CAPÍTULO XXVIII
Una semana después del encuentro entre Ronan y Morna, ésta dio a luz. Ronan no había mencionado a Nel la conversación sostenida con su hermana, de la que había salido consternado y abatido. Por primera vez, temía que Nel y él no se pusieran de acuerdo. Morna había encontrado un arma que golpearía en el mismísimo corazón de su vida, su relación con Nel, y no sabía qué hacer.
Durante aquella semana de espera, Ronan se dijo que Morna estaba equivocada. Todas las mujeres temían morir cuando se acercaba la fecha del parto, pensó. Era una tontería preocuparse por las palabras de una mujer enferma y malvada. Ya tenía bastantes problemas para cargar con los de otros.
Había nacido un bebé poco después de que las tribus se reunieran en la Gran Caverna, y el de Morna fue el segundo. Las mujeres la condujeron a la choza lunar y, tras un día y una noche de penosos esfuerzos, quedó claro que el parto iba a resultar más difícil de lo previsto.
Arika permaneció al lado de su hija, rezó oraciones a la Madre y llevó a cabo todos los ceremoniales que debían facilitar la salida del bebé. Pero las horas transcurrían y el bebé no llegaba.
Morna sufría terriblemente. Una lúgubre sensación se había apoderado del campamento. Todo el mundo sabía que estaba tardando demasiado.
A medida que avanzaba el día, la congoja de Ronan aumentaba. Morna había presentido su muerte, pensó. Moriría y le dejaría a su hijo.
«¿No te hará gracia, Ronan, ver a mi hijo cada noche junto al hogar, ver a tu amada Nel apretándole contra su corazón?»
La tarde estaba muy avanzada cuando Berta se encaminó al campamento de los hombres para darles la noticia: Morna había muerto y dejado a su hijo al cuidado de Nel y Ronan.
Todas las células de Nel suspiraban por el bebé. Cuando Arika depositó al hijo de Morna en sus manos, la alegría inflamó su corazón. Se avergonzó de aquella alegría, pero fue incapaz de contenerla. Sus brazos se cerraron en torno al diminuto y cálido bulto, y contempló el rostro perfecto del hijo de Morna.
—Una mujer del Ciervo Rojo le ha dado de mamar —dijo Arika—. Tendrás que buscar a una mujer de tu tribu, porque es evidente que tú no puedes darle el pecho.
Nel miró el rostro estragado de Arika, y la alegría se trocó en compasión.
—¿Quieres sentarte y tomar una infusión, Señora? —dijo—. Pareces muy cansada.
Arika exhaló un suspiro entrecortado.
—Sí. Tomaré el brebaje contigo, Nel.
—Yo me encargaré del bebé mientras hablas con la Señora, Nel —dijo Beki en voz baja—. Le pondré a dormir junto al pequeño de Eken.
Nel no quería apartarse del niño, pero observó la cara de Arika y trasladó el precioso bulto a los brazos de Beki. Las demás mujeres se marcharon y las dejaron a solas junto al fuego.
—Ella sabía que iba a morir —dijo Arika—. Me dijo, cuando empezaron los dolores, que no viviría para ver a su hijo. —Arika agachó la cabeza. Parecía acabada, vieja—. Es la única vez que he visto a la Diosa en Morna, cuando me dijo que iba a morir.
La boca sensible de Nel se curvó en una mueca de dolor.
Arika irguió la cabeza.
—Dijo que iba a morir y que tú debías quedarte con el niño.
Nel asintió con gravedad.
—Soy la única mujer superviviente de la estirpe de su madre, y Ronan es su único hermano. Es natural que pensara en nosotros.
Arika miró fijamente a Nel.
—Puede que eso sea cierto, pero Morna no te eligió por ese motivo. ¿No lo comprendes, Nel? —Arika hizo una pausa y escrutó los ojos de Nel—. Lo hizo para castigar a Ronan.
—Ah… —Nel se llevó la mano a la garganta—. No había pensado… —En realidad, sólo había pensado en el niño.
—Te he traído el niño porque se lo prometí a Morna —dijo Arika—, pero Ronan y tú debéis decidir si os lo quedáis o no.
—A Ronan no le importará —tartamudeó Nel.
—Al contrario. —La voz de Arika sonó áspera—. Creo que le importará muchísimo.
Nel inclinó la cabeza.
—Puedo buscar a alguien de la tribu que quiera quedárselo —explicó la Señora—. No le abandonaré, Nel. No temas al respecto.
Nel se estremeció.
Arika habló con tono más cariñoso.
—¿Nunca has concebido?
Nel negó con la cabeza. Con la vista gacha, confesó a Arika su creencia de que había ofendido a la Madre. Después, repitió lo que Ronan le había dicho.
