CAPÍTULO XIX

Las mujeres se reunieron. Una hora después, Nel informó a Ronan del resultado. Cuando terminó de reír, Ronan accedió a que las mujeres expusieran su decisión ante los hombres de la tribu.

Los miembros de la tribu se congregaron para escuchar a su jefe, ya avanzada la mañana. Se sentaron en un gran círculo al aire libre, con las piernas cruzadas, solemnes, en el orden de sus alianzas temporales: los hombres casados al lado de los hombres casados, los hombres solteros al lado de los hombres solteros, y después las mujeres.

Berta y Tora llevaban los niños colgados a la espalda. Fara sostenía a una gemela sobre su regazo, y a su lado, con la otra niña, se sentaba una pálida Eken, que había vuelto aquella mañana de su estancia en la cabaña lunar. El hijo de Tabara, el único que su primer marido le había permitido conservar, se sentaba entre su madre y Beki, con el pulgar en la boca.

Nadie hablaba. Incluso los niños guardaban silencio. El único movimiento era el de las aves que sobrevolaban el lugar y el de los perros que vagaban entre el lago y el círculo tribal, y que de vez en cuando se acercaban a olfatear las ropas de algún conocido. Todas las cabezas se volvieron cuando Ronan, Nel y Nigak salieron de su choza, se acercaron al círculo y ocuparon sus puestos de honor. La tribu miró a su jefe con expectación aguardó a que hablara.

—Hay que discutir dos cosas en este consejo de hoy —empezó Ronan.

Habló en voz baja pero perfectamente audible; la expresión de su rostro era impenetrable. Estaba sentado con una mano sobre rodilla y la otra sobre la cabeza de Nigak. La suave brisa del verano apartó el negro cabello de su cara y onduló el pelaje de Nigak. Los ojos de Ronan se detuvieron un momento en Thorn cuando paso la vista por el círculo.

«Quiero dibujar esto», pensó Thorn. En los últimos tiempos había dibujado escenas de la vida tribal en una caverna que había encontrado en el risco, cerca de las cascadas que caían al otro extremo del valle. Había respetado escrupulosamente su promesa a Ronan, sin embargo, y sólo dibujaba las caras de quienes le daban permiso. Dejaba borrosas a propósito las demás figuras.

—… discutir primero este asunto de la ofensa a los renos —decía Ronan.

Thorn apartó sus pensamientos de la cueva y se concentró en las palabras del jefe.

—Somos de tribus diferentes y adoramos a nuestros dioses de maneras diferentes —continuó Ronan—, pero si lo pensáis bien, todas estas maneras se basan en una única creencia: que todas las cosas del mundo poseen un espíritu. —Hizo una pausa para que los presentes asimilaran la idea—. Los árboles y la hierba, las plantas y las bayas, los ciervos rojos y los renos, el pueblo de la Diosa y el pueblo del Dios del Cielo, todo posee un espíritu. Y para vivir con rectitud es preciso que rindamos reverencia a ese espíritu.

El silencio reinaba aquella mañana en el valle. Todos los animales estaban pastando en el extremo más alejado del lago. Ni siquiera las abejas zumbaban. Ronan prosiguió.

—Todos sabemos algunas cosas. Todos los cazadores, sin distinción de tribus, saben que deben dar gracias al animal que ha sacrificado su vida por nuestra comida. Todos nosotros tratamos el cadáver de una bestia con reverencia, hablamos de ella con respecto, manipulamos sus restos con delicadeza, la utilizamos sin desperdiciar nada. Todos comprendemos la necesidad de demostrar agradecimiento por lo que se nos da. Todos comprendemos que una exhibición de arrogancia, prepotencia u orgullo ofenderá al espíritu del animal y encolerizará a los dioses.

Thorn pensó en su padre, cuando le había dicho lo importante que era honrar al animal que había dado su vida para que los hombres pudieran vivir, y asintió en señal de aprobación. Vio que los demás le imitaban.

—Los cazadores de cada tribu tienen su propia forma de expresar agradecimiento al espíritu. —Ronan miró a Heno—. Los cazadores de la tribu del Zorro no duermen con sus esposas durante los tres días anteriores a una gran cacería, y ésa es su forma de expresar su reverencia, de pedir a los animales que les concedan la gracia de una buena matanza.

