11

UNA feroz tormenta asoló la ciudad en las primeras horas de la mañana, azotando los árboles con una violencia frenética y haciendo golpear las persianas en la oscuridad. Profundos suspiros de alivio fueron expelidos en la paz que siguió, pues pareció, por un momento al menos, que la tempestad había quedado atrás por fin. Sin embargo, en el espacio de unas pocas horas, la silenciosa quietud se vio hecha trizas por otro ataque perverso que se descargó sin piedad sobre la ciudad de Moscú y el área que la rodeaba con vientos enfurecidos y lluvias incesantes.

Las cambiantes condiciones parecían un leve portento al lado de lo que estaba por suceder en la vida de Sinnovea después de su tumultuoso encuentro con Alexéi, pues apenas había sido capaz de relajarse en la serenidad que se había adueñado de la ciudad cuando su propia tranquilidad se vio perturbada, pero esta vez por la intervención de la princesa Anna. No era suficiente que la mujer estuviera detrás de la puerta cerrada con llave de sus habitaciones y golpeara sin cesar exigiendo entrar con un tono autoritario. Estos hechos, fueron muy eficaces en precaver a las dos ocupantes de la gravedad de su estado de ánimo, pero cuando la puerta se abrió por fin y Anna entró en la habitación, pareció que se había desatado otra violenta tormenta. Ningún portador de malas noticias podría haber tenido tanta satisfacción al anunciar sus ominosos dictámenes como Anna cuando proclamó su edicto.

—Alexéi me pidió que tomase en cuenta su sugerencia, y ahora que usted ha logrado distraer al príncipe Vladímir Dmítrievich de consideraciones mucho más serias, no me queda más que estar de acuerdo con mi marido. En realidad, fue el príncipe Vladímir quien se acercó a Alexéi para discutir el asunto anoche. Parece que el licencioso anciano se siente bastante atraído por usted, igual que sus hijos.

—Pero sólo hablé con ellos un momento...-insistió Sinnovea, preocupada por lo que la mujer estaba a punto de revelar.

—Sin embargo —continuó Anna llevándose un pañuelo de encaje a su delgada nariz—, en la situación en que nos encontramos ahora, no tenemos otra posibilidad que arreglar el matrimonio. Nuestros invitados estaban atónitos con los rumores del descaro del coronel Rycroft. —Su tono se volvió incrédulo. —Bueno, ¡la mera idea de ese bribón sin títulos pidiendo permiso al zar para cortejarla! ¡Es indignante! Créame, querida, cuando este asunto esté definitivamente enterrado, puede estar segura de una cosa. Las ambiciones del coronel no llegarán nunca a ser complacidas. ¡Yo misma me encargaré de eso! Esta mañana he tomado la iniciativa de mandar una carta al príncipe Vladímir para confirmarle nuestra aprobación para casarse con él. Aunque el viejo boyardo querrá mantener el asunto en privado hasta que todo esté asegurado, ese contrato impedirá cualquier interferencia del inglés o de cualquier otro hombre que la pretenda, incluido el comandante Nekrasov.

Atónita y conmocionada por el anuncia, Sinnovea miró a la mujer con la sensación como si la acabaran de abofetear en medio del rostro. Tenía ligera conciencia de que Ali estaba de pie cerca de la puerta de su pequeño cuarto con una mano huesuda en la garganta y el aspecto de alguien atónito por el horror. El desconcierto de la criada no era más que un reflejo de sus propios temores, reflexionó Sinnovea, y aunque Ali no entendía por completo de dónde había surgido todo esto del compromiso, la sospecha creció en la mente de Sinnovea: su destino no había sido decidido esa mañana por Anna, sino la noche anterior en el preciso momento en que rechazó con vehemencia los avances y las amenazas de Alexéi. Estaba segura de que esa era la trampa que él le estaba cerrando alrededor de su cuello, como le había advertido. Le había jurado que, si no cedía a sus pretensiones tendría que pagar las consecuencias, y ahora parecía que estaría pagando por el resto de su vida. Se casaría con un anciano que, aunque no todavía decrépito o agotado, distaba mucho de su preciado sueño de un amante joven y apuesto.

—El príncipe Vladímir está ansioso de tenerla por esposa, y nosotros hemos aceptado su impetuoso apuro dándole la autorización para que arregle todo lo referido a la boda durante mi ausencia. Iván y yo partimos mañana a visitar a mi padre, y como Iván tiene compromisos que debe atender en Moscú antes de fin de mes, he previsto estar de regreso en unos quince días. Usted puede casarse una semana después...

