CAPÍTULO XXIII
Tras la reunión, Tyr se acercó a hablar con Ronan y Nel.
—No pensaba que volvería a veros en semejantes circunstancias —dijo sonriente.
Una sonrisa iluminó el sereno rostro de Ronan, que apoyó las manos sobre los hombros de Tyr, en el saludo tradicional del Ciervo Rojo.
—Buen trabajo, Tyr. Fue tu informe el que puso fin a esos estúpidos parloteos acerca de esconderse.
—Poco después de que relatara a la Señora tus averiguaciones sobre los Domadores de Caballos, decidió que sería prudente vigilarles.
—Por lo visto, ninguna otra tribu ha experimentado la misma necesidad —replicó Ronan con sequedad.
—¿Dónde está Morna? —preguntó Nel.
La sonrisa desapareció bruscamente del rostro de Tyr.
—En casa. Está embarazada. Creo que la Señora consideró su estado una buena excusa para mantenerla separada de Ronan.
Nel experimentó un vuelco en el corazón. Morna estaba embarazada. Guardó silencio y se esforzó en despojar su rostro de toda expresión, en no desmoronarse.
—¿Embarazada? —preguntó Ronan—. ¿Significa eso que ha recuperado el favor de la Señora?
Tyr se encogió de hombros.
—Sólo te diré esto: la tribu aún piensa en Nel.
Se produjo un breve silencio.
—Si ése es el caso —dijo por fin Ronan—, me sorprende que Arika haya accedido a aceptarme como líder.
Tyr hizo un ademán de impaciencia.
—La Señora comprendió lo que todos comprendían, excepto Haras y Unwar. Eres el único hombre que puede hacerlo. Fuiste el único que pensaste en someter a vigilancia a esa tribu. Fuiste el único que tuvo la idea de domar vuestros propios caballos. Fuiste el único que sugirió formar una federación. Cualquier persona medianamente inteligente debía saber que tú eras el único candidato al mando.
Se oyeron unos pasos y a continuación, sonó una voz profunda.
—Ronan.
Era Neihle.
Nel enterró su dolor en el fondo del corazón y se acercó a su marido. Notó su mano sobre la nuca.
—Neihle.
La voz de Ronan sonaba fría, pero Nel sintió la tensión de sus dedos. Este hombre había sido el único padre que Ronan había conocido. En cierto modo, la traición de Neihle le había dolido más que la de Arika.
—Me alegro de verte, hijo de mi hermana —dijo Neihle. Hizo ademán de levantar las manos, pero luego las dejó caer a los costados. Una sombra cruzó su cara, y Nel intuyó que el reencuentro tampoco resultaba fácil para Neihle.
Ronan se limitó a asentir, con los labios apretados. Nel les echó una mano.
—Nos sorprendió que la tribu del Ciervo Rojo se aliara con nosotros —comentó con placidez.
—Sí. —La expresión de Neihle se ensombreció aún más cuando comprendió que Ronan no iba a dedicarle el saludo tradicional de la tribu—. De hecho, habíamos llegado a la misma conclusión que vosotros, aunque carecimos de imaginación para intentar domar a nuestros caballos.
—No será una lucha sencilla —dijo Ronan, y Nel experimentó alivio al comprobar que su voz sonaba más normal. Sabía que le resultaría más fácil hablar si el tema se ceñía a los Domadores de Caballos—. Tendremos que utilizar contra ellos nuestro conocimiento de las montañas. Un combate frontal sería desastroso.
—Les he visto —admitió Neihle—. Estoy de acuerdo.
—Necesito saber el número, la edad y las habilidades de vuestros hombres.
Neihle asintió.
—Te lo diremos.
—¿Quién mandará a los hombres del Ciervo Rojo, tío? —preguntó Ronan. La palabra «tío» sonó con absoluta naturalidad—. ¿Erek?
—Erek, no. Yo.
Los guardias que vigilaban los caballos fueron sustituidos por otros, y el campamento se dispuso a pasar la noche. La luna brillaba cuando Ronan buscó a Nel entre las mujeres.
—Salgamos un rato —dijo—. Vosotros no —añadió con severidad cuando Leir y Sinta se incorporaron, meneando la cola y dispuestos a pasear.
