25

EL sol concluyó su lánguida travesía por el cielo azul y pareció hacer una pausa por encima de la línea distante que marcaba el fin de su paso, como si deleitado en su propia magnificencia demorara su nocturna partida del escenario. Los rayos rojos encendían el cielo hacia el oeste y perforaban las delgadas nubes deshilachadas que trataban de cubrir el brillo de ese notable rostro. Con inquebrantable condescendencia, el astro rey, finalmente bajó la cabeza por propia voluntad y se hundió poco a poco, permitiendo que los pesados telones del crepúsculo cayeran detrás de él. Sólo una suave aura rosada quedaba como evidencia de su paso, hasta que ella también se apagó bajo la cola de una capa de ébano que esparció una miríada de titilantes luces de cristal a su paso.

Tyrone montó sobre el enorme caballo negro y tomó las riendas entre sus dedos mientras sus hombres lo seguían en sus monturas. La oscuridad que se consumía con rapidez era lo que habían estado esperando par ocultar su avance hacia la cima de la colina que Avar, Grigori y un pequeño grupo de vanguardia de doce soldados ya había subido poco antes para capturar al par de guardias que vivía allí y asegurar el área. En su expedición previa, Avar había observado clandestinamente los dos miradores desde un refugio protegido, lo suficiente como para familiarizarse con su rutina normal. Sea por el uso de suaves silbatos que se escuchaban a intervalos regulares, o por señales más agudas que alertaban al campamento de la proximidad de un peligro, Avar tenía la capacidad para permitir que el destacamento de soldados continuara con una encubierta vigilancia del cañón que se extendía debajo de ellos. Al asegurar la cima de la colina para su comandante, había empleado un sonido similar al gorjeo de un pájaro para aplacar a la media docena de hombres robustos que cuidaban el campamento.

Tyrone levantó un brazo y lo llevó hacia delante en una orden silenciosa para que sus hombres avanzaran hacia la colina. Ya había dado directivas para que los ejes de las carretas de provisiones y los vehículos con armas estuvieran bien engrasados y que las ruedas de madera se envolvieran en tiras de cuero para disminuir el ruido durante el ascenso. Los cascos de los caballos habían sido silenciados del mismo modo, pues era de extrema importancia que sus hombres ganaran la posición y no fueran detectados hasta estar bien seguros de que Ladislaus estuviera en el campamento, entonces lanzarían el ataque. Si una alarma sonaba antes de que estuviera en la trampa, la posibilidad de capturar al ladrón era prácticamente nula. Tyrone no quería que nada saliera mal. Había llegado demasiado lejos para pensar en hacer saltar la trampa antes de que el zorro estuviera en la bolsa.

Tyrone había determinado desde el principio que su objetivo primario para esta campaña sería la captura de Ladislaus y los miembros más importantes de la banda. Al privarlos de su líder, Tyrone esperaba imposibilitar que los restantes se reagruparan. Sin Ladislaus los demás se dispersarían en un estado de caos o se aniquilarían entre ellos en la lucha por las posiciones de control. Si el ataque proyectado tenía éxito, entonces los prisioneros serían llevados a Moscú donde se los juzgaría por sus crímenes. Lo que pasaría más allá de ese punto no podía decidirlo, pero si lo encontraban culpable, podían tenerlo como prisionero durante años o escoltarlo a un lugar cerca de Lobnoe Mesto para su ejecución pública.

Este ataque que Tyrone estaba a punto de lanzar no dejaba nada librado al azar, aunque la mayor parte de las autoridades militares de alto rango habían sido inducidas a pensar que el objetivo del coronel no era de gran importancia. Se habían echo a correr rumores falsos para calmar la curiosidad de aquellos que se ocupaban de conocer el paradero de las fuerzas del zar. Así, cuando Tyrone y la mitad de su regimiento salieron de Moscú a la vista de todo el mundo, la gente de la ciudad apenas se asombró, pues estaba segura de que sabía cada detalle de su misión. Para asegurarse de que así fuera, Tyrone había pasado deliberadamente por alto a su inmediato superior el general Vanderhout, y con Grigori como intérprete para tener la certeza de que lo entendía bien, había llevado su petición al mariscal de campo, a quien le habían encantado la idea de despejar los alrededores de Moscú del ejército de ladrones de Ladislaus. Tyrone requirió absoluto secreto al mariscal, que hizo esparcir entre sus otros oficiales de división que el coronel inglés estaba liderando una enorme compañía de hombres hacia las afueras de la ciudad para llevar a cabo maniobras de práctica en un área alejada del lugar donde en realidad se dirigían.

El general Vanderhout se indignó al enterarse de que no había sido informado del plan del coronel antes de que las órdenes fueran emitidas. Insistió en que se eligiera a otro oficial para liderar la campaña, pero se vio frustrado en su intento de impedir la partida programada. Sus cejas se levantaron con incredulidad cuando escuchó que el coronel había pedido una media docena de pequeños cañones fijados a sus propios trasportes y dos veces el número de artilleros para encargarse de ellos, pero el general poco pudo hacer excepto tronar y escupir su furia, pus una orden directa del mariscal de campo impedía toda posibilidad de que se le negara al coronel lo que había pedido. El general Vanderhout no tenía ganas de ver que ni el más pequeño de los deseos del inglés fuera satisfecho, no cuando Aleta lo había señalado como el hombre con quien lo había engañado. Tan grande era su resentimiento que pasó tres días regañando a su esposa por acostarse con un tonto y minimizando la campaña que su amante coronel había pergeñado. Después de haber detallado todos los defectos que pudo imaginar en la estrategia de Tyrone, Aleta supo casi tanto como cualquier otro oficial de la división y no tuvo la reserva de guardar esa información en secreto, con lo cual ayudó a divulgar las falsas historias tal como el coronel y sus hombres deseaban y necesitaban.

Con un día de anticipación, Tyrone envió a Avar a explorar el área con un destacamento de doce húsares al mando de Grigori. Cuatro de ellos sirvieron de centinelas y cabalgaron delante o detrás de los otros ocho durante el día. Por la noche, dos de los doce volvieron al lugar donde se encontraba Tyrone a informar y fueron reemplazados por el mismo número de hombres de la tropa principal que luego avanzó para unirse a la vanguardia. Con orden de capturar a cualquier espía que pudiera llevar información a los ladrones, mantuvieron una rígida vigilancia, evitando la posibilidad de que los bandidos estuvieran advertidos de su llegada. Así, lograron llegar al pie de la colina sin que ninguno de los bandidos se enterara.

