3

LA enorme luna dorada se acunaba como un bebé recién nacido en los acogedores brazos de los altos pinos, abetos y alerces. Muy lentamente, el astro luminoso se fue separando de su pecho terrestre y subiendo hacia el cielo nocturno describiendo un amplio arco celeste. La miríada de estrellas titilantes se sentía humillada por el brillo de la esfera grande, y más aun aquellas que se encontraban cerca de ella, pues de un modo vergonzoso ocultaban su escaso brillo detrás del aura radiante. Mucho más debajo de su órbita, los rayos lunares señalaban con condescendencia el camino que conducía a un pequeño pueblo y encendían las hojas crujientes de los robles y abedules que marcaban el límite del sendero, convirtiéndolas en haces de luz cuado una suave brisa daba vida a las ramas.

Los soldados y el carruaje atravesaron la calle adoquinada pasando delante de hileras de cabañas de madera adornadas con molduras pintadas y aleros calados. Los pequeños cobertizos se reunían como faldas hechas jirones alrededor de la parte trasera de las casas y se juntaban con amplias cercas formando una pared exterior que suministraba protección contra los fríos vientos que arrasaban el pueblo a finales del invierno.

Una diversidad de rostros, jóvenes y viejos, se apretaban contra las ventanas y las puertas mientras el carruaje se bamboleaba por el camino con su escolta de guardias harapientos. Aun bajo la luz de la luna, se percibía la grandeza del coche en profundo contraste con la apariencia miserable de su acompañamiento. Resultaba evidente para todos los que miraban que los soldados y sus equipos habían sufrido un doloroso abuso. Sucia, desgarrada, golpeada y ensangrentada, la pequeña compañía de hombres generaba una amplia gama de especulaciones acerca de la causa de semejante estado.

Nadie era más consciente del aspecto desastroso que tenían que el capitán Nekrasov, ese oficial que siempre había vestido con elegancia y era un modelo de etiqueta. Con una dura orden, hizo que sus hombres entraran en la ciudad con la cadencia practicada para brindarles una semblanza de dignidad que, de otro modo, faltaba a la procesión. El grupo pasó en estoico silencio delante de una iglesia de madera de una sola cúpula; sin embargo, cuando Stenka detuvo el carruaje delante de una posada de apariencia decente y vieron una casa de baños en las cercanías, se escucharon suspiros de alivio de parte de los guardias que descendían de sus monturas.

El capitán Nekrasov entró en la posada para hacer los arreglos necesarios para las personas a su cargo. Su brazo vendado y su chaqueta ensangrentada hizo que muchos lo miraran con asombro, pero nadie detuvo a un oficial del zar que cumplía con sus obligaciones. Como no deseaba aumentar la confusión del posadero con la aparición de dos mujeres desgreñadas y con los vestidos desgarrados, Sinnovea se contentó con esperar en la intimidad del coche, prestando toda la ayuda que podía a Ali, cuyas facciones habían asumido una palidez que acentuaba la hinchazón entre morada y negra que cubría su pequeño mentón.

Iván Voronski bajó en silencio del carruaje y se encaminó hacia la iglesia a buscar ropas más adecuadas para lucir el día siguiente. Mientras se alejaba en la oscuridad de la noche, mantuvo el sombrero en alto para que le cubriera el rostro. De ese modo, quería impedir que alguien lo reconociera, aunque eso fuera poco probable. Su abrupta partida, sin embargo, permitió que Sinnovea tuviera oportunidad de volver a respirar con normalidad, y por eso le estaba inmensamente agradecida.

El posadero estaba orgullosos de su nueva casa de baños, y al conducir a sus huéspedes masculinos a las instalaciones se vanaglorió de sus comodidades. El recorrido con guía brindó a Sinnovea la soledad que necesitaba para ayudar a Ali a llegar a la habitación. Para ese entonces, la cabeza de la criada latía de dolor y cualquier movimiento, por más pequeño que fuera, la mareaba y le provocaba náuseas. Fue Sinnovea quien, con sumo cuidado, ayudó a desvestir a la anciana, como la leal Ali había hecho numerosas veces por ella. Después de cenar con frugalidad y de lavarse con el agua de una vasija, la criada se subió a una estrecha litera y, exhausta como estaba, se quedó dormida de inmediato.

Sinnovea deseaba más que un lavado y no estaba dispuesta a aceptar nada que no fuera un baño completo y relajante para su abusado cuerpo. Se dio cuneta, sin embargo, que los hombres tenían los mismos deseos en mente después de depositar sus pertrechos en el piso superior. Al pasar por su puerta, hicieron tanto ruido como una estampida de jóvenes potrillos que se chocaban y se codeaban para ser los primeros en alcanzar la sala de baños. Al escucharlos descender entre bromas, Sinnovea no pudo enfadarse con ellos y se resignó a esperar el momento en que ellos hubieran terminado con sus abluciones. La demora no le dolía al saber que tendría más tiempo disponible para ella si era la última en usar la sala.

Sinnovea ocupó ese rato en seleccionar la ropa para la siguiente jornada, separó el vestido más sencillo que tenía, uno que la resguardaría de las críticas y el desprecio de Iván. Era una pequeña concesión, pero serviría mucho más para tranquilizar su mente y viajar más cómoda que para satisfacer las estrictas normas del clérigo.