Ambos caminaron por el gran túnel resonante, dejaron atrás el campamento de los hombres del Leopardo y salieron al frío exterior. La noche era clara como un cristal y muy silenciosa. Nel se estremeció en su túnica de piel y Ronan deslizó el brazo alrededor de su espalda. Oyeron a lo lejos el siniestro y prolongado aullido de un lobo que iba de caza.
—¿Dónde está Nigak? —preguntó Nel.
—Cazando. Quizá es el que acabamos de oír.
Caminaron junto al río y escucharon el rumor de las oscuras aguas que fluían a través de la noche iluminada por la luna. Sus cuerpos se movían formando una unidad; las largas zancadas de Ronan se acomodaban al paso más lento de Nel, acostumbradas a una larga práctica. Nel percibió la tensión que la reunión había provocado en Ronan. Seguro que todavía no tenía ganas de ir a dormir.
—Últimamente es casi imposible estar a solas —se quejó él.
Nel sonrió. Era cierto que no gozaban de intimidad desde que habían partido del valle.
—¿Creíste a Arika? —preguntó—. ¡Me apoyó!
Tyr estaba en lo cierto. Comprendió que no existía ninguna esperanza de triunfar si Haras o Unwar tomaban el mando.
—¡Pero decir que ella lucharía! —Ronan soltó una carcajada—. Avergonzó a los hombres.
—Sí —admitió Nel—. Fue toda una sorpresa.
—Tuviste razón al insistir en que las mujeres acudieran a la reunión. Fue Berta quien hizo cambiar de opinión a la Señora, no yo.
—Yo no dije nada sobre que las mujeres vinieran —murmuró ella—. Fue Berta.
—No me dijiste nada a mí —corrigió Ronan con tono irónico—. Pero estoy seguro de que hablaste con Berta.
Nel le traspasó con la mirada.
—Te crees muy listo.
—Sí, en efecto. —Propinó un puntapié a una piedra iluminada por la luna—. Sin embargo, ahora que he sacado a todas las mujeres y niños del valle, debo encontrar un lugar donde refugiarles. ¿O ya has pensado en eso?
—No se trata sólo de nuestras mujeres y niños, sino también de las mujeres y niños del Leopardo y el Ciervo Rojo. No podemos dejarles donde están ahora, en el camino de los Domadores de Caballos.
—Lo sé.
El humor había desaparecido de su voz.
—La Gran Caverna es muy grande —dijo Nel.
—¿Por qué imaginaba que dirías eso?
—Porque tú también estabas pensando en la Gran Caverna.
Ronan rió, apoyó las manos sobre los hombros de ella y la hizo volverse. Se encontraban un poco por encima del río.
—Nos leemos la mente, pececillo —dijo. Inclinó la cabeza y la besó.
Nel se apretó contra él y abrazó su cintura para retenerle.
—Echaba de menos esto —murmuró él con voz ronca, mientras besaba su sien y su cabello.
—Ronan, tengo miedo.
Él, sin soltarla, retrocedió unos pasos para apoyar la espalda contra un árbol.
—Yo también —confesó.
Nel sepultó la cabeza en su hombro y comprendió que estaban hablando de cosas diferentes. Él temía por las tribus; ella, por él.
—Esos Domadores de Caballos —prosiguió Ronan— consiguen que parezca trivial todo cuanto en otro tiempo consideré importante. Cuando me expulsaron de la tribu del Ciervo Rojo, sólo deseaba vengarme. Juré que le daría una lección a Arika, que sería como ella pensaba, y que le arrebataría la tribu de las manos. Ahora… —se encogió de hombros—, cuando la supervivencia de todos está en juego, comprendo que tales ideas eran insignificantes.
La piel de reno contra la que Nel apoyaba la mejilla era áspera y fría, pero no así los brazos que la estrechaban, calientes y fuertes.
—¿Por eso te casaste conmigo, Ronan? —preguntó, con mayor facilidad de la que pensaba—. ¿Porque confiabas en tomar el mando del Ciervo Rojo gracias a mí?
Notó que él se ponía rígido.
—¿Eso piensas?
—Siempre me he preguntado por qué tardaste tanto en venir a buscarme —contestó Nel.
—No sé por qué, pececillo.
Ella se estremeció y él la apartó un momento, mientras se abría la túnica. Después la atrajo hacia sí de nuevo y ambos se protegieron con la túnica.
