CAPÍTULO XXXVII

Siguna y Vili abandonaron al día siguiente el campamento, escoltados por Nel y Kasar. Los cuatro montaban las yeguas que Nel había utilizado para transportar los escudos. Arika había decidido seguirles a pie, acompañada por las muchachas del Ciervo Rojo que habían custodiado a Vili.

—He depositado esperanzas en Siguna —dijo Arika a Nel, después de su breve entrevista en la cueva con Siguna y Vili—. Sin embargo, es necesario que vea a su padre.

Nel no había pedido más explicaciones a la Señora, pues en este caso los deseos de Arika coincidían con los de Nel. Ésta había partido del campamento del Ciervo Rojo al amanecer del día siguiente, con Kasar y los dos hermanos.

Vili estaba impresionado por lo bien que cabalgaban las dos mujeres que le acompañaban. Sabía que Siguna era una excelente jinete, por supuesto, pero nunca había querido admitirlo. Y la otra, la llamada Nel…

—Cabalgas bien —gruñó, después de seguirla al galope por una pradera.

La joven le dirigió una sonrisa cordial.

—Vuestras yeguas son diferentes de nuestros caballos —dijo—. Cuesta acostumbrarse.

Vili solo entendió algunas de sus palabras, y pidió ayuda a Siguna con los ojos. Su hermana tradujo. El interés de Vili se despertó al instante. Nada podía atraer más la atención de Vili que hablar de caballos.

—¿En qué son diferentes? —preguntó.

—La forma de vuestros caballos es diferente —explicó Nel—. Aquí. —Señaló la línea del lomo de su yegua—. Y aquí. —Indicó las patas—. Las patas son cortas.

—¿Cortas?

No le gustaba lo que oía.

—Comparadas con las nuestras —contestó Nel—. Ya lo verás. Te enseñaré nuestros sementales cuando lleguemos al campamento de mi marido.

Siguna tradujo. Vili asintió.

—Entiendo. —Frunció los labios—. Cortas. Hum.

Nel sonrió.

El sol se estaba hundiendo tras el horizonte cuando Nel y su grupo llegaron al linde del valle y contemplaron la amplia pradera que atravesaba el río Dorado, durante su largo viaje hasta el mar. Vieron un gran campamento que se extendía a la orilla del río y, valle arriba, una manada de caballos que apacentaba bajo el sol agonizante.

—Nuestros caballos —dijo Vili.

—¿Dónde están nuestros hombres? —preguntó Siguna a Kasar.

Kasar se protegió los ojos del sol.

—Supongo que en el campamento, con nuestros hombres. Vamos. —Kasar espoleó su yegua hacia el borde de la colina—. Pronto lo sabremos.

Ronan y Fenris llevaban hablando un buen rato, y ambos consideraban frustrante la barrera idiomática que les separaba, una pérdida de tiempo. Por su culpa, sólo conseguían comunicarse mediante palabras e ideas sencillas, y trataban de llegar a un acuerdo sobre el futuro de la tribu de Fenris, una cuestión nada sencilla.

Oyeron la voz de Siguna, exclamando una palabra que Ronan desconocía. Vio que la cabeza de Fenris se erguía al oírla, y vio la expresión que aparecía en el rostro del kain. Fenris se levantó justo a tiempo de coger en brazos a su hija.

Siguna no cesaba de repetir la misma palabra, sin dejar de abrazar a Fenris. Ronan llegó a la conclusión de que la palabra debía de ser «padre».

Ronan comprendió con satisfacción que, con Siguna en el campamento, ya tenía traductor. Entonces apareció un joven, que también repetía la misma palabra. El kain miró por encima de la cabeza de Siguna.

—Vili —dijo, y extendió la mano.

El muchacho se llevó los dedos de su padre a la frente, en un gesto de respeto y cariño, y dijo algo que Ronan no entendió.

