenes. Stenka pronto se apartó del Kremlin y dobló por un camino que atravesaba las enormes mansiones de madera de los ricos y poderosos boyardos. Sinnovea se irguió cuando reconoció algunas de las casas, entre ellas la imponente residencia de la condesa Natasha Andreyevna. La mujer había sido en un tiempo la compañera más amada de su madre y era la única confidente a quien Sinnovea podía recurrir en busca de apoyo y consuelo si las cosas iban mal en casa de los Taraslov.

Unos momentos después, Stenka frenaba el coche de cuatro caballos cerca de la calle principal, en un pasaje circular, y detenía los animales delante de una impresionante mansión. Sinnovea respiró profundamente e intentó por un instante juntar fuerzas para el encuentro que estaba a punto de ocurrir. El acontecimiento que había temido llegaba por fin y ya no podía haber más demoras.

El capitán Nekrasov se apresuró a desmontar y se quitó el polvo de sus vestimentas mientras se aproximaba al lado del carruaje que daba al frente de la casa. Abrió la puerta y sonrió al presentar su brazo hábil a la mujer que había llegado a admirar. Sinnovea se calmó por un momento, recuperó la compostura y respondió con gentileza colocando su delgada mano sobre la manga del capitán. Después de ayudarla a descender, Nikolái esperó con paciencia que se acomodara las faldas, y luego, con una mirada que denotaba curiosidad, recibió su asentimiento para dirigirse hacia la enorme puerta de entrada.

Sinnovea emitió un suspiro profundo y caminó al lado del militar por la senda de piedra, desconsolada ante la idea de que pronto se colocaría bajo la autoridad de extraños. Al acercarse al edificio, un golpe de luz que provenía del segundo piso atrapó su mirada. Levantó la vista e hizo una pausa al ver a la princesa Anna en el marco de la ventana ubicada justo encima de la puerta de entrada. El brillo amarillento de las velas que ardían detrás de la mujer marcaban su silueta y hasta en el sarafan suelto que usaba, Anna se vela judaya, una palabra que significaba delgada y mal, o de un modo más adecuado, dolorosamente delgada. Por supuesto, como la mayoría de los hombres rusos admiraban las mujeres más carnosas, la palabra era usada con frecuencia para describir toda forma delgada, incluyendo la de una doncella tan bien dotada como Sinnovea.

Con una sonrisa indecisa, Sinnovea levantó una mano en gesto de saludo, pero para su sorpresa, la princesa no dio ninguna señal de bienvenida que pudiera ayudar a iluminar el ánimo oscurecido de su huésped. Como un espectro silencioso, la mujer se apartó de la vista, dejando que las cortinas cayeran detrás de los cristales.

Sinnovea bajó la mirada, luchando por un momento con los sentimientos atormentadores de soledad y separación que la invadían. Todo el consuelo que podría haber obtenido en un recibimiento cálido se veía reemplazado ahora por una mórbida sensación de tristeza. No quería estar allí, lejos de su hogar, lejos de todas las cosas que su padre había querido y cuidado con tanto esmero.

Nikolái comprendió que no todo era como debía ser para la muchacha y le habló con un tono preocupado.

—¿Estará todo bien aquí, condesa? —preguntó sin atreverse a mostrar todavía su creciente afecto por ella. No tenia idea de qué podría hacer si las circunstancias se tornaban adversas, pero se sentía comprometido a ofrecer su ayuda de todos modos—. Si alguna vez tuviera necesidad de algo...

Sinnovea no le permitió terminar. Apoyó con delicadeza una mano en su brazo en un esfuerzo por tranquilizarlo... y quizá también tranquilizarse.

—La princesa Anna es muy amable, estoy segura. —Sinnovea esperaba parecer más convincente de lo que se sentía. — En este momento no somos más que dos extrañas y ella probablemente siente tanta curiosidad por mi como yo por ella.

El capitán no se convenció con tanta facilidad, pero tampoco quería entristecer a la joven deteniéndose en un tema que estaba lejos de reconfortarla. Sin embargo, sentía la urgente necesidad de dejar sentada su oferta con más claridad y lo hizo con sumo cuidado para que su corazón no lo traicionara.

—Consideraría un honor si usted me permitiera servirla de cualquier modo que usted desee o requiera, mi señora. El mes que viene recibiré una promoción y estaré al servicio del zar como oficial de la guardia del castillo. Si usted descubre que tiene necesidad de mis servicios, puede enviar a su criada y estaré de inmediato a su disposición. —Y casi enfáticamente declaró: — Y correré a su lado, mi señora, o enviaré a no menos que Su Majestad, Mijaíl Romanov en persona, para darle mis excusas.

Sinnovea estaba abrumada por su caballerosa, aunque utópica, oferta. Lo miró, esbozó una sonrisa, pero sus ojos brillaban por las lágrimas.

—Es muy galante y gentil, capitán Nekrasov, y me siento honrada con su ofrecimiento.

