26

LA colina que estaba encima de Tyrone pareció explotar cuando otra bala de cañón fue lanzada, esta vez en otra dirección. Los hombres que lo rodeaban se dispersaron como una familia de gansos asustados al escuchar disparos que penetraban por el otro lado del valle. Sólo uno mantuvo la calma suficiente y pidió ayuda a otros dos que estaban dispuestos a salir huyendo con el resto. Al lograr su atención, los mantuvo a punta de espada.

—¡Ladislaus quiere a estos dos de vuelta! —gritó el ladrón cuando cesó el fuego de los cañones—. ¡Ahora vamos, serpientes sin ánimo, atadlos a sus caballos y os liquido ahora mismo!

Esa amenaza no fue suficiente para retenerlos por mucho tiempo. En el momento que siguió pareció que la cima de la colina explotaba lanzando valientes soldados que, colgados de sogas, se arrojaban desde el precipicio y descendían a saltos. Enfrentados a esta amenaza mayor, los tres ladrones se unieron con la premisa de mejor lejos que muertos. Levantaron los talones y los descargaron con fuerza en las ancas de los caballos, que empezaron una desenfrenada carrera hacia la entrada del cañón donde todavía quedaba un estrecho desfiladero abierto. Cuando se acercaron a él, tuvieron que detenerse de golpe, y giraron con rapidez sus animales para volar en la dirección opuesta pues Grigori entraba con toda una compañía de húsares montados detrás de él, blandiendo sus espadas resplandecientes.

Tyrone tomó el cuerpo exánime de su esposa en sus brazos y lo estrechó con fuerza un momento. Sentía tantos remordimientos que quería morir. Un sollozo estaba a punto de salir de su boca hundida en el cuello de Sinnovea y las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos cuando sintió un movimiento ligero como el de las alas de una mariposa... el inequívoco latir del pulso. Echó la cabeza hacia atrás en jubiloso asombro mientras las largas pestañas oscuras se sacudían contra su mejilla. Poco a poco, la muchacha recuperó la conciencia con un rugido apagado. Lo miró con cierta vaguedad. Hizo un valiente esfuerzo por sonreír y Tyrone no pudo contener una risa agradecida.

—¡Sinnovea, mi amor! ¡Pensé que estabas muerta!

—¿Y no lo estuve? —Hizo una mueca de dolor al intentar mover su cuerpo.— ¿Esto es lo que sucede cuando sacas a pasear a tu esposa? Nunca voy a ser tan tonta como para volver a aceptar una invitación.

—¿Estás bien? —le preguntó preocupado.

—¡Nooo! —gimió—. ¡No me siento para nada bien! ¡Me duele todo, creo que en realidad he muerto y bajado a los infiernos, pues esto no es definitivamente el cielo! ¡En verdad, señor! ¡Nunca he sufrido tanto abuso en toda mi vida! ¡Temo que todos los huesos de mi cuerpo estén rotos!

—¡Esto no es una broma del infierno, señora! —le aseguró Tyrone con una sonrisa divertida—. ¡Estas viva! ¡Y no sabes cuánto agradezco al cielo que así sea!

—¿Podemos irnos a casa ahora? —preguntó Sinnovea esperanzada—. Me gustaría tirarme en nuestra cama y que mi cuerpo destrozado descanse una o dos semanas.

—Te llevaré, mi amor, tan pronto como mis hombres terminen con estos ladrones. —Tyrone miró a su alrededor y se aseguró de que la marea del conflicto virara en su beneficio. Muchos de los bandidos habían sido tomados por sorpresa y estaban desarmados, mientras que otros, al percibir su inminente captura, se habían rendido sin pelear. Todo estuvo terminado en cuestión de minutos.

Tyrone se puso de pie, y con su esposa en los brazos, sonrió a esos increíbles ojos verdes mientras los suyos se llenaban de cálidas lágrimas.

—Mi muy querida Sinnovea, eres la joya más preciada de mi vida —declaró con suavidad—. Y te amo más de lo que unas simples palabras pueden transmitir.

—Ay, Tyrone, ¡yo también te amo! —replicó Sinnovea con la voz ahogada por la emoción. Envolvió los brazos alrededor del cuello y presionó su frente contra la mejilla mientras reflexionaba:

—Creo, coronel sir Tyrone Rycroft, que te he amado desde el primer momento en que te vi, cuando venías tras los ladrones a rescatarme. Para mí, mi señor esposo, eres tan resplandeciente y galante como un caballero de reluciente armadura.

Contenta de estar de nuevo con él, Sinnovea apoyó la cabeza contra su hombro mientras él la llevaba de regreso al lugar donde sus hombres rodeaban a los mal vivientes delante de la casa de Ladislaus. El príncipe de los ladrones y Petrov estaban sentados en los escalones bajo la estricta guardia del teniente que había atado a sus prisioneros a un poste con una pesada cadena. Aliona estaba de rodillas cerca de Ladislaus, limpiando el hilo de sangre que manaba de su labio superior. Parecía que los ojos del bandido sólo la vieran a ella, como si supiera que no le quedaba mucho tiempo para disfrutar de su presencia.

De repente, Aliona se puso de pie mientras observaba en dirección a la entrada del cañón, donde un jinete conducía a su caballo a través de rocas y escombros. Un momento después, Avar desmontó delante de la casa y Aliona corrió por las escaleras. Abrió los brazos con un grito de alegría y se lanzó al abrazo de bienvenida de su hermano.