Heno asintió con la cabeza vigorosamente, y la mirada de Ronan se trasladó a Cree, que le observó con acritud.

—Los cazadores del Pueblo del Río sólo matan animales machos. Ésa es su forma de demostrar reverencia a la Madre, su forma de contribuir al crecimiento de los rebaños. —Hizo una pausa—. ¿No es cierto, Cree?

—Así es —respondió Cree al cabo de un momento, con su voz nasal.

Ronan continuó, sin dejar de mirar a Cree.

—Como todos sabéis, otras tribus tienen otras costumbres y otros tabúes.

Ronan calló y Cree asintió a regañadientes. Después, Ronan paseó la mirada lentamente alrededor del fuego, dominando a todos los hombres con su energía.

—Hombres del Dios del Cielo —dijo—, ¿vuestra suerte en la caza ha disminuido por matar animales hembras?

—No.

—No.

—Nunca.

—Eso es lo que decíamos…

Ronan levantó la mano que había acariciado a Nigak. Se produjo un silencio.

—¿Alguna tribu de la Diosa ha tenido mala suerte en la caza porque un hombre durmió con su mujer antes de la cacería?

Se repitió el mismo coro de negativas.

—¿Qué quieres decir, Ronan? —preguntó Crim—. ¿Insinúas que ninguna de nuestras tribus sigue el camino correcto?

Ronan esbozó una sonrisa.

—No, Crim. Estoy diciendo que todas nuestras tribus siguen el camino correcto.

Nigak abrió sus ojos amarillos y miró a los hombres congregados ante él.

—No entiendo —dijo Mait. Algunos gruñidos indicaron que no estaba solo en su perplejidad.

—Estoy diciendo, Mait —contestó Ronan—, que lo importante para los dioses no es la costumbre, sino lo que anida en el corazón del hombre. Todos seguimos algunas costumbres. Ninguno de nosotros permitirá que un perro lama la sangre de nuestra presa. Sería una falta de respeto. Todos nosotros damos gracias al animal cuando cae, y pedimos ser merecedores de usufructuar su vida. ¿No es así?

—Sí.

—Sí.

—Es así.

—También hay costumbres diferentes. Algunos de nosotros enterramos el corazón, porque lo consideramos respetuoso. Algunos quemamos el corazón, porque es respetuoso. No importa lo que hagamos, lo importante es lo que hay aquí. —Ronan se golpeó el pecho—. Lo que cuenta para el espíritu del animal es el espíritu del hombre. —Miró a Mait—. ¿Lo has comprendido?

—Sí —dijo Mait. Sus grandes ojos castaños, tan parecidos a los de su hermana, brillaban—. He comprendido.

Ronan desvió la vista hacia Thorn y después escrutó el círculo de rostros varoniles que tenía ante él.

—Procedemos de diferentes pueblos y de diferentes tribus. Si aspiramos a vivir juntos, debemos comprender que existen otras formas de hacer las cosas, otras formas de demostrar reverencia. Lo que es correcto para Heno, porque para él es una forma de demostrar reverencia, no es correcto para Cree. Las costumbres de Cree son diferentes. Todas las costumbres son correctas, si el corazón es recto.

»La Madre lo sabe. El Dios del Cielo lo sabe. Pueden ver en nuestros corazones, y eso es lo único importante para ellos.

El cachorro de Thorn se le acercó por detrás, hundió su morro bajo el sobaco del muchacho y lloriqueó para atraer su atención. Thorn le ordenó callar en voz baja.

—Pero los renos no vienen a nosotros. Están ofendidos —objetó Cree.

—Es posible —dijo Ronan—, que alguien de la tribu no haya mostrado la debida reverencia. Es posible que alguien se jactara de su caza. Es posible que alguien hablara o riera en voz demasiado alta mientras descuartizaba su carne. Son cosas que pueden ocurrir, y el espíritu del reno se ofende. Todos hemos de procurar ser reverentes, y de ese modo volverán de nuevo. Siempre lo hacen.

—Sí —dijeron Dai, Okal, Lemo y Kasar.

—Así es —dijeron Asok, Sim y Mitlik.

—¿Cree? —preguntó Ronan—. ¿Heno? ¿Me habéis comprendido?