Tyrone controló con cuidado la oscuridad envuelta por los árboles retorcidos y condujo a sus hombres colina arriba a través de un sendero más largo que permitía un acceso más fácil a los grandes vehículos. La luz de la luna suministraba iluminación suficiente para el ascenso, pero también amenazaba con revelar su presencia si algún sonido extraño atraía la curiosidad de los ladrones. Cuando el tintineo de una olla hizo retroceder a un caballo asustado, Tyrone reaccionó con suma rapidez. Giró su semental y se puso a la par de la carreta donde se había producido la ofensa y advirtió con severidad al joven soldado que la conducía.

¡Maldición, cabo! ¡Con el ruido que está haciendo podría despertar a los muertos! rugió. Le dije que asegurara todas las ollas que lleva en esa carreta de cocina. ¿Necesita que una niñera venga y le diga lo que tiene que hacer?

¡Izvinitie! el joven subió un poco los hombros con ansiedad mientras se disculpaba luchado por encontrar las palabras en inglés, que resultaran una respuesta adecuada para su comandante ¡Lo hice, señor!

¡Pero no lo suficientemente bien!

Algo roto, creo.

Tyrone hizo una seña con el pulgar por encima del hombro.

¡Gavaritie! ¡Suba de una vez! Podrá inventar las excusas después.

Unos momentos después, Tyrone dio un profundo suspiro de alivio al ver que la ultima carreta alcanzaba la cima, por suerte, sin más incidentes. Grigori y Avar estaban allí para ayudarlo a dar instrucciones a los hombres que armaban el campamento. Aunque toda la compañía había sido advertida de la necesidad de mantener el secreto, se les volvió a recordar mientras trabajaban en la oscuridad que todo estaría perdido si los ladrones eran alertados de su presencia.

Las órdenes eran susurros que corrían mientras se descargaban las carretas y luego se las empujaba hacia un estrecho nicho entre altos pinos. Los caballos fueron atados en lugares bien protegidos cerca de los límites del campamento, y los cañones fueron ubicados con sumo cuidado entre los árboles que crecían junto a una saliente de la colina. Apuntaban directamente hacia sus blancos y las grandes bolas se guardaron cerca de las armas. La atalaya de piedra donde los guardias habían vivido se usaría como cocina mientras permanecieran allí, pero más allá de esa construcción no se permitiría encender fuegos en ningún área donde el resplandor pudiera ser detectado por nadie que estuviera debajo.

Después que los hombres se ubicaron para dormir un rato, Tyrone recorrió el campamento con Grigori y Avar para tomar conocimiento directo de las ventajas y los fallos de su posición en la cima de la colina. Debajo de él, la estrecha cuenca estaba localizada aquí y allí por fuegos que iluminaban las montañas rocosas que rodeaban el escondite de Ladislaus. Protegido por esa impenetrable fortaleza de piedra, el príncipe ladrón y sus seguidores debían de haber disfrutado de total autonomía del resto del mundo durante muchos años. Los únicos senderos por los que un hombre podía entrar o salir eran los pasos que se encontraban a ambos lados del cañón, y los dos estaban bien asegurados y patrullados continuamente por dos guardias armados. Un tercer centinela trepaba los barrancos que apuntalaban el paso para tener un punto de vista ventajoso y así poder observar las idas y venidas. Eso hacía casi imposible que un enemigo pudiera pasar sin ser detectado una vez que entraba en la garganta.

Aunque la cima había sido bastante accesible a través del camino que había tomado con sus hombres, Tyrone había confiado en las observaciones previas de Avar y había hecho sus planes de acuerdo con ellas. Ahora podía comprobar por sí mismo que descender de la montaña al lugar donde se alojaban los ladrones no era tarea fácil, pues involucraba una caída casi vertical. Por eso, en las últimas semanas de entrenamiento, sus hombres habían practicado ejercicios de escaladas y descensos a través de cuerdas que colgaban de las paredes del Kremlim. Con ese método pensaba penetrar en el valle. Las sogas ya habían sido atadas a los árboles más altos que bordeaban el barranco y estaban enrolladas en la base de cada tronco para facilitar que fueran arrojadas en el momento de descender al valle, una estrategia que los ladrones no estarían esperando.

Todo está dispuesto según sus planes, coronel comentó Grigori, con un gesto casual hacia el campamento de los ladrones. Cuando utilicemos los cañones, Ladislaus y su banda quedarán apresados allá abajo. Necesitaremos sólo una o dos armas más para abrir el paso.

El plan parece lo suficientemente simple como para que no haya posibilidad de fracasar remarcó Tyrone. Después de un minuto de reflexión continuó. Sin embargo, he visto cómo estrategias mejores que ésta se venían abajo cuando el destino decidía que las cosas fueran de otro modo. No tenemos garantías de que Ladislaus esté allí, o de que regrese pronto si no está. Sólo podemos esperar aquí hasta que aparezca. Y rogar que no se en pleno invierno.

Eso espero, coronel. No me gustaría que los vientos helados nos encontraran en esta colina murmuró Grigori pensativo.

Como si fuera necesaria una prueba de lo que el capitán más temía, una fría y ventosa mañana siguió a la llegada nocturna del regimiento a la cima. Inclusive algunos copos de nieve golpearon las amplias capas de los soldados y las puertas de las carpas, congelando los dedos y las narices de los que esperaban en el exterior. El frío no habría sido una dificultad que no pudieran superar, si al menos hubieran tenido señales de su presa, pero no había ningún rastro del cuerpo ancho y robusto de Ladislaus aunque Tyrone y sus hombre no dejaban ni un minuto de controlar el campamento desde su posición elevada. Ni siquiera Petrov o el gigantesco Goliat se veían en las inmediaciones, lo que impacientaba a los soldados, que no veían la hora de tener a los bandidos en sus manos.

Pasó toda una quincena sin que tuvieran evidencia de su presa. Tyrone comenzaba a ponerse inquieto. No podía imaginar dónde estaban los ladrones y qué tropelía estarían cometiendo: si estarían atacando a incautos viajeros o saqueando alguna ciudad lejos del campamento. Incapaz de soportar la espera sin saber lo que ocurría más allá de su atalaya, Tyrone envió a Grigori y a Avar en busca de alguna pista del hombre, pero mientras esperaba su regreso, deambulaba sin paz, deseando rastrear el terreno él mismo. Sabía que sería una locura ser descubierto por Ladislaus y por eso se obligaba a esperar sin desesperar, aunque no veía la hora de terminar con el asunto y regresar con aquella a quien amaba.

