CAPÍTULO XVII
Nel despertó y descubrió que Nigak estaba lamiendo su cara. Ronan ya no se encontraba a su lado, y experimentó una inmensa soledad. «No seas tonta —se reprendió mientras se incorporaba y palmeaba a Nigak—. Habrá ido a examinar las trampas para cazar aves; volverá.»
Cuando Nigak consideró que había sido saludado con suficiente entusiasmo, Nel se levantó y salió de la cueva. El cielo se veía nublado y gris. No había ni rastro de Ronan. Nel cogió un cráneo y se acercó al arroyo que la noche anterior les había proveído de agua. Llenó el recipiente y se lavó. Después volvió a llenarlo y regresó a la cueva para preparar la infusión de la mañana.
Ronan volvió cuando el agua empezaba a hervir. Llevaba dos codornices en la mano, y de pronto, al ver aquella espléndida figura masculina recortada contra la entrada de la cueva, Nel sintió cierta timidez. Ronan estaba acostumbrado a chicas mucho más experimentadas que ella. No había estado muy acertada anoche… Desvió la vista.
—El brebaje está casi a punto —dijo con voz tensa.
—Estupendo —contestó Ronan—. Yo desplumaré las aves.
Nel le observó con disimulo. Conocía muy bien su aspecto: el porte de sus hombros y clavículas, el arco de su nariz arrogante, el negro abanico de sus pestañas sobre la dura línea de los pómulos, su boca. Rememoró la noche anterior, notó que se ruborizaba y apartó los ojos de su cara para fijarlos en las fuertes y delgadas manos que limpiaban con destreza el ave. Se estremeció y volvió la cabeza.
—¿El dolor te impedirá caminar hoy, Nel?
Su rubor aumentó. Meneó la cabeza.
Se produjo un silencio, pero no el silencio incómodo de los últimos días sino el silencio cálido que siempre habían compartido. Era un silencio de espera.
—¿Pasa algo, pececillo? —preguntó Ronan.
Nel advirtió preocupación en su voz. Volvió a negar con la cabeza. Le miró de reojo.
—Me siento tímida —dijo.
Ronan pareció sorprenderse pero luego sonrió. Nel contempló aquella sonrisa familiar, maravillosa, tan viva, tan seductora, tan poseída por la alegría de vivir, y respondió con otra.
—Acaba de una vez con esas aves —pidió—. Me muero de hambre.
Ronan rió.
—Intento darme prisa.
Prepararon y comieron el desayuno, recogieron sus fardos y reanudaron el viaje.
Una vez más, siguieron los senderos frecuentados por animales, lejos del río y de los lugares donde cazaba la tribu del Ciervo Rojo. El día nublado dificultaba la travesía del bosque, pues no podían orientarse por el sol. No obstante, Ronan conocía bien los bosques y era capaz de orientarse gracias a la corteza de los pinos. La parte más brillante de la corteza siempre miraba hacia el sur. Nel lo sabía, como todos los hombres de su tribu, pero no sabía leer en los árboles como Ronan. Cuando un experto se encontraba ante un cuadrante de árboles de colores brillantes, necesitaba localizar el punto más brillante de la corteza para distinguir el sur del sudeste o el sudoeste.
Comenzó a lloviznar mediada la tarde. Como no había ninguna cueva cercana, decidieron montar una tienda antes de que les sorprendiera un chaparrón. En cuanto Nigak observó los preparativos, desapareció en el bosque para cazar. Ronan fue a cortar árboles jóvenes para construir el armazón que sustentaría la pequeña tienda de pieles que transportaban, y Nel encendió un fuego protegido por los árboles, con el fin de cocinar una perdiz que Ronan había cazado.
Comieron bajo el dosel de árboles, y cuando la lluvia arreció se refugiaron en la tienda. Sus pieles de dormir cubrían todo el suelo y tuvieron que entrar a gatas, porque la tienda no era lo bastante alta para estar de pie.
La noche era húmeda y negra, la fragancia de los pinos dominaba sobre el olor a humo. Llovía demasiado para que Ronan encendiera un fuego destinado a ahuyentar animales. El bosque crujía sin cesar bajo la lluvia.
