7

SINNOVEA no perdió el tiempo en bajar las escaleras hasta el comedor la mañana siguiente. Después de haber tenido firme evidencia de que el calor de la tarde podía convertir sus habitaciones en una horrenda tortura, abandonó todos los pretextos de sentirse indispuesta otro día después de haber tomado la firme decisión de que no era demasiado proclive a asarse viva. Sus pies se deslizaban con rapidez debajo de sus faldas mientras descendía por las escaleras con un espíritu ligero y una renovada tolerancia hacia Iván Voronski. Dudaba que las pesadas lecciones del clérigo pudieran ser un castigo tan insoportable como la agobiante incomodidad que se había visto forzada a tolerar en la soledad de su cuarto.

Iván había entrado en el comedor unos momentos antes, y cuando Sinnovea llegó con una sonrisa alegre y un saludo matinal reaccionó como si hubiera ideado una estrategia mucho antes de su aparición. Casi tropezó al intentar impedirle una posible partida de la sala. Sin duda, temía que ella quisiera escapar como un niño travieso cuando se encontrara con él.

—Esta mañana, condesa, nos ocuparemos de los valores de la humildad y la renuncia —anunció mientras la seguía por la mesa y llenaba un plato de peltre con tortitas de miel, patatas salteadas y pequeñas salchichas hervidas con crema agria.

Sinnovea levantó una ceja, intrigada, pues, después de todo, dudaba de su capacidad para tolerar las vacuas disertaciones de Iván, en especial cuando el tema era uno del cual él no sabía nada en absoluto. Emitió en su mente un suspiro de resignación tratando de convencerse de que era mucho mejor aburrirse que asarse.

Con una mirada escéptica hacia el plato del clérigo que rebosaba de comida, Sinnovea no pudo evitar hacer una pregunta.

—¿Renunciamiento, en qué sentido?

—Bueno, en la forma de vestirse para comenzar —replicó Iván con arrogancia.

Se mostraba muy severo y orgulloso enfundado en sus ropas oscuras, como, sin duda, consideraba que correspondía a la severidad de sus obligaciones. Pero sin embargo, reflexionó Sinnovea, él transmitiría lo mismo aunque no usara nada en absoluto. No era que ella estuviera interesada en que confirmaran sus sospechas.

Sinnovea se preguntaba qué había encontrado esta vez en su manera de vestir que fuera incorrecto. Movió su plato hacia un lado y se miró. Para su atuendo matinal había seleccionado un sarafan de seda turquesa bordado con ramos de flores rosadas. Cintas rosadas y turquesas estaban entrelazadas en su única trenza de doncella soltera y se reunían en una diadema adornada con grupos de pequeñas flores de seda. En vista de que estaba vestida según la moda tradicional para su patria y que estaba cubierta del cuello a la punta de los pies, Sinnovea no podía entender su objeción.

—¿Hay algo de malo en lo que llevo puesto? —preguntó con curiosidad—. ¿No es éste el atuendo adecuado para una boyarda rusa?

Un tanto llamativo para ser considerado modesto. —Iván expresó su opinión mojigata—. De algún modo recuerda a un pavo real, si alguna vez tuvo ocasión de ver alguno. Ninguna doncella recatada debe alardear como una gallina orgullosa de sus adornos.

Sinnovea se hizo la inocente, pero no estaba dispuesta a aceptar sus juicios con el mismo aprecio con que podría haberlo hecho Anna, aunque dudaba de que el clérigo hubiera estado dispuesto a criticar de algún modo a la princesa. No mordería la mano que le daba de comer.

—Pensaba que los pavos reales eran machos.

—¡Eso no tiene nada que ver con lo que estamos discutiendo! —replicó Iván en un arranque de indignación—. Como joven doncella, y ahora mi alumna, debe aprender a mostrar el respeto adecuado a los que saben más que usted. Y a ser humilde tanto en el espíritu como en los modales. Después de todo, el zar está buscando una esposa, y quién puede saber qué doncella terminará eligiendo.

Sinnovea rechazó la idea de inmediato.

—Con todo el respeto debido a su majestad, no deseo convertirme en objeto de intriga y celos asociados con esa particular posición. Estoy bastante satisfecha con mi vida fuera de los confines y las conductas rígidas de un terem y sin la preocupación de que alguien ponga veneno en mi comida. Su majestad ha sufrido mucho tratando de conseguir una esposa, pero no tanto como lo que va a tener que soportar la mujer que seleccione.

—¿Qué quiere decir? —Iván la miró con los ojos entrecerrados, tratando de entender su razonamiento.

Sinnovea se sentó a la mesa despreocupadamente.

—María Jlopova fue seleccionada en una ocasión y mire lo que le sucedió.

Iván se unió a ella en la mesa y colocó su plato bien provisto frente a él mientras tomaba asiento. En su opinión, su estudiante necesitaba que le mostraran un ejemplo de lo que podía pasarle a una mujer llena de astucia y mentiras.

—Eso sucedió hace cinco años, pero si recuerda los hechos, María fue rechazada porque había ocultado su enfermedad al zar Mijaíl para poder convertirse así en la zarina. De no haber sido por su imprevisible colapso y su violento ataque de convulsiones allí mismo, delante de su majestad y sus invitados, podría haber llevado a cabo su engaño. Enviar a los Jlopova a Siberia fue un castigo insignificante para la trampa que había gestado.

Sinnovea miró al clérigo bastante asombrada por su falta de conocimiento. Aparentemente algunos de los hechos más recientes ocurridos en la corte habían escapado a su atención.

—Ah, ¿pero no se enteró? Poco después de su regreso de Polonia, el patriarca Filaret descubrió un plan concebido por los Saltikovs para desacreditar a María Jlopova y su familia —le informó—. Parece que varios miembros de la familia Saltikovs rociaron la comida de María con un emético y luego sobornaron a varios médicos para que difundieran la mentira de que tenía una enfermedad incurable. El patriarca Filaret contó a su hijo lo que había sucedido, y ésa es la razón por la cual su majestad ha impedido la entrada a la corte de los Saltikovs y ha confiscado algunas de sus tierras. —Sinnovea levantó los hombros mientras agregaba—: Aunque a la pobre María ya no le sirve de nada.

Iván se sentía un poco confundido y se limitó a dejar sentado un hecho.

—Pero los Saltikovs son parientes de la madre del zar Mijaíl. Marfa no toleraría nunca un edicto contra su propia familia, ni siquiera de parte de su hijo. Debe de estar equivocada, condesa.

Sinnovea le permitió el beneficio de una generosa sonrisa.