—Ha sido un privilegio escoltarla hasta aquí, mi señora —le aseguró Nikolái con calidez, queriendo decir mucho mis de lo que las palabras en realidad transmitían.

Con una resolución fortalecida para enfrentar la reunión con Anna, Sinnovea murmuró como dándose ánimos:

—Mi nombre es Sinnovea. Considero que esa es la familiaridad adecuada para un amigo.

—Sinnovea —susurró el capitán casi en un suspiro y apretó la mano delgada que descansaba sobre su brazo—. Y, mi señora, si usted quisiera honrarme del mismo modo, mi nombre es Nikolái.

—¿Nikolái? —Un gesto con la cabeza fue la respuesta a su sugerencia. Sinnovea, con un suspiro suave y tranquilizador, permitió que él la condujera hasta la entrada.

En la puerta maciza, el capitán golpeó suavemente con los nudillos contra la madera, para anunciar su presencia, y un momento después un mayordomo vestido con un kaftan blanco abrió la puerta de par en par. Nikolái enfrentó al hombre y, con los modos propios de aquel que está acostumbrado a dar órdenes, dio instrucciones al sirviente.

—Puede informar a la princesa Taráslovna que la condesa Zenkovna ha llegado.

El mayordomo observó el brazo vendado del capitán por un momento antes de dar un paso a un lado y, con un gesto, permitirles la entrada. Sinnovea caminó del brazo de su escolta mientras el sirviente le anunciaba que la princesa la estaba esperando.

El vestíbulo parecía casi brillante en comparación con la oscuridad del exterior, pues estaba iluminado por una veintena de velas que ardían en sus candelabros. Sinnovea fue invitada a sentarse mientras esperaba a la señora de la casa y, después de asegurarse de que estuviera cómoda, Nikolái se apuró a dar directivas a sus hombres para que se ocuparan de bajar el equipaje.

Iván estaba bastante molesto por haber sido dejado atrás, pues consideraba que su presencia era de una importancia única para la princesa y juzgaba que no era una adecuada muestra de respeto que el capitán se apresurara a atender a la condesa. Descendió los escalones del carruaje sin ayuda y caminó, apurado, can sus sandalias prestadas. Olisqueó con arrogante desdén al pasar junto a Nikolái, logrando que este echara una mirada molesta a la sombra que se dirigía a la casa.

—¿Qué le pasa al clérigo? —pregunt6 Nikolái al reunirse con sus hombres.

El sargento intentó una conjetura probable.

—Creo, señor, que se ofendió porque usted no lo trató con la misma consideración que a la condesa Zenkovna; no le mostró el mismo respeto que a ella.

—No era consciente de que fuera merecedor de dicho respeto —replicó Nikolái en parte divertido—. No he tenido evidencia cierta de su importancia o grandeza. En realidad, me parece que es una vergüenza para su orden, cualquiera que sea.

El sargento confirmó la opinión con una risotada.

—Tal vez eso sea, señor. Para mí, no es más que una maleza salida de una semilla torcida. Uno de estos días va a causarle problemas a un alma desprevenida. Ruego que no sea a la joven condesa, aunque presiento que el hombre al menos lo intentará.

—Por el bien de la condesa, sargento, espero que se equivoque.

Al entrar al vestíbulo, Iván miró con pomposidad hacia el mayordomo, pero, cuando se dio cuenta de que el hombre se había retirado, depositó sus ojos fríos en Sinnovea, ofendido por la atención que había recibido.

—El capitán Nekrasov parece estimarla bastante, condesa. Estoy seguro de que su orgullo se ha visto robustecido por el triunfo de haber logrado otra conquista.

—¿Otra conquista? —repitió Sinnovea con precaución—. ¿Cuál fue la primera?

—Dudo que se haya limitado sólo a dos o tres, de modo que no tiene que hacerse la inocente conmigo. Con la forma en que esa bestia, Ladislaus, la miraba, es un milagro que usted esté aquí.

Sinnovea casi emitió un suspiro de alivio. Por alguna razón había estado pensando en el coronel Rycroft y estaba un tanto atemorizada de que el clérigo se estuviera refiriendo a él.

—Estoy segura de que Ladislaus me vio nada más que como otro pasatiempo. En este momento, ya debe haber encontrado otro coche que atacar o alguna mujer que lo entretenga. Sinceramente lamento que no haya sido capturado.

—Fue culpa de ese inglés, sin duda. —Iván hizo la conjetura en voz alta capturando la mirada de Sinnovea.

—¿Inglés?

—El que fue detrás de usted y de Ladislaus —explicó el clérigo—. Obviamente el hombre no tenía punto de comparación con el ladrón. En realidad, quedé bastante asombrado con su apariencia cuando lo vi salir de la sala de baños ayer por la noche. Ladislaus le ganaba de lejos. Sinnovea abrió la boca para corregirlo, pero, mientras Iván esperaba que ella hablara, se dio cuenta de lo tonto que seria saciar la curiosidad del clérigo. Si ella simulara que ni siquiera conocía al coronel sin duda eso le acarrearía beneficios.