Desató las largas trenzas y, con esmero, trató de quitar con el cepillo los nudos, las hojas y otros restos que se habían enredado en el cabello. Luego dejó que este cayera suelto hasta sus caderas. Se quitó el vestido desgarrado y se liberó de las enaguas. Mientras se desvestía, apareció en su mente el oficial que había dejado abandonado, y una vez más, la incertidumbre de su situación le produjo remordimientos. Había sido tan heroico enfrentando a tantos hombres, y aunque ese duro bárbaro, Ladislaus, había hecho el intento de asesinarlo con su cuchillo, ella murmuró una súplica tardía para que hubiera salido a salvo del enfrentamiento.

Se colocó una voluminosa bata para cubrir su cuerpo delgado y se sentó a esperar. Apoyó la cabeza contra la silla y trató de forjar una imagen mental del oficial, pero fue incapaz de recordar ningún detalle significativo de sus rasgos, al menos ninguno que la satisficiera por completo. Apenas se había permitido una mirada fugaz, y además, en circunstancias aterradoras y bajo una luz insuficiente. El rostro estaba vacío en su memoria. Tal vez nunca lo volvería a reconocer. Sólo podía recuperar el asombro que había sentido al verlo allí, como un halcón incansable hasta hacerse con su presa.

Sinnovea suspiró y dirigió sus pensamientos hacia otra parte. Al día siguiente por la noche, estaría ya en Moscú, donde tendría que presentarse en la casa de los Taraslov. No tenía idea de cómo sería recibida o cuán capaz sería de adaptarse a su estilo de vida y a las reglas autoritarias que le impondrían. Sus dudas no se habían aplacado pues se basaban en las impresiones recogidas en una reunión y en muchos rumores conflictivos que tenían que ver no sólo con la princesa Anna, sino también con el príncipe Alexéi. Con el tiempo, se verían las consecuencias de este arreglo al cual el zar la había forzado, y para su propia tranquilidad esperaba que sus miedos fueran injustificados y que un mutuo respeto creciera entre los Taraslov y ella.

La atención de Sinnovea se animó al escuchar que los soldados, mucho más tranquilos después del baño, comenzaban a regresar en varios grupos. Mientras pasaban con lentitud por su puerta, la joven se preguntó qué trampa le estaba jugando su mente, pues le parecía que había tres veces más soldados que los que habían partido, pero no podía confiar en la precisión de su juicio pues estaba demasiado impaciente y deseosa de que se acostaran de una vez para tener el baño a su disposición. Trató de calmar su ánimo exacerbado y ser práctica. Después de todo, las voces mudas y apagadas hablaban del cansancio que tenían. Ella podía confiar en que pronto estaría aprovechando la intimidad que deseaba en el baño.

Para su decepción, sin embargo, su aseo se vio pospuesto por segunda vez cuando escuchó que Iván, que se cruzó con los soldados en la escalera, les ordenaba que le hicieran un lugar. Como respuesta a las reacciones exageradas por el olor de sus ropas, anuncio que se dirigía a la sala de baños donde pretendía quitar todo residuo de la suciedad que pudiera quedarle de sus pútridas ofrendas. Sinnovea consideró las posibles razones para esta demora con la esperanza de poder descargar su irritación en el clérigo. Pero pronto se dio cuenta de que Iván Voronski nunca se habría rebajado a asociarse de un modo tan informal con los guardias. Por los comentarios que había hecho, no los consideraba más que hombres comunes y rudos que estaban muy lejos de su elevada posición. Si hubiera sido capaz de dictar una orden de prioridades, Sinnovea estaba segura de que habría exigido terminar con su baño primero antes de permitir que algún otro entrara, pero también estaba segura de que los soldados se habrían reído de él y lo habrían ridiculizado por intentar quitarles el lugar.

La posada por fin se quedó en silencio después del regreso de Iván a un pequeño cubículo privado que había escogido, y Sinnovea consideró que era el momento de disfrutar del solaz del baño. Tomó una camisa de dormir limpia y el pequeño bolso donde había colocado los elementos necesarios para su aseo y bajó las escaleras. Fuera de la posada, una brisa fresca susurraba entre los pinos que se elevaban como torres de una fortaleza protectora detrás de la sala de baño. El aire traía la fragancia suave y fresca de las ramas. El sonido burbujeante de un arroyo se mezclaba con los tranquilos ruidos de la noche. Por encima de las copas de los árboles, la luna brillaba desde su espacioso reino y reprimía la oscuridad con una maravillosa luminosidad que definía con precisión el camino hacia el edificio de tejados bajos.

La puerta crujió en la quietud silenciosa cuando Sinnovea la empujó con lentitud y entró en la sala. En el extremo opuesto de la habitación, crepitaba el fuego en la inmensa chimenea iluminando la habitación oscura con un brillo color ámbar. De una viga de madera colgaba una linterna que compartía su débil luz y daba misteriosa vida a la niebla que se levantaba de la superficie estigia de la piscina. Los vapores subían entrelazados con los haces de luz, como si estuvieran buscando un camino de escape. Al no encontrar salida, se fundían en una neblina espesa que cubría el interior de la sala como si fuera un velo.

Agua fría, desviada a través de unas canaletas de latón desde el arroyo exterior, burbujeaba al correr hacia una enorme tina. Como una cobarde bestia de hierro, una enorme olla se acuclillaba sobre un hogar. Agua hirviendo goteaba alegremente en su labio con forma de embudo para caer en la tina de baño principal donde, en el lado opuesto, el exceso de líquido era canalizado a través de una tubería que devolvía las aguas al arroyo exterior. En esa cálida noche de verano, se había dejado que el fuego se consumiera y, debajo del vientre hinchado de la olla, una inmensa capa de carbones emitía un brillo rojo apagado que prestaba su color a los vapores curvilíneos y a la niebla tenebrosa de la habitación a oscuras.