—Y ésa es la razón por la que Marfa se niega con tanta vehemencia a dar el consentimiento para el enlace de su hijo con María Jlopova. Está indignada por la forma en que se ha tratado a su familia. —Por un instante Sinnovea dirigió la atención a su plato y después levantó la vista hacia el clérigo pasmado. Aunque la sabiduría le aconsejaba precaución, la oportunidad de sugerir con sutileza que sus conocimientos igualaban o sobrepasaban a los de él era demasiado tentadora como para resistirse. Sólo sería una burla sutil, de todos modos—. ¿Supone que ya hemos tenido suficiente instrucción para el día de hoy? Si es así, me gustaría visitar a la condesa Andréievna esta mañana, antes de que haga demasiado calor. Tal vez podamos continuar nuestra discusión mañana.

Las mejillas marcadas de viruela de Iván enrojecieron y se arrugaron por la ira mientras bajaba sus ojos oscuros hacia la comida. No le gustaba que se burlaran de él y lo hicieran parecer un ignorante, en especial si la responsable era la condesa Sinnovea, cuyo padre había sido tan rico que había podido contratar a los mejores sabios e instructores para educar a su hija, mientras que él, por otra parte, había tenido que arrastrarse y rebajarse con tareas menores para poder adquirir todo el conocimiento que pudiera en un esfuerzo por borrar esas bromas molestas que lo habían perseguido desde su juventud. Después de la muerte de su madre, se había relacionado con los starets y los sacerdotes de la Iglesia sólo para aprender la palabra escrita y hurgar en sus pesados tomos y archivos antiguos. Había compartido sus comidas miserables y sus ropas harapientas sólo para enriquecer su mente. Ahora, después de haber conseguido una benefactora de fortuna, no iba a ser generoso con aquellos que sólo habían conocido una vida fácil. No permitiría que ese pájaro de finas plumas volara a su antojo después de mofarse de él. Tendría que aprender a respetar su importancia y su maestría, o si no...

—Al contrario, condesa, usted no podrá excusarse ni hoy ni otro día a menos que ésa sea mi recomendación.

Iván apartó la vista de ella como en severa reprimenda, pero sólo era una manera de protegerse de la curiosidad de aquellos ojos verdes. Estaba experimentando una abominable debilidad que se esforzaba por ocultar y que detestaba por completo: un guiño nervioso del párpado que no podía controlar y un temblor en las manos que era lo suficientemente violento como para hacer que un líquido se derramara de los bordes del vaso que estaba sosteniendo. En los rincones más oscuros e íntimos de su memoria se formaba el desconsolador recuerdo de su madre de pie delante de él insultándole cuando no era más que un niño, y aunque había tratado innumerables veces a lo largo de su vida de impedir la aparición de esa imagen en su cerebro, todavía se sentía atormentado por la aflicción que le provocaba.

El espasmo pasó con tanta rapidez como había llegado, e Iván volvió a ser capaz de guardar la compostura. Con una inspiración profunda y restablecedora, se enfrentó a la muchacha que había consagrado su atención a la comida como si se sintiera perturbada por su rechazo. Iván consideró esta falta de preocupación muy gratificante. En realidad, se sintió hasta satisfecho. Prefería el sabor dulce de la venganza y diseñó un plan que le hiciera pagar doblemente por todo lo que le había hecho.

Los delgados labios de Iván se estiraron en una mueca de desprecio.

—He advertido, condesa, que hay tareas en la cocina a las que puede dedicar sus energías en lugar de perder el tiempo relacionándose con criaturas de moral tan cuestionable como la condesa Andréievna. Ella no es el tipo de mujer que una joven doncella debe frecuentar.

Un tanto sorprendida por la respuesta de Iván, Sinnovea se apoyó hacia atrás en la silla y frunció el ceño. Sabía muy bien de dónde había sacado Iván esa información. Parecía que no había secretos entre el clérigo y la princesa.

—¿Cómo dice, señor? ¿Conoce acaso a la mujer que difama? La condesa Andréievna es una mujer de excelentes cualidades.

—¡Seguramente! —estalló Iván—. He escuchado algo acerca de esas recepciones que ofrece a ricos boyardos y oficiales de alto rango. Sus razones son obvias. Tres veces viuda. Lo único que quiere es buscar otro marido lo suficientemente rico como para mantener su vida de lujos hasta el día de su muerte.

Sinnovea reconoció la profundidad de la malicia del hombre y su propia estupidez al intentar convencerlo de lo contrario. Semejante calumnia transmitía con claridad la animosidad que sentía hacia Natasha y, sin embargo, ella no podía comprender las motivaciones que tenía el clérigo para manchar el nombre de esa mujer excepto provocar su ira. A Sinnovea le parecía casi imposible mantener la calma ante semejante difamaciones, pero caería en las manos de su instructor si perdía el control y entraba en su juego. La mejor manera de tratar con un hombre de ese tipo era hacer oídos sordos a sus comentarios y pretender que no causaban ningún efecto.

—¿La cocina, decía? Bueno, por supuesto. Pero ¿qué me mandará hacer allí que pueda considerar parte de mis estudios?

Iván asumió un aire de arrogancia.

—Aparentemente, condesa, necesita aprender la humildad de un sirviente antes de proclamarse preparada para el matrimonio con un caballero ruso. La princesa Anna me dio carta franca para que la instruyera según mi parecer, y es mi primera orden del día enseñarle acerca del concepto de servidumbre y los trabajos de siervos y campesinos. —Sus ojos pequeños danzaron sobre el costoso atuendo sin perder nada de su dureza—. Estoy seguro de que querrá ponerse algo menos ostentoso para trabajar en la cocina.

Sinnovea se levantó de la silla y retiró su plato de la mesa sin permitirse ninguna muestra de emoción que Iván pudiera considerar como resentimiento o dolor. No le daría el privilegio de verla perturbada, fuera por sus comentarios malignos acerca de un ser querido o por sus órdenes. Estas últimas no le preocupaban en absoluto. Lo que el clérigo no sabía de ella era que no sólo había sido la señora en la casa de su padre tras la muerte de su madre, sino que con frecuencia había trabajado junto con los sirvientes cuando se necesitaba una gran atención por los detalles, en especial al preparar la casa para huéspedes o al cocinar platos especiales para visitas o para su propio padre. Sentía una inclinación personal a ayudar a los jardineros a plantar y cortar las flores y verduras y a ver que sus trabajos se transformaran en comida para la mesa y enormes ramos coloridos para los salones. Si Iván pensaba que había ganado algo al ordenarle que trabajara, entonces una vez más había mostrado su absoluta ignorancia.

