CAPÍTULO XXXVIII
Entre las mujeres de los Domadores de Caballos se produjo un caos total cuando se enteraron de la derrota de sus hombres. Los supervivientes de la batalla habían propagado la noticia: derrota total. Tres cuartas partes de los hombres habían perecido en el combate. Nadie sabía qué harían los montañeses con los prisioneros.
Las mujeres no sabían qué hacer. Madres y esposas temían por la suerte de sus hijos y maridos. La esperanza de libertad alumbró en las mujeres cautivas, ahora que sus captores estaban muertos o derrotados, pero nadie sabía qué hacer.
Dos días después de su conversación con Fenris, Ronan reunió a un grupo de jinetes, así como a Siguna, y cabalgaron a lo largo del río hasta el campamento de los Domadores de Caballos, para explicar a las mujeres lo que habían decidido respecto a su futuro.
Kara se reunió con el resto de las mujeres y niños a la orilla del río, y escuchó a Siguna enumerar a los supervivientes, cautivos ahora de los montañeses. El primer nombre que pronunció fue el de Fenris, y Kara dejó de escuchar a partir de ese momento.
La lista prosiguió. Las mujeres lanzaban gritos de alegría cuando oían los nombres de sus maridos. Una vez concluida la lista, se produjo un silencio absoluto. Quienes no habían oído los nombres que esperaban se quedaron petrificadas como estatuas.
—No todos los ausentes de la lista han muerto —dijo Siguna—. Algunos escaparon de la batalla, pero ignoro sus nombres.
Cerca de Kara, una mujer empezó a llorar de manera audible. Alguien le dijo que callara, y se hizo de nuevo el silencio.
—¿Qué será de los supervivientes? ¿Qué será de nosotros?
Era Teala, esposa de Fenris y madre de Vili, la que expresó en voz alta la pregunta cuya respuesta esperaban todos.
—El líder de los montañeses os lo dirá —contestó Siguna, y señaló al hombre de cabello negro que se encontraba a escasa distancia. Al ver la señal, el desconocido saltó con agilidad al saliente.
—Fenris y yo hemos llegado a un acuerdo —dijo en el idioma del Clan.
Su acento era raro, pero Kara le entendió sin dificultades. Siguna tradujo sus palabras a las mujeres de los Domadores de Caballos. Kara escuchó con creciente asombro y alivio. No habría masacre ni más mujeres esclavizadas. La tribu de invasores sería expulsada hacia el norte y privada de sus caballos, con el fin de que permaneciera en el lugar señalado.
—Sé que existe un gran número de mujeres del Clan cautivas entre vosotras —dijo el hombre de cabello negro—. Por desgracia, muchas de vuestras tribus ya no existen. Aquellas de vosotras que tengáis parientes en otras tribus, podréis reuniros con ellos. Si algunas de vosotras deseáis tomar esposo y quedaros a vivir con las tribus de estas montañas, seréis bienvenidas. —Hizo una pausa y su rostro adoptó una expresión severa—. Decidáis lo que decidáis, sabed esto: las mujeres del Clan ya no estáis obligadas a servir en las tiendas de los hombres que asesinaron a vuestros padres y maridos.
Se hizo el silencio. Siguna no se molestó en traducir la última frase. Cuando comprendieron que el jefe había terminado de hablar, se oyeron voces femeninas que hablaban el idioma del Clan.
—Volveré con mis padres, a la tribu del Caballo —dijo la mujer que estaba detrás de Kara, muy nerviosa.
—¡Y yo a la tribu de la Marta! —exclamó otra.
—Tanto la tribu de mi marido como la de mi padre fueron destruidas —habló con amargura una tercera mujer—. Creo que me quedaré en estas montañas.
—¿Y nuestros hijos? —preguntó una voz—. Muchas de nosotras hemos tenido hijos con los hombres de esta tribu. ¿También serán bienvenidos entre vosotros?
—Un hijo pertenece a su madre —replicó el hombre de cabello negro, algo sorprendido—. Por supuesto que vuestros hijos serán bienvenidos.
Kara apoyó la mano sobre su estómago hinchado. Sabía desde hacía una luna que estaba embarazada.
Si regresaba con su padre, la casaría con un hombre parecido a su primer marido. Por primera vez en muchas lunas, Kara pensó en aquel marido. No había sido un mal hombre, reflexionó. Nunca había matado ni perjudicado a nadie. No era como Fenris.
Había sido mejor hombre que Fenris, se dijo. Cualquier hombre del Clan era mejor que los del kain. Si los Domadores de Caballos hubieran vencido, habría tenido lugar una masacre. «No debo olvidarlo», pensó Kara. Hundió las uñas en la palma de las manos y respiró hondo.