—¿Tan pronto? —Sinnovea estaba asombrada por la prisa con que Anna había puesto en marcha sus planes.

—No veo ningún motivo por el cual tengamos que sufrir una larga demora antes de la boda. —Anna arqueó una pálida ceja en señal de pregunta mientras le clavaba su mirada sin vida.— ¿Y usted?

Sinnovea podía pensar en excusas plausibles sin número.

—Con unos días más, podría prepararme mejor para la ocasión. Podría mandarme a hacer un nuevo vestido, y hay necesidad de hacer pañuelos como regalo para las boyardinas que servirán de acompañantes.

La respuesta de Anna fue dura.

—El príncipe Vladímir es demasiado viejo para soportar una larga espera, Sinnovea. Tendrá que estar satisfecha con el tiempo que se le ha otorgado.

La joven se dio la vuelta en un intento por controlar las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. Parecía que todo ya estaba decidido para ella y que no tenía ninguna posibilidad de elección, excepto seguir el camino que otros le señalaban. Ni siquiera le permitirían suficiente tiempo para disfrutar de las celebraciones y festividades asociadas con un compromiso o un próximo casamiento.

Anna se dirigió a las ventanas del frente y miró hacia el camino bordeado de árboles que comenzaba a cobrar vida con los coches que pasaban y los boyardos montados en sus caballos todavía ágiles y briosos por el fresco de las primeras horas de la mañana. A pesar del aparente fracaso de la noche anterior, Anna todavía tenía la esperanza de que las habilidades de Iván le harían recuperar el terreno que había perdido frente a la joven que tenía a su cargo, aun después que se había retirado a su recámara a dormir. Su corazón se había henchido de placer cuando Alexéi se acercó a ella y le demostró, una vez más, su poderosa capacidad de persuasión en el área de la seducción amorosa, pero cuando el esplendor que siguió a su arrobamiento se había recostado en los brazos de su marido y había escuchado el relato de la proposición del viejo príncipe y las perversas tretas de la muchacha a su cargo, sintió en ese momento que todo su mundo se le venía abajo.

—Natasha se acercó a mí anoche y me rogó que considerara la posibilidad de permitirle que la visite durante mi ausencia —dijo Anna con estoicismo por encima de su hombro—. Estaba segura de que usted estaría de acuerdo y di mi consentimiento. Sé que Natasha estará encantada de ayudarla a prepararse para la boda.

—No hay tiempo siquiera para considerar unas pocas frivolidades —insistió Sinnovea con una notoria falta de humor—, mucho menos esperar que están listas.

En la superficie, Anna parecía ignorar el sarcasmo de la joven, pero encontraba sumamente gratificante la incomodidad que demostraba. Al dictaminar el curso de la vida de la muchacha, había dejado sentados el poder y la autoridad que tenía sobre su rival.

—Alexéi y yo hemos tenido a bien aceptar la invitación del príncipe Vladímir para discutir las últimas preparaciones para la boda esta noche y nos hemos encargado de asegurarle que usted vendrá con nosotros.

—Qué amable de su parte.

Anna sonrió complacida al detectar que a Sinnovea se le había quebrado la voz.

—Podría sentir alivio al saber que Iván está muy ocupado preparando nuestra partida de mañana y no tendrá tiempo para lecciones hoy. Debo advertirle que está sumamente molesto con usted. Está convencido de que usted actuó con deliberación para hacer fracasar sus planes de convertirse en el clérigo de Vladímir. Por lo tanto, le sugeriría que aproveche las oportunidades que se le presenten para enmendar la situación cuando se encuentre esta noche con su prometido. Hará la velada mucho más agradable, ya que Iván ha pedido acompañarnos. Esta puede ser su última posibilidad de conseguir la atención del príncipe para causas más constructivas que satisfacer sus bajos instintos con usted.

—Le deseo buena suerte —respondió Sinnovea con brusquedad—. Sería un gran consuelo para mí si distrae a Vladímir con sus aspiraciones. No me molestaría esa idea en absoluto.

Anna asumió una pose de sorpresa.

—¡Pero cómo Sinnovea! No parece muy complacida con su compromiso. ¿Será verdad que usted está fastidiada por...?