—Si me disculpa —rogó Sinnovea congracia—, debo regresar a mis habitaciones para prepararme, como usted ha sugerido.

Iván la miró de reojo sin confiar demasiado en su buena predisposición.

—Si piensa encerrarse de nuevo hoy en sus habitaciones, condesa, le pido que lo considere. Estoy seguro de que la princesa Anna no tolerará que esté haraganeando cuando le he asignado tareas específicas.

—¡Señor, ni se me ocurriría algo así! —Sinnovea lanzó una risa divertida por encima de su hombro mientras cruzaba la puerta—. Ciertamente, Iván —usó la familiaridad para ejemplificar la nula veneración que le profesaba—, no tiene de qué preocuparse. Sólo estoy haciendo lo que usted me ha aconsejado.

Iván se quedó sólo para contemplar la reacción de la muchacha que lo desconcertó sobremanera. Había esperado al menos una discusión, las furiosas diatribas de una mujer enardecida. En cambio, Sinnovea casi parecía encantada con su orden. Absorto, anotó en su mente que debía seguir el rastro de la condesa a lo largo del día para asegurarse de que se dedicaba a las tareas que le había encomendado y no se escapaba a sus espaldas. No era el tipo de hombre que confiara en las mujeres, especialmente en una tan aficionada a burlarse de él.

Al regresar a su habitación para quitarse el costoso vestido y ponerse las ropas de campesina que solía usar cuando se dedicaba a las tareas del hogar, Sinnovea tuvo que enfrentarse con Ali, cuyas sospechas se encendieron al ver que su ama volvía a cambiarse. Aunque la condesa le explicó con cuidado que su tarea ahora incluía una etapa en la cocina, tuvo que impedir que la mujer volara escalera abajo en un estado de frenética excitación para enfrentarse con el clérigo.

—¿Qué? ¿Tiene la osadía de darte órdenes como si fueras su esclavo? —Ali estaba pálida—. ¡Maldito sea!

—No haré nada más que lo que acostumbraba hacer en casa —adujo Sinnovea mientras trataba de calmar a la criada, que, a pesar de su tamaño diminuto, daba muestras de temperamento y temeridad similares a la de una osa madre cuya cría acabara de ser molestada—. No me pasará nada, te lo aseguro.

—Sí, querida mía, pero en casa eras tú quien decidía las tareas que ibas a hacer y nadie te daba ordenes como si fuera un señor poderoso, que es lo que él se cree. —Ali ventilaba su ira en la estancia mientras prometía con gran pasión—: ¡Maldecirá el día en que se empeñó en causarte daño!

—¡Ali McCabe! ¡Ni a Iván ni a la princesa Anna le darás la satisfacción de vernos sucumbir a la disposición perversa de ese hombre! Acataremos las órdenes de Iván con esmero, ¿entiendes? —Como no recibió respuesta, Sinnovea plantó su pie en demanda de una contestación de parte de la brava mujercita—. ¡Ali! ¿Me has entendido?

Con petulancia, la criada cruzó los brazos delgados sobre su pecho plano y frunció los labios sin estar completamente de acuerdo con su ama.

—Él es un bribón taimado y miserable, eso es lo que es.

Aunque Sinnovea tenía algunas dificultades para mantener un gesto de reprobación en el rostro cuando la tentación de echarse a reír era tan grande, levantó un dedo admonitorio delante de la nariz de la mujer.

—Quiero que me prometas, Ali, que harás todo lo que puedas para mantener la paz mientras estemos aquí.

Ali observó el dedo amenazador y asumió su mejor rostro de mártir. Por un instante levantó los ojos al cielo como si rogara a todos los santos que le dieran paciencias e inspiró por la boca para mostrar su angustia. Finalmente, con un movimiento seco de cabeza, aceptó.

—Sí, así será, sólo porque me pides que lo hagas, pero no me resultará fácil, ya lo sabes.

Una risa suave escapó de los labios de Sinnovea mientras apoyaba un brazo consolador alrededor de los hombros estrechos. Imitando el acento irlandés de la mujer, le replicó.

—Lo sé, mi querida Ali, pero es mejor así. No vamos a darle a Iván o a la princesa motivo de queja. Tal vez, con un poquito de gentiliza, consigamos vencer su enfado y su resentimiento.

—¡Ja! ¡Sí, claro! Aunque los sacerdotes aseguren que esos milagros suelen suceder, todavía tengo mis dudas de que se pueda recoger lana si uno trata de esquilar a un lobo.

—Ayúdame a terminar de vestirme —la lisonjeó entre risas ligeras—, luego puedes guardar mis ropas mientras voy abajo y me encuentro con la cocinera. —Volvió a reír al considerar la insensatez del decreto de Iván—. Pobre Elisaveta, se quedará un tanto perturbada. Conmigo en la cocina, hasta podría quemar la comida.

—No causaría mal a nadie si lo hiciera —agregó Ali—. Por la forma en que ese cuervo, Iván Voronski, ha estado llenando su panza, le haría bien tener que tragarse algunos trozos quemados.

Como predijo Sinnovea, Elisaveta, la cocinera de ojos tristes, quedó paralizada por la sorpresa cuando la joven entró en su territorio vestida, no como una criada, pero tampoco como una dama de la nobleza. Si Iván hubiera observado su atuendo, habría puesto en tela de juicio sus convicciones sobre la servidumbre, pues la blusa blanca con adornos de puntillas junto con el corsé de cintas de color verde y su amplio delantal banco decorado con cintas y colocado encima de una falda bordada con una colorida profusión de flores se combinaban para crear un conjunto verdaderamente atractivo. Capas de enaguas de encaje daban volumen a la falda, pero debajo del dobladillo a la altura del tobillo se podían ver sus pequeños pies calzados con zapatilla, y sus tobillos, tan bien formados como el hombre más exigente podrían desear, ocultos por oscuras medias. Un enorme pañuelo con el borde de encaje, cubría su oscura cabellera, y una sola trenza colgaba, desprovista de adornos, hasta las caderas.

—¡Condesa! —gritó Elisaveta, boquiabierta—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Bueno, he venido para ayudar, Elisaveta —anunció Sinnovea con alegría—. ¿Hay algo que pueda hacer?

Sinnovea no tenía intenciones de sembrar discordia entre la mujer y su señora. En realidad, odiaba la idea de decirle a la cocinera que le habían ordenado trabajar allí, pero algunos honestos elogios podrían permitirle alcanzar el mismo objetivo.

—Pero, Elisaveta, Me gustaría mucho aprender cómo crear esos maravillosos platos que prepara con tanto talento, así, cuando regrese a mi casa en Nizhni Nóvgorod pueda enseñárselos a mis sirvientes. —Echó a la mujer una mirada de súplica y agregó con dulzura—: ¿Me enseñarás?