Un momento después, la princesa Anna Tardslovna hizo su aparición en la parte superior de la escalera como una imagen de oro resplandeciente. Hizo una pausa al pisar el último escalón para observar a sus huéspedes. Un velo con hilos de oro cubría su pulido cabello y se mantenía en su lugar por un kokoshniki con incrustaciones de piedras. El elegante peinado copiaba el adorno del sarafan de satén bordado en oro y la mujer lo lucia con un orgullo exaltado, como si fuera la diadema de una noble reina.

Anna saludó a sus huéspedes con una breve sonrisa antes de terminar de descender de las escaleras con la gracia de un sauce. Tenía unos cuarenta años de edad, un porte digno y la pragmática confianza que impedía toda interferencia o negación. Era tan alta como Sinnovea, y su belleza, aunque en cierta forma gastada por el paso de los años, estaba marcada por una mandíbula fuerte y rasgos aristocráticos. Unas pequeñas arrugas entre las cejas y alrededor de los labios hablaban de que el peso de las preocupaciones se instalaba con frecuencia allí. Un ligerísimo trazo de una papada temblaba en su cuello, que por otra parte era largo y elegante. Sus ojos de un gris plata eran brillantes y estaban siempre alerta detrás de las pestañas oscuras y debajo de las cejas bien delineadas, delgadas como si hubieran sido pintadas con un solo trazo de pincel. Su mirada nunca descansaba mucho tiempo en un mismo lugar, pero cuando se encontraba con ojos acechantes huía como un pequeño pájaro apurado por volar. Muchos años atrás, Anna había aprendido que era una forma eficaz de frustrar a las personas que intentaban hacerle preguntas. Si la presionaban, podía simular que no había siquiera escuchado. Se había vuelto más astuta y hábil en esta practica para impedir que otros señores y señoras desafiaran su autoridad.

—Mi querida condesa —murmuró Anna con cordialidad, extendiendo sus brazos en amable saludo mientras atravesaba el vestíbulo para dar la bienvenida a sus huéspedes—. Qué bueno volver a verla.

Sinnovea se hundió con gracia en una profunda cortesía, reconociendo la posición de la otra, aunque en Rusia no había escasez de boyardos principescos y de mujeres de alto rango, aun después de que el zar Iván El Terrible eliminara a tantos, sin discriminación, durante su reinado de terror.

—Gracias, princesa. En realidad, es un alivio que el viaje haya quedado atrás.

—Supongo que todo estuvo bien y que Iván demostró ser un gran consuelo y ayuda para usted. Estaba segura de que lo sería.

Sinnovea logró esbozar una sonrisa huidiza en respuesta a la mirada inquisidora de la princesa.

—Ayer fuimos asaltados por unos ladrones, pero dejaré que Iván Voronski le cuente los detalles del ataque. Él fue ofendido así como el capitán Nekrasov resultó herido.

Intrigada, Anna miró a Iván en busca de una explicación, pero después de realizar una breve evaluación de su apariencia harapienta, se apresuró a sugerir:

—Sin duda querrán refrescarse antes de hablar.

Su atención se dirigió a la puerta de entrada en el momento en que algunos de los soldados transportaban los enormes baúles de Sinnovea en sus espaldas mientras que otros llevaban unos más pequeños sobre los hombros.

Al ver la riqueza de los cofres, Anna hizo un pequeño esfuerzo por dominar un gesto de enfado que se concentró en el entrecejo mientras se dirigía al mayordomo que acaba de regresar con una bandeja de vinos.

—Boris, tenga la gentileza de mostrar a estos... caballeros... las habitaciones de la condesa en el piso superior. También puede acompañar al buen Voronski al cuarto que le tengo reservado. Hay ropas limpias que puede usar en el baúl azul.

El sirviente asintió y, con un amplio gesto de su mano, indicó a los hombres el camino detrás de él. Siguiendo a todos los demás, entró el sargento con otro baúl enorme sobre el hombro. Al pasar, depositó una valija polvorienta a los pies de Iván, luego subió las escaleras con sus compañeros.

—Ah, pero veo que ha traído ropas con usted... —se apresuró a decir Anna al reconocer el bolso, pero cuando Iván sacudió la cabeza con lentitud, lo miró, perpleja.

—Por el contrario, Su Eminencia, me han quitado todas las posesiones que llevaba conmigo, hasta las ropas que vestía. En realidad, estoy muy aliviado de haber escapado con vida. —Iván dejó caer una mano en la palma de la princesa y, levantando una ceja, se inclinó hacia adelante para darle un énfasis dramático a sus palabras. — Fue terrible y amenazador, princesa, puedo asegurárselo, pero como ve, he cumplido con su requerimiento y he escoltado a la condesa hasta aquí a pesar de la gran pérdida que he sufrido.

