8
UNA brisa matinal soplaba sobre la ciudad mientras el zar Mijaíl Fiódorovich Romanov caminaba con displicencia por la parte más alta de la pared del Kremlin. Sus ojos oscuros seguían de cerca las maniobras de un regimiento a caballo que cabalgaba en la vasta área abierta de la Plaza Roja. La habilidad del comandante de la unidad de caballería de elite pronto acaparó su atención, pues había visto pocos jinetes con tanto talento como él, excepto quizá los cosacos que podían hipnotizar al espectador casual con su atrevido dominio ecuestre. Aunque el general Vanderhout, hablando ante varios generales rusos, había alardeado de sus logros al diseñar las tácticas que llevó a cabo un regimiento de extranjeros al enfrentarse con una enorme banda de ladrones, Mijaíl se enteró de la verdad cuando pidió al recién ascendido comandante Nekrasov que le informara acerca de la travesía de la condesa Zenkovna a Moscú, ya que había escuchado la historia de que unos asaltantes de camino, liderados por un hijo bastardo de un polaco y de una cosaca, habían atacado a la comitiva de la joven boyardina y habían sido puestos a la fuga por un cierto coronel inglés y los húsares imperiales que él entrenaba, parte del mismo regimiento que, sin saberlo ellos, estaba haciendo en ese momento una demostración ante él.
El enérgico desempeño y la cadencia rítmica de los húsares montados a caballo llenaron el corazón de Mijaíl con gran fervor mientras observaba desde su elevada posición. Las cabezas con cascos giraron al unísono al escuchar la cuenta precisa de su comandante y, bajo los rayos dorados del sol de la mañana, sus espadas brillaron en todo su esplendor cuando los hombres levantaron sus armas e hicieron chocar sus bordes romos contra los hombros. Era una presentación que nunca antes había visto, pero era un ejercicio que disfrutaba plenamente. Tenía que conocer a ese inglés en un futuro cercano, pues era obvio que el oficial tenía la virtud de organizar magníficas exhibiciones en un terreno abierto, así como de probar su poder militar en el verdadero combate.
Mijaíl movió la cabeza, pensativo, y observó de reojo a su oficial de guardia que estaba justo debajo del mariscal de campo.
—¿Comandante Nekrasov?
A la llamada, el oficial se apresuró a acercarse y, con un saludo enérgico, prestó la obediencia del soldado a su soberano.
—A sus órdenes, Gran Zar de todas las Rusias.
Mijaíl se tomó las manos por detrás de la espalda mientras observaba al oficial prolijamente uniformado.
—Comandante Nekrasov, ¿Usted habla inglés?
Nikolái quedó un tanto sorprendido por la pregunta, pero respondió sin dudar.
—Sí, Su Alteza Real.
—¡Bien! Entonces ¿podría informar al comandante del regimiento que ahora estoy mirando que me gustaría tener la oportunidad de hablar con él en los próximos días? Puede hacer una solicitud de audiencia en la oficina de peticiones y será informado poco después de mi respuesta. ¿Tiene alguna pregunta?
—Ninguna, Su Excelencia.
—El hombre es extranjero —declaró Mijaíl—. Instrúyalo acerca del protocolo de la corte para que no se abochorne o me vea obligado a castigarlo.
—Sí, Su Excelencia.
—Eso es todo.
Nikolái cruzó un brazo sobre el pecho y se hincó sobre una rodilla delante del zar, quien con un gesto casual lo autorizó a que se retirara. Con gran prisa, el comandante se alejó y, un momento después, había descendido al nivel del piso a través de la torre más cercana. Saludó al comandante de los húsares, mientras se apuraba por el campo hacia los jinetes que estaban de maniobras.
—¡Coronel Rycroft! —volvió a llamarlo, pero como no obtuvo respuesta, se apresuró aun más a recorrer una porción de terreno con el fin de ser escuchado por encima del ruido de los cascos atronadores y los gritos de las órdenes—. ¡Coronel Rycroft!.
Finalmente los ritos penetraron el ruido ensordecedor y Tyrone hizo girar a su caballo para ver quién se le acercaba. Al reconocer al comandante, hizo un gesto con la cabeza al capitán Tverskoi, dejándolo por un momento al mando de los ejercicios de la unidad de caballería. Se quitó el casco de cuero y se secó el sudor de la frente con la mano mientras esperaba al oficial que avanzaba con paso rápido.