Los ojos translúcidos de Sinnovea reflejaban la escasa luz mientras su mirada seguía los movedizos vapores hasta los maderos del techo. El conjunto de pesadas vigas había sido construido para soportar los largos inviernos y tenía una estructura tan pesada que perduraría durante muchos años: la sólida casa de baños daría la bienvenida a cansados viajantes con su abrazo vaporoso.

Sinnovea hizo una larga pausa en el portal para evaluar con cuidado el interior, no fuera a ser que estuviera equivocada y no se hallara a solas. Nada se movía dentro de las profundidades oscuras excepto las llamas cambiantes que creaban sombras danzantes en la niebla. Los únicos sonidos eran el crepitar del fuego y el tintinear del agua que corría hacia la piscina. En el espacioso hogar, unas ollas más pequeñas con agua estaban sobre un fuego que seguía quemándose, y sobre una mesa cercana había jarras y vasijas a disposición del que quisiera frotarse primero con jabón. También había algunas tinas de madera para aquellos que preferían un remojón más lánguido y completo en un baño caliente.

En un banco cerca de la piscina, había una bata de hombre, y Sinnovea apuntó mentalmente que por la mañana debía informar al capitán Nekrasov de que la prenda estaba allí en caso de que alguno de sus hombres la hubiera dejado olvidada.

Sinnovea colocó su bolso en un pequeño banco cercano; estaba demasiado cansada y dolorida para pensar en algo más que un baño y un prolongado remojón reparador en la piscina. Preparó el primero hasta que la tina de madera estuvo llena de líquido caliente. De un pequeño frasco que había traído, vertió aceites perfumados sobre la superficie, luego sacó con cuidado una pastilla de jabón y una gran toalla. Corrió sus dedos delgados por las largas trenzas negras para quitar cualquier nudo que podría haber escapado a la cepillada anterior. Después reunió las largas hebras de seda, las juntó como si se tratar de una soga y las sujetó en la parte superior de la cabeza con una peineta ornada. Suaves mechones ondulados cayeron por la frente hacia las cejas y también por la nuca cuando la cabellera se aflojó un poco, pero la mayor parte de la masa oscura permaneció en su lugar.

Lentamente, Sinnovea soltó los lazos que aseguraban su bata y la dejó deslizarse por los hombros. La tela cayó por su propio peso revelando el deslumbrante cuerpo desnudo. La joven tomó la prenda con un solo movimiento de su brazo y la arrojó lejos. Cuando se sentó como una nube ondulante en un banco cercano, Sinnovea hizo una pausa, desconcertada, pues sintió que el suspiro suave de las seda se pareció demasiado a la exhalación de una respiración profunda.

Nada más se escuchó excepto los murmullos mezclados del fuego y del agua, y ella desechó toda duda y se consagró a la tarea que tenía entre manos. Sus nervios habían sido puestos a prueba más allá de los límites aceptables, por esa razón estaba dando demasiado crédito a su imaginación.

Levantó un pie para apoyarlo en el borde de la tina de madera. Inspeccionó las manchas oscuras que tenía encima de la rodilla donde ese rudo bandido le había dejado las marcas moradas de sus dedos. Se formó una imagen mental de ese señor de los ladrones atado como un pavo esperando su juicio y se sitió encantada con la idea. Lego frunció el entrecejo con la aparición de un pensamiento desestabilizador y exhaló con lentitud el aire de sus pulmones mientras repetía un ruego silencioso por la seguridad del oficial.

Otro golpe en su cintura atrapó su atención y tomó uno de sus pechos entre las manos, lo levantó hacia arriba para examinar la marca azulada con más cuidado. Recordó vívidamente haber sufrido mucho dolor durante la huida a través de los bosques, y por esa razón esperaba haber sido vengada. El brazo musculoso de su captor le había apretado con tanta fuerza que había temido que se le astillaran las costillas.

Oh, deseaba con todo su corazón que el oficial se hubiera encargado de dar a ese bruto el castigo bien merecido por sus crímenes. El pomposo bandido había alardeado de que ninguno de los soldados del zar podía tocarlo. Estaba más que satisfecha de que eso hubiera sido un error.

Sinnovea sonrió con cierto pesar mientras entraba en el medio barril con un prolongado suspiro de placer y se introducía en el baño aromatizado. Pasó un rato delicioso hasta que permitió que el agua caliente la relajara y aflojara la tensión de sus músculos doloridos. Después de un momento, comenzó a lavarse deslizando el jabón por todo el cuerpo hasta que su rostro, sus hombros y su pecho estuvieron cubiertos de una espuma blancuzca. Primero levantó una de sus piernas y luego la otra y trabajó con la espuma en todo su extensión.

Entonces se consagró a su cabello, liberó lo que había atado, lo enjabonó y arrojó la barra perfumada al banco. Apoyó la cabeza contra el borde de la tina, arqueó la espalda mientras levantaba un cubo por encima de su cabeza para enjuagar el jabón de los cabellos, dejando que el agua fluyera a través de las largas trenzas y se desparramara en el suelo. Retorció el cabello para quitar el exceso de agua y lo dejó suelto mientras tomaba una esponja húmeda y vertía su contenido sobre los hombros. Los arroyos corrían por su pecho, caían como cascadas por la piel blanca hasta hacer brillar los volúmenes redondos en la rosada luz de los leños.