Sinnovea tenía plena conciencia de la satisfacción de la mujer y se apresuró a interrumpir.

—Usted dijo que estaré autorizada para ir a casa de Natasha mientras no esté aquí. ¿Cuándo se supone que puedo partir?

Anna se encogió de hombros, feliz al notar la angustia de la muchacha.

—Puede preparar lo que necesite ahora. Se marchará mañana temprano, si así lo desea. Quiero decir si en verdad quiere quedarse con ella...

—Por supuesto que sí. —Sinnovea la miró, perpleja, y se preguntó qué ruda insinuación había querido hacer la mujer con esas palabras.— ¿Por qué no iba a querer?

Anna no pudo contener un suspiro de desprecio. Si no fuera por el hecho de que Alexéi se había quejado de que la joven había intentado seducirlo podría haber dado más tiempo a Iván para convencer a Vladímir de los méritos de su propuesta antes de acceder a ese matrimonio. Pero cuando su esposo le reveló las invitaciones que él había desalentado, se había enfurecido y había decidido vengarse de la joven condesa como pudiera.

—Oh, como yo no voy a estar y Alexéi va a quedarse aquí solo, pensé que a lo mejor usted podría querer...

—Perdóneme, Anna —Sinnovea enfatizó la disculpa para disfrazar la ironía que buscaba—, pero ni soñaría con comprometer la reputación de su marido quedándome aquí durante su ausencia.

—No, por supuesto que no. —Los ojos grises se volvieron fríos como el hielo. Aunque estaba convencida de la veracidad de la historia de su marido, no se atrevía a acusar de un modo directo a Sinnovea. La muchacha lo negaría todo, lo que generaría más ataques y discusiones. Esa riña era indigna de su posición elevada, a través de la cual pretendía obtener una venganza aun mayor.

A pesar de todo, Sinnovea se dio cuenta de que Anna la quería fuera de su casa. Aunque Anna considerara a Natasha demasiado indulgente y de conducta un tanto licenciosa, no podía tolerar otro arreglo durante su ausencia. La joven sabía muy bien, por su parte, la amenaza que existía si se quedaba cerca de Alexéi, pero aun así, Sinnovea se sintió indignada por la sugerencia de Anna que implicaba que estaba ansiosa por quedarse a solas con él en la misma casa. En realidad, si la joven hubiera tenido alguna posibilidad de elegir, se habría ido en menos de una hora.

Anna echó una mirada un tanto forzada mientras azuzaba un poco más a la joven condesa.

—Piense nada más, Sinnovea, que en tres semanas será la esposa de Vladímir. Debería complacerla pensar que será la dueña de su propia casa y la esposa de un boyardo muy rico. Teniendo en cuenta que él se siente tan atraído por usted, estoy segura de que será capaz de sacarle todo lo que quiera tener. —Sus labios delgados se elevaron por un momento en una sonrisa despectiva.— Aunque debo decir, nunca he visto que usted dudara en satisfacer sus más mínimos antojos. Es evidente que es demasiado indulgente con usted misma por la abundancia de vestidos costosos y joyas que posee. Sin embargo, como esposa de Vladímir, será mucho más rica que ahora. Esa realidad debería darle cierto consuelo cuando tenga que soportar sus torpes intentos en la cama. Aunque se rumorea que Vladímir todavía está en condiciones de satisfacer a una doncella, estoy segura de que no será la mejor experiencia para usted, al menos no será lo mismo que si estuviera casada con un hombre mucho más joven, en especial uno tan famoso entre las mujeres como parece ser el coronel Rycroft.

Una oscura ceja se levantó en gesto escéptico mientras Sinnovea miraba a Anna caminar con desgana por la habitación hacia donde ella se encontraba.

—No sabía que usted conocía al coronel Rycroft lo suficiente como para ofrecer una opinión acerca de su experiencia con mujeres.

—Oh, he escuchado algunas cosas aquí y allí. —Anna hizo un movimiento en el aire con la mano en una actitud de indiferencia.— Parece ser el tema de todas las boyardinas que lo han visto alguna vez. El hecho de que viva en el distrito alemán con todos los otros extranjeros que vienen a nuestro país aumenta su oportunidad de gratificar sus apetitos masculinos. ¿O acoso usted piensa que es el único pájaro donde el halcón inglés desea clavar los dientes? Es bien sabido entre los conocedores que hay por lo menos una media docena de prostitutas por cada extranjero que habita allí. La mera sugerencia de que el coronel se negara a esa posibilidad mientras intenta conseguir su mano está fuera de toda cuestión ¿no cree?