Cree asintió de mala gana. Heno gruñó.

—Pues no se hable más de estas acusaciones —dijo Ronan. Por primera vez, un asomo de frialdad se insinuó en su voz—. Es importante que pensemos en las cosas que nos unen, no en las cosas que nos separan. Si hay aquí un hombre incapaz de mostrar tolerancia hacia las costumbres de otra tribu, yo digo ahora que ese hombre no pertenece a la tribu del Lobo.

Silencio absoluto. Heno y Cree tenían la vista clavada en sus rodillas. Thorn miraba con los ojos de par en par a Ronan.

—Hemos de hablar sobre otro asunto —dijo Ronan, cuando el silencio empezaba a ser insoportable.

Thorn observó que los hombres concentraban su atención de nuevo. La tensión se palpaba en el aire. Todos habían confiado en que Ronan solucionaría el problema de la suerte en la caza. Siempre era así. Los hombres discutían, una tribu culpaba a la otra, los ánimos se desataban, y entonces acudían a Ronan para que solucionara los problemas.

Eso ocurría la mayoría de las veces, pero el problema de la Llamada del Caballo era otra cosa, y todos lo sabían. Era la primera vez que se producía una alianza sin tener en cuenta a qué tribu pertenecía un hombre o a qué dios adoraba. Algunos hombres de la tribu tenían mujer, y otros no: ése era el meollo de aquel problema concreto. Y no se iba a solucionar con facilidad.

—Cazar es asunto de hombres —dijo Ronan—, y por lo tanto es comprensible que el jefe solucione las disputas sobre la caza. Sin embargo, la ceremonia que se ha propuesto no incumbe sólo a los hombres, sino también a las mujeres. Entiendo que las mujeres han de decir algo a los hombres de la tribu sobre este problema. —Inclinó la cabeza hacia su mujer—. ¿Nel?

Nel vaciló y luego se volvió hacia Berta.

—Acabo de llegar a la tribu —dijo con encantadora timidez—. No debo ser yo quien hable en nombre de las mujeres.

Berta sacudió su negra cabeza.

—Eres la mujer del jefe. Nos has dicho que eras la Elegida de la Madre. Las mujeres del Lobo consideran justo que hables por ellas.

Todas las mujeres asintieron. Beki dirigió a Nel una mirada de aliento.

—Muy bien —dijo Nel. Enlazó las manos, las apoyó sobre los tobillos cruzados, contempló a los hombres y, por un momento, adoptó un asombroso parecido con Ronan.

«¿Cómo es posible?», pensó Thorn, pero su ojo de artista vio la respuesta al instante. El parecido residía en la inclinación de la cabeza, en el mentón alzado, en la arrogancia de la nariz estrecha. En aquel momento Nel tenía el aspecto de una mujer capaz de gobernar a una tribu.

Nel habló.

—Las mujeres de la tribu quieren decir lo siguiente a los hombres, en relación con la ceremonia de la Llamada del Caballo. —Tenía el semblante grave, casi severo, y dirigía sus palabras a los hombres solteros—. Las mujeres dicen que la ceremonia es perfecta cuando la celebran las tribus de la llanura. Rinde honor al caballo, asegura la fertilidad de los ganados, consigue su cooperación y permiso para que los cazadores tomen lo que necesitan para comer y vestirse. Es una ceremonia perfecta.

Mientras Nel hablaba, Thorn observó que los hombres solteros cobraban ánimos. Mitlik, que procedía del Pueblo del Río y había introducido la idea de la Llamada del Caballo en la tribu del Lobo, sonreía.

—Sin embargo —prosiguió Nel—, las mujeres opinan que los hombres impulsores de esta ceremonia no han tenido en cuenta el hecho de que no hay ninguna mujer del Lobo que pueda participar.

Todos los hombres solteros se volvieron hacia Mitlik.

—¿Por qué? —preguntó indignado—. En mi tribu las mujeres casadas también participan en esta ceremonia. De hecho, un marido debería estar contento de que su mujer participara en este rito. —Mitlik lanzó una mirada desafiante a los hombres casados, cuyos ojos desprendían chispas—. Una mujer que «llama al caballo» demuestra a su marido que quiere darle suerte en la caza —afirmó Mitlik—. Y una buena caza conduce a un buen hogar, buena salud, y suficiente comida y ropa.