Sinnovea se sentía abrumada por el mismo deseo mientras observaba la luna que ascendía hasta ocupar el centro del escenario. El frío que formaba la esencia misma de la esfera plateada no le brindaba ningún consuelo, por el contrario, la confinaba al opresivo silencio de su habitación. Durante la noche, no podía esperar nada más excitante que pasar esas largas horas sola, en la cama enorme que, antes de la partida de su marido, había compartido con él. Por momentos los hermosos recuerdos la invadían como oleadas cálidas de vívidas imágenes y, mientras perdía su mirada en el baldaquino que tenía sobre su cabeza, casi podía sentir la presencia de su amado. Si cerraba los ojos, el rostro de Tyrone aparecía en su imaginación despertando todos sus sentidos hasta que casi podía escuchar el susurro ronco de palabras de amor. Esos recuerdos no hacían más que despertar una nostálgica esperanza de que, al abrir los ojos, él estaría allí y todo sería como debía ser.

Sinnovea suspiró con languidez al apartarse de las ventanas y comenzó a recorrer la habitación sin destino fijo. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que Tyrone se había ido hacía una eternidad, pues le parecía como que toda su vida se había detenido en ese momento, como cuando la luna brindaba la ilusión de quedarse congelada en su órbita celeste, engañando a las pobres criaturas terrestres.

Mientras los días pasaban con una asombrosa lentitud, Sinnovea comenzó a comprender cómo una persona podía sufrir la soledad más insoportable aun en medio de sus amigos más leales. Aunque Ali no dejaba de acudir a su ingenio irlandés con la esperanza de entretenerla, Sinnovea no podía hacer nada más que sonreír ante los infructuosos intentos de la pequeña criada. Ni siquiera la compañía de Natasha la liberaba de los sentimientos de tristeza que la acompañaban desde la partida de Tyrone. Hora a hora, luchaba contra el deseo ferviente de tenerlo de nuevo a su lado. Odiaba las luchas y los conflictos que lo obligaban a marcharse. Aunque trataba de tener los dedos y la mente activos, no encontraba respiro a la ansiedad que generaba el miedo por su persona. La amenaza de Ladislaus era demasiado real, estaba demasiado marcada en su memoria como para que pudiera dejar de lado sus temores con tareas triviales. Peor con la certeza del serio peligro que corrían al tratar de enfrentar al bandido, eso era lo único que podía hacer para no salir corriendo a buscarlo.

Las salidas sociales no la habían ayudado, sino que la habían puesto más nerviosa cuando tanto el príncipe Alexéi como el comandante Nekrasov se habían atrevido a acercarse a ella en público. Aunque la presencia de un par de guardias armados delante de su coche o detrás de ella cuando salía a pie los había disuadido de prolongar sus visitas a algo más que unos minutos, habían servido para dejar en claro cuáles eran sus motivos. Preocupado por el malestar que podría haber generado con su encuentro anterior, Nikolái había dejado sentado que era un caballero honorable y le había ofrecido una disculpa, mientras que Alexéi se había mostrado tan ansioso como siempre por llevarla a su cama. Lo único que había cambiado era que la búsqueda de su placer carnal y la necesidad de vengarse de las humillaciones pasadas había ido en aumento pues ella se había convertido en la esposa de su más encarnizado enemigo. Parecía que robársela al inglés, fuera mediante la seducción o el rapto forzado, se había convertido en un desafío para él, y le molestaba terriblemente que el par de guardias que Tyrone había contratado para protegerla siguiera impidiéndoselo.

Parece que tu marido tiene miedo de que lo engañes durante su ausencia Alexéi le había sonreído con profunda arrogancia. Un cinturón de castidad habría sido menos costoso que emplear a esos torpes patanes.

Una sonrisa menos tolerante acompañó la respuesta de Sinnovea.

Bueno, Alexéi, ¿Podría ser que usted estuviera furioso porque él se ha atrevido a interferir con sus lascivos planes al contratar a dos hombres completamente insobornables y que no se dejan intimidar por personas de su clase?

Los ojos oscuros de Alexéi se encendieron con una extraña mezcla de insolencia y de hambriento fervor.

Pareces muy segura, Sinnovea, como el cisne que nada en las cálidas aguas de un lago, ajeno por completo al peligro del lobo hambriento que acecha en los juntos cerca de la costa.

Sinnovea levantó una ceja al percibir la amenaza.

Cuídese, Alexéi, no vaya a ser que se quede atrapado en las pantanosas aguas del engaño hasta que aprenda su lección. Su Majestad no ha olvidado su último intento de alejarme del coronel. Esta vez sus esfuerzos podrían costarle la cabeza.

Este recordatorio no fue bien recibido por el príncipe, cuyos ojos se helaron al considerar las prometidas repercusiones.

Deberías haber aprendido con nuestro último encuentro que puedo ir muy lejos, Sinnovea. Odio tener que repetir una lección que ya he dado, pero es evidente que haces oídos sordos a mis palabras.

Con un gesto desdeñoso, se había acercado al vehículo que lo estaba esperando. Una semana después Sinnovea tenía la esperanza de que hubiera abandonado la idea de apropiarse de ella para saciar sus lujuriosos deseos, pues no lo había vuelto a ver rondando la casa, ni siquiera en compañía de Anna o de otras personas. Se preguntaba si había salido de Moscú en busca de otra conquista donde pudiera sofocar su lascivo ardor.

Sinnovea apagó las velas que estaban al lado dela cama y se deslizó entre las sábanas frías, recordando los momentos que había pasado allí con Tyrone, protegida en su abrazo. Ahora, sólo podía sentir el vacío que la recibía en la oscuridad que la rodeaba. Se frotó con las manos las mangas de la camisa para aplacar el frío de la cama sin compañía. No había calidez que pudiera satisfacerla como la de su esposo, pero acercó la almohada de Tyrone a su pecho y la abrazó con todas sus fuerzas como si se tratara de él en persona. Poco después, cuando sus pensamientos comenzaron a transformarse en sueños, se sintió tan liviana y ligera como una hoja volando en la brisa.