—¿Ronan dijo eso? —preguntó Arika con perplejidad.
—Sí.
—Me sorprende —dijo su madre—. No para de sorprenderme. —Miró el rostro semioculto de Nel—. Quizá me vuelva a sorprender y permita que te quedes con el niño.
Nel levantó la cabeza.
—No es suficiente que diga que puedo quedarme el niño por mi bien. También debe aceptarlo. —Los ojos de Nel relampaguearon—. Tanto Ronan como yo sabemos lo que es crecer en un lugar donde no te quieren, y eso no es bueno. Jamás haría eso a un niño. ¡Jamás!
Arika estaba muy pálida. Dejó en el suelo su infusión.
—En ese caso, debes hablarlo con él, y después me informas. —Se puso en pie lentamente, como una anciana—. Ahora he de irme y ocuparme de sepultar a mi hija.
Dio media vuelta y se alejó con aire cansado.
Ronan envió a sus hombres a cenar, pero él no se quedó en el campamento. Notó que los hombres le miraban mientras salía del valle, seguido de Nigak. Todos conocían ya la noticia propagada por Berta, y sabía que los hombres se estaban preguntando que iba a hacer con el hijo de Morna.
Tomó el sendero que conducía a la Gran Caverna, pero en cuanto estuvo fuera de la vista del valle se desvió hacia el sur, en dirección a los riscos. Aún no estaba preparado para enfrentarse a Nel.
«¿Qué puedo hacer?»
Berta le había dicho que Nel aceptaba al bebé. Bien, no era sorprendente. Desde el primer momento sabía que Nel se quedaría con el niño. Había intentado ocultarle su decepción cuando su sangre lunar había empezado a fluir, pocos días después de yacer juntos en la cueva sagrada, pero había visto miedo en sus ojos.
Si decía que jamás podría aceptar en su corazón al hijo de Morna, ella lo comprendería. Se desprendería del bebé. Más que nadie, Nel comprendería el error de dejar un niño donde no era deseado.
Pero había visto dolor en sus ojos.
«¿Qué puedo hacer?»
Se detuvo al divisar la solitaria silueta femenina que caminaba hacia él a lo largo de la base del risco. Por un momento, el pánico le petrificó. Nigak gimió. Entonces Ronan vio que el cabello de la muchacha no era rojo dorado, sino plateado, y su corazón recobró su ritmo normal.
Era la hija de Fenris. Siguna. Frunció el ceño. No debía estar allí. Avanzó, con Nigak pisándole los talones.
Siguna vio a Ronan casi en el mismo momento en que él la divisaba, y se detuvo junto al risco, con la vista clavada en Nigak. Se había acostumbrado a los perros de Nel, pero el lobo todavía la asustaba.
—¿Qué haces aquí sola? —preguntó Ronan.
Para alivio de Siguna, Nigak pasó de largo y olfateó el pie del risco.
—¿Dónde están Thorn y Mait? —preguntó Ronan. Ella levantó los ojos y vio que tenía el ceño fruncido.
—Han regresado a la Gran Caverna. Quería estar sola.
Las arrugas de la frente de Ronan se ahondaron.
—Te gusta estar sola, ¿eh?
Siguna respiró hondo y se serenó. No sabía por qué, pero Ronan siempre conseguía inquietarla. Le respondió con tono imperturbable.
—Estos últimos días no han sido fáciles para mí, y Thorn y Mait lo comprendieron.
Advirtió que Ronan recordaba por qué no se había unido a la alegría generalizada del campamento. Se pasó la mano por la frente, como si quisiera borrar su expresión hosca.
—Lo siento, Siguna —dijo con más suavidad. Dejó caer la mano—. Hay animales peligrosos en estos alrededores; no debes alejarte tanto del campamento.
Siguna pensó que parecía cansado y que tampoco él se encontraba en su lugar habitual. ¿Estaría buscando también soledad?
—¿Ocurre algo? —preguntó.
Un cuervo voló sobre sus cabezas, y sus alas batieron en el silencio. Una imagen de lo que los cuervos habrían hecho durante la semana pasó por la mente de Siguna; se estremeció. Oyó la voz de Ronan como procedente de muy lejos.
—¿Es posible que no te hayas enterado?
Meneó la cabeza y se obligó a concentrarse en sus palabras.
—No sé nada.
—Pensaba que todo el mundo lo sabía. —Él también estaba mirando el cuervo, los ojos entornados para protegerlos del sol y la amargura reflejada en las duras líneas de su boca—. Se trata de Morna. Murió al dar a luz y dejó su hijo al cuidado de mí y de Nel.
El aliento de Siguna siseó en su garganta.
La amargura se acentuó en la boca de Ronan.