—¡Coronel Rycroft! —gritó de nuevo Nikolái, excitado, mientras se detenía al lado del inglés—. ¡Su Majestad el zar quiere verlo! —Levantó su brazo y girándolo un poco, señaló la alta pared del Kremlin para que el coronel dirigiera la vista hacia los hombres que estaban allí observando.— ¡Lo ha estado mirando un buen rato!
Tyrone levantó una mano para que le sirviera de pantalla contra el sol y entrecerró los ojos para ver el pequeño grupo de oficiales de alto rango que se reunía allí.
—¿Qué se supone que quiere de mi?
—¡Usted lo ha impresionado! —respondió Nikolái asombrado, casi incrédulo de que alguien pudiera alcanzar semejante hazaña—. Tiene que arreglar una audiencia con él en los próximos días.
Tyrone aflojó las riendas en sus dedos y, juntándolas, colocó su mano sobre la silla mientras levantaba una ceja al comandante. El reconocimiento del zar era lo que había estado tratando de lograr, pero estaba sorprendido al haberlo conseguido tan rápido.
—¿Y qué tengo que hacer para llegar a eso?
—Yo personalmente voy a darle las instrucciones de qué es lo que se espera de usted, coronel. Si está libre esta noche podemos encontrarnos en mi casa. Cuanto antes responda, mejor demostrará el respeto que siente por Su Majestad.
—Por supuesto —estuvo de acuerdo Tyrone que abandonó de inmediato sus planes de cabalgar hasta la casa de los Taraslov esa noche. En las últimas semanas había entrenado a sus hombres con tanta diligencia que no se había dado tiempo para aplacar un fortalecido deseo de ir en busca de Sinnovea. Había pensado en persuadir a Ali para que arreglara una reunión esa misma tarde; tal vez hubiera podido aprovechar la oportunidad para hablar con la muchacha y explicarle una vez más sus intenciones. Últimamente, la belleza de cabello oscuro parecía ocupar su mente con singular persistencia. Hasta en medio de la noche, despertaba de sus sueños agitados con su rostro delante de los ojos y en el cuerpo, la sensación de su desnuda suavidad flotando contra su piel. La dificultad era erradicar esas provocativas imágenes de su mente, y aunque se levantaba e iba y venía por su habitación en un esfuerzo por dirigir sus pensamientos a algo menos perturbador, quedaba dolorosamente atormentado por el hambre cada vez más grande que tenía de ella. Esta reunión con el comandante Nekrasov era más importante que la visita planeada, pues una audiencia con el zar podía ser un medio muy eficaz para ganar lo que en verdad quería. Era a lo que tanto había aspirado. Sin duda alguna, el zar Mijaíl podía abrir en Rusia cualquier puerta que le hubieran cerrado en la cara.
Habían pasado un par de semanas desde la llegada de Sinnovea a la mansión de los Taraslov, y en ese tiempo ella se había visto obligada a soportar las flemáticas lecciones de Iván, las reprimendas de Anna y las persecuciones de Alexéi, siempre que se hallara lejos de la vista y el oído de su esposa. Sinnovea estaba comenzando a sentirse tan agitada como un pequeño gorrión bajo el ojo aguzado de un cuervo negro. Parecía que en cada área en sombras por la que pasara estaba el peligro de ser sorprendida por el príncipe, y lo que era más perturbador aun, la posibilidad de ser asediada directamente o de un modo fingido cuando se encontraba con él en los vestíbulos, las habitaciones o las escaleras. La enloquecía, para decir lo menos, convertirse en la presa de ese juego de caza, pero Alexéi parecía tener la intención de aprovechar cada oportunidad que se le presentara mientras Anna dedicaba la mayor parte de su tiempo y atención a ayudar a Iván Voronski en su ambicioso ascenso a la fama.
En lo que se refería a la princesa Anna, había pospuesto la visita al lecho de enfermo de su padre, pues consideró que la planificación de una recepción en honor de Iván era más importante. Los dos se habían vuelto casi inseparables y, mientras Alexéi se divertía en otra parte, iban juntos en el carruaje de la princesa a visitar a boyardos de gran poder y riqueza en un esfuerzo por incitar los espíritus afines que encontraran y, si la atmósfera era la adecuada, alentar, con suma cautela, cualquier sentimiento adverso que pudiera existir contra el patriarca Filaret Nikítich.