Un par de horas más tarde, Sinnovea creyó que sólo había disfrutado unos breves minutos de sueño cuando fue despertada por una ancha mano que le tapó la boca con fuerza. Le cubrió casi la mitad de la cara y fue muy eficaz para evitar el grito que se le desgarró en la garganta. En el instante siguiente un trozo de tela sirvió al mismo propósito pues fue introducido en su boca y asegurado por una banda que le ataron en la parte de atrás de la cabeza. El hombre responsable de estos actos e inclinó sobre ella, y, al verlo, no pudo contener el pánico que le impulsaba el corazón con un ritmo frenético. De inmediato reconoció el cabello pálido que cubría la cabeza del hombre en la habitación iluminada por la luna.

¡Ladislaus!

Aunque no pudo pronunciar más que un gemido de desesperación, su mente gritó el nombre, aterrorizada, mientras Sinnovea luchaba por superar la fuerza de sus enormes manos. El bandido le dio la vuelta y la colocó boca abajo y, contra su voluntad la tomó de las muñecas y las aseguró detrás de la espalda. Luego envolvió la ropa de cama alrededor de su cuerpo hasta que, para acrecentar su angustia, comenzó a tener dificultades para respirar. Moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás, Sinnovea trató de encontrar una abertura donde pudiera obtener aire hasta que Ladislaus reconoció el problema, le dio la vuelta y la acomodó la manta debajo del mentón.

¿Así está mejor? le preguntó mientras sus ojos pálidos brillaban cerca de los de ella. En la débil luz de la habitación parecían echar chispas de alegría. Me sentiría muy mal si se muere por la falta de aire antes de que le haga el amor, preciosa.

Miles de epítetos insultantes surgieron en su mente mientras luchaba con valor contra la fuerza que la superaba. ¡En verdad! Los calificativos le habrían alcanzado si ella hubiera podido hablar a través de la mordaza. Lo máximo que Sinnovea pudo hacer fue mirarlo con toda su furia e indignación, pero la evidencia de su agitación no favoreció en nada que el bandido la soltara. Por el contrario, Ladislaus se rió de ella, la alzó de la cama y la apoyó con descuido sobre un hombro. Antes de salir, hizo una pausa para considerar la puerta abierta del vestidor.

Supongo que, como todas las mujeres, preferirá vestirse con sus ropas elegantes en lugar de andar desnuda por la casa. Yo apreciaría esa vista, pero dudo que Aliona tenga la misma opinión.

Entró en el vestidor y guardó una gran variedad de ropas de mujer en una gran bolsa, luego se echó una gruesa capa de invierno al brazo antes de cruzar la habitación en dirección a la antecámara. En el pasillo al que daban las habitaciones, hizo una pausa para escuchar hasta que estuvo seguro de que nadie en la casa había despertado; entonces, con pasos largos y presurosos, atravesó las sombras del corredor y bajó las escaleras. Abandonó la mansión por una puerta que daba al jardín y corrió por un lateral de la casa hasta donde, detrás de un portón, un grupo de sus hombres esperaba en los caballos.

Sinnovea levantó la cabeza buscando con desesperación a los guardias. Desgraciadamente, los encontró atados al pie de un árbol al lado de la pared de ladrillos que bordeaba el jardín. Aunque luchaban contra las cuerdas que los inmovilizaban, era incapaces de hacer otra cosa más que observar el progreso del rapto, pues habían sido amordazados después de haber sido derrotados por la fuerza superior de los bandidos. A pesar de los gruñidos roncos que emitían, no pudieron detener a Ladislaus que atravesaba con ella al hombro, el ornamentado portón de hierro.

Pronto habrá luz observó Ladislaus mientras la arrojaba a los brazos de Petrov, que había subido a la silla al ver que su jefe se aproximaba . Debemos abandonar la ciudad antes de que salga el sol, o el príncipe Alexéi llamará a los soldados del zar para que nos den caza.

Una risa profunda acompañó la réplica de Petrov.

Al príncipe no le va a gustar que se lleve su oro y a la muchacha también, después de que le advirtiera que la llevara directamente, sin trampas.

En la oscuridad, el brillo de una sonrisa de dientes perfectos dio prueba de la indiferencia jovial de Ladislaus.

El príncipe Alexéi nunca nos pagó por cumplir con su último requerimiento, mi amigo, te prometió a ti u al resto de los hombres el oro y a mí, la muchacha. Él es el que está loco por buscarnos otra vez. Debería haber sabido que querríamos quedarnos con lo que nos correspondía.

Al coronel inglés tampoco le va a gustar que se lleve a su esposa. Vendrá detrás de nosotros, creo...y tal vez hasta lo aprese si usted pierde tiempo con ella.

Primero tendrá que encontrarnos, ¿no es cierto, Petrov? Y yo, por mi parte, no tengo intenciones de ir con lentitud hasta que alcancemos nuestro campamento y estemos a salvo tomó la oscura crin del caballo que había pertenecido a Tyrone y saltó al lomo del animal. Se inclinó hacia delante para darle unas palmadas en el cuello y sonrió al gigante. Ya verás, Petrov. Montaré a su mujer como monto su caballo. No podrá detenerme.

Tyrone se dio la vuelta sorprendido cuando Grigori entró en la carpa.

¡Coronel!

¿Qué pasa? la pregunta estaba llena de temor, pues Tyrone conocía bien a su segundo en el mando como para percibir que lo que le preocupaba era de naturaleza seria. Si su tono no había sido indicación suficiente, su gesto adusto, sí.

¡Ladislaus está llegando!

Tyrone casi sonrió y se relajó. Pensó que se había puesto demasiado nervioso de tanto esperar.

¡Por fin! Todavía no había perdido la esperanza.

¡Coronel! ¡Hay algo más!

Tyrone se detuvo. Una vez más sintió una frialdad que le invadía el centro mismo de su ser.

¿Más? ¿Qué quiere decir con más? ¿Trajo a todo el clan de los cosacos con él? el gesto nervioso del hombre más joven no desapareció, lo que impacientó a Tyrone que quería saber sin más dilaciones qué era lo que tenía que decirle. ¿Qué lo asusta, Grigori? ¡Maldición, hombre, dígamelo!

Es su esposa... lady Sinnovea...

En un solo paso Tyrone cruzó la carpa y tomó a Grigori de la capa. Su temor se había convertido en un miedo glacial.