—Así que nos abandonarás pronto.
Kara se volvió hacia Teala. La mujer del kain no parecía tan complacida por la perspectiva como Kara había pensado. Teala nunca se había mostrado especialmente desagradable hacia la favorita del kain, pero Kara sabía que la mujer estaba más resentida con ella que con las demás mujeres alojadas en la tienda de Fenris.
—Sí, me iré —contestó Kara.
Los ojos azules de Teala la contemplaron con poca afabilidad. La brisa procedente del río agitó el corto cabello que caía sobre su frente.
—Albergaba un gran temor en mi corazón, pero todo irá bien en la tribu mientras él siga vivo. —Apretó los labios, como si experimentara un repentino dolor—. Será duro para él. Muy duro.
Por primera vez, Kara se fijó en los mechones grises que salpicaban las trenzas rubias de Teala. Advirtió también que su rostro estaba más delgado y enjuto que antes.
—¿Te sientes bien, Teala? —preguntó.
Teala le dirigió una mirada cautelosa, pero no contestó.
—No me ha sorprendido ver a Siguna —dijo—. Es la clase de chica de la que cuesta deshacerse.
—El kain se habrá alegrado de verla —repuso Kara—. Siempre tuvo debilidad por ella.
—No se quedará con él. Le dejará solo ante las circunstancias…
De pronto, la esposa de Fenris dio media vuelta y se alejó.
Más tarde, cuando las mujeres reunieron sus pertenencias básicas y las cargaron en los trineos que les habían proporcionado, Kara preguntó a una de las mujeres de la estepa que había estado mucho tiempo con Fenris si Teala se encontraba bien.
—No —contestó—. Está enferma desde hace tiempo. Creo que no vivirá para ver nuestro nuevo hogar.
Kara se mostró afligida.
—Su hijo vive —dijo con amargura la otra mujer—. Yo también daría mi vida, si pudiera decir lo mismo.
Kara pensó en el rostro vivaz del segundo hijo del kain y sintió el peso del dolor de su madre.
Los hombres sujetaron los cargados trineos a las yeguas y partieron con las mujeres y niños río Dorado arriba. El viaje fue más lento a pie, y transcurrieron dos días antes de que llegaran al prado donde las tribus de la federación habían acampado con sus cautivos.
A una señal de Ronan, la caravana se detuvo junto al río. La silueta de un hombre se desgajó del abarrotado campamento y empezó a acercarse. El corazón le dio un vuelco a Kara cuando reconoció a Fenris. Se detuvo a escasa distancia de la caravana de mujeres y esperó al jefe de cabello negro, que avanzaba a su encuentro.
Kara examinó con atención al kain, hasta asegurarse de que tenía buen aspecto. Daba la impresión de que tenía un brazo más rígido que de costumbre, pero por lo demás parecía estar bien. Mientras Kara miraba, los dos hombres se pusieron a charlar. Después, el kain se volvió e hizo una señal hacia el campamento que acababa de abandonar. De inmediato, los hombres se precipitaron hacia la caravana de mujeres.
Kara, a la que no esperaba ningún marido o hijo, se apartó de la caravana. Fenris y Ronan contemplaron el reencuentro de maridos, hijos y padres con esposas, madres e hijos. Kara, en cambio, contempló a Fenris.
Estaba mirando a Teala y Vili con expresión inescrutable. Kara advirtió el momento en que apartó la vista de su mujer e hijo y empezó a escudriñar los rostros de las mujeres del Clan. Cuando sus ojos la localizaron, Kara ya estaba preparada.
Se miraron fijamente. La expresión de Fenris no se alteró. Después, poco a poco, desvió la vista.
Los hombres del Clan se encargaron de separar a las mujeres de su raza. Sonrieron y hablaron con dulzura a las antiguas cautivas, de las que iban a cuidar en adelante.
—La mayoría procedemos de tribus situadas muy al norte de estas montañas —dijo una muchacha, cuando fueron conducidas a un campamento separado—. ¿Cómo volveremos con nuestras familias?
—Enviaremos jinetes a todas las tribus del Clan —contestó una encantadora joven de cabello castaño y ojos muy verdes—, con la noticia de vuestro rescate. Pediremos que envíen hombres a la Gran Caverna para escoltaros hasta vuestro hogar.
—¡El hogar! —exclamó una chica—. ¡Apenas puedo creer que haya ocurrido por fin!