—¡Avar! ¡Avar! ¡Parece que hubiera pasado tanto tiempo!

El explorador se echó hacia atrás para observar a su hermana y apoyó con suavidad una mano en el vientre mientras le preguntaba con dulzura:

—¿Quieres que te vengue, Aliona?

-¡Niet! ¡Niet! —Sacudió la cabeza con pasión y se apresuró por aclarar sus sentimientos.— Avar, si pudiera, haría de Ladislaus mi esposo, pero él dice que ahora va a Moscú, que tal vez lo cuelguen allí.

—Por los relatos de sus andanzas, eso es lo que se merece, Aliona. Yo no puedo hacer nada.

—Tal vez no haya salvación para él, Avar, pero aun así quiero que sea mi esposo y le dé el nombre a su hijo.

Avar inclinó un poco la cabeza y le besó la frente.

—Lo siento, Aliona.

Con un gesto casi imperceptible, la mujer se alejó y volvió a subir las escaleras para entrar en la casa. En el silencio que sobrevino después que cerró la puerta se escuchó un llanto dolorido.

Avar se acercó a su comandante que estaba poniendo una compresa fría en la frente herida de Sinnovea.

—Coronel, he visto una cosa muy extraña y quisiera su permiso para ir con un par de hombres a comprobar lo que está pasando.

Tyrone levantó la vista mientras continuaba con sus tiernos cuidados.

—¿Qué piensa que es?

Avar miró a su alrededor, como contando el número de soldados, luego levantó el mentón, pensativo, y por fin enfrentó los curiosos ojos azules.

—Pienso, coronel, que hay al menos un regimiento entero, o tal vez más, de soldados, vestidos como plebeyos, pasando cerca de aquí. Cabalgan en línea, como si fueran una tropa organizada, aunque llevan vestimentas de campesinos. Sólo el jefe lleva una capa que me parece familiar y otro tiene las ropas de un boyardo. Me aventuraría a pensar que son, en su mayoría, soldados polacos en movimiento.

—¿Tan lejos de la frontera? —la pregunta salió de los labios de Tyrone mientras retrocedía para mirar, asombrado, al explorador—. ¿Dónde cree que se dirigen?

-Cabalgan con rapidez después de haber oído los cañones, coronel. Hacia Moscú, tal vez, o en la misma dirección general.

—¡Debemos detenerlos!

—Debemos, coronel, ¿pero cómo? Tienen dos veces nuestro número... quizás tres. Además tienen dos baterías de cañones.

Tyrone llamó a un joven cabo y le señaló el caballo que había estado usando Ladislaus, el mismo que el ladrón le había robado tiempo atrás.

—Quite todo de este caballo, cabo, y ponga mi silla. ¡Y apúrese! Tengo que salir con Avar a echar un vistazo.

Regresó donde estaba Sinnovea y la levantó con cuidado en sus brazos para llevarla a la casa, lo que arrancó una húmeda mirada a Aliona, que se había acurrucado en un rincón de la cama a llorar. Un poco avergonzada, se puso de pie y con la mano señaló el lugar que acababa de dejar y lo alentó a que depositara allí a Sinnovea.

—Cuidaré a su esposa, coronel. No tiene que temer.

Tyrone aceptó su oferta y colocó a Sinnovea sobre unas pieles de lobo que estaban esparcidas sobre la cama.

—Tengo que salir un momento con Avar —le murmuró con suavidad a su esposa mientras le quitaba un bucle de la frente—. Si puedes, descansa un rato mientras esté afuera. Volveré tan pronto como pueda.

Sinnovea y Aliona observaron en silencio cómo cruzaba la puerta. Con una mirada a su esposa, partió, y unos pocos momentos después, las mujeres escucharon el retumbar de los cascos de los caballos.

—Estoy demasiado sucia para descansar —se quejó Sinnovea, apoyada en un codo—. Me gustaría lavarme un poco, si es posible.

Aliona le señaló una enorme olla que colgaba de un gancho sobre el hogar. Estaba llena hasta el borde de agua hirviendo, y el fuego que se quemaba debajo acababa de ser avivado con trozos de madera seca que crujían bajo el recipiente de hierro.

—Iba a lavar ropa hoy, pero si usted quiere, llenaré una tina con agua para que se bañe. Si se sumerge en agua caliente, tal vez se sienta mejor .

—Creo que nunca he escuchado una proposición más dulce en toda mi vida. —Sinnovea se dirigió al borde de la cama y, lentamente, se puso de pie, haciendo una mueca de dolor. Todo lo que podía recordar de la caída era que se había golpeado contra el suelo y que había sentido que cada parte de su cuerpo había sufrido el impacto sin piedad. Después, fue como si hubiera visto el mundo a través de una densa niebla y el aire se le hubiera paralizado en los pulmones. Algún tiempo después, Tyrone la había levantado, ella había perdido la conciencia y no supo nada más hasta que escuchó el angustiado llanto de su esposo.

Con considerable cuidado, Sinnovea se enderezó y, después de un momento, se convenció de que había llevado a cabo una gran hazaña. En la preparación para el baño, Aliona había recorrido la habitación para trabar la puerta, y luego había regresado a buscar una toalla y una barra de jabón. Entre las dos, dejaron lista la tina para que Sinnovea se sumergiera en ella. Se lavó el cabello primero, y lo envolvió en una toalla; para cuando se hubo secado, ya se sentía lo suficientemente bien como para confiar en que al menos podría sobrevivir. Ela bolsa que había traído Ladislaus, encontró ropas apropiadas, se vistió y estaba en el proceso de ayudar a Aliona a transportar los cubos de agua sucia, cuando, de pronto, la mujer se detuvo, se ahogó con su respiración y se llevó una mano al vientre.