¿Qué pasa con Sinnovea?

Ladislaus la ha raptado, coronel. ¡Ella está ahora con él, de camino al campamento!

¿Está seguro? con una angustia agonizante Tyrone golpeó con el puño en el pecho de subalterno mientras exigía la confirmación de lo que acababa de escuchar. ¿Está seguro?

¡Avar y yo la vimos, coronel! Cabalga detrás de Petrov, en su caballo y desde lejos parece como si una correa la mantuviera atada al hombre.

¡Maldición! la palabra explotó en los labios de Tyrone mientras pasaba a Grigori y salía de la carpa. Sin prestar atención al viento frío de pronto le penetró la túnica de lana, caminó hacia donde se encontraba esperándolo Avar y le preguntó sin preámbulos:

¿Está seguro de que no se equivoca, Avar? ¿Usted la vio?

El explorador le respondió mirándolo fijamente a los ojos azules.

No hay dudas, coronel. Es su esposa. Esperamos cubiertos por los árboles y vimos pasar a Ladislaus. Luego vimos el rostro de ella. No podemos equivocarnos: es lady Sinnovea.

¿Cómo puede ser posible? Tyrone golpeó una mano contra la frente. El error de este anuncio era un peso difícil de soportar. Frenéticamente empezó a buscar en su mente un plan de acción que asegurara la inmediata liberación de su esposa, pero sabía que ninguno estaba libre de peligros. Dio media vuelta y se dirigió a su segundo en el mando que se acercaba. ¡Tengo que rescatarla, Grigori! ¡Tengo que ir allá abajo y enfrentar a Ladislaus cara a cara!

Coronel, le ruego que espere hasta que entren en el campamento le aconsejó Grigori, que comprendía muy bien la angustia de su amigo. De otro modo, Ladislaus podría escapar y llevarse a ella con él.

Pero si es Sinnovea...Tyrone estaba dispuesto a discutir con todo su corazón.

Entonces debe ser extremadamente cauteloso con lo que haga. Si se escapan de nuestra trampa con un premio tan precioso en sus manos, tal vez nunca la recuperemos. No tenemos otra posibilidad que esperar hasta cerrar la trampa sobre ellos y así evitaremos que escapen.

¡Tengo que bajar antes de que la trampa salte y sacar a Sinnovea de allí! Tyrone rugió impaciente. Si no, la usarán de rehén contra nosotros.

Si está decidido a ir allá, coronel, por favor, considere la posibilidad de que se queden con un segundo rehén, ¡uno al que probablemente maten! Tal vez Ladislaus quiera cortarlo en pedazos sólo por el rencor que siente.

Enfrentado a ese dilema, Tyrone se pasó los dedos por el cabello enredado por el viento mientras sopesaba sus posibilidades, pero sólo brevemente. Pronto llegó a una rápida decisión.

Hasta los ladrones dijo con brusquedad, tienen que saber lo que es una bandera blanca. Voy a bajar a hablar con Ladislaus y trataré de hacerle entender cuán peligrosa es su posición. Si mata a Sinnovea, o me mata a mi, entonces tendrá que responder a los cañones. Tengo que convencerlo de que no podrán escapar una vez que se cierren los pasos que comunican el campamento con el exterior. Cuando se enfrente con esta amenaza, dudo que Ladislaus se comporte de un modo irracional.

Avar trepó con cuidado a los árboles que crecían en el borde y apoyó la mano en el tronco de un pino mientras se inclinaba para observar lo que acontecía en la cuenca. De pronto miró a su comandante y le hizo una seña con la mano para que se acercara. Desde ese punto de vista, los dos hombros observaron cómo Ladislaus conducía a su partida a través del paso desfiladero.

Coronel, le recomiendo que actúe con la mayor prisa antes de que Ladislaus tenga tiempo de relajarse y se ocupe de su mujer. Mi hermana está en ese campamento. Tal vez pueda encontrarla y traerla de regreso conmigo.

Tyrone cerró la mano sobre el hombro del explorador en una despedida sin palabras y se alejó. Dio órdenes para que ensillaran su caballo y que ataran un paño blanco a la punta de un estandarte. Luego se colocó una pesada chaqueta de cuero que lo protegería de las armas, y tal vez del frío que se había apoderado de la madrugada. Su segundo en el mando lo observó muy preocupado, como si tuviera plena conciencia de todos los peligros que lo acechaban. En vista del hecho de que no llevaba armas para defenderse, Tyrone sintió una gran necesidad de brindar seguridad a su amigo, y con toda sinceridad, confesó:

Por la gracia de Dios, Grigori, saldré de esto con vida y con mi esposa a salvo. Le aseguro que no tengo razón para vivir si ella está allá abajo en manos de mi enemigo. Sin ella, no viviría mucho tiempo.

Con un largo suspiro, Grigori se cuadró de hombros y buscó la mirada de su comandante con una sonrisa hosca.

Mi madre siempre decía que yo me preocupaba demasiado, coronel. Tal vez tenía razón.

Tyrone logró ofrecerle una sonrisa ladeada con su respuesta.

Todos tenemos esa tendencia a veces, Grigori. Yo no estoy precisamente calmado y dominado cuando sé que Sinnovea está allí abajo. Además, debemos convencer a ese maldito bandido de que hablamos muy en serio. Sabe lo que hay que hacer mientras esté ausente. Cuando dé la señal para disparar el cañón, cierren la puerta trasera con rapidez. Usted sabe cuál es el plan, de modo que lo dejo todo en sus manos para que determine qué hacer de acuerdo con el curso de los acontecimientos.

No se preocupe, coronel Grigori se esforzó en otra sonrisa apagada. Haré que Ladislaus se siente y tome nota.

¡Bien! Si no tengo otra opción, treparé hasta aquí por una soga con Sinnovea a mis espaldas. Manténgase alerta y esté preparado para arrojar una cuando venga corriendo.

Créame coronel, estaré vigilando cada uno de sus movimientos le aseguró Grigori.

Tyrone montó su caballo y, con las riendas en una mano, aceptó la bandera con la otra. Saludó con la cabeza a Grigori e hincó los talones en el caballo para que empezara su rápido descenso de la colina.