—Cualquier cosa de la que haya sido despojado, buen Voronski, le será reemplazada, pero debe contarme todo acerca de este suceso— le imploró Anna—. Venga a mi recámara cuando haya atendido adecuadamente sus necesidades. Me gustaría enterarme de este desastre cuanto antes, si no voy a verme abrumada por la curiosidad y la preocupación.

—Me apuraré para satisfacer su intriga, mi señora. Aunque sufrí indebidamente, estoy vivo para hablar de lo que padecí —declaró Iván con valentía, y con un breve gesto de cabeza se marchó.

A solas con Sinnovea, Anna contempló de manera casual su atuendo mientras sus ojos verdes acompañaban el ascenso de los soldados. Aunque modesto y sobrio, el vestido era, sin lugar a dudas, extranjero, lo que sólo sirvió para recordar a Anna que iba a tener que soportar la presencia de una muchacha que había sido criada e instruida en su infancia y juventud por una madre que había venido de otro país y de otra cultura. Al recordar el edicto de su primo sólo pudo gemir de desesperación en el refugio de su mente. Ah, ¿por qué Mijaíl tenía que enviar a esta criatura, entre todas, para que viviera con ellos? ¡Era evidente que no se consideraba una boyardina rusa!

Forzó una sonrisa que, aun en su mejor intento, pareció rígida, y señaló con una mano la gran habitación que se encontraba a la izquierda del vestíbulo.

—¿Le gustaría un refresco antes de la cena, querida? Boris nos ha traído unos vasos de Malieno frío para saborear en este día de calor. Elisaveta, mi cocinera, mantiene las botellas cerca del hielo que se acumula en la bodega durante el invierno. Lo considero bastante refrescante.

Sinnovea se acomodó en la silla que Anna le indicaba y, aceptando la bebida, sorbió despacio el oscuro vino rojo mientras la princesa tomaba otra copa para ella.

—En primer lugar, déjeme manifestarle mi pesar por la muerte de su padre, tan inesperada, querida. Por lo que sé fue asaltado por unas fiebres y murió de pronto.

—Sí, no lo esperábamos. —Sinnovea luchó contra una ráfaga de lágrimas que reflejaban el dolor por la reciente pérdida. — Parecía tan sano y fuerte antes de caer enfermo. Nosotras quedamos muy sorprendidas por la celeridad de su muerte.

—¿Nosotras? —Anna se prendió de la palabra con toda su atención, pues percibió que podían ser de gran importancia. Habría hecho cualquier cosa por encontrar una alternativa a lo que el zar le había obligado a hacer. — ¿Había otros familiares con usted en ese momento? Tenía entendido que no tiene parientes aquí en Rusia con los cuales pudiera ir a vivir, ya que yo no soy más que una extraña. Tal vez su tía de Inglaterra la estuviera visitando y usted ha estado pensando en volver con ella.

Sinnovea miró a la mujer y comprendió que Anna se sentía tan atrapada por el decreto del zar como ella, y era obvio que estaba desesperada por deshacerse de ella. Mijaíl debió haber imaginado que estaba demostrando una gran compasión hacia las dos: Anna, una esposa sin hijos, y ella, una joven mujer sin padres, pero no había comprendido que, como dos individuos totalmente diferentes, que nunca se habían estimado antes y que no tenían ningún lazo de sangre, existiera una gran posibilidad de que se convirtieran en rivales enjauladas en la misma casa, una de ellas obligada a brindar hospitalidad y la otra forzada a aceptarla. Sinnovea sólo podía preguntarse si pronto llegaría el día en que una de ellas tuviera el valor de acercarse al zar con la súplica de ser liberada de ese compromiso.

—¿Alguien la estaba visitando en el momento en que su padre murió? —Anna volvió a preguntar can cierta exasperación. Le resultaba enervante que la dejaran esperando una respuesta.

Sinnovea replicó con cuidado, pues recordaba el disgusto de la princesa cuando su padre había llevado a Natasha con ellos a una reunión de ricos boyardos y sus mujeres unos meses antes de su muerte. La aversión de Anna hacia Natasha había sido evidente desde el principio, lo, que brindó a Sinnovea muy poco consuelo al responder.

—La condesa Andréievna nos estaba visitando en ese momento, princesa. Es una buena amiga de mi familia.

—¡Ah! —Anna se replegó en fría reticencia, incapaz de sentir nada excepto animosidad siempre que el nombre de esa particular condesa era mencionado. Su odio por esa mujer se remontaba a antes de su matrimonio con Alexéi. En la última reunión social donde se habían encontrado brevemente y de nuevo habían sacado a relucir sus espadas, Anna recordaba que se había enfrentado con Natasha porque pensaba que era la amante de Alexandr Zenkov, pero la condesa de ojos oscuros se había reído ante la idea y había desechado las insinuaciones como fantasías descabelladas. Natasha la había reprendido por creer esas historias distorsionadas, como si se tratara de una niña sin capacidad de discernir la verdad de la ficción. — No sabía que fuera amiga personal de la condesa Andréievna, Sinnovea. En realidad, habría pensado que usted estaría resentida con la mujer que robó el afecto que su padre sentía por su madre y trató de tomar su lugar en la vida de él.