—Llegó el momento —anunció Aliona con la voz quebrada cuando el dolor comenzó a ceder—. El bebé está a punto de llegar. —La miró a Sinnovea.— ¿Usted sabe qué hacer?

Sinnovea casi entró en pánico.

—¡No tengo la menor idea!

—Hay una mujer mayor que vive cerca del arroyo. Ella sabe qué hacer. Debe ir a buscarla y decirle que venga.

Casi una hora después, Tyrone regresó con Avar y encontró a Ladislaus caminando ansioso en el pequeño espacio que le permitía la cadena que lo sujetaba. Preocupado por lo que acababa de ver, Tyrone apenas se detuvo a considerar el aspecto del hombre, pero fue informado de los últimos acontecimientos en el campamento por el teniente que le impidió dirigirse hacia la casa.

—Lo siento, coronel. La mujer de Ladislaus está allí dentro dando a luz a su bebé. La condesa Sinnovea nos dijo que nos quedáramos fuera. Supongo, señor, que esa orden también lo incluye a usted.

Tyrone comprendió de inmediato. Echó una mirada a Ladislaus y se dio cuenta de que parecía verdaderamente angustiado por lo que ocurría dentro de la casa. Parecía bastante extraño que ese bandido sin ley estuviera tan preocupado por la muchacha, lo que hizo pensar a Tyrone si no había una posible cualidad de redención en el carácter de ese hombre que lo volvía vulnerable a los mismos cuidados y preocupaciones que el común de los mortales.

Grigori cruzó el patio y subió al escalón inferior mientras esperaba que su comandante le prestara atención.

—¿Qué vieron Avar y usted allá? —preguntó.

—Al menos un regimiento de mercenarios entrenados por los polacos —respondió Tyrone con sequedad, descendiendo un par de escalones para hablar con él.

Grigori reflexionó un momento sobre el asunto hasta que aventuró una pregunta.

—¿Qué vamos a hacer, coronel, con menos de la mitad de esos hombres?

—No podemos pensar que tendremos tiempo de regresar a Moscú y reagruparnos con el resto del regimiento a tiempo para atacarlos en el campo. Cuando partimos, el general Vanderhout exigió que el resto de nuestro regimiento quedara bajo su mando durante mi ausencia. Como sé que el hombre es proclive a ciertas ideas extrañas, estoy seguro de que lo ha despachado en alguna misión urgente o algo así. Lamento no haber tenido la precaución de haber traído todo el regimiento con nosotros.

—Coronel, usted no quería ser descubierto antes de que ocupáramos la colina. Su meta era capturar a Ladislaus y sus bandidos y la misión se ha cumplido con éxito. —Grigori hablaba con la lógica de un buen amigo que odiaba ver que su comandante se echara la culpa de no ser capaz de ver el futuro con claridad.— Ninguno de nosotros esperaba esta intromisión extranjera en nuestra tierra. Sin embargo, me parece difícil creer que esos mercenarios intentan atacar Moscú con menos de un ejército completo.

—Estoy seguro de que sabes de los dos últimos intentos de los polacos de poner sus hombres en el trono. Por lo tanto, me aventuraría a adivinar que los mercenarios están esperando tomar Moscú por sorpresa de nuevo, lo que no es descabellado si el general Vanderhout ha sido lo suficientemente tonto como para dejar la ciudad indefensa.

Ladislaus hizo una pausa en su incesante caminata para escuchar a los dos oficiales, y, después de un momento, se puso de cuclillas en el escalón superior y los miró un largo rato hasta que se dignaron a prestarle atención. Su sonrisa parecía arrogante.

—Necesita más hombres, ¿no es cierto, inglés?

Tyrone arqueó una ceja mientras fijaba su mirada impasible en el ladrón.

—Si quieres burlarte, Ladislaus, no estoy de ánimo.

—No me atrevería a burlarme, coronel, cuando sé que pronto seré ejecutado después de que me lleven a Moscú. —Ladislaus inclinó la cabeza hacia un lado y se encogió de hombros.— Con un bebé recién nacido, no puedo evitar desear que las cosas hubieran sido diferentes, que pudiera haber hecho algo mejor con mi vida.

—Parece un poco tarde para arrepentimientos, ¿no es cierto, Ladislaus? —le respondió Tyrone—. Usted debe de tener mi edad, años más, años menos, sin embargo apuesto que nunca ha tenido un día de trabajo honrado en toda su vida. Ahora, obviamente porque ha sido atrapado, se siente abrumado. Bueno, vaya a llorar a otro hombro, amigo mío. No tengo tiempo de escuchar sus lamentos.

—Sólo le pido un momento de su tiempo, coronel. Es todo lo que le pido —replicó Ladislaus—. Tal vez esté interesado en lo que tengo que decir .

—Se me está acabando la paciencia —respondió Tyrone molesto.

—¿Qué piensa que quieren esos mercenarios? —presionó Ladislaus ignorando la falta de entusiasmo del otro.

—¡Nada bueno! ¡Como usted!