—Es sólo una conjetura —replicó Sinnovea tratando de imponer una distancia que no sentía del todo. No estaba muy segura de por qué razón se sentía ofendida por la sugerencia de la mujer—. Usted no puede saber lo que el coronel hace en su vida privada a menos que lo esté espiando.

—¡Hmmm! —Anna levantó la cabeza ante el descaro de la muchacha al cuestionar su autoridad.— Usted sería muy tonta si pensara que el coronel Rycroft no ha usado los servicios de las prostitutas que siguen a las tropas. Antes de irse, desparramará su semilla por todo el campo, recuerde mis palabras. Pero si usted sabe tan poco de los hombres que no puede creer que él se lleve a otras mujeres a la cama, entonces, yo tengo cosas mucho mejores que hacer con mi tiempo que discutir con usted la vulgaridad de ese hombre.

Anna se dirigió a la puerta y, con una mano en el pomo, giró para contemplar a la muchacha. Después de escuchar las acusaciones de Alexéi, había sentido el intenso deseo de arrancarle esos ojos verdes y arañarle el rostro de piel tersa hasta que sólo pudiera arrancarle a un hombre miradas de piedad. Sin embargo, al ver la angustia innegable de Sinnovea, tenía una razón para sentir el éxtasis de lo que había alcanzado.

Los labios delgados se torcieron en una sonrisa triunfal, y con un imperceptible gesto de la cabeza, se marchó de la habitación como una brisa rápida, confiada en que su decreto había sido eficaz: había hecho pedazos las aspiraciones de la condesa de atraer a un marido con su misma juventud y vitalidad.

El crujido de los goznes sonó como las campanas de la muerte en el ominoso silencio que de golpe invadió la habitación. Sin alentadoras expectativas para el futuro, Sinnovea se hundió en la cama como alguien que se ha desmayado de golpe. En realidad, no se habría sentido diferente si le hubieran anunciado que estaba sentenciada a morir en la horca. Miraba desesperada a nada en particular, conmocionada por la injusticia que se estaba cometiendo con ella. Era una carga demasiado pesada para soportar en silencio y, mientras un gemido tomaba cuerpo en su interior, se sacudió sobre la cama gritando en dolorosa angustia contra el castigo que le inflingían. Sin voluntad, descargó su puño contra el colchón y maldijo el día en que había entrado a la mansión de los Taraslov.

—¡Oh, mi corderita! ¡Mi corderita! ¡No llores de ese modo! —le rogó Ali mientras se acercaba a su señora a brindarle consuelo, pero Sinnovea sacudió su cabeza con pasión, negándose a ser consolada, pues no había forma de suavizar su desgracia. No había esperanza para su futuro, ni para el día de mañana, ni para los años por venir.

—Recoge todo —dijo entre lágrimas—. Si el cielo se apiada de mí, ¡no volveremos a esta casa nunca más!

—¿No puedes impedir esto que te están haciendo? —Ali le preguntó preocupada—. ¿No puedes ir al zar Mijaíl y rogarle su clemencia? ¿O escapar a Inglaterra y quedarte con tu tía viuda?

—No puedo acudir a nadie —fue la única respuesta de Sinnovea—. Menos que nada ir a Inglaterra. Si encuentro lugar en un barco, no podré regresar nunca más. El contrato ya ha sido firmado, Ali, y desde esta mañana, estoy comprometida con el príncipe Vladímir Dmítrievich.

La elaborada carta de Anna reconociendo a Vladímir como su prometido había sellado su destino, y ni siquiera Alexéi podía ahora deshacer lo que había puesto en marcha. Sólo el zar Mijaíl o el príncipe Vladímir podían romper el pacto: Su Majestad por cualquier razón que se le ocurriera, o el anciano presentando evidencia de su conducta impropia. La posibilidad de que ocurriera algo así parecía muy remota si Vladímir había pedido su mano poco después de haberla conocido. Sin duda, había considerado su familia y sus antecedentes para convencerse de sus méritos como esposa potencial y no iba a ser fácil que se apartara de su meta. En celosa revancha, Alexéi había prestado su personal atención para informar al viejo boyardo de todos los detalles.