«¿Cómo ha llegado aquí Vili?», se preguntó Ronan. Frunció el ceño, se volvió y vio que su mujer se dirigía hacia él, seguida como de costumbre por los perros. La oleada de alegría y regocijo que siempre experimentaba cuando la veía hinchió su corazón. Una sonrisa iluminó su cara.

—¿Has venido para asegurarte de que no maltrato a tus caballos? —gritó.

—Sí —replicó Nel—. ¿Para qué, si no, habría venido? —Sin aminorar el paso, se precipitó en sus brazos.

Siguna retrocedió un poco para examinar el rostro de Fenris.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, sin apartar la vista del gran moretón que adornaba su sien derecha.

—Estoy bien —murmuró el kain. Miró a su hijo—. ¿Te has enterado? Nos han derrotado.

—Lo sé —contestó Vili con semblante sombrío.

—Esto es lo que queda. —Fenris señaló a los hombres congregados detrás de él, junto a la orilla del río.

—Cuesta creerlo —dijo Vili—. Tantos hombres muertos. —Su mirada se posó en el kain—. ¿Y tus anda, padre?

—Bragi ha sobrevivido. Recibió algunas heridas, pero los hechiceros dicen que se recobrará.

El rostro de Vili reflejó alegría.

—Nos sorprendieron —continuó Fenris. Miró a Ronan—. Ése de pelo negro es muy listo. Nos atacó por la noche. Me sorprendió.

—¿Qué ocurrirá ahora, padre? —preguntó Siguna—. ¿Qué va a hacer Ronan contigo?

—Estábamos hablando de eso cuando llegasteis. Conoces bien su idioma, Siguna. Me alegro de que estés aquí. Nos ayudarás a entendemos mutuamente.

Aún protegida por el abrazo de su padre, Siguna miró a Ronan.

—Mi padre quiere que haga de intérprete.

Ronan asintió.

—Yo he pensado lo mismo. Hemos hablado durante la mitad de la tarde sin hacer muchos progresos.

—¡No irás a matarle! —se apresuró a decir Siguna.

La expresión de Ronan era impenetrable.

—Si fuera a matarle, Siguna, no discutiría la cuestión con él.

—Entonces será un placer ayudaros a entenderos —dijo con dignidad Siguna.

—Gracias.

—Creo que deberíamos comer antes de empezar a discutir —sugirió Nel.

Ronan deslizó la mano bajo la trenza de su esposa y la apoyó en la nuca.

—¿Has traído hierbas de cocina? —preguntó.

Ella sonrió y meneó la cabeza.

—He traído hierbas medicinales.

Ronan suspiró.

Mientras escuchaba la conversación que sostenían Ronan y Nel, Siguna notó que su pecho se liberaba de un gran peso. Ronan iba a hacer un trato con su padre. No habría más muertes. Fenris se salvaría. Una trémula sonrisa apareció en su rostro.

—¿Quién cocinará para mi padre? —preguntó con tono desenvuelto.

—Los mismos hombres que cocinan para nosotros —replicó Ronan—. Pregúntale qué le gusta comer.

Siguna se volvió hacia Fenris, el rostro iluminado de alegría y alivio.

—Ronan quiere saber qué te gustaría comer, padre.

El kain se quedó estupefacto.

—¿Qué me gustaría comer?

—Sí. Le gusta que una mujer prepare su comida.

Fenris sonrió.

—Dice la verdad —dijo a su hija. Miró a Ronan y asintió—. Se echa de menos la mano de una mujer —dijo.

—Junto al río encontraremos algo que podamos utilizar para sazonar la comida —dijo Nel a Siguna—. Acompáñame a mirar.

—De acuerdo —aceptó Siguna. Se volvió hacia Fenris—. Nel y yo vamos a buscar hierbas para tu comida. Volveremos enseguida.

Fenris miró sucesivamente a su hija, a Nel y a Ronan, y de nuevo a su hija. Meneó la cabeza, perplejo.

—Está bien —dijo. Miró de nuevo a Ronan.