—Ahora, coronel —el líder de los ladrones se mofó—, ¿no le prometí que estaría interesado en mi propuesta? Pero si está tan seguro de que usted y sus hombres pueden forzar a todo un regimiento extranjero a retirarse a una esquina, entonces, tal vez esté malgastando mi aliento.

Un profundo suspiró indicó que el ánimo de Tyrone empeoraba.

—¿Qué tiene que decir, Ladislaus? Estoy escuchándolo.

El jefe de los bandidos estaba ansioso por hacer su propuesta.

—Suponga, coronel, que mis hombres y yo unimos fuerzas con usted y los suyos para espantar a esos extranjeros... —Miró a Tyrone y sonrió al comprobar que por fin había conseguido la atención del otro. Se encogió de hombros y continuó.— Si están aquí para causar problemas en Moscú, y mi banda y yo ayudamos a arrojarlos al lugar de donde vinieron, tal vez el zar pueda considerar darme a mí y a mis compañeros un perdón... si hacemos la promesa solemne de dedicarnos a tareas honestas en el futuro.

Tyrone observó a Ladislaus sin creerle una palabra, incapaz de considerar seriamente la posibilidad de semejante oferta. Le parecía absurdo que un hombre pudiera alterar todo su modo de vida a esa edad. Los resultados de confiar en él podrían ser tan desastrosos como creer que un leopárdo pudiera refrenar su natural proclividad a devorar su presa.

—¿Qué haría? —se burló Tyrone—. ¿Ordeñar un rebaño de cabras? Creo que comprende por qué tengo ciertas dificultades para imaginármelo dedicado a simples tareas.

—A lo mejor podría ser un soldado como usted —sugirió Ladislaus—. Si Su Majestad contrata a extranjeros para que enseñen a pelear a sus soldados, ¿por qué no puede reclutar hombres que ya saben pelear? No esperamos vestirnos con magníficos uniformes como ricos boyardos, pero podemos pelear al servicio del zar e impedir que invadan las fronteras rusas.

Tyrone levantó una ceja incrédula.

—¿Y una vez que tenga su libertad —preguntó—, no la usaría de nuevo para saquear y matar?

Ladislaus extendió las manos apelando al sentido de justicia del coronel.

—Yo he sido un guerrero durante muchos años, coronel. Los hombres me han atacado y me he defendido lo mejor que he podido, pero no soy un asesino. Nunca he matado a nadie que no haya intentado antes quitarme la vida.

Tyrone lo miró con una sonrisa seca.

—Y debo confiar en que nunca ha puesto a un hombre entre dos caballos...

—¡Fue una broma, coronel! —protestó Ladislaus con una carcajada—. Hice muchas amenazas que nunca cumplí. No veo nada de malo en eso. Esas intimidaciones han mostrado ser mejores que la violencia. Además, usted me debe un favor, pues lo salvé de esa rata, el príncipe Alexéi Taraslov. El quería verlo castrado. —Echó una mirada hacia el interior de la casa, luego se rascó el mentón mientras seguía razonando con su captor .-Creo, coronel, que usted tiene muchas cosas que agradecerme. Su esposa parece apreciar mucho sus atenciones. No me dejó tocarla y juró con gran tenacidad que se mataría antes de permitirme que lo hiciera. Si usted considera todas las cosas, coronel, ella estaba mucho mejor conmigo que con esa rata, Alexéi. El buen príncipe me contrató para secuestrarla, pero me ordenó que se la llevara directamente a él. Considérelo mejor, si yo me hubiera negado, habría conseguido a otro, tal vez alguien más bajo, para que se la robara, y eso podría haber servido mejor a las intenciones del príncipe.

Grigori apoyó una mano en el brazo de su comandante, reclamando la atención de Tyrone, y juntos, los dos hombres se retiraron a unos pasos de la casa. Ladislaus no les quitó la vista de encima. con la esperanza de ver si le daban la oportunidad que tanto ansiaba.

—¿Qué está pensando coronel? —preguntó Grigori—. ¿Cree que se puede confiar en Ladislaus?

—No estoy seguro. pero bajo las circunstancias, estoy dispuesto a aceptar el riesgo —replicó Tyrone.

—¿Qué si se une al otro regimiento en contra nuestra?

Tyrone frunció el entrecejo.

—Entonces le haré maldecir este día el resto de su vida.

Grigori aceptó la decisión del coronel con un gesto de cabeza y lo siguió con paso lento en su camino hacia la galería donde se encontraba Ladislaus.

—No tengo idea de por qué razón siquiera considero darle una oportunidad después de todos los problemas personales que me ha causado —declaró Tyrone con tono hosco—. El príncipe Alexéi puede atestiguar que usted no es alguien en quien se pueda confiar, pero su experiencia sólo alienta mi deseo de hacerle ciertas concesiones... si demuestra que las merece. Pongamos esto sobre la mesa. Cualquiera sea el resultado del enfrentamiento de hoy, usted regresará conmigo a Moscú para que Su Majestad, el zar Mijaíl, tome la decisión final de perdonarlo a usted y a sus hombres. Si usted demuestra ser sincero y nos ayuda a derrotar a las fuerzas enemigas, yo pediré al zar que lo libere de inmediato, pero le advierto que no quiero ser engañado. Si hace que lamente esta oportunidad que le doy, será el primero a quien fusile. ¿Lo entiende?

—Con mucha claridad, coronel.

—Ahora, ¿está absolutamente seguro de que sus hombres lo seguirán en esta empresa? —preguntó Tyrone como última precaución.