Los pensamientos de Sinnovea corrían en ansioso frenesí tratando de encontrar alguna vía de escape para sus problemas. Una media docena de opciones vinieron a su mente, pero ideas tales como insultar a Vladímir o decirle con vehemencia cuánto desdeñaba la posibilidad de convertirse en su esposa fueron rechazadas tan pronto como surgieron. Aunque significara entregar su libertad, no le causaría al hombre una herida tan dolorosa para alcanzar sus propios fines. Un acto así podría llevarlo a la tumba, y se negaba a cargar con esa muerte en la conciencia. No, si se decidía a no hacer los votos con ella, tendría que ser él quien encontrara una falta en ella.

Sinnovea cerró los ojos y apoyó una mejilla contra la manta que cubría la cama para liberar las tensiones de su cuerpo mientras forzaba a sus pensamientos a tocar otras direcciones. No se hizo ningún esfuerzo por dirigir sus reflexiones lejos de las provocativas imágenes que el coronel Rycroft había instigado en la sala de baño con su casual indiferencia ante su desnudez masculina y la ingenuidad femenina de Sinnovea. Parecía bastante inútil atormentarse con esas fantasías lujuriosas ahora que nunca disfrutaría del ensimismamiento de su satisfacción. Sin embargo, como la joven esposa de un boyardo anciano, esos recuerdos podrían ser, tal vez, lo único que le quedara. Su breve encuentro con el inglés bien podría ser suficiente consuelo por todo lo que perdía con su matrimonio, pues ella nunca sería capaz de disfrutar de la excitación y del deleite de estar unida a un hombre cuyo cuerpo fuera digno de mención. Esas ensoñaciones eran, tal vez, algo más de lo que muchas mujeres recibieron en toda su vida, pero Sinnovea se inclinó a preguntarse si esa breve visión de un magnífico espécimen podría haberla arruinado para lo mundano y lo ordinario y haberla hecho menos tolerante a lo que estaba a punto de recibir.

Pese a la contradicción de sus sueños y anhelos, un lamento escapó de Sinnovea mientras se resignaba a sacar lo mejor de la situación, pues no podía discernir un remedio posible para lo que ya había sido decretado. Al menos, el príncipe Vladímir no era del todo repugnante, como algunos hombres podrían haber sido, y no iba a aburrirse mientras sus siete hijos vivieron con ellos. Por otra parte, en vista de la tendencia de los hermanos a comportarse de un modo infantil, existía una enorme probabilidad de que se viera obligada a veces a reclamar un poco de intimidad y de paz.

Sinnovea puso rígida su mandíbula para frenar la inquietud que amenazaba con disolver su frágil semblante, se secó las lágrimas y abandonó la cama. Concentró toda su atención en ayudar a Ali a guardar todas sus pertenencias, consolándose un poco con la posibilidad de que nunca tendría que volver a pisar la oscura casa de los Taraslov.

Después de que el último de sus baúles hubiera sido cargado y enviado a la residencia de Natasha como preparación de su partida al día siguiente, Sinnovea fue en busca de Iván para devolverle los libros que le había prestado. Era obvio que, por su arrogancia, había abandonado toda esperanza de elevarla a un nivel superior de inteligencia o de encontrar alguna cualidad redimible en su carácter.

—Espero que ahora esté contenta, condesa.

Un suspiro prolongado y cansado se deslizó de la boca de Sinnovea al encontrar su repugnante mirada. Se sentía vacía, como si todas sus energías se hubieran agotado al escuchar el decreto de Anna. Ni siquiera pudo encontrar la suficiente fortaleza como para contrarrestar las reprimendas de Iván.

—Trataré de estarlo.

—¿Cómo podría no estarlo —le dijo con sorna—, con toda esa riqueza a su disposición?

—La felicidad no depende necesariamente de la riqueza de la persona, Iván —declaró aburrida—. Un hombre puede adquirir todas las riquezas del mundo y todavía sentirse miserable. Las posesiones son un pobre sustituto de los amigos y la familia.

Iván se burló de semejantes trivialidades.

—¿Qué tiene que ver conmigo una familia? Siempre desprecié a mi madre. ¿Mi padre? Bueno, me dijeron que murió poco antes de mi nacimiento, pero recibí el nombre de mi madre, como cualquier hijo ilegítimo. Nunca tuve evidencias de que él hubiera existido, y si hubiera existido, habría tenido un recuerdo mucho más agradable de él si me hubiera dejado cierta herencia para que pudiera alimentarme y vestirme hasta que fuera capaz de valerme por mí mismo.