—Creo que la lluvia nunca más volverá a entristecerme —dijo Nel.
Ronan estaba medio inclinado hacia ella, apoyado en un codo, y la escrutaba con sus impenetrables ojos oscuros.
—¿De veras? —preguntó en voz baja.
Ella le miró a la débil luz de la solitaria lamparilla de piedra.
—Digámonos las palabras de los esponsales —contestó.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora.
—Muy bien, si eso es lo que quieres. —Se incorporó y frunció el ceño—. Intento recordarlas —dijo.
—Yo las sé —repuso Nel—. ¿Empiezo?
Él sonrió y extendió la mano.
—Tú empiezas.
Nel deslizó su mano en la de él.
—Éste es Ronan —dijo con voz clara—, el hombre que tomo por esposo. Ruego a la Madre que nos una hasta el fin de los días de la tribu.
Esperó un momento, volvió la mano y apretó sus dedos.
—Ahora tú —susurró.
—Ésta es Nel —repitió Ronan; eran las palabras que utilizaba la tribu del Ciervo Rojo—, la mujer que tomo por esposa. Ruego a la Madre que nos una hasta el fin de los días de la tribu.
Se miraron, enlazaron las manos y escucharon el eco de sus palabras, que todavía reverberaban en el fragante aire.
—Lamento haberte hecho daño anoche, pececillo —dijo Ronan.
Nel sacudió la cabeza.
—No fue culpa tuya. Es el sino de las mujeres. Según Fali, de esta forma la Madre nos recuerda que al placer de copular sigue el dolor del parto. —Cogió la ancha mano de Ronan—. Me hiciste muy feliz.
Ronan apretó su mano y negó con la cabeza.
—Pero te haré feliz esta noche —prometió—. Lo prometo, Nel. Has de confiar en mí…
La muchacha sonrió.
—No. Ya sabes que me resulta imposible confiar en ti.
Soltó la mano y rodeó su cuello con las dos manos.
—¡Ay! —exclamó Ronan.
Fingió perder el equilibrio y caer hacia adelante, hasta que Nel quedó con la espalda apoyada en el suelo y Ronan encima de ella. Nel lanzó grititos de protesta y Ronan la descargó de su peso. Apoyó las manos a ambos lados de sus hombros y contempló su cara, congestionada por las risas.
—Eres una mocosa descarada.
—Tal vez, pero recuerda que soy tu mocosa.
La alegría que encendía los ojos de Ronan se trocó en una mirada de intensa concentración.
—Sí —dijo—. Lo eres.
Inclinó la cabeza para besar su boca.
Hicieron el amor durante más rato que la noche anterior. Había llegado el momento de palpar, de acariciar, de descubrir todos los lugares secretos de sus cuerpos. Cuando Ronan bregó con la camisa de Nel, ésta arqueó la espalda para facilitarle la tarea; después, cogió su cara entre las manos y la obligó a descender. La boca de Ronan tocó su pecho. Nel hundió los dedos en su cabello para que no se moviera.
En la oscuridad de la tienda, se desnudaron y aprendieron a conocer sus cuerpos mediante el tacto. En cierto momento Nigak se olvidó de cazar y trató de sumarse a lo que debía de considerar un juego. Ronan le gruñó para disuadirle. El lobo gimió, salió de la tienda y fue a refugiarse bajo un árbol.
—Pobre Nigak —rió Nel.
—No le pasará nada —contestó Ronan—. Nel. Ahora, Nel. Ahora.
La joven alzó las caderas para recibirle, para ser empalada, para mecerle en la negrura, hasta que el mundo estalló en un éxtasis compartido.
Permanecieron entrelazados largo rato, sin querer separarse. La lluvia continuaba cayendo, pero ya no nubló la felicidad de Nel. Se durmió.
La lluvia cesó poco después de medianoche. La luna brillaba en todo su esplendor cuando Nel despertó sobresaltada, consciente de que algo la había perturbado. Miró hacia la entrada de la tienda, con la esperanza de ver a Nigak, pero en cambio descubrió a una enorme hiena de las cavernas.