A primera hora de la mañana del miércoles, el príncipe Alexéi informó a su esposa que tendría que atender unos negocios en una ciudad vecina, y que no lo esperara de regreso hasta la noche siguiente. Su anuncio hizo que Anna se sintiera confiada de dejar a la muchacha a su cargo sola en la mansión mientras Iván y ella salían. Nunca se le ocurrió pensar que su marido la estuviera engañando.
Poco después de que la pareja hiciera su partida por la tarde, Sinnovea envió a Ali con Stenka a atender las necesidades de la hermana de Elisaveta, Danika y su hija. Las dos estaban muy mejoradas después de casi haber muerto de hambre; la madre estaba esperando con ansias la posibilidad de encontrar trabajo en casa de la condesa Andréievna.
En ausencia de Ali, Sinnovea se situó en una pequeña mesa en los jardines de los Taraslov para hurgar en la obra de Plinio el Viejo que, supuestamente, se ocupaba de la historia natural del hombre, con la esperanza de comprender mejor algunas de las absurdas teorías de Iván, que ella había considerado demasiado ridículas para siquiera considerarlas y, después de cierta investigación, seguían pareciéndole de una absoluta distorsión.
Poco después de sonar las campanadas de las tres, un sorprendido Borís abrió la puerta al príncipe Alexéi. Recuperado, el sirviente se apresuró a dirigirse al señor de la casa.
—No lo esperábamos hasta mañana, señor.
—Un cambio de planes, Borís. —Alexéi miró a su alrededor. —¿Mi esposa está aquí?
—No, señor. La princesa Anna salió hace más de una hora con...
—El bueno de Iván Voronski, supongo. —Alexéi se permitió mostrar cierta irritación para beneficio del sirviente que se preparó para recibir una explosión de celos conyugales.
—Fueron a visitar al príncipe Vladímir Dmítrievich a su casa, mi señor. Estoy seguro de que la princesa Anna estaría encantada si se reuniera con ellos allí, señor.
—¿Qué? ¿Y sufrir otra vez escuchando los proyectos del viejo boyardo de producir otra progenie en sus años crepusculares? —Alexéi se echó a reír mientras sacudía la cabeza en señal de negación al criado, que ocultó una sonrisa detrás de su mano enguantada.— Creo que no, Borís. A su edad avanzada, el príncipe Vladímir debería estar pensando en dividir sus bienes con los hijos que ya tiene en lugar de estar pensando en engendrar más.
Alexéi abandonó el vestíbulo y se dirigió a la casa y de allí a los jardines, donde encontró a Sinnovea sentada, con el mentón apoyado en las manos. Concentrada en sus estudios no se dio cuenta de quién se le acercaba.
—Mi querida Sinnovea...
La cabeza peinada con delicadeza saltó por la sorpresa y la joven encontró la mirada sonriente del príncipe. El nombre escapó de los labios con la prisa del asombro.
—¡Príncipe Alexéi!
Por un momento, Alexéi miró a los ojos verdes más impresionantes que hubiera visto alguna vez en su vida. Luego se le escapó una risa al caer en la cuenta de la súbita inquietud de la muchacha. Estaba tan asustada como un pequeño conejito que acababa de ser acorralado por un astuto zorro.
—¡Príncipe Alexéi! —repitió Sinnovea con más vigor mientras se apresuraba a ponerse de pie—. No esperábamos que regresara hasta mañana. Dios mío ¡qué sorprendida estará Anna! —Su tono apagado denotaba su nerviosismo.— Estará de vuelta en cualquier momento, estoy segura...
Las palabras de Sinnovea se perdieron en un silencio cauto cuando vio los ojos oscuros que la observaban divertidos.
—Vamos, mi querida Sinnovea —le reprochó con suavidad—. Los dos sabemos que Anna suele tardar mucho siempre que acompaña a Iván a una de sus excursiones en busca de fama. Tiene ambiciones muy parecidas a las de él, sabe.
