CAPÍTULO XXX

—¿Quieres llevarte algunas yeguas? —preguntó Nel—. Ya hay dos puñados adiestradas para ser montadas.

Era una calurosa tarde de verano y Nel había acudido al campamento de los hombres para ver a Ronan. Habían cabalgado hacia el valle contiguo, hasta encontrar un lugar agradable donde tenderse sobre la espesa hierba.

—Tendría que construirles un corral y mantenerlas separadas de los sementales. No vale la pena, Nel, por sólo dos puñados de caballos.

Nel suspiró.

—Supongo que tienes razón.

Ronan estaba tendido sobre la hierba, las manos detrás de la, cabeza y los ojos entornados para protegerlos del brillante sol.

—Estoy seguro de que encontrarás un uso para ellas aquí —dijo, con voz amodorrada—. Utilízalas como caballos de carga, para enviarnos los escudos que las mujeres hagan.

Nel, que estaba sentada a su lado con las piernas cruzadas, asintió.

—He estado pensando en preguntarle a Siguna cómo utiliza su tribu los caballos para tirar. Además de los escudos, tendremos que enviaros verduras, cereales y fruta. Los hombres no saben recolectar, y tenéis que comer algo más que carne.

—Mmmm —gruñó Ronan. Sus ojos se habían cerrado.

Nel contempló su rostro relajado con una mezcla de ternura e irritación. Por una parte, temía que trabajara demasiado. Por la otra, no había ido a buscarle para ver cómo dormía.

—Esos Domadores de Caballos os superan en número —dijo—. Siguna dice que hay más de dos por cada uno de nosotros.

Ronan pestañeó.

—Lo sé, Nel.

Nel se mordió el labio. Un largo y sedoso mechón, que se había soltado de su trenza, caía sobre su cara. Lo echó hacia atrás, y Ronan sonrió fugazmente. Se protegió los ojos con el brazo.

—¿Qué ocurre, pececillo? No creo que hayas venido para contarme cosas que ya sé.

—Quiero ir contigo, Ronan —contestó Nel.

Ronan tardó bastante en responder.

—No puedes. Esta vez ni siquiera llevaré a las mujeres del Ciervo Rojo.

—Arika irá.

—Arika es la jefa de su tribu. Además… —la miró de reojo—, Arika no tiene un niño que cuidar.

—No llevaré a Culen —replicó Nel—. Se quedará con Eken.

Se hizo el silencio. Ronan meneó la cabeza.

—Estás diciendo tonterías, Nel. En realidad no quieres abandonar a Culen, y aunque vinieras no podrías ayudarme en nada.

Nel se inclinó hacia él.

—Puedo ocuparme de los caballos. A nadie harán más caso que a mí.

Como ambos sabían, aquello era verdad.

—Poco queda por hacer con los caballos —dijo Ronan—. Además, con Arika ausente, necesito que te quedes para ocuparte de los escudos y la comida.

—Berta lo hará.

—Berta es incapaz de manejar las yeguas.

—Siguna y Beki manejarán las yeguas.

Ronan cerró los ojos.

—No puedes venir. Es imposible.

Nel no contestó. Ronan la miró. El sol del verano había teñido la piel de Nel de un suave tono dorado, y sólo una sombra rosa cubría sus mejillas. Tenía el labio inferior agrietado, porque siempre se lo mordía cuando estaba preocupada. El mechón suelto había resbalado una vez más sobre su frente. Ronan levantó una mano y apartó el mechón con dulzura.

—Anoche tuve un sueño, Ronan —musitó—. Un sueño terrible. —Sus grandes ojos, nublados de tristeza, le miraron.

Ronan cerró su corazón a aquella mirada.

—No puedes venir —repitió—. Como dije a las chicas del Ciervo Rojo, no quiero que ninguna de nuestras mujeres se ponga al alcance de esos violadores. Si te llevo, Haras tendrá derecho a llevar a su esposa, y también Unwar. Y las esposas querrán llevar a sus hijos. Y necesitarán más mujeres para que las ayuden con sus hijos… —Meneó la cabeza—. No, Nel. No puedes venir.

Mientras él hablaba, los ojos de Nel habían adquirido aquel verde profundo que presagiaba irritación.

—Ahora veo que la Señora tiene razón —dijo.

—Razón ¿en qué?

Las palabras brotaron antes de que ella pudiera reflexionar sobre su oportunidad.

—En la arrogancia de los hombres cuando acceden al poder.

Ronan apretó los labios.

—¿Mencionó también la injusticia de las mujeres?

Intercambiaron una mirada.

—Ni siquiera te has interesado por mi sueño —dijo Nel.

Ronan contuvo su mal genio y se recordó que no había ido con Nel a aquel valle apartado para discutir con ella. Arrancó una brizna de hierba y la examinó.