Debajo, en el valle, Ladislaus detuvo su caballo delante de la casa más grande del campamento y desmontó mientras sus hombres se dispersaban y continuaban su camino hacia diferentes áreas del pequeño pueblo. Completamente agotada, Sinnovea aceptó la ayuda de Ladislaus que la bajó del lomo del caballo de Petrov, pero, desesperada por encontrar un apoyo, se recostó contra el caballo mientras el jefe de los bandidos sacaba su cuchillo para cortar la correa de cuero que la ató al gigante musculoso durante la mayor parte del trayecto.

Con una sonrisa a Petrov, Ladislaus levantó el ánimo.

¿Ves, amigo mío, qué mansita se ha vuelto la muchacha?

Petrov hizo un gruñido escéptico.

Espera hasta que recupere sus fuerzas, luego veremos. Tal vez hasta busque a Ladislaus para matarlo.

¡Ah, nooo, Petrov! replicó Ladislaus de buen humor. No entiendes mi relación con las mujeres. Primero dejaré que esta se bañe y duerma un poco. Será una mujer diferente cuando esté bien descansada. Te lo digo, Petrov, ¡Me amará cuando despierte!

¡Hummmm!

Ladislaus giró hacia la fuente de ese sonido de desprecio y tuvo que bajar la cabeza ante la joven que lo miraba con creciente resentimiento. Mientras la observaba, apenas pudo encontrar alguna evidencia, debajo de la capucha de su capa, de que era la misma condesa de ropas elegantes a quien había visto en toda su altivez la noche que atacó su carruaje. Miraba en cambio el rostro de un pequeño duende que parecía haberse deleitado enfrentando a casi todos sus hombres. Al menos unos veinte de sus acompañantes habían sentido el aguijón de su lengua, cuando no un pequeño puntapié, un golpe, o un mordisco si osaran acercarse demasiado. Sólo Petrov parecía inmune a su abuso, tal vez porque el gigante se había convertido en una especie de protector. Fue él quien se había interpuesto repetidas veces entre ella y aquellos que buscaban vengarse por los dolores que le había causado, y aunque muchos de ellos se habían sentido provocados por la sonrisa desafiante de la joven, ninguno se había atrevido a probar los músculos de su benefactor.

Sin hacer esfuerzos por quitarse de la cara los mechones que le caían desordenados, la recalcitrante condesa miró al jefe de los bandidos a través de la maraña que formaba un velo. Su mandíbula estaba manchada con algo negro y todo el rostro estaba cubierto por una gruesa capa de polvo que se había depositado allí durante el trayecto por el terreno polvoriento. Sin duda estaba demasiado exhausta para considerar mejorar su posición algo encorvada, producto de la forma en que había viajado sobre el caballo.

¡Ves! le advirtió Petrov señalándola con el pulgar. ¡Te matará si eres tan loco de confiar en ella! Como la otra noche, cuando trató de escapar y tomó mi cuchillo.

Ladislaus se frotó el rasguño en la palma de la mano que ya se estaba curando. Recordó vívidamente su conducta estúpida al tratar de sacar ventaja del intento de huida de la muchacha. A través de los párpados entreabiertos, la había visto inclinarse con cuidado sobre Petrov, que dormía y roncaba con estrépito, y quitarle el cuchillo de la vaina. Después había cortado las cuerdas que los mantenían unidos. Aunque Ladislaus albergaba la idea de atraparla y obtener su placer mientras los otros hombres dormían, no estaba preparado para el perverso ataque que ella lanzó sobre él cuando osó reptar en las sombras para alcanzarla. Por muy poco, saltó a tiempo para evitar la amenazadora caída de la hoja después que ella salió de su escondite y trató de atacarlo. Él logró tomarla, con la idea de desarmarla, pero en el siguiente intento, tomó conciencia de que la punta del cuchillo había abierto una herida en la palma de su mano. Si no hubiera sido porque sus hombres se despertaron con los gritos de sus maldiciones, la pequeña idiota se habría escapado. Pero terminó arrastrada de regreso a su estado anterior en medio de puntapiés y gritos, además de todos los insultos que se le pudieran ocurrir.

¡Aliona! Ladislaus gritó con todas sus fuerzas mientras se dirigía a la casa.

La puerta de delante se abrió de par en par y, en el silencio que siguió, rebotó con un sonoro crujido. Una joven mujer de cabello oscuro, a punto de dar a luz un hijo, salió de la casa y se situó en el borde de la galería mientras observaba a Ladislaus. Los ojos oscuros se posaron un instante en Sinnovea, consiguiendo toda su atención. Pero pronto la mirada dela mujer volvió a dirigirse, con un frío desprecio, hacia el jefe de los bandidos.

¡Bien! Así que trajiste a una mujer a casa para que comparta la cama contigo, como si yo no hubiera servido a tus lascivos deseos todos estos meses. ¿Qué pretendes? ¿Hacerme a un lado ahora que llevo en el vientre a tu bastardo?

Ladislaus se echó a reír sin darle demasiada importancia a la pregunta enfadada.

Vamos, Aliona, sabes que no te he hecho ninguna promesa de que fueras a ser la única. ¡Al hombre le gusta disfrutar de un poco de variedad cada cierto tiempo!

¡A los hombres como tú! Aliona sacudió la cabeza disgustada. Hablabas con tanta dulzura a mi lado en la cama y me decías que me amabas cuando querías mis favores. Ahora que estoy embarazada de tu hijo y que apenas me puedo mover, traes a esa... esa...

Lady Sinnovea Rycroft informó de inmediato Sinnovea con una sonrisa, pues vio una pequeña posibilidad de escapar a lo que Ladislaus tenía planeado para ella gracias a la presencia de esa pequeña y tenaz mujer. Era evidente para ella, aunque no para él, que Aliona no soportaba la idea de compartirlo con otra mujer. Esposa del coronel sir Tyrone Rycroft, comandante de los Húsares de Su Majestad Imperialanunció Sinnovea, luego terminó la frase con una prisa que la dejó sin aliento:

¡Que seguramente matará a este maldito patán si me pone un dedo encima! dijo con la vista fija en su captor.

Al ver que las dos estaban en total acuerdo, Aliona le devolvió la sonrisa en reconocimiento de la presentación e hizo una seña hacia la puerta en cordial invitación. Al menos Ladislaus todavía no se había acostado con la mujer, lo cual despertaba una pequeña esperanza de poder detenerlo antes de que saciara sus deseos y la hiriera en el proceso.

Venga, señora. Sin duda debe de estar agotada con todo lo que pasó y quiera un baño...