La cocinera movió su cabeza canosa mientras un amago de sonrisa aparecía en sus labios y terminaba por profundizarse en un gesto que resaltaba los hoyuelos de sus mejillas redondas. Colocó sus brazos robustos debajo de los pliegues del delantal y los subió hasta que quedaron debajo de sus grandes pechos mientras se deleitaba con los cumplidos

—Puedo mostrarle lo que sé, condesa.

—Entonces voy a aprender todo lo que hay que saber sobre cocina —reflexionó Sinnovea con una sonrisa—. ¿Qué me enseñará primero?

—Bueno, esto es lo que estoy haciendo ahora —anunció Elisaveta mientras se dirigía a la larga mesa de madera donde había estado limpiando y separando zanahorias, cebollas, trufas y champiñones—. Cuando termine de picar esto, haré pirozhki. Al señor le gustan mucho esos pequeños pastelillos rellenos.

Sinnovea, miró a la mujer con un repentino sobresalto.

—¿Espera que el príncipe Alexéi regrese hoy?

—Oh, por lo general nunca se marcha más de un día o dos, como mucho. Conociéndolo, me imagino que volverá hoy o mañana por la mañana. —Elisaveta suspiró profundamente—, Si no fuera por el príncipe Alexéi, no habría necesidad de que yo cocinara. La señora no come más que un gorrión cuando el señor está aquí, y casi nada en su ausencia. Es una pena ver cómo se tira toda esta comida.

—Debe de haber suficientes sirvientes en la casa para ocuparse de lo que no se ha comido. — Sinnovea hizo la conjetura mientras observaba varias ollas hirviendo y un enorme recipiente donde la masa esperaba para ser estirada.

La cabeza gris se movió con tristeza en una respuesta negativa.

—La señora no permite que los sirvientes coman lo que se ha preparado para ella y para los que se sientan a su mesa. Se estropearía su gusto por las comidas simples, dice. Hay tantos otros que podrían beneficiarse, sí solo...

Los ojos verdes jade se detuvieron en el rostro entristecido de la mujer que hizo una pausa prolongada seguida por un largo gemido. Consciente de la mirada inquisidora de Sinnovea, Elisaveta pasó una mano por su mejilla donde una lágrima se abría paso. Afirmando su mandíbula cuadrada, la cocinera apartó la gota con orgullosa determinación.

Sinnovea sintió que su corazón se partía por la tristeza de que toda esa comida de primera calidad se tirara cuando, sin gastos extras para los Taraslov, se podía ayudar a un buen número de necesitados. Para compartir por un momento de pesar la mujer, Sinnovea apoyó la mano sobre su brazo.

El mentón le tembló a pesar de los esfuerzos por mantenerlo firme, y casi de un modo reticente asintió.

—Es mi hermana, condesa. Su marido murió el invierno pasado. Ella no está bien de salud, y tiene una hija de tres años a su cargo. No puede trabajar para mantenerla y están arruinándose las dos. Y aquí estoy yo, en esta casa lujosa, preparando comidas deliciosas y en abundancia, pero sin poder sacar nada para llevarle a ella o al menos salir de la casa para ayudarla.

—¡Bueno! —Sinnovea colocó sus manos en la cintura mientras decidía la línea de actuación que seguiría. Si ése era el estado de cosas en la mansión de los Taraslov, ¡ella no podía sentarse cruzada de brazos sin hacer nada!—. Tengo una criada que puede ir a comprar comida y todo lo que sea necesario, y un cochero que puede llevarlas hasta la casa de su hermana. Aunque a mí no se me permita salir sin permiso especial —Sinnovea encogió un poco los hombros mientras observaba a la sorprendida Elisaveta—, no se preocuparán demasiado por la ausencia de mi criada.

—¿Quiere usted decir que no puede abandonar la casa sin que mi señora se lo permita? —le preguntó la cocinera sin salir de su asombro.

—Es sólo por mi protección —le aseguró Sinnovea con una sonrisa y una palmada en el hombro.

—¡Hmmm!

Elisaveta sacó sus propias conclusiones mientras echaba una mirada a la puerta de la cocina con la intención de capturar en ella a la mujer que estaba más allá. Empleada por la familia en cuyo seno nació la princesa Anna, se había formado diversas opiniones de una hija que envió a sus propios padres ancianos a vivir en un monasterio porque deseaba estar a solas con su marido en la casa donde creció. Aun después de haberse mudado a Moscú, no había permitido que sus padres regresaran a la casa para que no perturbaran el orden que había establecido.

Hacia las últimas horas de la tarde, Sinnovea había terminado con sus tareas en la cocina y, después de pedir respetuosamente la aprobación de Iván, fue a la parte de atrás de la casa y encontró un lugar donde descansar a la sombra de un árbol que crecía cerca de la entrada del jardín de los Taraslov. Allí se relajó mientras esperaba el regreso de Ali y de Stenka, que habían salido en su misión de buena voluntad. Elisaveta se acercaba con frecuencia al jardín a espiar, como preguntando en silencio, pero Sinnovea sólo podía sacudir la cabeza en respuesta, pues no había visto más que unos pequeños carruajes y unos pocos jinetes en el camino que pasaba delante de la mansión. Ella desechaba a éstos no bien aparecían en su campo visual y se concentraba de nuevo en los versos que había encontrado en el pesado tomo que Iván le había prestado.

El atardecer había teñido el cielo de penumbras antes de que Sinnovea divisara por fin el coche que bajaba por el camino. Elisaveta estaba ocupada terminando la cena y se sentía frustrada por no poder abandonar sus obligaciones cuando la condesa corrió a la cocina a anunciarle que Ali y Stenka habían regresado. Sin hacer una pausa, Sinnovea atravesó el comedor y se dirigía hacia el vestíbulo cuando Anna apareció por la puerta principal con un gesto severo en el rostro.

—¡Debió haber desalentado a ese hombre para que no viniera aquí la primera vez que lo vio! —la reprendió la princesa, enfadada porque la habían vuelto a molestar para responder a aquel arrogante inglés. Por lo visto, el hombre carecía del juicio necesario para saber cuándo era bienvenido, o era demasiado testarudo para aceptar ese hecho—. El coronel Rycroff tenía la intención de verla de nuevo y tuvo la audacia de decirme que regresaría mañana, ¡como si otra visita fuera a resultarle de algún provecho!

Los ojos de Sinnovea volaron a la puerta al recordar que el coronel Rycroff había dicho que volvería ese día. Había estado tan ansiosa con el tema de la situación de la hermana y la sobrina de Elisaveta que lo había olvidado.