—Sí. Cuesta creerlo, ¿verdad?
Siguna se sentó sobre una roca grande que sobresalía de la ladera. Sabía lo que había entre Ronan y su hermana; a las dos semanas desde su llegada a la tribu del Lobo ya le habían contado la historia. También estaba enterada de la esterilidad de Nel y la pena que le causaba.
—No lo sabía —dijo, y miró al rostro tétrico de Ronan.
—Bien —gruñó él—, ahora ya sabes por qué me resisto a volver a casa.
El que hablara con ella de aquella forma sorprendió a Siguna. Comprendió que sus confidencias eran una forma de disculparse por haber olvidado las aflicciones de ella.
—¿Nel aceptará al niño? —preguntó en voz baja, dispuesta a dejar el tema si él se lo pedía.
Ronan apoyó una mano contra la pared del risco y agachó la cabeza para mirarla.
—¿Tú qué opinas?
—Creo que no le importará de quién sea el bebé —respondió con sinceridad—. Lo querrá.
El rostro de Ronan no albergaba la menor expresión.
—Eso espero.
Siguna apartó los ojos de aquel rostro inexpresivo y los desvió hacia la mano apoyada contra el risco. Era una mano más delgada que la de su padre, pero la manga levantada dejaba al descubierto un antebrazo musculoso y bronceado.
—Nel quiere un hijo —dijo Ronan—, y cuando una mujer abriga tal deseo en su corazón nada que un hombre diga o haga lo cambiará.
Siguna apartó la vista de aquella mano tan excitante. Murmuró algo sobre lo duro que era para un hombre aceptar el hijo de otro hombre.
Ronan meneó la cabeza, para indicar que ése no era el problema.
—Soy el hermano de su madre —explicó—. En la tribu del Ciervo Rojo el pariente varón más unido a un niño es el hermano de su madre. Tengo obligaciones hacia ese niño. Lo sé, pero… —Su voz enmudeció. Su rostro se veía más inexpresivo que nunca.
Estaba pidiendo ayuda, pensó de repente Siguna. Por eso hablaba de su problema con ella. Buscaba una forma de conseguir aceptar a aquel niño.
De pronto, Siguna deseó con todas sus fuerzas ayudarle. Respiró hondo antes de hablar.
—En ese caso, ¿por qué no le aceptas, Ronan? —preguntó.
Las fosas nasales de Ronan se dilataron.
—Creo que la respuesta es obvia. Se trata del hijo de Morna. —La forma en que pronunció el nombre de su hermana dio cuenta de la gran repugnancia que sentía.
Siguna examinó el rostro moreno y arrogante, recortado contra el cielo azul cobalto.
—¿Tienes miedo de que el niño sea como Morna?
Ronan asintió con su cabeza de cuervo.
Dos ciervos rojos, macho y hembra, aparecieron de súbito entre los riscos que ocultaban el sendero que corría hacia el sur. Mientras Siguna los miraba, repararon en la presencia de Nigak y desaparecieron con tanta rapidez como se habían materializado.
Era una señal, pensó Siguna. El ciervo simbolizaba a la Madre. De pronto, comprendió que la Diosa había provocado que Ronan y ella se encontraran aquel día.
Por primera vez en su vida, Siguna cerró los ojos y rezó. «Ayúdame, Madre. Si en verdad me has enviado a este hombre, inspírame las palabras que debo pronunciar.»
Siguna abrió los ojos. Miró a Ronan.
—Hemos criado caballos en nuestra tribu durante generaciones, Ronan, y cualquiera de nosotros te dirá que, por salvaje que sea el semental o la yegua, si el potro es amansado de joven, será tuyo. El color, la velocidad, el temperamento, todo eso procede de sus padres, pero el espíritu pertenece al domador. Creo que es tan cierto para los niños como para los potrillos.
Ronan guardó silencio largo rato.
—No sé —dijo por fin. De repente, pareció muy inseguro y muy joven—. No sé —repitió.
El corazón de Siguna se conmovió. Sus manos deseaban ir hacia él, pero se las cogió sobre el regazo. Imprimió frialdad a su voz para disimular sus sentimientos.
—¿Cómo habría sido Nigak si su madre le hubiera criado? —preguntó—. Habría sido el mismo lobo en carne y huesos, pero su espíritu sería por completo diferente.
Ambos se volvieron hacia Nigak, que olfateaba el risco en busca del olor de otro lobo macho.
—Tienes razón —respondió Ronan sin apartar la vista de Nigak.
De nuevo, se produjo un silencio. Nigak levantó una pata trasera y dejó su olor en la parte inferior del risco.
Siguna sonrió, como si de repente hubiera comprendido algo.