—¿Mejor? —preguntó.
Nel se acurrucó contra él. El calor de sus pieles era maravilloso. Su calor era maravilloso.
—Sí —contestó.
—Creo que no quería encontrarte cambiada —musitó él—. Tenía miedo de que una Nel adulta ya no fuera mi Nel.
Ella ladeó la cabeza hasta que sus labios se posaron sobre la piel suave del cuello de Ronan. Ciñó su cintura con más fuerza.
—Si no hubieras accedido a venir conmigo —sonrió Ronan te hubiera raptado, como el jefe del Caballo raptó a Alin hace muchos años.
—¿De veras?
En respuesta, él inclinó la cabeza y buscó su boca.
—No podemos hacerlo ahora —dijo Ronan poco después, con voz ronca—. Hace demasiado frío.
—¿Mmmm? No pensabas lo mismo cuando obligaste a los pobres perros a quedarse en la tienda.
Ronan resopló, divertido.
—¿No he dicho que nos leemos las mentes? —Se apartó del árbol—. De acuerdo. Déjate puesta la túnica, y yo extenderé en el suelo la mía.
—Bien.
La luna contempló con pálida e indiferente serenidad cómo Ronan tendía a Nel sobre la túnica. Nel sintió el pulso de su sangre en los besos que recibía, y respondió con una ferocidad producto de su temor anterior, gozosa de sentirle en sus entrañas, tan fuerte, tan poderoso, tan lleno de vida.
La tensión y el triunfo de la reunión celebrada en la caverna habían despertado la sangre de Ronan, y la reacción de Nel encendió el fuego del deseo. Creyó que iba a enloquecer si no la poseía. Ella le prestó su ayuda. Ambos estallaron al unísono, y el mundo iluminado por la luna se disolvió en la unidad del amor.
—Así combaten los invasores —explicó Ronan—. Interrumpen al galope y esgrimiendo sus lanzas en el campamento de sus víctimas, sembrando el miedo y la confusión. Después desmontan y matan a los hombres. Superan las defensas dispersas gracias a su elevado número y mejor organización. Cuando todos los hombres están muertos, capturan a las mujeres y los niños, y el jefe los entrega a sus seguidores.
Unwar y Haras emitieron murmullos de horror. Arika se limitó a asentir, pero palideció. Los cuatro jefes, acompañados de sus lugartenientes, se habían reunido a primera hora de la mañana para acordar la estrategia a seguir.
—Por lo tanto, es obvio que para rechazar a estos invasores hemos de demostrarles que somos tan buenos guerreros como ellos, y que no obtendrán ningún provecho de estas montañas —dijo Ronan.
Todos asintieron.
—Creo que deberíamos enviar nuevos mensajeros a las tribus del Atata —intervino Haras—. Cuantos más hombres se unan a nosotros, más posibilidades de vencer tendremos.
—Estoy de acuerdo —aprobó Ronan—. También opino que sería más eficaz enviar mensajeros de las tribus del Leopardo y el Ciervo Rojo.
Unwar volvió la vista hacia Arika.
—Eso es sencillo.
Arika asintió.
—Lo siguiente que debemos hacer —continuó Ronan—, es garantizar la seguridad de las personas que no pueden luchar: mujeres, niños y ancianos.
—Pueden refugiarse en las cuevas del Búfalo —dijo Haras—. Si los Domadores de Caballos bajan por el río del Oro, el territorio del Búfalo se encontrará a salvo.
—Es una oferta muy generosa —dijo Ronan—. De hecho, dadas las circunstancias, la tribu del Búfalo demuestra una gran generosidad al unirse a nosotros.
Haras irguió la cabeza.
—Por lo que he oído acerca de los Domadores de Caballos, Ronan, ninguna tribu puede considerarse a salvo de ellos.
Jessl, el chamán, gruñó en señal de asentimiento.
—La tribu comentó anoche la situación. No seremos menos que la tribu del Lobo —añadió con orgullo—, que se halla a salvo de esa amenaza y sin embargo ha decidido luchar.
Ronan dirigió a los dos hombres del Búfalo una mirada de aprobación, así como a Haras y Jessl.