El día transcurrió, el sol se puso y finalmente las mujeres y los niños se fueron a dormir. Por la mañana, la menguada tribu de los Domadores de Caballos partiría hacia el norte, escoltada por un contingente de jinetes de la federación armados, encargados de conducirles hacia su destino.
Kara no pegó ojo. Al igual que por la tarde, el rostro de Fenris la atormentaba. Calmo. Resignado. Surcado por arrugas de dolor que no eran producto de sufrimientos físicos. Había perdido un gran número de hombres. Había perdido a dos de sus hijos. Perdería más hijos, cuando sus madres les abandonaran para regresar a sus tribus. Por alguna razón, la imagen de Fenris contemplando un combate, con uno de sus hijos subido a hombros, acudió a su mente.
«Le dejará solo ante las circunstancias.»
Los hombres que se habían hecho cargo de ellas eran muy amables, se dijo una y otra vez Kara. Debía recordarlo, pensar en ello. Permitían que las mujeres eligieran su destino, algo insólito en el mundo de Fenris.
Kara se levantó al amanecer y atravesó el valle brumoso hasta la orilla del río, donde se había reunido la caravana de Domadores de Caballos, dispuesta a partir. Ronan les había autorizado a utilizar los caballos para arrastrar los trineos. Los niños más pequeños y los heridos graves iban en los trineos, junto con las tiendas y los utensilios domésticos. Diez jinetes armados, al mando de un gigantón al que Ronan había llamado Bror, escoltarían a la tribu vencida.
Fenris iba a pie, con el resto de sus hombres. Kara sintió dolor en su corazón cuando le vio así. ¡Fenris sin su caballo! ¿Cómo podría soportarlo?
Justo cuando empezaban a moverse, Fenris se volvió y la miró. Ella permaneció inmóvil, sin respirar, sin pensar; sólo le miró. En aquel momento, los últimos restos de niebla se disiparon y el sol arrancó destellos de su cabello rubio. Kara vio que sus ojos se arrugaban en las comisuras, como a ella le gustaba. Le vio sonreír y alzar una mano. Sus labios se movieron, formaron una palabra: «Ven.»
La joven dio un paso y luego otro. Echó a correr. Fenris abrió los brazos, y Kara se precipitó en ellos, se apretó contra él, de vuelta al lugar donde pertenecía.
Arika percibió que el estado de ánimo cambiaba en el campamento de la federación en cuanto los Domadores de Caballos se perdieron de vista por el recodo del río. Todo había terminado. Había llegado el momento de olvidar la batalla y regresar a casa.
Sin embargo, cuando dijo a Neihle que los hombres del Ciervo Rojo debían empezar los preparativos para abandonar el valle, su hermano le dirigió una extraña mirada.
—Los hombres hemos estado hablando, Arika, y nos gustaría comentar algo contigo.
Arika adoptó cautela.
—¿De qué se trata?
Neihle levantó las manos.
—Permite que nos alejemos un poco de las otras tribus. Esto es algo que concierne únicamente al Ciervo Rojo.
—Muy bien —dijo Arika, crispada—. ¿Dónde vamos?
—Por aquí.
Arika se fijó por primera vez en el grupo de hombres del Ciervo Rojo reunidos cerca de la base de la colina. Caminó junto a su hermano y, pese a su rostro sereno, tenía el corazón henchido de temor. El temor no disminuyó cuando reparó en que no sólo la esperaban los jóvenes, sino que también había representantes de los adultos. De hecho, mientras sus ojos inspeccionaban una vez más los solemnes rostros masculinos, tuvo la impresión de que habían acudido todos los líderes adultos. Su temor aumentó.
—Saludos, Señora —murmuraron respetuosamente los hombres cuando llegó.
Arika asintió con frialdad.
—Siéntate, por favor —dijo Neihle. Un hombre desplegó una túnica de ciervo sobre la hierba. Habían venido preparados, pensó Arika de mal humor. Se sentó.
Todos los hombres miraron a Neihle.
—Señora —empezó. Su rostro y su voz eran graves. Estaba sentado frente a ella, y sostuvo su mirada—. Los hombres del Ciervo Rojo deseamos invitar a Ronan a que vuelva a la tribu.
Las fosas nasales de Arika se dilataron apenas. Sabía que se trataba de algo relacionado con Ronan.
—¿Por qué? —preguntó.
—Si Ronan vuelve con nosotros, Nel también lo hará, y deseamos que Nel sea nuestra Señora cuando tú hayas desaparecido.
El tono suave Y razonable de Neihle no engañó a Arika. Entornó los ojos. Habló con voz gélida.