Pasó un largo rato en que Sinnovea saboreó el lujo del baño. Después se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde y apoyó las manos en el borde de la tina. Con un movimiento enérgico, se puso de pie mientras se balanceaban sus pechos. Un sonido extraño, como un golpe en el agua, se escuchó en dirección de la piscina. La muchacha hizo una pausa asaltada por un repentino temor. Con la mirada, observó meticulosamente los vapores que se elevaban del agua. Un sonido cerca de los escalones atrapó su atención y giró la cabeza de golpe, sólo para reír, aliviada, mientras comprobaba que una rana saltaba por allí.

—Pequeña intrusa —la retó Sinnovea entre risas y arrojó el contenido de un cubo en su dirección para que se alejara de ella.

Sintiéndose segura, terminó de enjuagarse usando el contenido de la jarra rebosante que había dejado cerca con ese propósito. De ella, vertió agua tibia por el cuerpo hasta que se cercioró de que toda la espuma hubiera regresado a la tina. El calor de la habitación era suficiente para extraer una delgada película de sudor de sus poros. Por eso, decidió abandonar la tina por las aguas más frescas de la piscina.

Sinnovea descendió los escalones de piedra que estaban en el borde suspirando de placer mientras se hundía en la profundidad oscura. Pensó que el posadero había sido muy inteligente al incorporar una piscina de semejante profundidad dentro de la casa de baño. Lo más común era la rutina de que los bañistas, después del calor y la pesada humedad, corretearan por el exterior para enfriarse en un arroyo cercano, o un río, o en la nieve acumulada de acuerdo con lo que permitiera el clima y el lugar. Ella sabía que, hasta en los meses más fríos, algunos se aventuraban a dicha experiencia. Su madre inglesa, sin embargo, había convencido a su padre de la necesidad de un baño privado, y con los años, Sinnovea se había hecho a esa costumbre. Siempre que se habían presentado ocasiones en que tuviera que hacer uso de instalaciones públicas, Ali había hecho los arreglos necesarios y había pagado unas monedas extra para asegurarse de que estaría sola mientras Iósif y Stenka hacían guardia. Debido a las circunstancias, Sinnovea no había querido perturbar a ninguno de ellos esa noche, y tampoco había sentido la necesidad de hacerlo, el capitán Nekrasov sabía controlar a sus hombres.

Con placer, Sinnovea dio unas brazadas en el agua. La niebla espesa la envolvió mientras nadaba hacia el extremo más alejado de la piscina. Su larga cabellera flotaba en la superficie detrás de ella como un abanico abierto de color de ébano, las puntas perdidas en las sombras que se cerraban detrás de ella.

De pronto, Sinnovea se quedó sin aliento y retrocedió, atónita y aterrada, cuando su mano tomó contacto con algo humano. ¡Un ancho pecho velludo! Mientras se hundía, su muslo rozó la ingle de un hombre y, asaltada por el pánico, luchó por impulsarse lejos de esa ofensiva desnudez, pero estaba tan azorada y apurada, que casi se ahogó en el proceso. Se tiró hacia atrás con tanta gracia como una vaca espantada y se sumergió debajo de la superficie para volver a salir al exterior, tosiendo, luchando por conseguir un poco de aire. Unas manos fuertes la alcanzaron y la levantaron de los brazos, pero ella se opuso a su ayuda, convencida de que estaba en peligro de ser violada.

Sinnovea logró escapar con éxito de las manos que intentaban asistirla, pero comenzó a hundirse otra vez bajo la superficie, en esta oportunidad, más cerca del hombre. Sus cuerpos mojados se rozaban mientras la cabeza de la muchacha se hundía. Ella ni se daba cuenta porque, aterrorizada, tomó conciencia de que estaba tragando más agua de la que un pez competente era capaz de resistir. Esta vez, cuando el hombre le pasó un brazo por la cintura y la levantó, ella se colgó de sus hombros y trató de recobrar el aliento en medio de un ataque de tos. Tan grande era su miedo, que apenas percibió que sus senos estaban apretados contra el musculoso pecho del hombre o que en algún lugar debajo de la superficie del agua, sus muslos descansaban en la intimidad de la entrepierna. El calor carnal que se desprendía de él no alertó su conciencia hasta mucho después, cuando ya la angustia por respirar con normalidad había cesado.