Ladislaus sonrió, pensando que sería capaz de manejar a las dos mujeres que se estaban conociendo y aparentemente iban a llevarse muy bien. Dedujo que podía compartir la hospitalidad que se brindaban entre ellas, y comenzó a subir las escaleras detrás de Sinnovea, pero fue detenido por una pequeña mano desafiante.

¡Niet! ¡Niet! ¡A los establos a lavarte! ¡La casa es para nosotras!

Vamos Aliona trató de convencerla Ladislaus y luego miró incómodo a Petrov, que había estallado en una explosión de risa. ¡No puedes hacerme esto! ¡Ninguno de mis hombres se atrevería a hacer una cosa así!

¡Fuera! gritó Aliona y plantó su pequeño pie en señal de indignación. ¡Te prohíbo que entres!

Ladislaus subió las escaleras de todos modos y separó los brazos para contener a la pequeña mujer en un fuerte abrazo con la esperanza de aplacarla, pero Aliona lo rechazó con vehemente determinación y lo miró a los ojos.

¡Te vas de esta casa en este mismo momento, Ladislaus, o me voy yo! No me quedaré en tu campamento para dar a luz a tu hijo mientras haces otro con la esposa del coronel. ¿Me escuchaste?

¡Maldición, mujer! ¡No puedo dejar que me des órdenes como si fuera un mocoso! ¿Qué pensarán mis hombres?

Aliona se puso de puntillas para mirarlo a la cara mientras vociferaba la pregunta:

¿Y qué pensarás tú, Ladislaus, si te dejo ahora? ¿Quieres que me vaya? ¿Acostarte con la mujer del coronel significa tanto para ti que no te importa si me quedo o si me voy?

Aliona, sabes que te quiero...

Sin abatirse, Aliona lo enfrentó con los puños afirmados a los lados. A pesar del terror inicial que sufrió cuando él la robó de la casa de sus padres hacía un año más o menos, ahora lo amaba con todo su corazón, y quería de él algo más que una relación casual. Pronto nacería el hijo de ambos y ella quería que él la tratara con la misma consideración con que un hombre trata a su esposa.

¡Ladislaus, elige ahora! ¡La esposa del coronel o yo!

El jefe de los ladrones levantó las manos indefenso. Por mucho que quería complacerse con la condesa, sabía que no podría soportar que Aliona lo dejara, pues había pasado a significar mucho para él en los meses que estuvieron juntos. Había mantenido en alejada reserva y había jugado el papel de doncella ofendida. Pero poco a poco él se había sentido atraído por su presencia tranquila y seria en la casa. Sorprendido, se descubrió interesado en sus suaves modos. La cortejó con flores salvajes y largas caminatas por el bosque; le ofreció sonetos de amor de un libro que había encontrado en un baúl que él y sus hombres habían robado a algún noble rico. Hasta le había enseñado a leer y ella lo había aplacado recitándole dulces versos. ¿Cómo podía dejarla ir si con ella se iría su corazón?

Un disparo sacó la mente de Ladislaus del asunto y pasó a considerar de inmediato las necesidades del momento. Su principal preocupación era la seguridad de su campamento y todos los que estaban en él. Se alejó abruptamente de las dos mujeres y hasta Petrov hizo girar su caballo para dirigirse hacia la barricada de entrada donde un guardia gritaba y hacía señas con el brazo para ganar su atención. El gigante casi pelado levantó una mano y se la llevó al oído para escuchar. Pronto transmitió la información a Ladislaus.

Un hombre cabalga hacia el campamento con una bandera blanca. El guardia quiere saber si debe dejarlo entrar.

Ladislaus saltó de la galería y, con sus brazos en las caderas, frunció el entrecejo un largo rato antes de dirigirse a Petrov.

¿Pueden decir quién es el hombre?

La única mecha de cabello rubio cayó sobre los robustos hombros cuando Petrov echó la cabeza hacia atrás y llevó la mano hacia la boca para proyectar su grito.

¿Quién viene? ¿Sabes quién es?

Petrov volvió a colocar la mano en el oído para escuchar la respuesta del otro. Al dirigirse a su acompañante parecía atónito por lo que acababa de oír.

¡Dicen que viene el coronel inglés! ¡Cabalga en el animal de Ladislaus!

¿Qué? dijo Sinnovea sin aliento, asomándose a la baranda de la galería. Con una mano hizo pantalla para que el reflejo del sol en la nieve no la cegara y miró hacia la entrada.

Ladislaus pensaba de un modo diferente, y se animó ante la idea de que su adversario viniera a su campamento.

¡Déjenlo entrar, si es verdad que el bribón viene solo!

En un silencio pétreo, Sinnovea esperó una eternidad antes de ver a un jinete solitario que salía del estrecho desfiladero. Cuando un guardia señaló hacia la casa donde ella se encontraba, su marido levantó la cabeza para mirar y azuzó al caballo a seguir un paso vivaz. Aun desde lejos, Sinnovea no tuvo necesidad de ver su cabello castaño para estar segura de que era su amado el que venía, pues nadie cabalgaba con esa confiada tranquilidad que él exhibía. Sus ojos se alimentaron con cada uno de los movimientos hasta que enfrentó al señor de los ladrones desde una corta distancia.

Sinnovea habría volado por las escaleras y corrido a su lado, pero Ladislaus levantó una mano y gritó una orden: debía quedarse en el lugar donde estaba. La muchacha no quería obedecer, pero decidió enviarle una sonrisa de calma a su marido, que apartó la vista de su enemigo lo suficiente como para asegurarse de que todo estuviera bien.

¡Coronel, usted entra en mi campamento como un loco sin cerebro, sin más protección que su arrogancia! le increpó Ladislaus. Pensativo, observó a su rival, en busca de algún puñal o pistola, pero sólo vio la vaina vacía donde debía estar la espada. Viene con una bandera blanca y completamente desarmado, ¿no es cierto? ¿No teme que mis hombres lo saquen a rastras de mi caballo y le quiten la carne de los huesos, como hicieron la última vez que nos encontramos? Estoy seguro de que tiene cicatrices que le recuerdan ese hecho.

He venido por mi esposa declaró Tyrone sin pestañear. No me iré sin ella.

Ladislaus se echó a reír estrepitosamente y abrió los brazos en un movimiento exagerado de asombro.