Con una distracción casi hipnotizada, su mirada se hundió en el escote cuadrado que le permitía una inigualable vista de los pechos blancos y suaves, una imagen que nunca había tenido hasta el momento. Una golilla almidonada, adornada de encajes, rodeaba la delgada columna de su cuello y estaba sujeta por una cinta color lavanda que combinaba con las flores de su vestido. Debajo de ella el corsé ceñido acentuaba la estrechez de su cintura, mientras que el precario escote lo dejó casi jadeando de anticipación. Se humedeció los labios al imaginar el momento en que esa deliciosa plenitud pudiera exceder los límites de su restrictiva cobertura y apagar su hambrienta mirada con una visión mucho más reveladora..
Sinnovea se había puesto ese ligero vestido veraniego de diseño europeo después de la partida de Anna y su intención había sido estar más fresca y no mostrar más su cuerpo, pero Alexéi no iba a ser precisamente quien se quejara del vestido, pues le permitía saborear los dulces placeres de su belleza. Aunque reconoció el hecho de que no tenía tanta experiencia en viajes como la muchacha que estaba a su cargo, el príncipe estaba convencido de que la joven podría encantar a los hombres de todas partes del mundo con su increíble belleza.
—¿Puedo unirme a usted? —preguntó con sus mejores modales.
—P..por supuesto —respondió Sinnovea mientras se preguntaba si tenía otra posibilidad. En verdad, si ella hubiera tomado la iniciativa de decirle que no, probablemente él la habría acechado desde ese mismo momento.
Alexéi trató de disminuir el espacio que había entre los dos, y, con una rápida reacción, Sinnovea rodeó la mesa para ir a servirse un vaso de vino aguado. Con una sonrisa trémula ante la mirada ardiente del príncipe, bebió un sorbo antes de recordar sus modales. Con reticencia, hizo un gesto con la mano para señalar la jarra de vino y un pequeño plato con tortas que Elisaveta le había traído.
—¿Le gustaría beber algo?
Alexéi sonrió al ver su esmero de anfitriona consumada mezclado con las tácticas de una tímida doncella. Sus acciones estaban destinadas a colocar una barrera entre ellos, como si por algún milagro la pequeña mesa le ofreciera protección contra la obsesión de un perseguidor apasionado.
—Tal vez un vaso de vino con agua —murmuró, quitándose el sombrero. Lo dejó a un lado y colocó las dos manos sobre la mesa. Se inclinó un poco para tomar nota de lo que la muchacha estaba leyendo.— ¿Plinio el Viejo? —La observó con cierto escepticismo y con la mano pasó por las páginas del tomo.— ¿Qué asunto pesado ha estado ahora exponiendo Iván que usted tiene que consumir su tiempo libre leyendo a Plinio el Viejo?
El mentón de Sinnovea se levantó en señal de orgullo al recordar la condescendencia de Iván cuando descubrió que el conocimiento que la muchacha tenía de las obras de ese autor era muy limitado.
—Iván dijo que Plinio el Viejo era un genio que había pasado la mayor parte de su vida leyendo, tomando notas o estudiando las obras de otros y que todo estudiante inteligente debe prestar mucha atención a sus escritos, como si —recalcó las últimas palabras para indicar lo molesta que estaba con su instructor—, en ellos se encontraran las leyes que rigen los cielos.
Alexéi, divertido, torció la boca al comprender que el orgullo de la joven había sido vapuleado.
—¿Y qué piensa ahora, después de haber explorado algunos de los trabajos de Plinio? ¿Es tan sabio como sostiene Iván?
La cabeza de Sinnovea se sacudió en señal de menosprecio.
—¿Qué? ¿Hombres sin boca que subsisten sólo con el perfume de las flores? ¿Hombres con pies de sombrilla que se protegen del sol con esas extrañas y groseras extremidades? Es completamente absurdo creer que Plinio nunca fue cuestionado en sus afirmaciones, incluso en tiempos de los romanos.
—Por supuesto, eso era sólo una muestra de las obras más imaginativas de Plinio —remarcó Alexéi con una sonrisa rondando sus labios seductores—, pero esas observaciones no cuestionan su credibilidad como investigador. —Se incorporó y la miró con más atención.— Entonces, ¿qué piensa ahora de la lógica de Iván? ¿La apoya o la rechaza?
Sinnovea se encogió de hombros en actitud de cautela, pues no sabía qué podía revelarle a Anna si ella se atrevía a divulgar su aversión por ese hombre.