Ladislaus se echó a reír divertido.

—Como tienen el deseo de sobrevivir a este día, puedo aventurarme a decir que sí.

Tyrone respondió ordenándole al teniente que liberara a los prisioneros. Cuando Ladislaus y Petrov se incorporaron, el coronel los urgió a que se apuraran.

—Súbanse a los caballos y reúnanse con los otros delante de la casa. Tenemos que cabalgar delante de los mercenarios para ubicar nuestros cañones y diseminar nuestros hombres por las colinas frente a ellos, de modo que necesitamos ponernos en camino de inmediato.

Ladislaus dudó mientras miraba hacia la puerta y se atrevió a hacer otra petición al inglés.

—Coronel, me gustaría hablar con Aliona un momento. Si no regreso, quiero que sepa que al menos estoy tratando de ser mejor por nosotros dos y por nuestro hijo.

Tyrone se acercó a la puerta y, abriéndola, ordenó a Sinnovea y a la partera que salieran un momento a la galería. Ladislaus hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza, pasó por delante del coronel y cerró la puerta detrás de él.

Sinnovea deslizó su manó en la de Tyrone y fue con él al otro extremo de la galería donde compartieron algunos momentos en privado, olvidados de todos los que los miraban. Incapaz de encontrar las palabras que le anunciaran con delicadeza que pronto volvería a partir, y que quizás no volviera con vida, Tyrone la rodeó con sus brazos y la sostuvo fuertemente contra su cuerpo. Pero no pudo evitar que ella sintiera la tristeza que lo envolvía.

—¿Otra vez te marchas? —le preguntó Sinnovea, preocupada mientras se recostaba en sus brazos y lo miraba. Luego, observó lo que pasaba detrás del cuerpo de su esposo y se dio cuenta de que los bandidos estaban armados—. ¿Qué cosa terrible ha sucedido para que te asocies con bandidos?

—Hemos divisado un regimiento de renegados en las cercanías. Parece que se dirigen a Moscú, no sé para qué, pero supongo que pretenden entrar en el Kremlin y matar al zar o tomarlo como rehén. No es la primera vez que tratan de tomar el control del país con un plan así.

—¿Pero cómo pueden llevar a cabo esa tarea? —preguntó sorprendida.

—Con subterfugios... y una buena dosis de audacia. Si han colocado espías o cómplices dentro del Kremlin, probablemente esperen poder entrar en secreto.

—Ten cuidado —le rogó Sinnovea, permitiéndole que la acercará más a él—. Todavía no me has dado un bebé, esposo mío, y si alguna vez la muerte nos separara, me gustaría que alguna evidencia de nuestro amor quedara en la tierra.

Tyrone cubrió sus labios suaves con un beso, luego le sonrió a los ojos que estaban húmedos de lágrimas.

—Hemos pasado tan poco tiempo juntos, mi amor. Espero que se nos concedan varias décadas para gestar una gran progenie de nuestro amor .

Ladislaus salió de la casa y Tyrone dejó un beso ferviente en los labios de su mujer antes de cruzar la galería siguiendo los pasos del bandido. Hubo una cierta confusión cuando los dos se detuvieron aliado del mismo caballo.

—¡Este es mi caballo! —declaró enfáticamente Tyrone sujetando las riendas—. ¡El suyo está muerto! ¿No se acuerda?

—Pero hicimos un cambio —trató de argumentar Ladislaus—. El mío por el suyo; el suyo por el mío.

—¡El suyo está muerto! —Tyrone se colocó entre el hombre y el caballo y saltó a la silla. Desde allí, le sonrió a Ladislaus que continuaba protestando. —A partir de ahora, Ladislaus, tendrá que limitarse a sus posesiones. Tengo una cierta aversión a compartir mis tesoros con otros, y en especial con gente como usted.

Tyrone hizo girar al caballo lo suficientemente cerca del hombre como para que le animal le golpeara la cara con la cola, lo que provocó un gruñido de disgusto al gigante. Le aceptó el casco al sonriente Grigori, que se subió a su caballo, se lo colocó en la cabeza e hizo un gesto con el brazo para que todos lo siguieran. Petrov, entre carcajadas, ofreció un caballo bastante destartalado a Ladislaus que seguía musitando improperios contra el coronel.

—Olvidaste, quizá, que era tu caballo el que ordenaste matar. —Petrov inclinó su cabeza brillante hacia el animal que había traído y sonrió.— Tal vez este no sea tan fino como el que murió, pero es mejor que ir caminando, creo.

El regimiento extranjero cabalgaba por las colinas y estaba a mitad de camino por el valle cuando una súbita alarma quebró el silencio. Los hombres se sorprendieron al ver una sólida línea de hombres montados con el uniforme de los húsares, que aparecieron como de la nada, y detuvieron sus caballos en la colina que estaba delante de ellos. Algunos cañones habían sido colocados en la parte más alta del monte, en medio de la unidad de caballería. Un oficial al mando levantó lentamente su espada.