—No es asunto de los hombres nombrar a la siguiente Señora.
Neihle apartó la vista. Arika sabía que podía controlar a su hermano; siempre lo había hecho. Miró a los demás hombres.
—Queremos que Nel sea nuestra Señora, cierto —dijo Tyr con firmeza—, pero también queremos que Ronan sea nuestro jefe. Así se hace en todas las demás tribus que siguen a la Madre: el marido de la Señora es el jefe. Deseamos que así sea en la tribu del Ciervo Rojo.
Era su mayor temor, expresado en voz alta por el amigo más íntimo de Ronan. Arika enderezó la espalda y se imbuyó de autoridad.
—¿Quiénes sois vosotros para decidir lo que se hará o no en la tribu del Ciervo Rojo? Yo soy la Señora, la voz de la Madre. Yo soy la que habla en nombre de la tribu.
Los ojos azul oscuro de Tyr no desfallecieron.
—Y nosotros somos los hombres de la tribu, Señora —replicó—. Somos los guerreros. Somos los cazadores. Queremos que uno de los nuestros nos dirija, y ése es Ronan.
Arika siempre había temido que algún día los hombres intentaran afirmar su poder. Por eso había renegado de su hijo, y por eso le había expulsado. Comprendió de repente, con amarga desesperación, que todo había sido inútil.
—No —respondió.
—Permitimos que le expulsaras una vez —dijo Tyr—. Todos sabíamos que Morna había mentido. —Se inclinó un poco hacia adelante, para reclamar su atención—. Tú sabías que Morna mentía, Señora, pero le expulsaste. Y nosotros lo aceptamos, para nuestra vergüenza. Pero se acabó. Ronan es un hombre del Ciervo Rojo. Es un hombre del que la tribu se siente orgulloso, y decimos que ocupará el lugar que le corresponde entre nosotros.
Arika notó un sabor amargo en la boca.
—Ya no eres joven, Señora —dijo Erek con tono persuasivo—. Alguien ha de sustituirte cuando desaparezcas. Nel es la bisnieta de Elen. ¿Quién mejor que ella?
Arika abrió la boca para sugerir a Siguna, pero volvió a cerrarla. En aquel momento, lo peor que podía hacer era proponer a una forastera.
—Hay muchas chicas del Ciervo Rojo que podrían sustituirme —dijo.
—Ninguna como Nel —replicó Neihle.
No se estaba oponiendo a la candidatura de Nel, por supuesto, y todos lo sabían.
En el río nadaban gansos. Arika desvió la vista hacia los puntos negros dispersos sobre las aguas doradas, sólo identificables por sus graznidos. Su vista ya no era como antes. En verdad, estaba envejeciendo.
Ronan había ganado. Los hombres intentaban engañarla hablando de Nel, pero Arika sabía lo que pasaría. Ronan tomaría el mando de la tribu y Nel se lo permitiría.
—¿Cuándo hablasteis de esto con Ronan? —preguntó con acritud. «A mis espaldas», quería decir.
Tyr no mostró el menor atisbo de vergüenza.
—No lo hemos hecho.
Arika tardó unos segundos en comprender.
—¿No habéis hablado de esto con él?
—Antes queríamos hablar contigo, Arika —dijo Neihle.
—Muy amables —replicó con gélida cortesía. Al menos, su hermano tuvo el detalle de mostrarse avergonzado—. ¿Cuándo pensabais hablar con Ronan? —preguntó.
Se miraron entre sí.
—Id a buscarle —ordenó a Tyr.
«Que lo hagan ahora —pensó—. En mi presencia. Vamos a dificultarles las cosas.»
Tras un momento de vacilación durante el cual intercambió una mirada con los demás hombres, Tyr se levantó y caminó en dirección al campamento principal.
Ronan también había hecho planes para el futuro. De hecho, Unwar y él terminaban de hablar cuando Tyr solicitó la atención de Ronan.
—Por supuesto —accedió Ronan, sin prestar mucha atención, aún absorto en la conversación que acababa de concluir. Se despidió del jefe del Leopardo y se volvió hacia Tyr.
—También será necesaria la presencia de Nel —dijo Tyr.
Sus palabras concitaron la atención de Ronan. Miró a Tyr y frunció levemente el ceño.
—¿Quieres decirme para qué? —preguntó.
Tyr meneó la cabeza.
—Lo sabrás enseguida.
—Nel está con las cautivas.
—Espera aquí. Iré a buscarla.