El rostro de Sinnovea se encendió con el ardor enfurecido de la indignación. Habría hablado en defensa de Natasha, pero no podía controlar el temblor que sentía y temía transmitir su estado de gran agitación si se atrevía siquiera a pronunciar una palabra. Bajó un poco los ojos hacia la copa que sujetaba y se obligó a mirar el líquido oscuro hasta que recuperó cierta confianza en su habilidad para responder con calma. Después de un momento, logró enfrentar con frialdad la mirada cuestionadora de la mujer.

—Creo que usted malinterpreta la relación de mi padre con Natasha. No era la que mantienen dos amantes, sino una amistad basada en el respeto mutuo. En algún momento, Natasha fue la amiga más querida de mi madre antes de convertirse en nuestra amiga. Y, por lo que sé, mi padre y Natasha nunca fueron amantes y nunca hicieron planes de casarse. Eran sólo buenos amigos, eso es todo.

Si la muchacha podía defender a una mujer tan inmoral, reflexionó Anna con desprecio, entonces era obvio que estaba en seria necesidad de ser educada en el decoro propio de la sociedad.

¡Natasha! El cerebro de Anna casi gritó el nombre de la mujer con amarga hostilidad. Tres veces viuda y con toda una hilera de hombres persiguiéndola, ¡deseosos de ser el cuarto esposo! ¡La sola idea de que la mujer tuviera tanta familiaridad con hombres! Invitarlos a sus reuniones sociales como si fueran amigos de toda la vida... ¡o amantes! Había sólo un nombre para esa mujer: ¡ramera!

—Por lo que usted sabe —la aguijoneó Anna con una sonrisa dura que apenas disfrazaba la malicia que se revolvía en su interior.

—Por lo que sé —respondió Sinnovea con frialdad mientras volvía a bajar la vista para fijarla en el vino. Era un truco para esconder sus emociones, pues no era sabio dejar que la princesa leyera el resentimiento que estaba tratando de superar. Probablemente eso haría que las dos quedaran por igual en esa primera reunión.

—¿Cuánto hace que su madre ha muerto?

—Cinco años —replicó Sinnovea en un murmullo contenido.

—¡Hable en voz alta, Sinnovea! —dijo con brusquedad, ignorando lo trivial y petulante que podría haber parecido para alguien de su posición actuar de un modo tan indigno, ¡pero nunca había pedido que esa muchacha viniera a su casa! ¡Ciertamente no la quería allí!— Apenas puedo escuchar lo que está diciendo. Y no me gusta que me dejen esperando una respuesta tampoco. No es retrasada, o al menos no parece serlo. Por lo tanto, insisto en que preste atención a lo que se le dice y responda con más rapidez. ¿Es mucho pedir?

—Como usted desee. —La respuesta llegó con presteza y claridad, aunque Sinnovea luchaba por reprimir su propia irritación. La princesa se había agitado mucho, como si le hubiera molestado su defensa de Natasha, y ahora parecía estar ventilando su furia. Sinnovea comprendía la locura de dejarse arrastrar a una pelea con la mujer habiendo pasado tan poco tiempo desde su llegada, pero el mero hecho de salir en defensa de Natasha había sacado a Anna por completo de sus casillas.

—Así está mejor. —Anna apoyó su copa sobre la mesa y se puso de pie mientras Boris seguía a los soldados escaleras abajo. Cuando Sinnovea dejó su vaso y siguió su ejemplo, Anna se apuró a indicarle que podía retirarse. —Estoy segura de que querrá refrescarse antes de la hora de la cena. Boris puede conducirla a sus habitaciones.

Sinnovea se atrevió a demorar un momento a la mujer, pues sabia que todavía quedaban ciertos arreglos por hacer.

—Le ruego un minuto de su tiempo, princesa, por favor.

Anna la enfrentó de nuevo con las cejas levantadas sobre sus fríos ojos grises. Parecía sorprendida por la temeridad de la joven mujer que se atrevía a pedirle un momento más de su tiempo.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Traje algunos sirvientes conmigo para que me asistieran en mis necesidades mientras esté aquí, y necesito conseguir un sitio donde puedan quedarse. Si tiene espacio aquí para alojarlos, eso servirá a mis propósitos. Mi coche y mis caballos deben ser colocados en un establo también, si hay lugar.

Los delgados labios de Anna se torcieron por el disgusto evidente.

—Se equivoca si piensa en tenerlos aquí, Sinnovea. Ya hay bastante poco lugar para su criada en sus habitaciones y no puede esperar que alojemos a su cochero, su lacayo y su equipaje también. Sería prudente enviarlos de regreso a Nizhni Nóvgorod. No tenemos espacio para acomodarlos aquí. Además, es poco probable que los necesite mientras esté con nosotros.