—¿El coronel Rycroff está aquí?

—¡Ha estado hace un momento! Pero ya se ha ido —le informó Anna de un modo cáustico. Repitió el mismo gesto con la mano que había usado para echar al inglés de su puerta—. Le dije que usted no quería ser molestada, y menos por él, ¡nunca jamás! Le di algunas monedas como recompensa para que se las llevara a su soldado cuando trató de utilizar de nuevo eso como pretexto para regresar, aunque tengo serias dudas de que se las dé a otro. Un simple truco para ganárselas, si quiere saber mi opinión.

Sinnovea trató de frenar su irritación, pues la indignaba el hecho de que la mujer se hubiera asignado la tarea de deshacerse de uno de sus visitantes sin siquiera informarle de su presencia. Aunque el coronel Rycroft era un inglés dispuesto a cortejarla, habría preferido encargarse personalmente de él.

—¿Dice que el coronel Rycroft regresará mañana?

—Si se atreve a ignorar lo que he dicho, tal vez, pero no le servirá de nada —declaró Anna enfáticamente—. ¡No le permitiré que la vea!

—No veo nada malo en mostrar al hombre la cortesía de rigor —replicó con frialdad Sinnovea, ignorando el hecho de que ella podría haber sido mucho menos amigable con él. No había olvidado su intromisión en el baño, pero se reservaba el derecho de castigarlo ella misma por sus ofensas. Estaba decidida a mostrar una disposición diferente frente a los demás—. Después de todo, el hombre me rescató y se arriesgó mucho al llevar a cabo esa tarea.

—Eso no le da derecho a ser aceptado en esta casa, como si fuera un boyardo nacido en Rusia —fue la respuesta de la princesa—. Usted se acomodará a mis deseos, condesa, o deseará haberlo hecho.

—Y así será —le aseguró Sinnovea con una breve sonrisa forzada.

El tema de regreso del coronel Rycroft no valía una disputa, aunque la irritaba que la mujer estableciera leyes y emitiera amenazas para asegurarse de que sus exigencias fueran cumplidas al pie de la letra.

Con aire de dignidad y altivez, Anna informó a la muchacha que estaba a su cargo:

—Espero que se me devuelva el dinero que entregué al hombre de parte suya... lo que me recuerda otro asunto de gran importancia. Tiene usted suficiente dinero como para pagar su estancia aquí, así como la de los sirvientes que trajo con usted. Pienso que es justo que lo haga. Por eso, agregaré su deuda a las rentas que considero que me debe y le entregaré uno nota con sus obligaciones semanales. Se espera que abone esas cantidades al comienzo de cada semana.

—Si así lo desea —replicó Sinnovea, preguntándose si la decisión de cobrarle una renta surgía de su ambición o de creciente resentimiento por su presencia en la casa.

—Me alegra que sea tan comprensiva, condesa.

Sin más comentarios, Sinnovea pidió que la excusara.

—Si me permite, princesa, me retiraré a cambiarme para la cena.

Anna inclinó la cabeza con rigidez y otorgó su permiso. Observó cómo la joven cruzaba el vestíbulo, cuando Sinnovea pasó las escaleras y continuó hacia la parte trasera de la casa, se apresuró a seguir sus pasos.

—¿Adónde va? —le preguntó en enfado y declaró lo obvio—: Sus habitaciones están en el piso superior.

Sinnovea no disminuyó el ritmo de sus pasos, pero lanzó una respuesta por encima del hombro mientras llegaba a la puerta.

—Voy a buscar a Ali para que me ayude a vestirme. Está fuera, en el establo, con Stenka.

Anna echó una mirada preocupada hacia la puerta principal mientras Sinnovea salía por la de atrás. No tenía forma de contar con precisión el tiempo que había pasado desde que había mandado al coronel por donde había venido, pero no iba a asumir ningún riesgo de que todavía pudiera estar fuera.

Con los labios endurecidos en una mueca, Anna corrió a la puerta principal y la abrió de golpe, dispuesta a castigar al hombre por su demora. Al no encontrar a nadie en quien descargar su ira, se paseó por la galería y miró a un lado y otro de la calle. El caballo no estaba atado en el poste y el camino parecía desierto, salvo por un carruaje que pasaba delante de la casa. Con un suspiro de alivio, Anna cerró la puerta, segura de que el inglés se había ido como ella se lo había ordenado. Con inmensa satisfacción se dirigió a las escaleras y subió, confiada porque había logrado destruir las aspiraciones del coronel con respecto a obtener las atenciones de una rica condesa rusa.

Después de dejar la casa, Sinnovea corrió por el sendero angosto que conducía a los establos. Mientras rodeaba un seto, vio la imagen familiar del semental negro atado cerca de la puerta de atrás. Se detuvo de repente en los escalones de piedra, al tiempo que sus ojos buscaban enloquecidos al indomable coronel. Estaba de pie cerca del coche con un casco de cuero debajo de un brazo, mientras su otra mano descansaba sobre la empuñadura de la espada que colgaba a uno de los lados de la cadera. Parecía conversar muy amigablemente con Ali, cuyas risas se mezclaban con miradas socarronas y animados gestos de sus manos pálidas. Sinnovea ya había notado antes la altura de ese hombre, pero ahora, de pie al lado de Ali, podría ver que sobrepasaba a la diminuta mujer en casi dos cabezas. La criada apenas alcanzaba la mitad de su pecho.

En esta ocasión estaba vestido con un atuendo de faena, a diferencia del día anterior. Lucía botas de cuero un tanto más gastadas y rústicas, pero igualmente adecuada. Debajo de ellas, llevaba unos pantalones ceñidos en tono tostado, mientras que una coraza de cuero grueso cubría su pecho. En la luz del crepúsculo, una camisa de mangas largas de un blanco resplandeciente aparecía debajo del peto y resaltaba contra el profundo bronceado de su rostro. Todavía se veían los moretones oscuros alrededor del ojo y la mejilla, pero las enormes protuberancias que desfiguraban su ceja y labio habían disminuido de tamaño dándole una apariencia más humana. Su cabello acababa de ser cortado cerca de la nuca y estaba suavemente peinado, permitiendo que algunos mechones aclarados por el sol aparecieran entre el castaño oscuro.

Ali miró a su alrededor y descubrió a su ama a poca distancia.

—¡Señora! ¡Aquí está el hombre que la salvó de los bandidos en el viaje!