—Lo siento, Iván —murmuró Sinnovea con genuina simpatía, comenzando a comprender por qué el hombre era tan tortuoso—. Debe haberle resultado muy difícil criarse de ese modo.

—Fue muy difícil —admitió con un aire de exaltación—. Pero lo superé todo para hacer algo de mi persona. Estoy aquí, no por la ayuda de nadie, sino por mis propios méritos.

—¿No se siente solo a veces?

—¿Solo, por qué? —preguntó como si le sorprendiera la pregunta.

—¿Gente? ¿Amigos? Alguien como Anna quizás, que aprecie lo que es, lo que hace...

—Nadie aprecia más lo que soy y lo que he logrado que yo mismo.

Su respuesta fue tan cortante que Sinnovea no vio motivos para continuar con la discusión, pues era evidente que Iván había rechazado hacía mucho tiempo la noción de que los amigos y una familia afectuosa eran importantes para el bienestar de una persona. Le resultaba difícil imaginar que una existencia tan solitaria valiera la pena ser vivida.

Llegó el momento de que Sinnovea se preparara para su visita a las vastas propiedades del príncipe Vladímir. Tardó una hora en hacerlo, sin preocuparse por el enojo de Anna a causa de su demora en bajar. Cuando se presentó en el vestíbulo diez minutos pasada la hora designada para la partida, la princesa no tenía el menor interés en esconder su impaciencia.

—¡Bueno! ¡En verdad nos ha tenido esperando! —la reprendió Anna—. ¡Pero estoy segura de que lo ha hecho a propósito!

Sinnovea se mantuvo distante, alejada de los tres aunque no podía dejar de notar el brillo acalorado del semblante de Anna y el gesto amenazador de Iván. Fue la mirada lasciva de Alexéi que admiraba con crudeza sus curvas femeninas lo que la causó indignación. Aun después de descargar su venganza contra ella, era incapaz de impedir que sus ojos se deslizaran por el verde iridiscente de la seda del sarofan, como si todavía la considerara su amante potencial. Con estricto decoro, Sinnovea enfrentó a Anna y le preguntó.

—¿No quería que mostrara el mejor aspecto posible para el príncipe Vladímir?

La princesa apenas pudo negar el éxito de la joven en alcanzar ese logro. La delicada artesanía de los bordados de oro que adornaban con liberalidad el cuello rígido, el borde de las mangas y la parte inferior del sarofan que la joven lucía y el kokoshniki igualmente enjoyado que coronaba su oscura cabellera sólo podía haber sido creada por un artista dotado. El cabello negro, la sedosa piel y los ojos verdes se combinaban con una figura delgada pero llena de curvas favorecida por la vestimenta mucho más allá de las posibilidades de la mayoría de las mujeres. Sin embargo, Anna pretendía extraer algunas críticas de parte de los dos hombres, que parecían, por una vez, tener el mismo espíritu, al menos en su deseo de molestar un poco a la muchacha.

—¿Qué piensa Alexéi? —Anna enfrentó a su marido con una ceja levantada.— ¿La espera valió la pena en vista de los resultados?

El príncipe de tez aceitunada forzó una sonrisa tolerante para su esposa, pues sabía lo que ella quería escuchar. Aunque la belleza de Sinnovea así no tenía igual, estaba convencido de que debía enseñarle una dura lección para hacerla entrar en razones. Estaba decidido a verla cumplir con ese matrimonio con Vladímir e igualmente resuelto a poseerla cuando llegara el momento adecuado. Decir lo que Anna quería ahora, por muy trivial que fuera su menosprecio, le daría confianza para partir bien temprano por la mañana y él no iba a permitir que sus planes se vieran frustrados por la presencia de su mujer en la mansión.

—En vista de lo que ha logrado Sinnovea, querida, tal vez debamos considerar una nueva demora en nuestra partida.

—Ya hemos tolerado demasiado —se quejó Iván—. Les ruego, marchémonos de una vez.

Alexéi hizo una dura reverencia a su mujer.

—Como tú desees, querida.