Pero usted dijo que podía tenerla, amigo le recordó a su enemigo ¿No se acuerda? ¿Acaso, coronel, ha cambiado de idea?

Si lo que quiere es pelea, Ladislaus, eso tendrá le aseguró Tyrone con una notable falta de humor.

¿Qué? ¿Y privar a mis buenos compañeros del placer de atarlo entre dos caballos para ver cuál de los animales se queda con la mejor parte? Vamos, coronel, no soy tan egoísta.

Tyrone levantó una mano, y, con una breve mirada a Sinnovea, le ordenó que se acercara. Ella obedeció sin perder tiempo, lo que hizo gruñir a Ladislaus que saltó hacia delante para tomarla, pero el ladrón se vio detenido por el semental negro cuando Tyrone le cortó el camino con el animal. Con los dientes apretados por la furia, Ladislaus dio un salto para sacar a su adversario de la silla, pero Tyrone controló con las riendas al animal para que hiciera un giro completo. Un ruido audible fue seguido de un rugido de dolor. Ladislaus trastabilló en una niebla de estupor. Se llevó una mano a la cara y, al pasar el dedo por debajo de la nariz, comprobó que su orificio nasal izquierdo sangraba con profusión.

Petrov tosió abruptamente para contener otro amenazador estallido de risa. Controlando su comportamiento, bajó del caballo de un salto, y, solícito, ayudó a Ladislaus a subir los escalones de la galería donde urgió a su jefe a sentarse por un momento hasta que recuperara la lucidez. Aliona corrió el interior de la casa, y un minuto después reapareció con una toalla húmeda que pasó con suavidad debajo de la nariz de Ladislaus.

Mientras la atención de todos e dirigía hacia otra parte, Tyrone se inclinó hacia abajo, tomó a Sinnovea de un brazo y la subió a la montura detrás de él, en el mismo momento en que el mosquete de Petrov hacía su ominosa aparición. El arma del cíclope apunto al centro de la chaqueta de cuero.

¡Quédese quieto, coronel le advirtió, o morirá!

Aunque Sinnovea se aferró a la espalda de su esposo, presa del terror, Tyrone tomó la amenaza casi a la ligera.

Si me mata, Petrov, estas colinas se vendrán abajo sobre su brillante cabeza. Juro que así será.

Petrov no pudo contener la risa mientras miraba al coronel incrédulo.

¿Acaso usted es Dios para hacer caer la montaña sobre nosotros?

Preste atención, Petrov le sugirió Tyrone. Escuche mis palabras con cuidado. Si necesita evidencia de mi poder, le daré un pequeño ejemplo. Pero primero debo insistir en que apunte un momento hacia otro lado para impedir la posibilidad de que su arma se dispare por accidente.

Los ojos de Petrov se desviaron hacia las colinas cubiertas de árboles mientras se preguntaba qué hacer con la propuesta del coronel. Sentía curiosidad y levantó despacio la pistola, pero la mantuvo en una posición desde donde podía de inmediato, alcanzar al hombre. Mientras observaba de cerca al coronel, este levantó la bandera blanca y la bajó con rapidez. En ese mismo instante una atronadora explosión perforó el silencio y fue seguida, en rápida sucesión, por varias descargas más. Petrov sintió una súbita conmoción y, girando hacia la izquierda, quedó totalmente sorprendido cuando las balas de cañón impactaron en las colinas que rodeaban la segunda entrada desprendiendo enormes bloques de piedra que cayeron al valle. Los pedazos que caían llevaban un tremendo impulso que obligó a que los guardias que se encontraban allí salieran corriendo. Con creciente terror, se dispersaron hacia el centro del campamento, mirando, nerviosos, por encima del hombro mientras escapaban de los fragmentos de roca.

En ese preciso instante, casi ninguno notó que Tyrone hacía girar el caballo y comenzaba a galopar hacia el extremo de la cuenca. Saliendo del sopor que había experimentado antes, Ladislaus se puso de pie de un salto y señaló, reclamando la atención de Petrov, a los dos que estaban tratando de escapar a pesar de la cuestionable dirección que habían tomado.

¡Dispárale al caballo! ¡Dispárale al caballo! gritó Ladislaus nervioso, mientras Petrov levantaba el mosquete y lo mantenía derecho por un instante antes de apretar el gatillo. La descarga fue seguida de una pausa. Luego el caballo se desplomó dando una voltereta, que envió a los jinetes despedidos.

Tyrone maldijo mientras daba vueltas y se detenía en la nieve. Apretó los dientes con determinación, se puso de pie de un salto y corrió hacia donde se encontraba su esposa, inmóvil en el suelo. Ella lo miró en medio de una niebla, pero él no tenía tiempo para sacarla de ese trance. Por el contrario, la tomó entre sus brazos y comenzó a correr, desesperado, hacia la colina. En la cima, sus hombres le urgían con gritos alentadores a que tomara las cuerdas que bajaban por la ladera. Los cascos de, al menos una docena de caballos pronto llegaron donde se encontraba, impidiéndole la huida, pues se colocaron delante de él, bloqueándole el camino. Tyrone observó por un momento a los bandidos que blandían sus espadas en el aire y dio un paso atrás mientras buscaba con los ojos un sendero abierto. Los hombres se movían en sus caballos, sonriendo como tontos deseosos de vengarse. El coronel apretó los dientes con fortaleza y se dirigió hacia la izquierda, luego se detuvo a la derecha, corrió hacia atrás, hacia delante, evitando a sus enemigos, girando, en círculo, pero no pudo ir demasiado lejos. Con cada movimiento, los bandidos cerraban sus filas sin dejarle un resquicio que penetrar en sus fuerzas. Por último Tyrone comprendió que no podía hacer nada excepto aceptar que estaba atrapado. La muerte parecía inminente, pues los otros lo habían rodeado por completo. No tenía ninguna posibilidad de escapar. Poco a poco cayó de rodillas, y llenando de aire los pulmones, se inclinó hacia su esposa con la intención de besarla por última vez. Entonces se dio cuenta de que los ojos de Sinnovea estaban cerrados con una rigidez que hizo que su corazón saltara de terror. Sintió un nudo en la garganta al no detectar el más leve signo vital en los labios de su esposa. No pudo contener un profundo remordimiento que se gestaba dentro de él y, con ella en los brazos, echó la cabeza hacia atrás para gritar con todas sus fuerzas por encima del hombro:

¡Grigori! ¡Venganza!