Su alarma disminuyó un cierto grado cuando consiguió expulsar el agua que tenía en la nariz y la garganta y tragó suficiente aire como para llenar sus pulmones. Con cuidado inhaló en inspiraciones profundas y se dio cuenta de que el hombre la miraba con una expresión divertida y a la vez dudosa. Una cierta indignación se apoderó de ella al ver que él encontraba cierto humor en su situación, y se echó hacia atrás para observarlo con una mirada altanera, sin considerar en absoluto el hecho de que estaba completamente desnuda en sus brazos. El agua chorreaba de la larga y enmarañada masa de cabello empapado inhabilitando de algún modo su visión, pues las gotas caían sobre sus ya mojadas pestañas. Los vapores prestaban un extraño clima de encantamiento al momento; sin embargo, la distorsión que vio en el rostro del hombre no se debía a su vista obstaculizada o a su percepción confundida. En realidad, se necesitaba un vidente para determinar si el hombre que la sostenía era siquiera humano. Sinnovea decidió que ella carecía de ese poder superior al observar de cerca el rostro lacerado. Una protuberancia prominente ensanchaba groseramente la curva de la ceja donde la piel se había abierto. La hinchazón se extendía hasta el ojo y casi lo cerraba. Una segunda protuberancia deformaba su labio superior y encima de esta prominencia otro magullón oscurecía su mejilla. Como para suministrar cierta evidencia de que su rostro no estaba del todo malformado, su mandíbula parecía como moldeada en granito mientras que su nariz tenía una pureza aquilina, aunque, a decir verdad, Sinnovea tenía ciertas dudas acerca de sus conclusiones porque rehusaba a mirar demasiado por miedo a que él la considerara atrevida. Los cortos mechones de cabello mojado ensombrecían sus ojos, pero ella creyó verlos de un sutil gris acero mezclado con un profundo azul. En el interior de la habitación en sombras, suaves luces aparecieron en la profundidad brillante cuando una sonrisa ladeada levantó la esquina de sus labios.

—Perdóneme, condesa, no quise asustarla. No era mi intención lastimarla o avergonzarla. En realidad, mi señora, nunca, en mis sueños más alocados, hubiera imaginado que mi baño pudiera ser interrumpido por tanta belleza femenina. Estaba tan deslumbrado por la visión que no quería que terminara.

Sinnovea apenas se dio cuenta de que él le había hablado en inglés, pero en su prisa acalorada, replicó en el mismo idioma.

—¿Pensaba espiarme sin hacerme saber de su presencia? ¡La verdad, señor! ¿Por qué está aquí? ¿Tengo que suponer que ha venido con propósitos perversos?

—Elimine esa idea, mi señora. Viene aquí cuando mis obligaciones me lo permitieron. Varios de mis hombres necesitaban atención, pero después de curar sus heridas, todos los demás ya habían salido del baño. Estaba seguro de que estaría solo y me sorprendió mucho cuando vi que usted se unía a mí. Temo que, por un momento, quedé confundido y atontado por su entrada y luego todo se aclaró en mi mente. Aunque yo podía verla, usted no podía verme. —Levantó sus hombros musculosos en un gesto casual mientras ofrecía su excusa. — Me temo que esto es una gran tentación para un soldado necesitado de compañía femenina.

—¡En verdad, señor! —Sinnovea casi escupió estas palabras sobre él.— ¡Puedo entender qué está buscando! ¿No sabe que el comportamiento de un caballero hubiera sido informarme de su presencia desde el primer momento?

Una sonrisa divertida torció los bordes de los labios lastimados del hombre mientras sus ojos brillaban en la habitación en sombras.

—Muy bien, condesa, confieso que no soy un santo. Disfruté mucho con el interludio y la perfección que desplegó ante mis ojos y, le juro por mi vida, no pude interrumpirla. Si no fuera un caballero, seguramente me aprovecharía de este abrazo más que provocativo... —La atrajo un poco más contra su cuerpo mientras ella, irritada, trataba de liberarse. Sus muslos golpearon contra él, que tuvo que contener el aliento para controlar las fibras de sus sentidos, pero no se atrevió a moverse por miedo a perder el equilibrio que tanto le había costado conseguir. Con cierta dificultad puso freno a las pasiones que bullían en él y continuó en un tono de voz cálido y suave. Por fin, logró serenar el ímpetu de la muchacha cuando las palabras llegaron a sus oídos. — Sin embargo, ya que la he salvado de una violación esta noche, parece que estoy condenado por mi honor a dejarla a salvo otra vez.

—¿Me salvó? Quiere decir... —Los labios de Sinnovea se arquearon en un silencioso ¡oh! cuando se dio cuenta de quién era el hombre.

—Parece que no hemos sido adecuadamente presentados, mi señora —reprobó, distraído por la sensación húmeda de los suaves senos redondos contra su pecho. Dudó de que hubiera habido algún otro momento en su vida en que lo hubiera asaltado una tortura tan exquisita o en que hubiera tenido que mantener la imagen de calma imperturbable tan crucial para sus aspiraciones. Estaba seguro de que ella habría huido de inmediato de su abrazo si él le hubiera revelado la fascinación que sentía por sus formas femeninas—. Y aunque usted es una deliciosa imagen para contemplar, mi señora, y hasta más placentera de tener entre los brazos, debo amonestarla por sus malas maneras...

—¡Este no es el momento de discutir malas maneras, mías o suyas! ¡Déjeme ir! —Sinnovea luchó un poco en el círculo de sus brazos y se sorprendió cuando él los abrió y la dejo colgando de su cuello por la fuerza de su propio abrazo. Enrojeció profusamente ante la sonrisa cada vez más ancha del oficial y, con un gemido ahogado, se alejó de él. Nadó hasta el borde de la piscina, y, al llegar al destino, miró por encima del hombro y vio que él la seguía. Apurada, logró subir los escalones, y en rápida carrera a través de la habitación, tomó su bata y se la colocó en un solo movimiento.

Así armada, Sinnovea lo enfrentó mientras trepaba por las mismas escaleras de piedra. No quería ser tomada por sorpresa si él intentaba aproximarse a ella, pero mientras lo observaba con temor por lo que podía ocurrir en los instantes siguientes, se paralizó con asombro. Aunque estaba lejos de ser un buen mozo, estaba muy bien formado. Era tan alto como Ladislaus, pero no tan duro y robusto. Sin embargo, sus fuertes músculos le hicieron recordar la agilidad y la fuerza que había demostrado en la batalla con los bandidos. Supuso que se ejercitaba con gran disciplina, lo que lo mantenía en buena forma para la lucha. Sus costillas eran carnosas y los músculos de su pecho eran bien firmes y se marcaban debajo de una mata de vello. Su cintura era delgada y sus caderas estrechas...