Anna pasó por delante de Sinnovea para aceptar el brazo de Iván, y así atravesaron la puerta principal. Alexéi tomó su posición habitual: al final de la comitiva desde donde podía observar con libertad las curvas de Sinnovea. Después de que Iván y Anna hubieron subido al carruaje, se acercó a su protegida fingiendo cierta impaciencia, sólo para satisfacer sus bajas inclinaciones. Aunque la mirada silenciosa y helada que Sinnovea le dirigió por encima del hombro no logró disuadirlo, el pequeño tacón que se incrustó en el dedo de su pie lo convenció de inmediato de la necesidad de conservar una distancia respetable.

Cuando llegaron a la mansión Dmítrievich, el anciano príncipe alabó sin tapujos la belleza de Sinnovea. Sus elogios eran exuberantes y se apresuró a darle la bienvenida en su espléndida residencia. Le tomó la mano y depositó en ella un ferviente beso antes de conducirla a un gran vestíbulo donde sus hijos estaban esperándola, vestidos en sus ricos kaftans y con sus modales más refinados. Iván y los Taraslov fueron dejados atrás y se tuvieron que contentar con seguir a la pareja recién comprometida cuando Vladímir, ceremoniosamente, escoltó a Sinnovea a una silla mullida que estaba al lado de la suya.

Iván se sintió perturbado al tener que ocupar un lugar de inferior importancia. Antes de haber sido desplazado por la muchacha, él había probado la dulzura del éxito cuando, por poco tiempo, había alcanzado la poderosa posición de invitado de honor del príncipe Vladímir. Ahora sus intentos de trabar conversación con el anciano no lograban atraer su atención. En cambio, cada palabra que salía de los labios de su prometida era escuchada casi con reverencia.

Sinnovea, de un modo deliberado, evitó las miradas de Iván mientras reía y conversaba con su futuro marido y sus hijos. Por muy poco tiempo, Anna y Alexéi se retiraron con el anciano a discutir la boda, pero cuando regresaron, la furia de Iván alcanzó su cenit, pues Vladímir entregó a Sinnovea un collar de esmeraldas, un par de aros haciendo juego y un anillo de compromiso que era tan grande como para enloquecer al clérigo.

—Te vestiré con atuendos de oro, mi queridísima Sinnovea —le prometió con generosidad Vladímir—, y joyas preciosas de todos los colores.

—¡Ea, ea, príncipe Vladímir —lo reprendió Anna con una rígida sonrisa—. Va a arruinar a la muchacha con regalos tan extravagantes. Le aconsejo que la consienta menos y que la vuelva más sumisa si desea un matrimonio bien ordenado.

Sus comentarios hicieron que Alexéi bajara la bebida y observara a su mujer asombrado, pero Anna ignoró las implicaciones de esa mirada. No le importaba si él en silencio cuestionaba su sumisión a la autoridad de su esposo. Lo que la indignaba era la idea de que semejantes tesoros se perdieran en alguien que aborrecía con todo su corazón. Cuando Iván había estado tan cerca obtener una participación en los asuntos del anciano, Anna no encontraba ningún placer en concederle nada a la joven que iba a quedarse con todos esos costosos regalos. Sólo podía pensar en cómo esa riqueza podría haber ayudado a Iván a reunir a los boyardos para su causa. En realidad, lo que ella e Iván consideraron más increíble fue el requerimiento de la condesa de que las joyas quedaran en la caja de seguridad de Vladímir.

—Sólo hasta el día en que venga a vivir aquí —sugirió Sinnovea con dulzura—, pues me resultaría muy difícil afrontar la pérdida si les llegara a pasar algo. —Mantuvo los ojos en el piso por temor a encontrarse con la mirada oscura de Iván. Aunque su profesión encarnaba todos los honorables atributos que una persona debe poseer al dedicar sus servicios a un ser superior, no estaba dispuesta a confiar en el clérigo, en especial después de que Petrov hubiera descubierto su bien cuidada riqueza. Estaba comenzando a sospechar que era uno de esos que usaban sus hábitos como una forma de ocultar las fortunas que podrían obtener de otros que consideraban a los hombres de iglesia seres humildes y honorables. Ali lo había expuesto con suficiente claridad cuando describió a Iván, y Sinnovea no podía más que estar de acuerdo. ¡Un lobo vestido de cordero, eso era!

Vladímir estuvo feliz de complacer los deseos de Sinnovea cuando ella apoyó una gentil mano sobre el brazo del anciano y lo miró, suplicante, a los ojos. Después de depositar un ardiente beso en sus delgados dedos, recogió los tesoros y se los entregó a Igor, que los llevó a la caja de seguridad.