—Ronan —jadeó Nel, sin apartar los ojos de la hiena. Estaba tan cerca que podía oler su aliento fétido.
—Ya la veo —repuso él con un susurro.
Nel no se movió. Las hienas de las cavernas eran depredadores peligrosos, y ésta demostraba excesivo interés por la tienda y sus moradores, en apariencia dormidos. Se produjo un raudo movimiento cuando Ronan se puso de rodillas y lanzó la lanza al mismo tiempo. La hiena aulló cuando el arma traspasó su pecho. Retrocedió tambaleante y se desplomó bajo la brillante luz de la luna.
—Las hienas se desplazan en manadas. Será mejor que encienda un fuego, por si hay más —dijo Ronan, y salió de la tienda.
Nel vio que se inclinaba sobre la hiena, dispuesto a arrastrarla más allá. Cuando vio que Nigak se reunía con él, cerró los ojos y volvió a dormirse.
El sol brillaba cuando Nel despertó. Iluminó todos los días de su viaje. En cuanto atravesaron el Paso del Búfalo, Ronan aminoró el paso. Nel no protestó. Ambos sabían que, en cuanto llegaran al valle, deberían atender a las demandas de los demás, y ambos deseaban aprovechar al máximo el breve tiempo que podían compartir en soledad. Los días de verano eran calurosos, y era delicioso chapotear en un río, cazar aves, recoger y comer la fruta madura, hacer el amor bajo la luz del dorado sol de verano.
Evitaron las cavernas de la tribu del Búfalo, pues Ronan no deseaba contestar a preguntas sobre los miembros que habían desertado para unirse a él, y tardaron en llegar a las Altas.
Nel notó el cambio que se operaba en Ronan el mismo día que llegaron al primer prado de las alturas. Comprendió que empezaba a alejarse de ella. Su mente se centraba en cosas que no eran Nel. Ella sabía que era inevitable. No podían pasar toda la vida en aquel maravilloso aislamiento que habían compartido durante los últimos diez días. Lo sabía, pero la certeza iba acompañada de la tristeza.
Sin embargo, su melancolía se disipó cuando iniciaron la verdadera ascensión. Nel había vivido entre las montañas toda su vida, pero las Altas no se parecían a nada que hubiera conocido. Las profundas gargantas, los violentos torrentes, los bosques empinados, todo provocaba su extasiado asombro. Cuando llegaron al lago situado en lo alto del último valle y Nel vio los majestuosos picos cubiertos de nieve que se alzaban sobre ella, se quedó deslumbrada. Nigak les guió por el paso hasta el lago del Águila. La parte sur de las montañas, más bella que la parte norte, fascinó a Nel. En esa época del año los prados estaban henchidos de flores, mariposas, aves, íbices y ovejas.
—¿Cuándo empieza a nevar? —preguntó a Ronan, levantando la cara como una flor hacia la agradable caricia del sol.
—En los pasos más altos puede empezar a nevar en la Luna del Búfalo. Nuestro valle se encuentra bajo la línea de los árboles, de modo que no vemos la nieve hasta finales de la Luna de la Caída de la Hoja.
Cuando llegaron al lago del Águila, Nel contempló sorprendida el risco, al parecer infranqueable, tras el cual se extendía el valle de Ronan. Aún se sorprendió más cuando Nigak corrió hacia la pared del risco y desapareció.
—Así ocurrió la primera vez —dijo Ronan mientras seguía al lobo, con Nel a su lado.
Nel guardó silencio cuando entró en el pasaje detrás de Ronan, guardó silencio cuando descendió por el empinado y rocoso sendero, guardó silencio cuando salió por fin de los confines de la pared y vio ante ella la belleza oculta y perfecta de aquel valle.
Caballos y antílopes tomaron silenciosa nota de los recién llegados. Levantaron la cabeza para mirar y luego la bajaron con serenidad. La hierba del valle era todavía más exuberante que al otro lado del risco. Dos águilas doradas describían círculos en el aire y arrojaban su sombra sobre las aguas azules del lago. Más antílopes estaban tendidos al sol a lo largo de la pared este, así como unas cuantas yeguas con sus potrillos. Un magnífico semental blanco de largas crines se destacaba sobre ellas; su espléndida cabeza se movía vigilante de un lado a otro.