—Es que no estoy de humor para escuchar una triste historia acerca de que me viste muerto en medio de un charco de sangre.

Se llevó la hierba a la boca y empezó a masticarla. Sus palabras no sólo no calmaron a Nel, sino que la inflamaron.

—Estás molesto conmigo porque piensas que dedico demasiada atención a Culen y muy poca a ti. Éste es el auténtico motivo de esos discursos sobre mujeres y niños que se entrometen en tus planes.

El comentario contenía el suficiente grado de verdad para enfurecer a Ronan. Se quitó la hierba de la boca.

—Chiquilla ingrata —masculló.

—Y te informaré de que no te vi muerto en medio de un charco de sangre —le espetó Nel. Sus ojos despedían chispas, y sus mejillas habían adquirido un marcado tono purpúreo. El mechón de cabello suelto había resbalado de nuevo sobre su frente. Llevaba arremangada la camisa, y Ronan vio la tenue cicatriz en la parte interna de su frágil muñeca.

Mientras contemplaba aquella delicada muñeca de venas azulinas, su malhumor se desvaneció. «Qué tonto soy», pensó con ironía.

—Pececillo —dijo, y exhibió su más seductora sonrisa. Cerró sus duros y encallecidos dedos alrededor de aquella muñeca—. No quiero discutir contigo.

Nel le dirigió una mirada de desconfianza, aún irritada.

Ronan movió el pulgar sobre su muñeca.

—¿Qué soñaste, si no se trató de mí en medio de un charco de sangre? —preguntó con tono conciliador.

—¡Deja de decir eso! Trae mala suerte, Ronan.

La piel de su muñeca era muy suave, increíblemente suave. Ronan levantó la otra mano y apartó el mechón de su frente. Aspiró, la fragancia familiar de su cabello. Nel ladeó la cabeza y le miró con sus grandes ojos felinos.

—Tú me traes buena suerte, Nel. —Inclinó la cabeza para besarla.

Los brazos de Nel le estrecharon con todas su fuerzas.

—No sabes lo que es el miedo —susurró Nel, cuando la boca de Ronan se despegó de la suya para descender hacia su garganta—. ¿No lo entiendes? Por eso temo por ti, porque tú nunca temes por ti.

—No te preocupes, Nel —murmuró Ronan. La tendió junto a sí, sobre la hierba recalentada por el sol—. No sirve de nada.

Nel exhaló un largo y estremecido suspiro.

—Lo sé —dijo—. Lo sé.

Poco después de que Ronan trasladara a sus hombres y los caballos, Nel llevó a pastar al valle cercano a las yeguas y los potrillos.

—Esto de mantener dos rebaños diferentes, uno de machos y otro de hembras, no funciona —comentó enfurruñada a Siguna, mientras las dos jóvenes contemplaban a los caballos bajo el ardiente sol.

—Por eso mi pueblo sólo tiene yeguas —dijo Siguna—. Sólo guardamos un semental, Trueno, que pertenece a mi padre. De vez en cuando, por supuesto, perdemos alguna yegua, que pasa a engrosar el harén de otro semental —sonrió—, pero mi padre siempre tiene al rebaño vigilado, y no ocurre con demasiada frecuencia.

Nel suspiró.

—A veces pienso que lo más sencillo sería tener sólo yeguas, en lugar de sementales.

—¿Y por qué no lo hacéis? —preguntó Siguna.

Nel le habló de Impero y el valle del Lobo.

—¿Quieres decir que sólo hace dos años que domáis caballos? —preguntó Siguna.

—Sí.

Siguna la miró con asombro.

—Parece increíble.

Nel se encogió de hombros.

—Eso dice Ronan. Pero yo no lo considero tan increíble. Los animales son muy generosos, Siguna. Si eres amable con ellos, harán casi todo por ti.

—Es cierto que los animales te entregan su corazón, Nel —sonrió Siguna—, pero no ocurre lo mismo con cualquiera. —Se concentró en el problema de Nel—. Lo único que podéis hacer es matar a ese semental y sustituirlo por uno de los vuestros —aconsejó—. Un semental domado dejará en paz a las yeguas.

—Ya lo he pensado. —Nel agachó la cabeza y movió su mocasín entre la hierba—. Estoy segura de que Ronan también lo ha pensado. Nube sería el sustituto perfecto de Impero.

Siguna sonrió.

—Pues ya tienes la solución a tu problema.

Nel contempló la apacible escena que se desarrollaba ante sus ojos y negó con la cabeza.

—¿Por qué no?

—El valle era el hogar de Impero antes de que nosotros llegáramos —dijo Nel, sin apartar la vista de las yeguas y los potrillos—. Si le matáramos, seríamos tan malvados como tu padre.