—Mi madre era hermosa —declaró Sergei mientras le ofrecía a Sinnovea un vaso de Visnoua una bebida que le recordó el vino tinto que había, en muy pocas ocasiones, probado en Francia—. Pero pienso que mi padre se ha superado esta vez al elegirla a usted como futura esposa.

—Eres más que gentil —respondió Sinnovea luchando con una sonrisa mientras bebía de la copa de plata.

Entonces se acercó Fiódor mientras el menor de la familia se alejaba. Con una profunda reverencia, le entregó un ramo de flores.

—Como estos preciados capullos, mi señora, usted nos enaltece con su belleza y su perfume.

Sinnovea se sentía mal consigo misma porque no se le ocurría otro modo de agradecer que con una vana sonrisa de placer. Tomó el regalo entre sus brazos y bajó la cabeza para saborear la dulce esencia de las flores. Con un suspiro tembloroso, volvió a levantar la cabeza y le regaló otra sonrisa.

—Me hace un gran honor, príncipe Fiódor, al comparar mi pobre aspecto con semejantes maravillas de la naturaleza.

Sus ojos se humedecieron de lágrimas cuando él le tomó la mano y depositó en sus dedos un suave beso. Era la angustia de sentir que no merecía esa estima lo que hizo que Sinnovea quisiera escapar por la puerta más cercana. Tenía la dolorosa conciencia de que, en comparación con su conducta despreciable, esos regalos de palabras y tiernos tesoros provenían de un afecto sincero.

Cuando el mayor dio un paso hacia atrás, se adelantó Stefan para colocar una guirnalda de hojas alrededor de su cuello.

—Apreciamos su compañía más que los rubíes y el oro, Sinnovea. Puede estar segura de que todos los hijos del príncipe Vladímir estamos fascinados con su encanto.

Sinnovea sonrió a través de una nueva niebla de lágrimas de culpabilidad. Casi contra su voluntad, se había sentido encantada con la demostración de sus modales galantes, pero los elogios hicieron muy poco para aliviar el peso que le oprimía el pecho.

—¡Por favor, gentiles señores! Me apabullan con palabras tan dulces y discursos tan elocuentes, pues mi lengua trata, inútilmente, de encontrar una prosa igual.

Vladímir se inclinó de nuevo para encontrar los delgados dedos de su prometido y llevárselos a los labios.

—En verdad, Sinnovea, aunque tu lengua estuviera en silencia para siempre, aun así, estaríamos enamorados de tu dulce presencia en esta nuestra rústica morada. No somos más que torpes groseros necesitados de tu toque gentil y transformador.

A pesar que disfrutaba de su compañía y de los galantes intentos por demostrarle cuánto les complacía su presencia, Sinnovea no pudo encontrar ningún sentimiento de alegría que fuera recíproco para sus cumplidos. Aunque logró someter el pánico cuando Vladímir, impetuoso, la besó con pasión en los labios, continuaba aturdida por el irrevocable arreglo matrimonial. Si Vladímir le hubiera rogado que fuera su hija, ella habría aceptado feliz semejante honor, si bien había amado mucho a su propio padre. Pero al pensar en el anciano príncipe como su marido y al considerar todo lo que implicaba esa particular posición, deseaba verse liberada de ese compromiso tanto como alejarse de la mansión Dmítrievich.

Incluso al yacer en la cama esa noche, las lágrimas continuaron derramándose en la almohada mientras observaba el baldaquino que reposaba sobre su cabeza. Mientras sus labios se retorcían en silenciosa desesperación, su mente lloraba bajo el cruel azote de su desgracia. Rogaba que algún dulce espíritu del cielo le diera cierto descanso a su atribulado cerebro y le indicara, de algún modo, la forma de poder liberarse de un modo honorable de su compromiso sin herir demasiado al anciano. Se encontraba en un dilema, pues a pesar de su reputación, disfrutaba de la amistad del príncipe Vladímir y de sus hijos, aunque, por desgracia, no lo suficiente como para que surgiera en su corazón el deseo de quedar atada por un juramento matrimonial a Vladímir hasta el momento inconmensurable en que la viudez llegara para liberarla. No deseaba la muerte del anciano y tampoco quería caer en la trampa de un matrimonio donde no encontraría solaz para sus sueños de amor y satisfacción.