Volvió a sentarse y todos los hombres solteros asintieron con vigorosos movimientos de la cabeza.

—Jamás había oído algo tan ridículo… —empezó Kasar, inflamado.

—¡Id a buscar mujeres y dejadnos en paz! —gritó Lemo.

—Aún no he terminado —intervino Nel, y su voz suave consiguió hacerse oír por encima de las fuertes voces de los encolerizados hombres. Ronan alteró levemente su postura. Los hombres callaron y miraron a Nel—. ¿No es cierto, Mitlik, que las mujeres embarazadas no «llaman al caballo»?

De nuevo, todas las cabezas se volvieron hacia Mitlik.

—¿Es eso cierto? —preguntó Okal.

—Bien… —Mitlik parecía incómodo—. Sí, supongo que es cierto.

—¿Y no es cierto también que las mujeres que aún amamantan a sus hijos no participan? —preguntó Nel.

—Vaya —exclamó Dai, disgustado.

Crim soltó una risita.

Mitlik se iba encrespando a cada segundo que pasaba.

—Nunca había oído nada semejante —murmuró.

—Es muy cierto en el Pueblo del Alba —habló Berta—. Es casi seguro en el Pueblo del Río. No te habías dado cuenta.

Mitlik agachó la cabeza.

—¡No quedan mujeres! —gritó Kort, indignado.

—Eres un idiota, Mitlik —dijo Okal.

Los hombres casados sonrieron al ver el desconcierto de sus rivales.

—Yoli, Beki y Yeba están embarazadas —dijo Nel—. Fara, Berta, Tora y Tabara están amamantando a sus hijos. Eken, de acuerdo con las tradiciones de su pueblo, es virgen, y esa ceremonia no es para vírgenes. Sólo quedo yo —dijo Nel en voz baja.

Todos los hombres miraron a Ronan.

—Creo que no es posible celebrar una ceremonia con una única mujer —concluyó Nel.

—Es verdad —admitió Dai, que se apresuró a desviar la mirada de la cara de Ronan. Los demás hombres solteros se mostraron de acuerdo con Dai.

Nel miró a los hombres solteros y se mordió el labio.

—¿Por qué no nos lo dijiste antes, Berta? —preguntó Heno a su mujer—. Dejas que nos metamos en un embrollo, sabiendo desde el principio que no ibas a participar.

—No recuerdo haber sido consultada —respondió con dulzura Berta.

Heno echó chispas por los ojos. La sonrisa de Berta era tan dulce como su voz.

—¿Por qué no puede una mujer embarazada participar en esta ceremonia? —preguntó Dai—. Si puede copular con su marido sin temor, ¿por qué no puede copular con otro hombre?

Tora le dirigió una mirada de compasión.

—No copularía con otro hombre sino con un semental. ¡Su bebé nacería con pezuñas!

—Sí —añadió Berta—. Y las mujeres que dan el pecho no pueden correr el riesgo de perder la leche.

Las demás mujeres asintieron.

Se oyó la voz profunda y razonable de Crim.

—Es posible que se haya resuelto este tema en particular, pero sigue existiendo un problema en el seno de la tribu. —Hablaba a Ronan—. Yo no estaba de acuerdo con la ceremonia propuesta por los hombres solteros. Las tribus del Dios del Cielo no tenemos la costumbre de compartir nuestras mujeres con otros hombres. No obstante, entiendo el sentir de hombres como Mitlik, y Okal. Son jóvenes y han estado demasiado tiempo sin mujeres.

—Yo también lo comprendo, Crim —contestó Ronan—. Sin embargo, no puedo hacer gran cosa. No es probable que tengamos mucho éxito si intentamos conseguir esposas en la Reunión; ningún padre enviará a su hija con los desterrados de la tribu del lobo, por alto que sea el precio ofrecido por la novia.

Un sombrío silencio acogió aquella desagradable, aunque cierta, observación.

Nel habló a continuación.

—No estoy segura de esto, porque no es propio de mi tribu, pero por lo que he visto creo que las chicas del Dios del Cielo suelen ser entregadas en matrimonio a hombres que no son de su grado. —Una arruga hendió la suave piel de su frente, y se volvió hacia Yoli—. ¿No es así?