De inmediato, el coronel Rycroft se volvió hacia Sinnovea, y sus ojos, aunque un tanto fantasmales en la oscuridad que se cernía, parecieron bailar sobre ella desde la cabeza hasta la punta de los pies admirando la belleza de cada punto en que se detenían. Sinnovea no tenía forma de discernir que estaba pensando o por dónde vagaba su imaginación y tal vez eso fuera lo mejor para su propia tranquilidad, pues Tyrone Rycroft estaba llegando con toda rapidez a la conclusión de que lo seducía casi tanto vestida como cuando no llevaba nada en absoluto. Al recordar el momento en que la condesa salió de la tina, casi se le cortaba la respiración.

Sinnovea encontraba difícil hablar con su tenaz perseguidor, que no hacía ningún esfuerzo por ocultar el ávido interés que la joven le producía. Sintió el ardor del rubor que invadía sus mejillas cuando él, con una sonrisa, devoró cada detalle de su cuerpo, desde sus bien formador tobillos y los pequeños pies que la sostenían con tanta gracia hasta los mechones de cabello que habían escapado de su pañuelo y se ondulaban con suavidad contra su rostro.

—Condesa Sinnovea, me siento honrado por su presencia y por su aparente buena salud. —Hizo una reverencia cortés y luego, después de incorporarse, dejó de lado el casco y se acercó a ella u poco más. Le regaló una sonrisa torcida, rasgo que ella comenzaba a sospechar era natural. Sus ojos brillaban con tal calidez debajo de sus pestañas oscuras que estaba segura de que ninguna sonrisa que hubiera recibido antes de un hombre se había convertido con tanta rapidez en una mirada de reojo—. Me temo que me veré forzado a dejarla otra vez, a pesar del solaz de su compañía. Pero tenga la seguridad de que la más fugaz de sus miradas alimenta mi mente y mi corazón.

El calor abrasador en las mejillas de Sinnovea no podía ser aplacado con rapidez cuando él la agobiaba con palabras ardientes; sin embargo, la repentina sospecha de que tal vez las hubiera precitado con otras muchas doncellas logró enfriar a la condesa. Sinnovea quería desalentarlo, deseaba que abandonara sus ambiciones amorosas, cualesquiera que fueran, pues sólo podía imaginar lo que sus continuas visitas harían con su reputación si él persistía.

—La princesa Anna acaba de advertirle acerca de su visita —declaró Sinnovea con precaución, pues sabía muy bien que se aferraría a la más mínima cortesía para considerarla una indicación de su disposición favorable hacia él—. Lamento que haya tenido que venir desde su campamento hasta aquí para buscar la recompensa, coronel. Podría haber enviado a Stenka para que se la llevara.

Tyrone introdujo dos dedos en un saquillo que tenía en la cintura, extrajo unas monedas y las metió en una bolsita de piel. Tomándole la mano, la giró y colocó la bolsa en su palma, luego le cerró los dedos y, por un momento le retuvo la mano en el calor de la suya.

—Encantado pagaré al hombre de mi bolsillo como evidencia del placer de su compañía —declaró con una audacia que persuasiva y suave como la seda—. Sólo aludí a la recompensa como una excusa para verla de nuevo. Si yo hubiera querido, habría mandado al mismo soldado a buscarla.

Sinnovea retiró la mano por temor a que él detectara el pulso acelerado y lo confundiera con algo más de lo que era en realidad. Si su mera presencia la ponía casi al borde de la agonía, ¿Cómo no iba a sentirse inquieta cuando él la tocaba?

Una sola mirada a Ali le dijo que la pequeña mujer aplaudía en secreto que ese hombre tratara de ganar su corazón. No le gustaba desilusionar a su criada, pero el coronel no figuraba en sus planes, ni en el futuro próximo ni en el lejano Aunque lo hubiera considerado buen mozo, lo que no parecía tan disparatado ahora como lo había sido en la sala de baños, aún seguía siendo un aventurero que no tenía país al que llamara suyo, ni siquiera Inglaterra.

—No puedo permitir que pague usted la devolución de mi broche, coronel. —Sinnovea trató de devolverle la bolsa, pero él se negó a aceptarla—. Me temo que usted no puede afrontar la pérdida de las monedas.

—El dinero no es nada para mí, mi señora —le aseguró Tyrone con caballerosidad—. Lo que busco es mucho más valioso.

—Pero su sacrificio es inútil, coronel. La princesa Anna preferiría que usted no regresara más. —Sinnovea eligió sus palabras con total apego a la verdad, aunque sabía que usaba la orden de la otra mujer para lograr lo que en realidad no tenía deseos de alcanzar. Él merecía ser expulsado de la casa, y así debía hacerse. No tenía reparos en desalentarlo, pero, sin embargo, no podía conseguirlo por sí sola—. Estoy bajo su tutela y debo respetar sus deseos. Usted también.

Tyrone alzó una ceja inquisidora y clavó su vista en los ojos verdes hasta lograr que delataran una nerviosa confusión. Después de una larga pausa, emitió un suspiro pensativo mientras contemplaba los ojos bajos y las mejillas enrojecidas. Observó de reojo a Ali y vio muestras de la desilusión que sentía en el ceño fruncido y en la expresión preocupada de los ojos. Si se lo hubiera propuesto allí mismo le habría levantado el ánimo a la mujer con cierta esperanzas porque sabía muy bien que, cuando deseaba mucho algo, no aceptaba un simple no por respuesta hasta tener la certeza absoluta de que no había ninguna posibilidad. Después del encuentro en la sala de baños, había llegado a la conclusión de que la condesa Sinnovea Zenkovna era la mujer a la que no podría olvidad con facilidad. Como no estaba completamente seguro de que su rechazo hubiera surgido de sus verdaderos deseos, no pensaba considerarlo más que como un pequeño obstáculo hacia su meta principal que no era sino ganarse a la doncella.

—Tal vez la princesa Anna cambie de opinión sobre mí con el tiempo. Sólo me queda esperar que así sea —respondió Tyrone.

Perfectamente consciente de que podía asustar a la muchacha con la declaración que estaba a punto de hacer, mantuvo la voz suave y suplicante, aunque el fuego de sus aspiraciones había revivido al encontrarse tan cerca de ella.

—Pero debo confesar, condesa —prosiguió— que estoy más que preocupado por sus deseos que por los sentimiento de otros. Usted supone la esperanza de compañía más interesante que he visto por aquí, y me niego a ignorar el hecho de que usted exista sólo por que se me ha ordenado que no regrese. Sólo verla enciende mi imaginación y debo confesar que me siento perdidamente enamorado. —Hizo una pausa para darle tiempo a digerir sus palabras; luego continuó, encogiéndose de hombros—. Algo que he aprendido en la vida es que si uno se esfuerza mucho por ganar un premio, cuando lo obtiene lo valora más. Condesa —advirtió, esbozando una sonrisa—, sólo puedo asegurarle que todavía no he comenzado la batalla por ganar el honor de su compañía.