La respuesta de Sinnovea llegó rápida, como la mujer le había urgido a contestar, y con una carga de cordialidad más grande de la que en realidad estaba sintiendo.

—Entonces, si usted pudiera permitir que mi cochero descansara aquí por esta noche, haré otras gestiones mañana por la mañana. No me gustaría quedarme sin mi carruaje mientras esté aquí, ni tampoco imponerles una inconveniencia cuando tenga necesidad de usarlo.

Sinnovea deseaba fervientemente vivir en paz con sus tutores, por lo menos hasta el momento en que pudiera desembarazarse de su protección e independizarse, pero si eso significaba estar aprisionada dentro de los confines de su casa y obtener permiso para salir sólo cuando se les antojara, sabía que no sería capaz de soportar esas restricciones por mucho tiempo. No era una niña y no creía que fuera la intención del zar Mijaíl que su prima la tratara como tal.

—¿Y dónde piensa que podrá guardarlos? —preguntó Anna con cinismo.

Aunque Sinnovea percibió de antemano que su sugerencia molestaría a la mujer, era una alternativa mucho más aceptable la que estaba a punto de presentar que la que Anna tenia en mente.

—Estoy segura de que si no hay lugar para mi cochero, mi lacayo y mi carruaje aquí, la condesa Natasha me permitirá usar sus establos. Vive calle abajo, a una distancia muy corta de esta casa.

—¡Sé donde vive! —denostó Anna, ofendida por los esfuerzos de la joven en instruirla. Su irritación se vio más agudizada por su incapacidad de pensar en una excusa plausible con la cual pudiera justificar un rotundo rechazo al pedido de la muchacha. Aunque era reticente a aplacar su ira, se dio cuenta de que tendría que acceder a la petición porque sabia que era una locura poner a prueba el sentido de justicia de su primo a tratar de silenciar las lenguas chismosas. Algunas personas tenían una misteriosa forma de encontrar motivos clandestinos y someterlos a la luz plena del descubrimiento. En realidad, se sentiría muy molesta si tuviera que responder ante el zar Mijaíl debido a esa pequeña criatura entrometida que había mandado a vivir con ellos.

Si bien no encontraba ninguna alegría en su magnanimidad, Anna disfrazó su derrota como sumisión a la autoridad de otro, aunque era muy extraño que se sometiera a nadie excepto a los dictados de Su Majestad. Aun así, tenia una fuerte aversión a aceptar la voluntad de su primo antes que la de ella, un hecho que mantenía guardado con celo. No obstante, al mantener una posición de estoica reticencia ahora, esperaba desalentar futuros enfrentamientos. A Alexéi le importaba un bledo el arreglo, pero al dejar el peso de la decisión provisionalmente en sus hombros, podía acceder al requerimiento de la muchacha al día siguiente y exigir la remuneración adecuada para compensar los gastos adicionales del alojamiento de los sirvientes y el cuidado de los caballos.

—El príncipe Alexéi estará de regreso para la cena —informó a la joven—. Él puede tomar la decisión final de si permite a no que sus sirvientes usen nuestras comodidades mientras usted permanezca con nosotros. —Después de decir esto se excusó con un leve gesto de la cabeza y se retiró arrojando estas palabras por encima de su hombro: — Boris le mostrará sus habitaciones.

Sinnovea lanzó un prolongado suspiro de alivio pues sentía como si acabara de ganar una horrenda batalla, pero por muy poco margen. Estaba comenzando a sospechar que la princesa Anna iba a ser más difícil de lo que había imaginado. Si estos últimos momentos eran una indicación, tenía en realidad mucho de que preocuparse en los días y meses por venir.

Sinnovea salió de la casa y dio instrucciones al cochero y al lacayo. Dejó que ellos mismos encontraran el camino a los establos mientras se despedía del capitán Nekrasov y sus hombres.

—Gracias por el cuidado y la gentileza, Nikolái. Espero que nos volvamos a encontrar en el futuro.

Con galantería Nikolái depositó un beso en los dedos de la condesa.

—Adiós, mi bella dama. Espero que no pase mucho tiempo antes de que la vuelva a ver.

Sinnovea tragó con dificultad luchando contra un nudo que se le había formado en la garganta. Él, por primera vez, la miraba con evidente deseo. Ella no pudo responder, pues no tenía forma de saber qué le depararía el mañana.

—Cuídese, Nikolái... druga, amigo mío.

—Me siento honrado por su amistad, Sinnovea. Tal vez nos volvamos a encontrar... muy pronto. Me daría un gran placer verla... de vez en cuando.

Sinnovea acercó dos de sus dedos a los labios y se inclinó hacia adelante para apoyar esos mismos dedos contra la mejilla delgada.

—Aun cuando estemos destinados a no volver a cruzar nuestros caminos nunca más, Nikolái, recuerde que siempre lo valoraré como un hombre digno de mi confianza. Su Majestad me hizo un gran servicio al enviarlo para acompañarme hasta aquí. Estoy en deuda.