Un aliento entrecortado escapó de los labios de Sinnovea cuando su mirada se detuvo de lleno en la ingle, y se dio media vuelta con las mejillas ardiendo, conmocionada hasta la profundidad de su virginal inocencia. Aunque había viajado mucho, siempre la habían cuidado muy bien y, si bien ya tenía veinte años, esta era la primera vez que veía a un hombre completamente desnudo. Y para su total estupor, él no parecía en lo más mínimo incómodo por el descaro con que se exhibía.

Sinnovea escuchó su suave risa que venía desde muy cerca y se dio la vuelta mientras se preguntaba si tendría que luchar con él. Pero el oficial buscó su bata que estaba sobre el banco. La muchacha se cuidó de mantener la mirada bien elevada. Le clavó los ojos enfurecida ante la idea de que la había visto bañarse y no había hecho ningún esfuerzo por alertarla de su presencia.

—Ahora puede darse la vuelta —le informó, divertido.

—¡Bien! —replicó Sinnovea, exasperada, molesta de que él encontrara tanta gracia en lo que había sido la experiencia más vergonzosa de su vida—. ¡Entonces me puedo ir! —Empezó a recoger sus pertenencias mientras lo penetraba con la mirada. — ¡Qué idea! ¡Espiarme como si fuera un ladrón! ¡Es el bribón más despreciable que he conocido en los últimos tiempos!

—Al menos desde esta tarde —respondió encogiéndose de hombros con indolencia—. ¿O aprecia más la compañía de ese ladrón que la mía?

—¿Ese bandido? ¡Ja! ¡Ladislaus tiene mucho que aprender de sus modales groseros! —Su curiosidad pudo más que ella y Sinnovea ladeó la cabeza un poco para mirarlo de lado. — ¿Qué pasó con el bandido después de todo?

El hombre enfatizó su disgusto con un gruñido de enfado.

—¡El cobarde salió corriendo cuando usted se fue! ¡En mi caballo! Un corcel de mucho valor. ¡Créame, nunca me pasó algo así, perder se bandolero o ese caballo! Si no hubiera tratado de ayudarla cuando el caballo retrocedió, habría podido capturar al hombre. ¿Pero acaso me lo agradeció? ¡Oh, no, mi señora! No prestó la más mínima atención a mi bienestar. Si no hubiera sido por mis hombres que me buscaron por los bosques, ¡todavía estaría allí, en algún lugar! Pero estoy aquí, condesa, sin un agradecimiento especial por parte de usted.

Sinnovea levantó su mentón en señal de orgullo, molesta pro el tono admonitorio del oficial y por su propia conciencia.

—Parece muy dolido por su pérdida.

—¡Y así debe ser! ¡Es poco probable que consiga otro caballo con la mitad de las dotes en el terreno que tenía ese!

—Mañana le diré al capitán Nekrasov que le dé el caballo que perteneció a Ladislaus —le anunció con frialdad—. Tal vez eso lo aplaque un poco.

El hombre se burló.

—¡Apenas! Me costó una buena suma de dinero hacer traer mis propios caballos de Inglaterra...

—¿De Inglaterra? —repitió sorprendida. Luego se dio cuenta de lo que había pasando antes por alto. Su discurso sutilmente cortado delataba su lugar de origen—. ¿Es de allí?

—Sí.

—Pero dirige una guarnición rusa... —comenzó Sinnovea, pero pronto recordó el comentario de Ladislaus sobre jinetes extranjeros que habían sido contratados para enseñar sus habilidades para el combate a las tropas del zar. — ¿Es un oficial al servicio de Su Majestad?

Aunque no estaba vestido con nada más imponente que una larga bata, el hombre le hizo una reverencia cortés, un gesto que podría haber sido acompañado por el choque de los talones al cuadrarse su hubiera tenido puesto algo más sustancioso.

—El coronel sir Tyrone Rycroft a su servicio, condesa. Caballero de Inglaterra, ahora comandante del Tercer Regimiento de los Húsares Imperiales del zar. Y usted es...

—Este no es lugar para presentaciones, coronel —replicó Sinnovea apurada. Había decidido que era mejor que él no supiera su nombre. Podía imaginarse cómo echaría a correr la historia de ese encuentro nocturno entre tropas y amigos.

Una sonrisa esbozada levantó la esquina de sus labios hinchados.

—Y usted es la condesa Sinnovea Altinai Zenkovna, en camino hacia Moscú donde quedará bajo la tutela de la princesa Taráslovna, la prima del zar.

Sinnovea cerró la boca al darse cuenta de que la mantenía abierta por la sorpresa.

—Usted sabe mucho de mí, señor —concluyó casi sin aliento.

—Me gustaría saber —comentó Tyrone con un aire de confianza que destrozó la poca que tenía la condesa—. Cuando llegamos a la posada esta noche y descubrí que usted también se había alojado aquí, hice algunas averiguaciones entre sus guardias. El capitán Nekrasov se negó a hacer comentarios sobre usted, pero el buen sargento demostró ser un poco más generoso. Me sentí muy aliviado al saber que no estaba casada, en especial, con ese pomposo advenedizo que le sirve de compañía—Arqueó una ceja y esperó algún tipo de declaración respecto de la relación que la unía con ese hombre. — Justamente salía de la sala de baño cuando yo entraba, y por su conducta, me imagino que tiene en alta consideración lo que es o la posición que ocupa.