Sinnovea estaba estupefacta por su sofocante persistencia y su incomparable descaro. Si hubiera obtenido la autorización especial que deseaba para cortejarla, no habría parecido más arrogante o confiado en sus fuerzas.

—Coronel, le ruego que considere la autoridad bajo la cual ahora me encuentro. —Hizo un heroico esfuerzo por persuadirlo a pesar de que dudaba de que algo pudiera hacerlo cambiar de opinión—. No soy libre de hacer lo que quiero. Debo avenirme a los deseos de aquellos que deciden por mí.

—¿Ayudaría si solicitara una autorización directamente al zar? —preguntó Tyrone con una chispa de humor en sus ojos brillantes.

Esperó con suma atención la reacción de la joven. Si ella era en verdad fría y altanera, pronto tendría su respuesta.

La encantadora boca de Sinnovea se abrió en completo asombro. La joven lo miró, horrorizada de que pudiera siquiera sugerir algo así. La conmoción inicial de la pregunta sólo disminuyó un poco cuando se apresuró a negar semejante posibilidad.

—¡No, por favor, señor! ¡Se lo ruego ¡Quiero decir, ¡todo Moscú se revolverá con la noticia! ¡No debe hacerlo! ¡Se lo prohíbo!

Ali se tapó la boca con la mano y tosió mientras luchaba contra sus deseos de entrometerse. Había sido una ansiosa testigo del cortejo del coronel, y le resultaba difícil contenerse para no alentar a su señora. Estaba extasiada por la determinación del militar de pelear por lo que quería. Seguro, saltaba a la vista que no era un enamorado vacilante y de poca voluntad que pudiera ser desalentado con cualquier obstáculo, pensó con grato placer. ¡Este hombre sabía lo que deseaba y lo buscaba con celo! ¡Y con un nombre como Tyrone, tenía que tener una buena cantidad de sangre Irlandesa en él! ¡Por eso debía tener semejante fortaleza!

—No tiene que preocuparse, mi señora —le aseguró Tyrone a Sinnovea con una sonrisa, cuya respuesta no había aplacado su ardor en lo más mínimo—. Ganaré primero el favor del zar, y luego formalizaré mi petición.

Sinnovea se llevó una mano a la boca, espantada ante la posibilidad de que ese hombre se decidiera a hacer todo el camino hacia el trono. ¡Seguro que estaba bromeando! ¡Seguro que no tenía nada de qué preocuparse! ¡Seguro que no haría!

—Debo regresar a mis obligaciones— le informó Tyrone—. Tengo que realizar unos ejercicios nocturnos y, por la mañana, todo un día de entrenamiento a campo abierto. Aunque la princesa Anna no me hubiera advertido que me mantuviera alejado, dudo mucho de que hubiera podido encontrar el momento para venir a verla, al menos por un tiempo. Pero no tema —agregó con una promesa—, ya volverá a verme.

Tyrone hizo una pequeña reverencia y luego cogió el casco de cuero y se lo colocó en la cabeza. Caminó hacia el caballo, subió a la silla y giro para quedar frente a las dos mujeres. Con un gesto informal, rozó con sus dedos la ceja en un saludo de despedida. Sinnovea la miró mientras se alejaba por el camino, todavía sin salir de su asombro por la persistencia de aquel hombre.

—Es un hombre decidido —comentó Ali con una sonrisa que torcía los bordes de sus arrugados labios. En el silencio que siguió, echó una breve mirada a su señora y cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Sabes?, me recuerda cuando tu padre venía a cortejar a tu madre. Nunca aceptó un no por respuesta, hasta que logró convencer a tu mamá de que se casara con él. Para entonces, mi querida Eleanora, que Dios la tenga en su gloria, ya pensaba que el sol y la luna aparecían sólo por el conde Zenkov.

—¡Bueno, yo no creo que el sol y la luna aparezcan sólo por el coronel Rycroft! ¡Pero bien puedo imaginármelo tratando de ordenárselo! —exclamó Sinnovea, desafiando a la mujer.

—¿Qué esperabas, querida? —Ali sacudió la cabeza encantada—. ¡Es un comandante de los Húsares de Su Majestad! ¡Y un irlandés de pies a cabeza, te lo aseguro!

Sinnovea exhaló en un exasperado bufido y fijó su mirada indignada en la delgada mujer.

—¡Y tú, Ali McCabe! ¡Se supone que debes estar de mi lado! ¡No del suyo! ¡Por la manera en que lo mirabas, cualquiera hubiera dicho que lo estabas midiendo y pesando como candidato para ser mi esposo!

—¡Vamos, vamos, mi corderita, no hay razón par que te pongas así! —trató de calmarla Ali—. Sólo me gusta ese hombre, nada más.

Otro suspiro irritado, bastante semejante a un gruñido, acompañó a una mirada de verdadera desconfianza.

—Te conozco muy bien, Ali McCabe, y no tengo ninguna duda de que te convertirás en cómplice del coronel si él continúa con esta estúpida conducta. ¡No se puede confiar en ti junto a un hombre de esa clase!

—¿Y qué le voy a hacer si tengo buen ojo para descubrir un hombre de primera?

Sinnovea colocó las manos en su delgada cintura y lanzó un gemido de frustración. Era raro que pudiera ganar una discusión con Ali McCabe, y por lo tanto, abandonó.

—Supongo que ya ni te acuerdas del motivo por el cual te hice salir.

Ali consideraba un insulto a toda insinuación de que estaba envejeciendo y olvidando sus obligaciones.

—¡Sabes bien que sí, y ni te imaginas lo que vi! —Su temperamento se aplacó al tiempo que su ánimo reflejaba la compasión por el recuerdo de lo que había presenciado—. Elisaveta no se equivocaba. Su hermana está muy mal. Cociné para ella y para Sofía, la pequeña, y le di a una vecina algunas monedas con la promesa de más para que las cuidara hasta que yo pudiera volver. Con un poco de atención, estarán bien, pero Danika necesitará encontrar un trabajo para mantenerse y ocuparse de la niña a la vez que esté recuperada.

—Dudo que la princesa Anna le permita venir a trabajar aquí con una niña a cuesta —reflexionó Sinnovea en voz alta—. ¿Tienes alguna idea?

Ali sacudió la cabeza con tristeza.

—Ninguna, mi ama, pero seguramente hay algo que podamos hacer.