—Es sólo que yo pienso, por supuesto, pero me parece que en algunos asuntos Iván no es tan correcto o tan brillante como en otros.
—Mi esposa no estaría de acuerdo con usted —remarcó el príncipe con candor, mientras aceptaba la copa que Sinnovea le ofrecía—. Sin embargo, querida, me siento más inclinado a apoyar su postura. Ese hombre ha sido una espina en mi carne desde que se vinculó con mi esposa. Parece tener la habilidad de conseguir que razone igual que él. Es un raro don que posee, pues es más de lo que yo he sido capaz de hacer en veinte años de matrimonio.
Alexéi levantó la cabeza y miró hacia el bien cuidado jardín. No era un hombre que disfrutara de placeres tan simples, pero con Sinnovea tan cerca se sentía casi relajado en la tranquilidad y la paz que los rodeaba. Tal vez si se hubiera casado con una mujer que hubiera sido capaz de contentarse con su riqueza y sus posesiones principescas en lugar de ser arrastrada por una ambición insaciable que la llevara a querer lo mejor de todo, podría haberse sentido satisfecho y podría haber consagrado su atención a fomentar el amor por ella. Había momentos en que casi se sentía tentado de mostrar sus conquistas a Anna, como si buscara vengarse de ella por la pasión insatisfecha que bullía en su interior.
—¿Caminaría conmigo por el jardín, Sinnovea? —preguntó acercándose a la mesa. Se detuvo a su lado, le tomó un brazo y, con la otra mano, señaló los senderos bordeados de flores como una invitación a que se uniera a él—. Hace muchos años que no admiro estos hermosos retoños.
Sinnovea aceptó con reservas y comenzó a caminar al lado del príncipe.
—Elisaveta me espera en la cocina en unos momentos —declaró, buscando una excusa para escapar si él intentaba propasarse—. Le prometí que la ayudaría a hacer pan, por eso no puedo alejarme durante mucho tiempo.
—Una simple caminata por el jardín no le llevará demasiado tiempo, Sinnovea —le aseguró Alexéi—. Pronto debo volver a salir, de todos modos. Dejé unos documentos importantes cuando me fui esta mañana y tuve que volver a recogerlos. Pensé que todos se habían ido, y luego me di cuenta de que usted estaba aquí. —Levantó la cabeza de nuevo e inhaló con lentitud la dulce fragancia que emanaba de varios capullos que crecían cerca. —Casi me había olvidado que existían estos placeres.
Sinnovea miró por encima de su hombro y comprendió que ya nadie podía verlos desde la casa, pues las ramas de un árbol ocultaban la senda que se perdía detrás de ellos.
—Tal vez debamos volver ya.
—No, todavía no, Sinnovea. —Su mano se deslizó hacia abajo hasta tomar la de la muchacha y cuando ella se resistió en nervioso temblor y trató de retirarla, el príncipe rió y levantó su mano libre para indicar el sendero que tenían por delante. —¿Alguna vez vio un palomar? Hay uno aquí cerca.
Al escuchar el suave arrullo de las aves delante de ellos, Sinnovea se distendió por un momento y permitió que él la llevara con él. Alexéi le soltó la mano cuando se aproximaron a la blanca construcción circular donde una docena de palomas o más descansaban en calma o volaban de un nido a otro. El zumbido de las alas alertó acerca de la presencia de un ave que se acercaba y Sinnovea se dio la vuelta para observar el vuelo de una paloma hasta que se acomodó con un breve batir de sus alas en una delgada percha que salía de una casilla vacía.
—Esto puede ser peligroso —observó Alexéi en broma mientras otra ave volaba por encima de sus cabezas—. Vayámonos antes de que descubramos su hermoso vestido manchado. —Volvió a tomarle la mano y la condujo por el sendero que se alejaba abruptamente del palomar. Aunque Sinnovea trató de desenredar sus dedos, pues sabía que cada vez estaban más lejos de la casa, Alexéi la sostuvo con más fuerza y le dijo por encima del hombro: —No tenga miedo, Sinnovea. Vamos, tengo algo más que mostrarle.