—Aceptaste a los gemelos en tu tribu, Ronan, cuando nadie lo hacía. ¿Por qué?
Los ojos oscuros de Ronan se veían perplejos, como si no entendiera el cambio de tema. Se encogió de hombros.
—No creo que los bebés puedan ser perversos —dijo. Enmudeció al oír sus propias palabras.
Esta vez, el silencio se prolongó durante mucho rato. Siguna divisó varios íbices en lo alto de los riscos. Un macho de cuernos afilados estaba reclinado sobre la superficie de un peñasco plano. Mientras la joven miraba, su cabeza se hundió lentamente bajo el peso de la cornamenta, hasta que su morro tocó la roca. La levantó y volvió a bajarla.
La voz de Siguna pareció surgir de su interior, de un lugar que jamás había sondeado:
—¿Cualquier ser vivo que haya estado en contacto con Nel aprende a ser tierno?
Un sonido muy suave, como el aire al ser exhalado, reverberó en el aire. ¿Era Ronan? ¿O era otra cosa? Siguna paseó la vista alrededor y un par de ojos oscuros la inmovilizaron.
—Posees una sabiduría que sobrepasa tu edad, Siguna —dijo Ronan.
Ella le dedicó una sonrisa resplandeciente.
La expresión del hombre se alteró, y Siguna se vio confrontada de súbito con la mirada dura, penetrante y hambrienta del macho sexual. Era una mirada muy familiar para Siguna. Una mirada que temía y detestaba al tiempo. Por lo general.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Ronan.
Siguna tartamudeó con vacilación:
—T-tres puñados de años.
La mirada oscura resbaló inquisitivamente sobre sus pechos. El pulso de Siguna se aceleró, pero no tenía miedo.
—Demasiado, para ser todavía virgen.
Siguna alzó la barbilla.
—¿Cómo sabes que soy todavía virgen?
Él sonrió, como si la cuestión le divirtiese.
—¿Estabas prometida a algún hombre de tu tribu?
Ella meneó la cabeza con vehemencia. En sus ojos refulgió un reflejo depredador e irónico, y Siguna comprendió con estupor que le deseaba.
Ronan cogió su lanza.
—Vamos —dijo—. Te acompañaré a la Gran Caverna.
Siguna se levantó de la roca y descubrió que sus ojos se habían clavado en la vena que latía en el fuerte cuello de Ronan. Notó que respiraba con rapidez y las piernas le fallaban.
«¿Qué me pasa?», pensó.
—Me cuesta creer que no te gustara un hombre en especial de tu tribu —dijo Ronan con voz suave y espesa.
—Los hombres de mi tribu no son como tú —contestó ella estúpidamente, traicionándose.
Se produjo un embarazoso silencio y Ronan sonrió.
—La mayoría no, desde luego. Heno dice que sería necesario presentarles a Berta.
Siguna comprendió con alivio que la había malinterpretado. Contempló aquella sonrisa embriagadora y logró graznar:
—Creo que Heno tiene razón.
—Un hombre que no valora a una mujer está loco —continuó Ronan, y la mirada depredadora regresó a sus ojos. Su voz enronqueció—. Te prometo, pequeña, que si eliges quedarte a vivir con nosotros, habrá muchos hombres ansiosos de apreciarte en lo que vales.
«Pero tú no serás ninguno de ellos.» En cuanto las palabras se formaron en su mente, Siguna fue presa del pánico. ¿En qué estaba pensando?
Ronan llamó a Nigak y emprendieron el regreso.
—Me alegro de haberte encontrado hoy, Siguna —dijo—. Sin embargo, no quiero que vuelvas a salir sola. No lo digo porque no confíe en ti, sino porque es peligroso.
—Nel pasea sola —replicó Siguna.
—Nel nunca está sola —contestó Ronan—. Si no la acompaña Nigak, lleva los perros. En los últimos tiempos, hasta Pie Blanco la sigue por todas partes como un dócil cachorrillo.
Siguna percibió la inconfundible nota de ternura bajo la aspereza de aquellas palabras.
Con una mezcla de alivio y aflicción, Siguna comprendió que siempre estaría a salvo de Ronan. Podía mirar con interés a una mujer atractiva, pero Nel era la dueña de su corazón.
Siguna nunca había conocido a un hombre como Ronan. Podía ser tan cruel como Fenris; lo había comprobado al andar entre los cadáveres hediondos que llenaban la garganta del Volp. Era un líder que obtenía de sus hombres la misma obediencia que su padre. Sin embargo, no se parecía en absoluto a su padre.
Un hombre que no valora a una mujer está loco.
Siguna no sólo pensaba en Nigak cuando había dicho a Ronan que cualquier ser vivo que hubiera estado en contacto con Nel aprendía a ser tierno.