Aunque deseaba vehementemente negar toda asociación cercana con Iván, Sinnovea se negó a aplacar la curiosidad del coronel. Era mejor disuadir a ese hombre de que intentara conocerla mejor, si no se volvería una molestia o mostraría ser una causa de vergüenza.

Sinnovea recogió su bolso y se movió en dirección de la puerta, pero encontró el camino obstaculizado por el coronel, que se detuvo delante de ella e intentó una sonrisa con sus labios desparejos.

—¿Me permitirá verla de nuevo?

—Es imposible, coronel —declinó con frialdad—. Debo seguir hacia Moscú mañana temprano.

—Bueno, yo también —le aseguró Tyrone con suavidad—. Llevé a mis hombres a ejercicios en el campo. Tenemos programado regresar a Moscú mañana por la noche.

—No creo que la princesa Anna lo apruebe.

—¿Usted no está... comprometida? —Tyrone contuvo la respiración anticipando su respuesta. No podía explicarse por completo por qué, de pronto, olvidaba el dolor de su vida destrozada y volvía a permitir que una mujer lo ilusionara.

—No, coronel Rycroft, por supuesto que no.

—Entonces con su permiso, condesa, me gustaría cortejarla. —Tyrone era consciente de su impaciencia por dejar las cosas arregladas y, a pesar de tener treinta y cuatro años, sabía que se estaba comportando como un jovencito arrebatado por una pasión frenética por una doncella. Pero había pasado bastante tiempo desde que había hecho el amor a una mujer e, inclusive su joven esposa, la hermosa Angelina, nunca le había parecido tan suave y delicada con o sin ropas.

—Su propuesta me abruma, coronel.— Sinnovea estaba más que asombrada; sin embargo, daba gracias a las sombras que ocultaban el color de sus mejillas al recordar la sensación de ese cuerpo ardiente y bien formado contra el suyo, en la piscina. Su petición, por supuesto, estaba fuera de toda cuestión, pero por precaución consideró que era mejor y más sabio suavizar su rechazo. — Tendré que pensarlo por un tiempo.

—Esperaré lo necesario. Hasta entonces, mi señora, le digo adiós. —El coronel Rycroft hizo otra reverencia cortés y se incorporó mientras ella le pasaba por delante. Al verla caminar por la habitación, admiró el movimiento ondulante de sus caderas debajo de la bata de seda y recordó vívidamente ese momento en la piscina en que sus manos rozaron los glúteos de la muchacha que se acurrucaba contra su ingle. Sus pasiones hambrientas no se habían enfriado todavía y él sabía que tendría que soportar una larga noche sin descanso, atormentado por sus deseos y una infatigable caravana de imágenes lascivas.

El portal se abrió con el mismo crujido que había anunciado su entrada y se volvió a cerrar para dejarlo con la mirada fija en sus puertas de roble. Sus ojos no podían penetrar la densa madera y, mientras escuchaba los pasos que se alejaban deprisa, otra visión tomó cuerpo en su mente, una que era oscura y desprovista de calidez. Era la dolorosa aparición en su memoria de la tumba donde había murmurado su último adiós, amargo y desolado, a su esposa muerta.

El coronel Tyrone Rycroft se dio la vuelta abruptamente con una maldición en los labios. ¿Qué locura lo había llevado de nuevo al camino del deseo? ¿Cómo podría siguiera mantener cierta esperanza en que podría confiar en otra mujer cuando todavía no había juntado los pedazos de sus emociones y retomado una vida desembarazada de los recuerdos que lo acechaban? Las heridas que había arrojado a lo profundo de su ser volvían a hacerse sentir en una renovada agonía.

El sol del amanecer no había tocado todavía la tierra con su brillo ardiente cuando Sinnovea despertó a sus compañeros y los obligó a apurarse. Ante las preguntas insistentes del capitán Nekrasov, insinuó como motivo de su prisa el deseo de que el viaje terminara de una vez. No se atrevió a revelar el hecho de que tenía miedo de haber atraído la atención de un seguidor no deseado y que era urgente que se marchara antes de que él se levantara y exigiera una respuesta de parte de ella.

—Deje el semental al coronel Rycroft —indicó al capitán que la escoltaba hasta el carruaje—. Es lo menos que puedo hacer para pagarle lo que hizo por mí.

Ali estaba muy sensible a todo movimiento y tuvo que ser llevada al coche por Stenka. Con la ayuda gentil de su señora, se recostó contra las almohadas que Sinnovea había acomodado en uno de los rincones del asiento y una vez más se dejó ganar por el sueño.

Sinnovea se situó en la esquina opuesta y cerró los ojos. Se negaba a tener que entablar conversación con Iván. Le había ordenado a Stenka no perder ni un minuto en este, el último día de viaje y, si quería, que tomara un sendero poco frecuentado, aunque resultara más dificultoso, con tal de llegar antes a Moscú.

Pronto estuvieron de nuevo en camino y Sinnovea suspiró aliviada, segura de que no iba a volver a ver a ese inglés licencioso. Sólo esperaba que fuera lo suficientemente caballero como para no contar su encuentro a todo el mundo, aunque, hasta el momento, no había demostrado serlo. Lo que le resultaba desconcertante era que su memoria se empeñara en relatarle los sucesos ocurridos en la sala de baños una y otra vez sin necesidad de que la historia hubiera corrido de boca en boca por toda Moscú.