La llevó hacia una pequeña choza que se apoyaba contra una alta cerca de madera que servía de límite a la propiedad. La arrastró con él hasta las planchas de madera del porche, abrió la puerta de un golpe, y se abría aventurado hacia el interior, si no hubiera sido porque Sinnovea se plantara ante la idea de quedar atrapada en la oscura cabaña contra su voluntad. Endureció sus miembros como una ternera encaprichada, separó los pies para no perder el equilibrio y se negó a dar un paso más.
—¡No, Alexéi! —gritó—. ¡Esto no está bien! ¡Por favor! ¡Déjeme ir! ¡Debo volver a la casa!
Alexéi ahogó una risotada mientras caminaba hacia ella. Sus ojos brillaban mientras se hundían en la profundidad de los angustiados estanques verdes.
—Entra Sinnovea —le dijo inclinando la cabeza ligeramente hacia la puerta abierta—. Deja que te convierta en la mujer que mereces ser. Nadie sabrá que pasamos este tiempo juntos. —Sus rojos labios se separaron en una sonrisa apremiante.— Los sirvientes me son leales, y ninguno de ellos le dirá a Anna que he estado hoy aquí, así que no necesitamos inventar excusas. —Con un leve gesto de la cabeza, volvió a señalar la puerta. —Nadie viene por aquí. El viejo leñador que vive en la cabaña durante el invierno se ha ido. No estará de regreso hasta el otoño. Tenemos la cabaña para nosotros solos. No necesitas sentirte avergonzada o atemorizada.
—¡No! —Sinnovea sacudió la cabeza, negándose con pasión. —¡Lo que pretende nunca será, Alexéi! ¡No está bien!
—¿Bien? ¿Mal? —Movió la cabeza de un lado a otro.— ¿Quién puede decir que esto está mal cuando hemos sido creados el uno para el otro?
-¡Yo puedo! —declaró con ardor
Alexéi se encogió de hombros.
—Te poseeré como deseo, Sinnovea. No importa cuánto te resistas. En su momento, disfrutarás de mis caricias.
—Alexéi trató de deslizar un brazo por la cintura de la muchacha para acercarla, pero Sinnovea se alejó y lo miró con ojos feroces.
—Si me fuerza contra mi voluntad, Alexéi —le advirtió en un tono de voz ronco y bajo—, entonces le aseguro que le haré sentir mi venganza. Acudiré a Anna y le contaré todo lo que haga. ¡No seré una de sus seguidoras, una de esas mujeres que permiten que las posea a su antojo! ¡Aunque no tenga otra posibilidad que acudir al propio zar Mijaíl, me encargaré de que pague por las ofensas que cometa contra mí!.
Una risa despectiva salió de la boca de Alexéi cuando volvió a mirarla. La sostenía con fuerza de la muñeca y estaba delante de ella con los pies bien abiertos, rebosante de una confianza desmesurada.
—¿Piensas que puedes amenazarme y hacer tu voluntad, mi niña? No, eso jamás. Tus palabras caerán en oídos sordos, pues yo las convertiré en una mentira y juraré que estás difamándome. Anna no te creerá a ti. Así que ya ves, querida, tus amenazas no me inquietan en lo más mínimo. De verdad, Sinnovea, no te sirve de nada luchar contra mí. Te poseeré cuando quiera y donde quiera. —Sus ojos acariciaron la tentadora plenitud que llenaba su vestido y su voz se hizo más profunda.— Inclusive hoy, cariño.
Con su sonrisa benigna, deslizó los dedos con rapidez por el pozo que se formaba entre sus pechos y la sujetó del vestido. Sinnovea se quedó sin aliento, enfurecida, pero antes de que pudiera reaccionar, o librarse de sus garras, él bajó la mano con un movimiento perverso y desgarró el corsé para dejarlo suelto.
—¡No! —Sinnovea trastabilló hacia atrás por la sorpresa y miró al hombre como si hubiera perdido la razón.
—Te has convertido en la misma esencia de mi deseo, Sinnovea. Lo que hay entre nosotros debe llevarse a cabo.
Los ojos oscuros bajaron y su aliento se volvió pesado. Los ojos de Sinnovea siguieron a los de él, y la muchacha vio, con desesperación, que la delgada camisa no le ofrecía ninguna protección. Por el contrario, exponía de un modo lujurioso sus pechos cuya plenitud presionaba contra la delicada batista.