—No me agrada la idea de dejar indefensos a nuestros miembros más vulnerables —dijo Nel—. ¿Y si los Domadores de Caballos deciden enviar una partida de exploración Atata abajo? Si todos nuestros guerreros se encuentran a este lado del paso, nadie podrá proteger a las mujeres y los niños, salvo los ancianos.
Haras murmuró algo ininteligible.
—Estoy de acuerdo con Nel —dijo Arika—. Quienes no vayan a luchar deben quedarse aquí, en la Gran Caverna, protegidos por los guerreros. Si la cueva corre peligro, ya les trasladaremos a otro lugar.
—¿También a las mujeres y niños del Búfalo? —preguntó Haras.
—A menos que prefieras dejarlos en casa —replicó Ronan.
Haras gruñó.
—Primero, pues —prosiguió Ronan—, reuniremos a toda la gente de nuestras tribus en la Gran Caverna, y separaremos a los que pueden luchar de los que no.
—Como no recibamos refuerzos de las otras tribus, el número de enemigos será mucho mayor que el nuestro —observó Neihle.
—Cuenta con que las mujeres del Ciervo Rojo lucharán con los hombres —subrayó Arika.
—¿Cómo? —exclamaron Haras y Unwar al unísono.
Arika les miró con expresión irónica.
—Las madres de niños pequeños no, por supuesto —prosiguió—, pero sí nuestras muchachas iniciadas, y las madres de niños mayores. Lucharán con sumo placer. —Una sonrisa iluminó el hermoso y frío rostro de Arika, y Nel captó por primera vez cierto parecido de la Señora con su hijo—. Las mujeres del Ciervo Rojo saben manejar las armas —informó con gran satisfacción a sus interlocutores masculinos.
—He cazado suficientes veces con las muchachas del Ciervo Rojo para saber que es cierto —admitió Ronan.
—Las mujeres del Lobo también saben manejar las armas —añadió Nel.
—Da la impresión de que todas vuestras mujeres están embarazadas o dando de mamar —indicó Arika con voz serena—. Excepto tú, Nel, por supuesto.
Nel se quedó tan inmóvil como el ciervo que intenta ocultar su presencia a un depredador. Ronan no la miró, pero dio un cariñoso y consolador tirón a su trenza.
—Si no queréis, no hace falta que pidáis a vuestras mujeres que luchen —dijo a los jefes, todavía horrorizados.
—¡Desde luego que no! —exclamó Unwar.
—Nuestras mujeres no son como las tuyas —dijo Haras a Arika.
—Todas las mujeres son iguales —replicó la Señora—. Es el jefe quien marca la diferencia.
Unwar emitió un graznido y Haras frunció el ceño.
—Una vez hayamos reunido a las tribus —dijo Ronan—, empezaremos a hacer flechas. Muchas flechas. Hasta las mujeres y los viejos podrán ayudamos.
—Sí. —Haras emergió de su poblada barba—. Flechas.
—Las flechas no son tan mortíferas como las lanzas —comentó Hamer, el chamán del Leopardo.
—Eso es verdad —admitió Ronan—, pero tampoco son tan mortíferas para quien las utiliza.
—Sí. Tienes razón.
Todos los reunidos asintieron.
—No podemos permitirnos el lujo de perder a nuestros guerreros —dijo Neihle—. Si podemos perjudicar al enemigo sin salir perjudicados, quiere decir que la estrategia es buena. Haremos flechas.
—¿Cuánto tiempo crees que nos queda, Ronan? —preguntó de repente Jessl.
—No estoy seguro. Hay buenos pastos en las primeras estribaciones de las montañas, y confío en que la hierba les entretenga durante un tiempo. Siempre van en busca de buenos pastos para sus caballos.
—Esos caballos —dijo Neihle con semblante sombrío—. Es lo que ha asustado tanto a las tribus del norte. ¡Si pudiéramos deshacemos de los caballos!
—Espero deshacerme de algunos —dijo Ronan.
Seis pares de ojos le miraron fijamente.
—¿Cómo? —preguntó Arika.
—Sí nuestros jinetes cabalgan entre su rebaño y asustan a los caballos, hasta el punto de provocar una estampida, es posible que los Domadores de Caballos no los recuperen todos.
Los presentes reflexionaron sobre la sugerencia.
—Creo que hemos elegido al jefe más adecuado para esta federación —dijo Neihle, sonriente.
E incluso Unwar expresó su acuerdo con un murmullo.