Las órdenes enviadas en una marea de confusión atravesaron las filas extranjeras, convirtiendo su prisa en una enloquecida carrera en busca de la artillería y de una mejor formación que la que hasta el momento presentaban. Con una fuerza superior esperaban poder contrarrestar el ataque y hacer rodar a los estúpidos que se oponían. Varios mosquetes dispararon desde las filas, y un par de húsares cayeron al suelo. Pero, en un instante, los cañones rusos comenzaron a ladrar con explosiones ensordecedoras. En medio de enormes nubes de humo, enviaban sus bolas de hierro al aire para bombardear a aquellos que se atrevieron a entrometerse en su tierra. Los disparos aterrizaron, arrancando gritos a los hombres y las bestias mientras fuentes de polvo lanzaban su elemento delante de ellos. La masacre fue más seria cuando se produjo una segunda descarga, castigándolos severamente por la muerte de esos dos húsares. Un noble vestido con elegancia gritó al comandante, que en medio de la furia y la frustración trató de emitir rápidas órdenes a sus hombres. Con obediencia, esos robustos mercenarios sacaron sus espadas y azuzaron a sus caballos en busca de venganza en el preciso instante en que una tercera bala de cañón bajaba al personaje principesco de su montura.

Los húsares parecían estar esperando en la colina con inusual paciencia mientras sus oponentes se lanzaban en desesperada cacería. Las fuerzas de los mercenarios pronto ganaron la primera ladera, pero al llegar allí, por el rabillo del ojo, percibieron rápidos movimientos a derecha e izquierda. Alarmados, volvieron a mirar y sus corazones casi se detuvieron de terror al ver a otros hombres, vestidos de cualquier modo, que caían sobre ellos. Los húsares parecieron cobrar vida cuando su comandante hizo un gesto hacia delante con su espada para que cargaran sobre el enemigo. Los condujo a un ritmo enloquecido, con el sable en alto y dejando en el aire un gemido colectivo que ponía la piel de gallina a amigos y enemigos por igual. Los intrusos consideraron que su misión había sido desbaratada y llegaron a la inmediata determinación que era estúpido quedarse y pelear. Expeditivamente, hicieron dar la vuelta a sus caballos con la intención de regresar al lugar de donde habían venido, pero se encontraron encerrados en una caja de la cual no había escape posible.

Dos figuras envueltas en oscuras capas se movían sigilosas entre los árboles que crecían cerca de la pared del Kremlin hasta que vieron una carreta que traía alimento para caballos y que se dirigía hacia la torre Borovitskaia. Los dos se apuraron por el sendero mientras el carro pasaba y luego se pusieron a la par hasta que un granjero detuvo al vehículo en la puerta donde saludó al centinela con la cálida alegría de un buen amigo y conversó y rió con él permitiendo que la pareja espectral se deslizara dentro de las puertas sin ser vista.

Los dos siguieron, uno delante del otro, como de memoria, a través de los árboles hasta llegar a un punto cerca del borde de la colina del Kremlin donde les habían dicho que tenían que esperar hasta que faltara un cuarto para la hora. Era el momento señalado en que otra sombra envuelta en una capa, esta mucho más pequeña que las otras dos, se apartara de la Blagoveshchenski Sobor y, con cautela, se aproximara a ellos.

—¿Qué hacen ustedes dos esta noche? —preguntó una voz contenida cuando el más pequeño se acercó a la pareja.

—Hemos venido a buscar ese plato sofisticado que persiguen los zares —fue la respuesta en un tono áspero.

El más bajo hundió la cabeza al reconocer la declaración y pronunció la réplica esperada.

—¿Y qué es, sino un asiento real en el trono? —Los tres se reunieron y el más pequeño bajó aún más el tono.— ¿Sus hombres les han dado instrucciones?

El que tenía la voz áspera dio la información mientras su compañero se mantenía en absoluto mutismo.

—A la hora señalada harán algo para distraer la atención como comenzar a disparar en diversos lugares de Moscú, y los soldados serán despachados hacia esos lugares. El zar y el patriarca Filaret estarán para entonces en la Blagoveshchenski Sobor rezando. Nosotros vamos a unirnos al resto de nuestro hombres y mataremos a los guardias del castillo que realizan la vigilancia y luego nos encargaremos del zar y del patriarca en la capilla. Tomaremos el Kremlím hasta que el zar apropiado suba al trono y mate a esos boyardos que lo rechazan.

—¡Bien! Supongo que sus hombres están esperando dentro del Kremlin para ayudarlos con la tarea.

—Todo está dispuesto, mi señor.

—¿También está arreglado el otro asunto?

—¿Qué otro asunto?

—Ciertamente deben haberse ocupado de la seguridad del nuevo zar y encontrado un lugar aquí en el Kremlin donde pueda esconderse hasta que esté listo para hacer su aparición, ¿verdad? —La pregunta encontró un tenso silencio que pareció demostrar la confusión de los dos. El hombre pequeño se enfureció. Fuera de sí por la simplicidad de esos tontos, se quitó la capucha en una muestra de ira y avanzó hacia el par con una mueca que le distorsionaba su rostro picado de viruelas. La palma de la mano de dedos cortos golpeó el ancho pecho del más alto, que era el que se encontraba más cerca de él.— ¡Idiotas! ¡EI es la parte más importante de todo el plan! ¿Dónde está?

—Donde cualquier pretendiente que se precie debe estar, Iván Voronski —respondió finalmente el más alto.

La mente de Iván se detuvo en súbita conmoción. Aunque el hombre había hablado en ruso, las palabras tenían un acento inglés, lo que lo llenó de miedo. Recordó precisamente dónde y cuándo había oído esa voz por última vez, y recordó que había sido algunas semanas atrás en un desfile militar en el Kremlin.

El hombre alto se aproximó a él quitándose la capucha de la capa.