Sinnovea se alejó antes de Nikolái pudiera hacer otro comentario y saludó a los soldados que le sonrieron y respondieron a su gentileza. Dio media vuelta y ayudó a Ali a entrar en la casa. Acompañó a la criada rodeándole con un brazo la cintura diminuta y subieron los escalones hasta las habitaciones que Boris les indicó. Cuando el mayordomo se retiró, Sinnovea escuchó que el capitán Nekrasov daba una orden a sus hombres y cerró a la ventana de la fachada, donde se apoyó contra el marco a observar cómo subían a sus monturas. Un momento después, una batería de cascos indicaba la partida por el camino.

Con un suspiro pensativo, Sinnovea enfrentó la recámara donde se alojaría durante la tutela de la princesa Anna y su marido, el príncipe Alexéi. Un trío de candelabros iluminaba las habitaciones y, con la luz de las velas, escudriñó el recinto sin poder encontrar ningún fallo en las comodidades que le habían dado. Un pequeño cubículo al lado del dormitorio estaba amueblado con una cama estrecha y lo esencial para cubrir las necesidades de Ali. La recámara principal era espaciosa y tenía muebles cómodos: un sillón de terciopelo, varios cofres de gran tamaño, adornados con herrajes de plata, un par de sillas delicadas ubicadas junto a una pequeña mesa para comidas privadas y una gran cama con baldaquino de terciopelo rojo y adornos dorados de pesada seda. Las comodidades eran dignas de la realeza, pero en ese momento Sinnovea se sentía el más pobre de los seres ante semejante opulencia.

Sinnovea condujo a Ali al estrecho cubículo e, insistiendo en su completa recuperación, le ordenó que descansara hasta que los otros sirvientes fueran llamados a comer. Apagó las velas en el pequeño compartimiento y abrió una ventana angosta para atrapar la brisa refrescante. Luego se retiró a su recámara y cerró la puerta detrás de ella. Allí, Sinnovea se quitó la ropa y vertió agua en una palangana para lavar la suciedad pegajosa del día de viaje. Cuando terminó el aseo, envolvió su cuerpo desnudo en una larga bata, sopló las velas y luego cayó, exhausta, sobre el sillón. Se sentía física y mentalmente agotada. El carácter extremo de Anna le había quitado los últimos restos de energía y de tranquilidad. Necesitaba el solaz y el descanso después de la desastrosa reunión; sin embargo, mientras se recostaba en los almohadones, el sueño parecía tan esquivo como el legendario pájaro de fuego que el zar Iván había buscado en una fábula rusa. Su mente divagaba lejos de la habitación, se detenía por un momento en los sirvientes que había dejado en su casa y la miríada de preguntas que habían hecho acerca de su regreso, y a las que no había podido responder. En el caso de que debiera casarse pronto e irse a vivir a la casa de su marido, tendría que decidir si despediría al personal y se desharía de la casa, o la retendría con el propósito de que ella y su marido hicieran escapadas durante el verano.

Sinnovea se detuvo a analizar con gran detalle los miedos y reticencias que había tratado de combatir después de recibir el mensaje del zar. Sus aprensiones no estaban basadas tanto en la certeza de que Anna fuera la prima y, por lo tanto, su favorita. Algunas personas cercanas al monarca se habían atrevido a especular que fue la misma princesa la que había hecho el reclamo, pues su parentesco con el zar Mijaíl era considerado bastante distante. Después de todo, Anna acababa de mudarse recientemente a Moscú desde la pequeña provincia en donde había crecido y el zar Mijaíl había estado secuestrado la mayor parte de su vida en un monasterio donde su madre había encontrado un refugio seguro contra los oscuros planes e intrigas de los boyardos más ambiciosos. Parecía bastante simple conjeturar que, cualquiera fuera el vínculo, Anna y el zar Mijaíl no habían podido compartir mucho tiempo juntos en el pasado, y eso creaba dudas sobre el afecto que sentían el uno por el otro.

Sin embargo, no era la relación entre los dos lo que preocupaba a Sinnovea, sino las frecuentes muestras de animosidad de Anna, que habían resultado evidentes en la primera reunión, cuando trató a Natasha como una especie de gusano malvado. Ahora, considerando las más recientes insinuaciones de Anna sobre Natasha de una forma retrospectiva, Sinnovea no encontraba posible pensar en la princesa con ánimo benigno.