Nel suspiró y miró a Ronan. Su expresión era severa, lo cual significaba que estaba muy emocionado.
—Es hermoso —dijo Nel.
Ronan se limitó a asentir. Ella apoyó la cabeza en su brazo y ambos contemplaron el valle del Lobo.
Fue Nigak quien avisó a la tribu de la llegada de Ronan. El lobo salió corriendo del pasaje y se dirigió hacia las chozas de la esquina noroeste, para ver si todo seguía como recordaba. Fara y Eken estaban con las gemelas, Berta, Tora y Tabata, que también tenían niños pequeños. Mait y Thorn se encontraban también en su choza, pues Thorn estaba fabricando nuevas puntas de lanza para los hombres. Los primeros en correr hacia el pasaje para dar la bienvenida a su jefe fueron los dos muchachos.
Cuando ya estaban cerca, Thorn oyó que Ronan decía a su compañera:
—Son los cachorros.
—¡Ronan! —gritó Thorn, casi sin aliento.
—¿Por qué no estáis cazando?
—Yo estaba fabricando puntas de lanza —sonrió Thorn—. ¡Me alegro mucho de que hayas vuelto!
—Sí —coreó Mait—. Yo también me alegro.
—¿Tan mala vida os ha dado Bror?
—¡No! —replicaron los muchachos al unísono.
—No queríamos decir eso —añadió Mait.
—Bror es un buen líder —explicó Thorn—, pero… pero no es el jefe.
La chica emitió una risita y Ronan se volvió hacia ella.
—Nel, te presento a Mait y Thorn, los hombres más jóvenes de la tribu.
Obtenido el permiso mediante la presentación oficial, Thorn miró por fin a la chica. Era una de las muchachas más bonitas que había visto en su vida. La miró fijamente.
—Encantada de conoceros, Mait y Thorn —dijo la joven, con tono más grave del que Thorn esperaba. Les dedicó una sonrisa.
Sus ojos eran verdes como la hierba.
—B-bienvenida —tartamudeó Mait, que miraba a Nel boquiabierto.
—Sí —se apresuró a corear Thorn—, bienvenida a la tribu del Lobo.
Dos cachorrillos de morro blanco se acercaron al trote.
—Son los hijos de Nigak —explicó Ronan a la chica.
—Ya lo veo —contestó la joven. Extendió una mano y chasqueó los dedos—. Hola, bonitos.
Ante el asombro de Thorn, los dos cachorros trotaron hacia ella y agacharon las cabezas para que se las rascara.
—Son magníficos —dijo Nel a los muchachos.
—No puedo creer que hayan corrido hacia ti de esta manera —dijo Thorn, estupefacto.
—Nel posee el toque de la Diosa con los animales —dijo Ronan con una leve sonrisa—. Fue ella quien adiestró a Nigak. Le encontró cuando era un cachorrillo como éstos.
—¿De veras? —preguntó Mait a la chica—. ¿Lo apartaste de su madre?
Nel sacudió la cabeza.
—Estaba llorando sobre el cadáver de su madre cuando lo encontré. Los demás cachorros se habían ido, pero Nigak no. Tardé todo el día en convencerle de que viniera conmigo.
La mente imaginativa de Thorn recreó la escena. Sus ojos castaños se llenaron de dolor.
—Pobre Nigak —dijo.
—Creo que Nigak tuvo mucha suerte el día que encontró a Nel —apuntó Ronan.
—Y tú también —replicó la joven.
Ronan sonrió.
Thorn contempló la transformación que la sonrisa provocaba en el rostro anguloso y arrogante de Ronan, como iluminado: desde dentro. Parecía más… joven.
—¿Eres la prima de Ronan? —preguntó tímidamente Thorn.
Nel se volvió hacia Ronan, sin contestar. Los chicos la imitaron y también miraron a su jefe.
—Nel es mi prima —dijo Ronan. La sonrisa había desaparecido de su cara. Miraba a Nel, pero no a los muchachos—. Y también mi mujer.