Media hora después, el comandante del Tercer Regimiento de los Húsares Imperiales del zar se levantaba de su litera, estiraba sus músculos doloridos y se tambaleaba, desnudo, por el pequeño cubículo que tenía por habitación. Al pasar tocó ligeramente el pie de su segundo en el mando, murmuró una orden y dejó que el hombre que bostezaba la cumpliera mientras iba en busca de una vela para iluminar la habitación.

Otra media hora pasó antes de que se viera el primer rastro de que el cielo estaba aclarando. El coronel Rycroft coloco el casco abollado debajo de su brazo y bajó las escaleras para hacer la inspección matinal de sus hombres que lo esperaban fuera. Al pasar par la puerta abierta, sus ojos se dirigieron hacia la derecha de la galería, hacia el lugar donde había visto por última vez el carruaje. Pero no había nada allí, excepto el semental negro atado a un poste. Una maldición susurrada escapó de sus labios mientras con los ojos entrecerrados observaba el camino, seguro de que no encontraría ninguna evidencia de la condesa.

¡Había huido! El pensamiento se apoderó de él y le oscureció el ánimo. Sin embargo, de algún lugar en las profundidades de su memoria surgió una imagen de un par de ojos que lo perseguían, a veces de color jade, a veces de un profundo ébano. Más perturbadora aun fue la visión de sus formas maduras totalmente vulnerables a su mirada.

Tyrone volvió a maldecir en voz baja. ¡Debía haber sabido que la había asustado con su confuso y ansioso fervor! Se había lanzado sobre ella como un perro sobre su hembra en celo y no podía acusarla de haber escapado con un apuro frenético.

Tyrone soltó el aliento en exhalaciones pequeñas para conseguir tranquilizarse. Sus hombres lo esperaban, y después de haberlos guiado con mano de hierro durante toda una semana, se merecían algo mejor ese día, en especial después de haber derrotado a la banda de bandidos. ¿Qué importaba la muchacha de todos modos? Podía comprar los servicios de otra con facilidad. En realidad, hasta había tenido que rechazar los avances de las mujeres que seguían a las tropas a los campamentos o atravesaban el área de Moscú reservada a los extranjeros en busca de compañía por una hora o una noche entera.

Sin embargo, la idea de aceptar los restos usados por casi todos los hombres en el ejército del zar no lo inspiraba en absoluto. Él buscaba algo más que las sórdidas caricias calenturientas de una ramera de paso. A pesar del hecho de que era reticente a volver a caer en el matrimonio, quería aliviar su pasión con una mujer con la cual compartiera una mutua afinidad y hasta cierto afecto. Lo que en realidad deseaba era una amante que estuviera satisfecha con él y no se sintiera inclinada a probar la fuerza de sus persuasiones en otro amante.

—La condesa Zenkovna le dejó un caballo, coronel —le anunci6 el capitán Grigori Tverskoi, haciendo señas con el pulgar por encima de su hombro para señalar el corcel—. ¿Le servirá como el suyo?

—Me temo que el bandido se quedó con la mejor parte —indicó Tyrone apenado—. Pero todavía no me ha visto por última vez.

—Irá detrás de él?

—Cuando llegue el momento —aseguró Tyrone al joven—. Tengo asuntos más urgentes que atender en Moscú antes de poder prestarle toda mi atención.

—Podemos informar a la división que hemos matado a trece de los seguidores del bandido, aunque preferiría llevar los detalles de nuestra lucha al mismo zar. —Una sonrisa lacónica se esbozó en los labios del capitán. — El general Vanderhout se deleita con sus muchas conquistas, coronel, pero es su reputación la que crece.

—El holandés está nervioso por su futuro aquí —reflexionó Tyrone en voz alta—. Es la mejor paga que ha recibido hasta el momento y no quiere perderla hasta que venza su contrato. Así hace que sus esfuerzos se vean bien.

—A expensas suyas, coronel.

Tyrone extendió una mano para tomar el hombro del otro.

—Un general siempre es responsable de todo lo que sucede en su división, sea bueno o malo. El mando de oficiales extranjeros de Vanderhout está sometido al escrutinio severo del zar, y sus hazañas se reflejan en él. —El coronel levantó los hombros y luego dio un respingo mientras su labio se partía en un esfuerzo por sonreír. — ¡No nos queda otra, Grigori! Si nosotros protestáramos por su práctica de reclamar fama que no ha ganado, nos haría parecer pequeños y mezquinos. Por lo tanto, tovarish, debemos tomar la conducta del general como viene. No tenemos otra posibilidad.

El ruso suspiró desilusionado.

—La ineptitud del general me molesta, coronel Al hacer una comparación, usted tiene mucho más que ofrecer. Él toma las ideas que usted le da y las incorpora como si fueran suyas y, por lo que he visto hasta ahora, es como si usted le aconsejara a propósito, sólo para evitar que él cometa costosos errores.

Tyrone reflexionó en silencio un momento antes de responder a Grigori.

—Yo he tenido mis experiencia en el campo, es todo, amigo mío, pero estoy seguro de que el general Vanderhout no estaría donde está si no tuviera cierta habilidad.

—No sé —gruñó Grigori, con un desprecio que expresaba sus dudas.