Ronan se cruzó de brazos, se balanceó sobre los pies y contempló la bandada de gansos que nadaban en el río. Su mente volvió a la conversación con Unwar. Había salido mejor aún de lo que esperaba. Empezó a meditar sobre sus planes para el futuro.
Un perro lanzó un aullido de dolor. Ronan se volvió y vio que Sintra miraba indignada a Nel.
—¡Se metió debajo de mis pies! —exclamó Tyr—. No la vi.
Nel palmeó la cabeza de la perra y siguió andando.
—Siempre procura estar a mi lado, Tyr, y va más despacio porque está embarazada. Lo siento. Tendría que haberte advertido que fueras con cuidado.
—Malditos perros —rezongó Ronan cuando llegaron a su lado. Sintra se apretó contra las rodillas de Nel—. Nigak posee mucha más inteligencia, por no hablar de dignidad, para dejarse pisotear.
—Es verdad —reconoció Nel. Sin que Tyr la viera, dirigió una mirada inquisitiva a Ronan. Éste se encogió de hombros, para indicar que no tenía ni idea. Los dos siguieron a Tyr.
Ronan experimentó una gran sorpresa cuando vio a Arika con los hombres. Lanzó una rápida mirada a Nel y vio que arrugaba el entrecejo.
«¿Qué ocurre aquí?», pensó.
Los hombres del Ciervo Rojo estaban sentados en círculo, e indicaron el lugar que habían reservado a Ronan y Nel. Ronan se sentó y miró a Arika, perplejo y algo inquieto.
Pero fue Neihle, no Arika, quien empezó a hablar. Tuvo que repetir dos veces su parlamento para que Ronan lo comprendiera.
Vaya, pensó. Miró con asombro a los hombres que le rodeaban. Conocía muy bien aquellos rostros. Había crecido con ellos. Sus ojos se detuvieron en Arika, que le devolvió la mirada, la cabeza erguida con orgullo, los ojos brillantes. Había llegado el momento de su derrota y ambos lo sabían. Nunca había aparentado más autoridad.
Los gansos levantaron el vuelo. Llenaron el cielo y sus graznidos despertaron ecos en el valle.
—¿Y mi pueblo de la tribu del Lobo? —se oyó preguntar.
—Serán bien recibidos de nuevo en el seno de sus antiguas tribus —contestó Neihle—. Al fin y al cabo, estas montañas se han salvado de la destrucción gracias, en gran parte, a la tribu del Lobo.
—Los miembros de tu pueblo que adoran a la Diosa pueden integrarse en nuestra tribu —añadió Erek.
Se hizo el silencio. Los gansos volaban río arriba, sin dejar de graznar. Ronan vio que se alejaban hacia los devastados poblados de las tribus del Zorro y el Oso.
—¿Y bien? —dijo Tyr.
Ronan se volvió hacia Nel, que permanecía a su lado en completo silencio. «¿Qué haré? —le preguntó con la mirada—. ¿Qué quieres que haga?»
Ella le devolvió la mirada con semblante grave y posó una pequeña mano sobre su rodilla. Ronan comprendió, al sentir la suave presión, que dejaba la decisión en sus manos.
Siempre había deseado ser el jefe del Ciervo Rojo. Incluso de niño, en lo más profundo de su corazón, lo había deseado. Cuando le habían expulsado de su hogar y se convirtió en un paria, un exiliado, juró que volvería como jefe. En parte, su deseo le había impulsado a casarse con Nel, porque por su mediación lograría sus propósitos.
No dejaba de ser irónico que, ahora que se lo ofrecían, ya no le importara. Aún más, ya no lo deseaba. Comprendió, con el corazón henchido de alegría, que al fin se había liberado de su madre.
Cubrió con su mano cálida los pequeños dedos posados sobre su rodilla.
—Ya he decidido que la tribu del Lobo no regresará al valle. No hay espacio suficiente para tanta gente, y los supervivientes de las tribus del Zorro y el Oso se unirán a nosotros. Ocuparemos los antiguos poblados de las dos tribus. He conseguido que la tribu del Leopardo, nuestro vecino más próximo, acepte la decisión. Unwar nos ha ofrecido su bienvenida.
El silencio era absoluto. Hasta el sonido de los gansos se había desvanecido. Nel enlazó los dedos con los suyos.
—¿No volverás con nosotros? —preguntó por fin Neihle.
—No, tío. Ya tengo una tribu que depende de mí. No puedo abandonarles ahora.
Silencio.
—Estoy orgulloso de ti, hijo mío —dijo Arika.
Ronan sonrió, con auténtico humor.
—Estoy seguro, madre —dijo—. Estoy seguro.