Alexéi extendió una mano hacia ella, y con un suspiro furioso, Sinnovea se puso de pie de un salto en un urgente intento de escapar. Pero le sirvió de muy poco, pues él la tomó de la cabellera, la arrastró hacia él y la levantó en sus brazos. Con un hombro empujó la puerta y entró en la cabaña cerrándola con un puntapié. Se dirigió hacia un catre que ocupaba una esquina de la habitación. Estaba cubierto con varias pieles de lobo, que parecieron envolver por completo a Sinnovea cuando él la arrojó sobre la cama. Alexéi la miraba con un deseo insaciable mientras desabrochaba su kaftan, y aunque los ojos de Sinnovea volaban por la cabaña en frenética busca de una vía de escape, él parecía confiar plenamente en lo que los próximos instantes le depararían. Se quitó la prenda exterior y se quedó con una delgada camisa y unas calzas ceñidas que cubrían su largo cuerpo. Mientras daba un paso hacia la izquierda, Sinnovea observó un espacio abierto entre él y la pequeña mesa de noche que estaba cerca de la cabecera del catre. Con la esperanza de ser lo suficientemente rápida, se puso de rodillas, pero él fue más veloz y volvió a arrojarla sobre los cueros. La sostuvo con las manos y, con el pie, separó el catre de la pared y montó sobre la estrecha cama, impidiendo con su peso que ella continuara con sus movimientos desenfrenados. En un intento impaciente por levantarle las faldas hasta la cintura, se apartó un poco para subirlas para que no molestaran entre los dos cuerpos.
La tenacidad de Sinnovea no cedía. Se incorporó sobre los codos y trató, con celeridad, de escaparse de debajo de él, pero casi de inmediato él volvió a apoyar todo su peso sobre ella impidiendo la huida. La joven apretó los dientes en señal de frustración y miró hacia la mesa donde localizó una pequeña piedra de afilar que habían dejado allí y se acomodó hasta que el arma quedara al alcance de su mano. La atención de Alexéi se concentró en la visión de un muslo desnudo y su afán por descubrir un poco más. Nunca vio el pequeño puño que se adueñó de la roca y que se curvó hacia arriba en un amplio arco. Con toda su determinación y sus fuerzas, Sinnovea descargó el puño con la piedra en un lado de la nariz, torciéndola por completo.
—¡¡Ayayayayayayayyyyyyyy!!
El dolorido aullido pareció sacudir la cabaña hasta sus cimientos. Alexéi retrocedió por el golpe y se llevó las dos manos a la cara. Un vívido arco iris de colores le cubrió la visión por un momento mientras un insoportable dolor lo cegaba a todo lo demás. Varias gotas de sangre cayeron sobre su camisa blanca. Cuando se le aclaró la vista y abrió las manos que cubrían su rostro, miró boquiabierto las manchas rojas, como si no pudiera creerlo. Le parecía imposible que su sangre hubiera sido derramada por una astuta doncella de semejante delgadez, pero la angustia era demasiado intensa como para que pudiera dudar de ese hecho. Con un rugido, colocó las manos debajo de la nariz en un intento por limpiar ese continuo goteo rojo, pero estaba sangrando con demasiada profusión como para contener el flujo líquido. El leve roce de la parte dañada envió agudos aguijones de dolor a su entrecejo, desde donde se expandieron hasta alcanzar las terminaciones de sus nervios. La angustia era demasiado grande como para soportarla, y perdiendo todo deseo de llevar a cabo sus lujuriosos antojos, se levantó de la cama y, a tropezones, caminó hasta el lavabo de donde tomó una toalla que presionó contra la nariz.
Sinnovea no esperó un minuto. En medio de una nube de faldas que volaban, saltó de la cama y se dirigió hacia la puerta. Nadie fue testigo de su frenética entrada en la mansión un momento después, pero no fue hasta que estuvo encerrada con llave en su alcoba cuando se sintió a salvo del príncipe Alexéi y de la venganza que pudiera buscar. Allí, sin pensar en el calor, esperó con la respiración agitada hasta que escuchó que un carruaje se alejaba. El caballo del príncipe iba atado detrás del vehículo, lo que le dio a Sinnovea la esperanza de no volverlo a ver en varios días. Cuando el coche desapareció de su vista, exhaló un profundo suspiro de alivio, contenta de haber sobrevivido a su ataque sin sufrir una pérdida irreparable.