—Sí —confirmó Yoli con amargura—. Es así.

La tribu conocía bien la historia de Yoli, que ilustraba a la perfección las palabras de Nel. Tanto Yoli como Lemo eran de la tribu del Zorro, cuyo jefe era el padre de Lemo. La madre de Lemo era de salud frágil, y no podía abarcar los muchos deberes propios de la mujer del jefe. Por tanto, el jefe había tomado a Yoli como segunda esposa para mantener su posición. Por desgracia, Lemo y Yoli ya se habían enamorado, pero el padre de ella, orgulloso del honor que ofrecían a su hija, no quiso escuchar. Oponiéndose a los deseos de su hija, había casado a Yoli con el padre de Lemo.

A medida que transcurrían los meses, el vínculo entre los dos jóvenes se había estrechado cada vez más. Yoli estaba desesperada. Detestaba los abrazos del viejo jefe, pero se resistía a engañarle y acostarse en secreto con su hijo. Por fin, sumida en la más negra desesperación, Yoli intentó ahorcarse. Por suerte, la encontraron todavía con vida y la obligaron a confesar el motivo de su violenta acción. En respuesta a su confesión, el padre de Lemo había expulsado a su hijo y a su esposa de la tribu.

—Hay muchas chicas que son obligadas a casarse con hombres que no son de su agrado —dijo Yoli—. A sus padres les da igual. Sólo están interesados en un buen precio por la novia.

—Y cuanto más viejo es el hombre, más probable es que ofrezca un buen precio —contestó Beki, que conocía por propia y amarga experiencia la importancia del tema.

Heno se removió con inquietud.

—Hay cosas más importantes que sentamos aquí a escuchar gimoteos de mujeres —gruñó.

—Es a ti a quien nadie quiere escuchar —le informó su mujer.

—¡Sujeta tu lengua, mujer! —rugió Heno.

Berta abrió la boca para replicar, pero Ronan intervino con acritud.

—Si tienes cosas más importantes que hacer, Heno, puedes marcharte. —Volvió la cabeza—. ¿Qué opinas, Nel? ¿Crees que podríamos persuadir a algunas de estas desgraciadas muchachas de que se unieran a la tribu del Lobo?

—¿Por qué no?

—Puedo darte el nombre de tres chicas que preferirían mucho más casarse con Dai que con los maridos elegidos por sus padres —dijo Berta.

Dai pareció complacido. Kasar frunció el ceño.

—No sabía que tenías debilidad por Dai —dijo a su mujer.

Beki le dirigió una mirada chispeante.

—He puesto a Dai como ejemplo, Kasar. Cualquiera de nuestros hombres, Okal, Mitlik, Kort o Altair, son mejores que las elecciones de esos padres.

—Todo esto me parece muy bien —dijo Okal, impaciente—, pero ¿cómo nos pondremos en contacto con esas muchachas?

—En la Reunión de Primavera —respondió Ronan—. Me llevaré a los hombres solteros y a las mujeres que se sientan capaces de resistir el viaje.

Beki sonrió.

—Yo hablaré con las chicas de la tribu del Leopardo.

—Y yo con las del Zorro —dijo Yoli.

—Y yo con las del Búfalo —dijo Fara.

—No tiene sentido hablar con las mujeres de la Diosa —intervino Beki—. Nos casamos con quien nos da la gana.

—Las mujeres de la Diosa deberían agradecer la oportunidad de casarse con hombres de verdad —dijo Heno.

Tora le dedicó una mirada iracunda.

—Las mujeres de la Diosa son las únicas mujeres que dan a luz hombres de verdad —replicó.

Nel se mordió el labio una vez más.

—Creo que hemos solucionado los problemas que nos reunimos a discutir —se apresuró a decir Ronan—. Me he dado cuenta de que la provisión de leña empieza a escasear. Bror, coge unos cuantos hombres y ve a buscar suministros nuevos. —Se puso en pie—. El consejo ha terminado.

Mientras los hombres y mujeres de la tribu se levantaban para dirigirse a sus ocupaciones, Ronan se volvió hacia Nel.

—Tú y yo, pececillo —dijo— iremos a echar un vistazo a los caballos.