—Sí, Iván Voronski, soy yo, el coronel Rycroft, a su servicio. —Tyrone hizo un gesto con la mano hacia su compañero como si fuera una presentación casual.— Y el buen hombre es el capitán Grigori Tverskoi para ayudarlo en lo que necesite. Sus amigos polacos fueron encontrados antes de llegar a Moscú, y me temo que su pretendido zar voló por los aires gracias a la puntería de mis artilleros. Una tragedia, en verdad. Estoy seguro de que el zar Mijaíl hubiera preferido verlo decapitado junto con usted.

Iván sacó una daga con la intención de hundirla en el pecho de ese bribón que lo trataba con tanto desprecio, pero cuando levantó el arma, su muñeca encontró la firmeza de una mano de hierro. En el instante siguiente, su arma se encontraba en la espalda, con la punta hacia arriba, arrancando un grito de pánico. Como por casualidad, Tyrone quitó el cuchillo de la mano del clérigo con otro grito indignado. Ese sonido atrajo un confuso burbujeo de voces en el Palacio de las Facetas, que pronto se convirtieron en órdenes de los guardias para que se buscara la causa de ese grito.

El corazón comenzó a palpitar con prisa en el pecho del clérigo, pues se dio cuenta de que no iba a escapar de la trampa que le habían tendido. Todo el dinero que los invasores habían separado para él parecía una suma despreciable si se comparaba con el precio que debería pagar por su traición al zar.

—¡Tengo dinero! ¡Se lo daré todo si me dejan ir! —suplicó Iván mientras miraba por encima del hombro. Tenía que irse antes de que los guardias del Palacio lo alcanzaran o sería demasiado tarde para escapar—. ¡Es más de lo que ustedes dos pueden ganar en toda su vida! ¡Por favor! ¡Deben dejarme ir!

—¿Qué porción le corresponde a la princesa Anna de lo que nos está prometiendo? Ella es su cómplice, ¿no es cierto? —preguntó Tyrone.

—¿La princesa Anna? ¡No! Ella fue sólo un peón que usé para conseguir la ayuda de los ricos boyardos.

Grigori se aferró con los dedos del cabello lacio del hombrecito y le levantó la cabeza para que lo mirara a los ojos.

—¿Los boyardos también te prometieron oro como recompensa?

—¡No! ¡No! ¡Pero les digo que hay suficiente para llenar los cofres hasta los bordes! Esos tontos no querían escuchar hablar de otro Dmitri que reclamara el trono. ¡De verdad! Parecían contentos de que un títere gobernara esta tierra.

—Dos veces fue suficiente, Iván —respondió Tyrone en tono de burla—. ¿Qué tonto consideraría seriamente un tercer Dmitri que regresara de la muerte? Pero pienso que puedo hablar por los dos y darle una respuesta. Ve, estamos bastante satisfechos con lo que tenemos y muy agradecidos por el hecho de que nuestras cabezas seguirán unidas a nuestros hombros.

Iván Voronski comenzó a temblar y a sollozar como si todos los males del mundo le cayeran encima. Su llanto se tornó un gemido de angustia y frustración, hasta que pareció que no tenía más fuerzas para nada. Se desplomó contra el hombre que lo sostenía. Por encima de sus sollozos se podían escuchar las pisadas que se aproximaban, veloces, hacia ellos.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó un oficial que salió de las sombras. Desenvainando la espada, pidió refuerzos por encima del hombro antes de disminuir el paso para acercarse de un modo más cauto. Observó a las tres figuras vestidas con capas y se detuvo para interrogarlas—. ¿Qué están haciendo aquí?

—Esperándolo, parece —replicó Tyrone con solemnidad mientras levantaba la cabeza para encontrar la mirada sorprendida del comandante Nekrasov.

—¡Coronel Rycroft! ¡Pensé que no estaba en Moscú!

—No estaba —respondió Tyrone con sencillez, e inclinó la cabeza para señalar al sufriente clérigo que tenía entre las manos—. Nos encontramos con una fuerza de mercenarios polacos que habían sido contratados para ayudar a este hombre a asesinar al zar y al patriarca. Acampamos en las afueras de la ciudad de modo que nadie se enteró de nuestra presencia, por si había más espías implicados de los que nos habían hecho creer. Llegamos aquí en busca del que los mercenarios dijeron que debían encontrar. Los polacos no pudieron darnos el nombre del traidor, por eso tuvimos que descubrirlo nosotros. Creo que ya conoce a este hombre. Es quien escoltó a lady Sinnovea a Moscú. Ahora es su prisionero.

Nikolái miró al clérigo, que no podía impedir que le castañetearan los dientes haciendo un ruido similar al de una pequeña serpiente venenosa capturada por la cola. El comandante quedó convencido de que la conducta del hombre era más una manifestación de su verdadero carácter que lo que había exhibido hasta el momento. Nikolái hizo gestos a los guardias que habían respondido a sus órdenes de acercarse y llevarse al prisionero a la torre Konstantin Yelena. Luego, con estoica reserva, los miró alejarse con el hombre que se resistía con la ferocidad de un lobo rabioso. Finalmente, lograron someterlo con dos largas cadenas y ataron a la bestia enloquecida a dos grillos.

Demorándose un momento en observar la partida del prisionero, Nikolái se dio la vuelta casi con reticencia para enfrentar a su rival.