—Hablaremos después —dijo Ronan. Imitó el gesto de comer. Toda la alegría había desaparecido de su cara. Estaba muy serio.

Fenris asintió.

—Sí —dijo en el idioma del Clan—. Hablaremos.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Nel a Ronan.

Habían terminado de comer y paseaban lentamente junto al río, en dirección al rebaño de yeguas.

—Los hombres creen que estoy loco por no haberles matado a todos —contestó Ronan—. Tuve una discusión con los jefes al respecto. Neihle me apoyó y Haras también, al final.

Nel deslizó la mano en la suya y rodeó su pulgar con los dedos.

—Les dije que la batalla de la garganta había sido diferente; —prosiguió Ronan—. Que allí no me quedó otra alternativa. Estábamos en peligro. No podía permitirme el lujo de tomar prisioneros, y fue más bondadoso rematar a los heridos que dejarles a merced de las hienas. Pero esta vez… Esta vez hemos acabado con ellos.

La única respuesta de Nel consistió en llevarse la mano de Ronan a la mejilla.

—Seguí pensando en lo que habías dicho cuando capturamos a Vili —dijo Ronan—. Si actuamos como ellos, somos tan malvados como ellos, dijiste. Estoy convencido de que tenías razón, Nel. Si mato a estos hombres, seré como ellos cuando destruyeron las tribus del Zorro y el Oso.

El sol poniente teñía de rojo el río. Al otro lado, un pequeño rebaño de ciervos se había acercado a beber agua. Algunos cuervos volaban en círculo sobre un montículo de piedras.

—Quemamos a sus muertos y enterramos los restos —dijo Ronan, sin apartar los ojos de las piedras—. Ordené amontonar piedras encima para impedir que los depredadores excavaran la sepultura.

Nel suspiró.

—Si quemasteis a los muertos, ¿cómo encontrarán el camino al otro mundo?

—Fenris me dijo que lo hiciera. Eran sus hombres.

Caminaron un rato en silencio.

—Es un pueblo muy extraño —dijo Nel.

—Sí.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —repitió Nel.

—He estado pensando que les enviaré de regreso al norte, Nel, para que se establezcan allí. No existen motivos para que lleven una vida diferente de la nuestra, una vida en que cacen animales, en vez de hombres.

—¿De vuelta a la tundra helada? —preguntó con incredulidad Nel.

Al oeste, rayas rojas y negras cruzaban el cielo; el perfil de Ronan se recortaba nítidamente contra él.

—No —dijo—. Estaba pensando en la tierra cercana al punto donde el río Dorado desemboca en el mar. Era tierra del Clan, lo sé, pero quedan muy pocos hombres del Clan. Es un buen territorio de caza, pececillo. La tribu del Búho vivía bien, hasta que los Domadores de Caballos saquearon su poblado.

Nel asintió.

—Sólo veo un problema. ¿Cómo sabes que se quedarán allí? ¿Cómo sabes que no iniciarán otra oleada de destrucción en cuanto te des la vuelta?

El perfil aquilino de Ronan adoptó una expresión implacable.

—Me quedaré con sus caballos —respondió.

Nel se detuvo. Apretó su pulgar con los dedos y le obligó a volverse hacia ella. El cielo rojo se destacaba detrás de su cabeza como un halo.

—¿Te quedarás sus caballos? —repitió.

—Piensa, Nel. El caballo proporcionó a esos hombres su capacidad de desplazamiento. El caballo les proporcionó su principal arma. Quítales los caballos, y serán como otra tribu cualquiera.

Soplaba una brisa procedente del río, que agitó el cabello negro de Ronan. Algunos mechones cayeron sobre su mejilla.

—Domarán otros caballos, Ronan. Saben cómo hacerlo.

—Tal vez, pero tardarán mucho en capturar caballos salvajes y domarlos. No contarán con la ventaja del valle, como nosotros.

Permanecieron en silencio unos momentos.