Sinnovea consideró sus limitadas opciones, abrió los brazos en gesto de frustración y luego los dejó caer a los costados del cuerpo. No podía pensar en ningún plan mejor que enviar a las dos a su casa en Nizhni Nóvgorod, pero sabía que el largo viaje no sería fácil para una mujer en semejante estado de debilidad. Pareció una eternidad antes de que otra idea se abriera paso en su mente y el rostro de Sinnovea comenzara a brillar de esperanza.

—Tal vez la condesa Natasha esté dispuesta a contratarla.

—¿Piensa que la princesa Anna te dejará salir para ir a visitar a la condesa Natasha? —Ali tenía dudas de que algo así pudiera ocurrir—. Sabes que no le gusta nada la condesa.

—Le pediré autorización para ir a la iglesia —alegó Sinnovea muy resuelta—. Seguramente no me la negará, y allí podré hablar con Natasha del asunto.

—Y una vez que se entere de que has hablado con la condesa, se me ocurre que nunca más te dejará volver a salir.

—No puede ser tan estricta como supones —replicó Sinnovea, aunque sus palabras carecían de convicción.

La respuesta de Ali sonó como una verdadera burla.

—La princesa no tomará a bien que te veas con la condesa a sus espaldas.

Los delgados hombros de la joven se encogieron en un gesto de indiferencia.

—Sólo podemos esperar y ver qué sucede. Es poco probable que Anna me deje salir pronto de todos modos, pero tal vez, con el tiempo, consiga su permiso—. Tomó el brazo de Ali y le ordenó a la mujer—: Ahora ven conmigo. Elisaveta espera noticias de su hermana. Y debo vestirme par la cena antes de que la princesa Anna salga a buscarnos.

Poco tiempo después, Sinnovea, vestida con el sarafan turquesa que se había puesto esa mañana, se unió a Iván y a la princesa Anna en el vestíbulo principal. Allí, la mujer le presentó una cuenta, pero no fue hasta que la joven regresó a su habitación cuando advirtió que la cifra de Anna por la recompensa no era la misma suma que Tyrone le había devuelto en la bolsa. O él se había quedado con algunas monedas o la princesa había agrandado la cifra que supuestamente le había dado. Como no había necesidad de que el coronel devolviera la bolsa, la única posibilidad que quedaba era considerar la ambición de la princesa, que tenía más que suficiente riqueza por sí misma.

A la mañana siguiente, Sinnovea volvió al comedor para encontrar a Iván, que ya estaba llenando su plato. Parecía bastante satisfecho con su labor como encargado de la disciplina y controlaba de cerca que no se le escapara ninguna infracción. La muchacha casi se sintió aliviada cuando se abrió de golpe la puerta principal y Alexéi entró en la habitación, con un aspecto tan formidable como el del prepotente Petrov. Estaba si afeitar y sus ojos enrojecidos hablaban de muchas horas de copiosas libaciones y desenfreno.

—¡Tú! —gritó Iván sobresaltándolo.

El plato se deslizó de sus manos huesudas y cayó al suelo donde giró en círculos ondulantes, esparciendo comida a diestra y siniestra. Alexéi parecía hipnotizado por el movimiento del plato hasta que éste cesó. Entonces levantó los ojos oscuros y los fijó en Iván

—¡Parece muy valiente cuando mi esposa está delante! —le espetó con desprecio—. ¿Por qué tiemblas ahora de miedo, pequeño sapo?

Iván tragó con dificultad y trató de ignorar las palabras vengativas del otro hombre, pero cuando habló, su voz se quebró por la agitación. Poca evidencia quedaba de la temeridad que había demostrado en presencia de su benefactora.

—La princesa Anna no se ha levantado todavía, su alteza. ¿Quiere que vaya a buscarla?

—¡Cuando quiera a mi mujer yo mismo iré a buscarla! —vociferó el príncipe poniendo al clérigo en su lugar.

Sólo al mirar hacia la inquieta Sinnovea, Alexéi hizo un intento de controlar su temperamento. Aunque los orificios nasales todavía se agitaban de enfado, exhaló el aire en suspiros breves e irritados hasta que, por fin, fue capaz de hablar con ese otro hombre en un tono razonable.

—Un mensajero acaba de informarme de que el padre de Anna está enfermo en el monasterio —alegó—. A su madre le gustaría que ella fuera a verlo. Supongo que Anna le considerará una valiosa escolta. Por lo tanto, si yo fuera usted, comenzaría a prepararme para el viaje.

Iván pareció atónico ante la posibilidad de un nuevo viaje difícil y prolongado por delante, en especial, cuando podría volver a ser atacados.

—Pero acabo de regresar de....

—Estoy seguro de conocer bien a mi esposa y sé que necesitará unos días para prepararse —declaró Alexéi con lánguida indiferencia.

Desinteresado por completo de las incomodidades del clérigo, levantó la cabeza en silenciosa elocuencia y miró un punto distante hasta que Iván abandonó la habitación.

—Según parece, se verá privada de las lecciones de Voronski en un futuro próximo, condes, al menos por un tiempo. —Alexéi tomó un plato y comenzó a seleccionar pequeñas porciones de las delicias que había preparado Elisaveta. Observó de reojo la reacción de Sinnovea y captó un gesto de preocupación que le marcaba el entrecejo—. ¿Detesto algo de tristeza en su dulce rostro? —Rió socarronamente, pues sabía muy bien qué era lo que perturbaba su espíritu—. ¿O de preocupación porque nosotros dos nos quedaremos solos? Excepto por los sirvientes, tendremos toda la casa para nosotros.

Sinnovea le hizo frente sin pestañear.

—Al contrario, príncipe Alexéi. Estoy segura de que ahora su esposa aprobará que me quede con la condesa Andréievna en su ausencia. Me parece poco probable que usted y yo nos quedemos juntos aquí sin una adecuada compañía. Sabe muy bien qué prontas son las lenguas a difamar, y no permitiría que su carácter intachable se vea ensombrecido por mi presencia aquí.

Alexéi echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas por la ridiculez de su sugerencia.

—Es una mujer inteligente, Sinnovea. Me siento muy reconfortado por su presencia.— Sus cálidos ojos castaños brillaban mientras se atusaban el bigote—. Disfrutaré mucho al conocerla mejor.

—Cuando estemos acompañados por otros, por supuesto —aceptó Sinnovea con apenas un trazo de sonrisa desafiante.

Con una breve cortesía, lo dejó comiendo solo y se encaminó, escaleras arriba, a sus habitaciones. No tenía el menor deseo de estar cerca de él cuando Anna le lanzara sus diatribas