—Coronel, hay un asunto de gran importancia del que necesita enterarse de inmediato. Poco después de que usted abandonara la ciudad, su esposa, lady Sinnovea, fue secuestrada por un banda de hombres que se ajustaba a la descripción de Ladislaus y sus secuaces. La condesa Andréievna dijo que la desaparición de su mujer no fue descubierta hasta la mañana siguiente, después de que los guardias que había contratado para custodiarla fueron encontrados amordazados y atados en el jardín. Para ese entonces, era demasiado tarde para rastrear el campo con la esperanza de detener la huida. Lo siento.

—Tranquilícese, comandante —le replicó Tyrone—. En este momento lady Sinnovea está segura y protegida en mi campamento en las afueras de la ciudad.

Nikolái no podía creer lo que estaba escuchando, y tardó un momento antes de articular una respuesta.

—Estaba seguro de que ninguno de nosotros la volvería a ver, considerando lo ansioso que estaba Ladislaus por quedarse con ella. ¿Cómo logró recuperarla?

—Fue mi buena fortuna de estar en el lugar correcto en el momento correcto. —Una sonrisa se dibujó en los labios de Tyrone.— Debe de sentirse aliviado al escuchar que Ladislaus se ha arrepentido de sus métodos y ha venido a pedir perdón ante el zar. En este momento, él también está en mi campamento, curándose de una herida que es más impresionante que seria, pero está disfrutando de su nuevo hijo. Sin la ayuda de él y de sus hombres, nunca habríamos sido capaces de capturar a los mercenarios.

—¿Ladislaus aquí? ¿En su campamento? ¿Puede ser posible?

La sonrisa ladeada hizo su aparición. El comandante sólo reflejaba su propio escepticismo cuando el ladrón le había hecho la propuesta.

—Sé que suena extraño, comandante, pero Grigori puede confirmar la veracidad de lo que digo.

—Yo también tuve problemas para creerle —afirmó el capitán—, pero es verdad. Parece que Ladislaus se enamoró de la hermana de nuestro explorador, y ahora que es padre, siente que debe encontrar otra forma de vida para su hijo. El hombre ha sido educado por los mejores maestros, pero su padre... un príncipe polaco... no lo reconoció legalmente. Le ha pedido a la muchacha que se case con él y, si es perdonado, tratará de conseguir una profesión honesta.

El comandante Nekrasov sonrió ante la maravilla de semejantes milagros, luego se aclaró la garganta para hablar de un asunto completamente diferente.

—Coronel Rycroft, sabe que el general Vanderhout insistió en llevar el resto de su regimiento junto con las tropas de otros regimientos con la premisa de evaluar su aptitud...

Tyrone y Grigori intercambiaron miradas de confusión.

—¿Qué pasa, comandante?

—Bueno, por lo que he podido enterarme, el general Vanderhout no tenía idea de lo feroces que podían ser los cosacos cuando querían...

—¡Continúe, comandante! —Tyrone apuró al hombre, que hizo una pausa para mirarlo.— ¿Qué pasó?

—Fue un completo tumulto, coronel. Sus hombres querían quedarse y pelear, pero el general Vanderhout no quería asumir el riesgo de que molestaran a los cosacos más de lo que ya estaban. Ordenó a sus hombres que regresaran a Moscú y, enseguida, volvió a partir en un intento por someter a los cosacos que habían amenazado con prenderles fuego a sus talones si se aventuraban en su territorio. Una vez que el general pasó seguro las puertas exteriores de la ciudad, los cosacos se entretuvieron con todos los restos que su comandante había dejado atrás en su apuro, no sólo los mosquetes, sino también varios cañones que había mandado pedir. Los cosacos prendieron enormes fuegos, bebieron y se divirtieron acosando a los moscovitas de día y de noche con su nueva artillería. No hubo verdaderos daños que yo sepa, pero pasaron casi tres días antes de que terminaran con su bromas y se fueran a buscar nuevas diversiones. Desde entonces, el general ha estado oculto. Creo que tiene vergüenza de mostrar la cara.

Grigori estalló en carcajadas y no hizo ningún esfuerzo por frenarse mientras el comandante Nekrasov lo miraba de reojo. Pasó un rato antes de que Tyrone fuera capaz de hablar sin la amenaza de seguir el ejemplo de su segundo en el mando.

—Todo parece haber andado muy bien en nuestra ausencia —le comentó divertido.

Nikolái contempló de cerca al inglés, que parecía tener problemas en ocultar una sonrisa mientras la luna se escondía detrás de una nube.

—Parece que ha tomado maravillosamente bien las noticias, coronel. Tenía la impresión de que ustedes dos eran buenos amigos, como el general era extranjero y su comandante y...

—No necesito buscar mis amigos entre los extranjeros o los de mi clase, comandante. —Tyrone apoyó un brazo en el hombro de Grigori y lo acercó cerca de su lado.— Este es un verdadero amigo, comandante. Uno que busca mi bien, y en lo que respecta al general Vanderhout... bueno, lo valoro mucho menos que al más casual de mis amigos.

Tyrone se llevó una mano a la frente a modo de despedida. Estallidos ocasionales de risa sacudían a la pareja que partía. Con algo parecido a una sonrisa perpleja en el rostro, el comandante Nekrasov dio media vuelta y siguió su camino hacia el Palacio de las Facetas, donde relataría al zar todo lo que el coronel Rycroft le había contado, luego lo escoltaría a la Blagoveschenski Sobor, donde se encontraría con el patriarca y el sacerdote para una hora de adoración en privado.