—Es cierto —admitió Nel—. Es cierto.

Dieron media vuelta y regresaron al campamento.

—¿Y sus mujeres? —preguntó Nel, al cabo de unos metros.

—Las mujeres del Clan cautivas se quedarán con nosotros. Alguna de nuestras tribus las acogerá, o volverán con las tribus del norte que siguen intactas, si tienen familiares.

Nel sonrió.

—Buena idea —dijo—. Desde que averiguamos la existencia de las cautivas, he estado pensando en qué íbamos a hacer con ellas, pero tú has encontrado la respuesta. Como siempre.

—Fenris tendrá que acceder, por supuesto.

—No le queda otra alternativa.

El kain no tardó en llegar a la misma conclusión que Nel, y aceptó las condiciones de Ronan.

—¿Se quedarán nuestros caballos? —preguntó horrorizado Vili, cuando se enteró a la mañana siguiente—. ¡Sin nuestros caballos seremos una tribu como las demás!

—Eso es precisamente lo que él quiere —explicó un cansado Fenris—. Quiere impedir que volvamos a cabalgar por estas tierras.

—¡Padre! —Los ojos grises de Vili centellearon—. Bastará con que finjamos ir hacia al norte. Después volveremos sobre nuestros pasos y robaremos los caballos.

—Ronan ya ha pensado en eso, Vili. Algunos de sus hombres nos escoltarán.

—¿Espera que caminemos hasta el río?

—Sí.

—¡El invierno caerá sobre nosotros antes de que lleguemos a la tierra de la que habla!

Fenris se encogió de hombros.

—También se quedará con nuestras cautivas —añadió al cabo de unos momentos.

—¡Esto es un ultraje! —rugió Vili.

El kain enarcó una ceja rubia.

—Me asombra que continuemos vivos, Vili. Piensa en ello, hijo mío. Si ese Ronan fuera como yo, ya habríamos sido pasto de las llamas.

Vili frunció el ceño, observó la mirada de su padre y bajó la vista.

Cuando levantó los ojos, vio con estupor que Siguna se acercaba, acompañada de Arika.

—En nombre del Fulminador —masculló—, ¿qué hace aquí?

—Padre —dijo Siguna—, ésta es la Señora del Ciervo Rojo. Desea conocerte.

Fenris dirigió a su hija una mirada de perplejidad.

—¿Señora? ¿Qué es una Señora?

—El jefe del Ciervo Rojo es una mujer. La llaman Señora.

Fenris volvió sus inescrutables ojos grises hacia Arika. Ella sostuvo su mirada.

—De modo que éste es tu padre, Siguna —dijo.

Fenris continuó contemplando a la mujer. La piel envejecida de Arika no lograba disimular por completo la belleza de su rostro, y su mirada transparentaba una crueldad sin límites. Fenris sonrió lentamente.

—Una mujer jefe —masculló.

Siguna fue a traducir el comentario, pero Fenris apoyó la mano en su brazo para detenerla.

—¿Eres kain? —preguntó a Arika.

Arika inclinó la cabeza.

—Sí. Soy kain.

Fenris miró a su hija.

—Esta gente no deja de asombrarme —dijo.

Vili se encontraba de pie junto al río y contemplaba con ojos escocidos el rebaño de caballos que pastaban al final del prado. Mientras miraba, un jinete montado en un caballo gris surgió de las sombras de las montañas y galopó hacia el rebaño. Era Ronan, a lomos de su joven semental.

El caballo era magnífico, tuvo que admitir Vili, más alto que los suyos, con una crin larga y lacia, muy diferente a la corta y gruesa de los caballos a que Vili se había acostumbrado.

El semental se fue excitando a medida que se acercaba a las yeguas, pero Ronan lo gobernó con mano férrea. «¡En nombre del Fulminador, eso sí es un caballo!», pensó Vili.