Golpeó los almohadones para que fueran más mullidos y se dio la vuelta para mirar hacia la puerta. Sinnovea continuó con sus reflexiones. Natasha había tenido relaciones sociales con ricos boyardos durante muchos años, pero Anna no la reconocía como una persona de importancia. En vista de la cercanía que la princesa mantenía con Iván Voronski, Sinnovea se preguntaba si el clérigo no habría instigado ese desdén de la princesa Anna por la condesa Natasha. A principios de ese año, Natasha había reprobado al hombre por sus modales groseros al insultar a uno de sus invitados y le había aconsejado ser un poco más considerado en el futuro. Al haber comprobado su abierto desprecio por cualquiera que no fuera capaz de apreciar de inmediato todo lo que pensaba y decía, Sinnovea bien podía imaginar la magnitud de sus quejas a aquellos que le prestaban un oído comprensivo, como por ejemplo, Anna.

En lo que concernía al príncipe Alexéi, Sinnovea había escuchado que se murmuraba con discreción que tenia un ojo voraz, siempre orientado a descubrir doncellas mucho más jóvenes que su esposa. Durante años, la culpa de un vientre estéril había sido depositada en Anna, pero en los últimos tiempos las habladurías se inclinaban más a considerar que el juicio contra la princesa había sido injusto pues se sospechaba con fundamento que el príncipe Alexéi había esparcido su semilla entre un ejército de vírgenes cuyas reputaciones nunca se habían visto públicamente comprometidas por la evidencia de su propensión al adulterio. Sinnovea había encontrado estos rumores muy perturbadores, pues no tenia idea de qué tendría que enfrentar una vez que estuviera encerrada en la casa de los Taráslov. Una cosa era soportar a la princesa Anna, pero otra muy diferente ser violada por un libertino enamoradizo.

Por un momento a Sinnovea le pareció imposible calmar sus pensamientos convulsionados, pero finalmente fue capaz de dormirse y dar descanso a su mente preocupada. Fue sólo un breve respiro, sin embargo, pues sintió que, apenas se quedó dormida, volvió a ser despertada. Pero, ¿por qué? Su mente recorrió en exhaustiva búsqueda la causa de su perturbación. No recordaba haber escuchado un ruido. Parecía como si hubiera percibido algo, algo que no podía señalar.

Bajo el peso de los párpados ociosos, los ojos de color verde jade inspeccionaron el oscuro cielo raso rojo que parecía suspendido cerca de su cabeza. Un haz de luz más brillante atravesó su imagen celestial haciéndola sentir extraña. Llegó a la pared que estaba a su derecha, decorada con un delgado papel floreado que brillaba en tonos dorados con la suave luz del haz. Lánguidamente, Sinnovea levantó una mano para probar de dónde venia el rayo luminoso, y pensó que era extraño que con sólo la punta de sus dedos pudiera atrapar el resplandor, y que ellos, a su vez, se proyectaran de la misma forma contra la pared.

Las cejas de Sinnovea se levantaron al aumentar su perplejidad. La luz proyectó una sombra sobre su mano y sobre la pared que estaba detrás; las dos formas se unieron en una configuración extrañamente familiar, parecida a la cabeza y los hombros de un hombre.

La sombra se movió y Sinnovea comprobó, atónita, que no se trataba de un engendro de su imaginación. Se incorporó en el sillón, miró hacia la puerta y, para su sorpresa, vio que la habían abierto mientras dormía. Una silueta alta y masculina se dibujó contra la luz que venia desde el pasillo, pero, mientras ella miraba, el intruso con tranquilidad pasó el vano de la puerta y se dirigió hacia la izquierda por donde desapareció de la vista.

A Sinnovea no le quedaron dudas sobre qué había estado mirando el hombre cuando vio que tenía sus piernas descubiertas. Sintió que sus mejillas se encendían de indignación mientras se cubría con la bata de seda los miembros desnudos y los pechos libres para evitar toda posibilidad de futuras miradas. Se levantó de un salto y corrió descalza hacia la puerta.

Se apoyó en el marco y, con precaución, se inclinó hacia adelante para mirar hacia el pasillo. No había evidencias de que nadie hubiera estado allí, ni siquiera el sonido de pasos para verificar que alguien estaba huyendo por el corredor. Pesados candelabros colgaban en pares de las paredes y sus velas emitían la suficiente luz como para desbaratar cualquier sombra. En el pasaje que se abría hacia su izquierda, la puerta estaba entornada y dejaba ver una habitación tan oscura como la noche.

El hombre tenía que estar escondido allí, concluyó Sinnovea con un escalofrío de miedo, pues no le había dado tiempo a huir escaleras abajo. Si la estaba esperando allí para seguirla o regresar a su habitación, le parecía prudente impedir toda posibilidad de enfrentamiento cerrando la puerta con llave y trabándola con una silla. Así, Sinnovea se sintió más segura y, para disuadir a cualquiera que se hallara cerca de probar el pomo de la puerta, corrió el seguro interior con mucho ruido.

Sinnovea no tenia dudas de la identidad del libertino, aunque le helaba el corazón pensar que, a pocas horas desde su llegada, no sólo había tenido que enfrentarse con el carácter duro y seco de la princesa Anna, sino que, mientras dormía, había sido espiada con rudeza por un reconocido acosador de mujeres. ¡El príncipe Alexéi Taraslov!