Oyó una voz de mujer detrás de él. Se volvió y vio a la muchacha morena del Ciervo Rojo. Advirtió al instante que venía sola y desarmada. Intercambiaron una mirada. Vili reparó con sorpresa en que sus ojos no eran castaños, como había pensado, sino azul oscuro.

—¿Dónde lanza? —preguntó con ironía, y señaló su mano.

Ella se encogió de hombros.

—No la necesito.

Era muy bonita, pensó él, y experimentó una intensa excitación. Hacía mucho tiempo que no yacía con una mujer. Entornó los ojos y la examinó con cautela. ¿Por qué había ido en su busca?

La muchacha sonrió.

—Pareces bueno —dijo. Le miró de arriba abajo—. Vas a enseñarme hasta qué punto.

Vili parpadeó. ¿Habría entendido mal? La chica extendió la mano.

—Ven —dijo—. Yo te guiaré.

Vili no vaciló. Cogió su mano y dejó que la muchacha le alejara del campamento, en dirección a la ladera de la montaña. Tenía la mano encallecida como la de un chico. Oyó que alguien gritaba detrás de ellos. La muchacha se volvió y gritó algo a su vez. Lanzó una carcajada.

Avanzaron hacia los árboles. Vili notaba que la sangre latía en sus venas. Por un momento, pensó que tal vez llevaba un arma oculta para matarle, pero no le importó, siempre que antes la poseyera.

Cuando llegaron a la ladera, la joven soltó su mano y empezó a subir por el sendero que los hombres habían elegido para bajar unas noches antes. Vili la imitó.

Cuando habían recorrido una cuarta parte de la distancia que les separaba de la cumbre, encontraron un pequeño claro, protegido por pinos y abedules. La muchacha se volvió hacia él.

—Me llamo Lara —dijo.

El joven apoyó un dedo sobre el pecho.

—Vili.

—Eres muy… —Pronunció una palabra que él no entendió.

Frunció el ceño.

—Guapo —repitió la chica.

Vili se encogió de hombros, impaciente, sin comprender. No tenía interés en hablar. Cogió su brazo y la atrajo hacia él. Ella aceptó de buena gana y acercó la boca a la suya.

Mientras Vili la besaba, recorrió su cuerpo con las manos. Ella se frotó contra él. Vili gruñó y, de un solo movimiento, la derribó. Apoyó una rodilla sobre cada una de sus caderas y empezó a quitarse los pantalones.

—No, no, no —dijo Lara.

La repentina caída al suelo le había quitado el aliento, pero sus ojos brillaban. Vili la miró sin comprender. ¿Qué quería decir? Estaba loca si pensaba que ahora iba a dar marcha atrás.

—Despacio —dijo Lara—. Es mejor. Así.

Desató las tirillas de su camisa, cogió la mano de Vili y la posó sobre su pecho desnudo. El joven cerró la mano y sintió el pezón erecto contra su palma. Ella sonrió.

—Sí —graznó—. Bueno.

Sin mostrar temor, ella le indicó por señas que se tendiera a su lado y, asombrado de su propia reacción, Vili obedeció.

La siguiente hora constituyó toda una revelación para Vili. Jamás había soñado que el coito admitiera tantos prolegómenos. Ni que la prolongada agonía diera lugar a un placer tan infinito.

La primera vez no pudo esperar mucho, pero la segunda se demoró bastante rato. Lara poseía habilidades que, se dijo Vili, enseñaría a todas las mujeres con las que yaciera a partir de entonces. Descubrió un placer que desconocía al ver que Lara se excitaba y disfrutaba tanto como él. No había conocido a mujeres que sintieran de aquella manera. Era una indudable mejora, pensó, sobre el breve y solitario placer que había experimentado en las ocasiones anteriores.

Cuando todo terminó, Vili quedó tendido de espaldas, mirando el cielo azul. Pensó en las mujeres de su padre y en la expresión que acudía a sus rostros cuando el kain las miraba. Vili siempre la había atribuido a que su padre era fuerte como un semental. Ahora, sospechaba que había algo más.