Siguna contuvo la respiración.

Nel volvió la cabeza con semblante sombrío.

—Es verdad, Siguna. Lamento decir algo semejante sobre tu padre, pero es verdad.

—Él… —Siguna intentó encontrar las palabras adecuadas—. No es malo, Nel. Es que los hombres de mi tribu no conocen otra forma de vivir.

—No respetan nada —replicó Nel.

—No —admitió con tristeza Siguna—. No respetan nada.

—¿Quieres volver con ellos?

Siguna le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Quieres decir ahora?

—Ahora no puedes, pero algún día, cuando todo esto haya terminado, ¿querrás volver?

Siguna pensó en el plan que había trazado después de ser capturada. Descubriría sus propósitos y volvería junto a su padre como una heroína. Meneó lentamente la cabeza.

—No quiero volver, Nel. He aprendido algo sobre el respeto, y no quiero volver.

Nel rodeó los hombros de Siguna y le dio un leve apretón.

—Estoy convencida de que la Madre te impulsó a pasear por el bosque el día en que Thorn y Mait te encontraron, Siguna.

—Yo también lo he pensado —asintió la joven.

Dos potrillos de largas patas empezaron a perseguirse por el prado. Nel sonrió.

—¿Crees que la tribu del Lobo me aceptaría? —preguntó Siguna.

—Por supuesto, pero creo que la Señora ya te ha escogido para la suya.

Los ojos cristalinos de Siguna se abrieron de par en par.

—No puede ser una sorpresa para ti —continuó Nel—. Te ha concedido gran parte de su tiempo.

Siguna se sentía confundida.

—Le he hecho muchas preguntas y ha sido muy bondadosa conmigo.

—Arika no es bondadosa —replicó Nel—. Si te lo ofrecieran, ¿te gustaría unirte a la tribu del Ciervo Rojo?

Una luz alumbró en aquellos grandes ojos grises.

—Sí.

—Pues habla con la Señora —dijo Nel.

Fenris envió exploradores antes de mover el grueso de su ejército del campamento, y volvieron con la noticia de que la tribu del Leopardo había evacuado su poblado, cerca del río Gran Pez.

Fenris frunció el entrecejo. Últimamente nada salía como era debido.

—Quizá la tribu se haya trasladado a otra parte para pasar los meses de verano —apuntó Surtur.

—Quizá —gruñó Fenris—. O quizá forme parte del grupo de montañeros que nos atacó.

—Descubrimos algunas tribus que habitan río Dorado abajo, kain —explicó el explorador—. Parecen tan ricas como la primera.

—¿Viste a esas tribus? —preguntó Fenris.

El explorador asintió.

—Las vimos. Al principio, pensamos en seguir el otro río hacia el este, pero nos dio la impresión de que ascendía hacia las montañas y temimos caer en otra trampa.

Fenris volvió a fruncir el ceño, como sucedía cada vez que se mencionaba la derrota en la garganta.

—De modo que volvimos al río Dorado y lo seguimos hacia el sur —prosiguió el explorador—. Conduce a unas montañas altísimas, pero antes de las elevaciones descubrimos dos tribus. Fuimos muy cautelosos, kain. No nos vieron.

—¿Cuándo las visteis? —preguntó Fenris.

—Ayer. Regresamos a galope tendido.

—Bien. —Fenris asintió y paseó la vista por su círculo de anda—. No quiero que estas tribus tengan ocasión de escabullirse. Partiremos mañana al amanecer. Informad a los hombres.

Todos sus hombres sonrieron y se pusieron en pie.

—Mañana al amanecer —dijeron—. Estaremos preparados.

A la mañana siguiente, los Domadores de Caballos abandonaron el campamento. Cabalgaron hacia el sur durante todo el día, atravesando la fértil llanura que se extendía a ambas orillas del río Dorado. Al anochecer, los jinetes se detuvieron a un tiro de piedra de la tribu del Oso.

Esperarían al día siguiente, decidió Fenris. El alba era uno de sus momentos favoritos para atacar, porque casi todos los miembros de la tribu estarían todavía en sus cabañas. Cuando la luz menguó, los Domadores de Caballos estacaron a sus caballos y se dispusieron a pasar la noche, para levantarse en cuanto amaneciera.

El chamán del Oso era viejo y tenía el sueño ligero, especialmente al amanecer. Aquel día en particular, cuando esperaba con paciencia los primeros rayos del sol, escuchó al retumbar de cascos lejanos, procedentes del valle.

¿Renos? Los renos no rondaban el valle en aquella época del año. Estarían en las montañas.

El ruido se acercaba. ¿Qué sería?

De pronto, la imagen del rostro severo de Ronan flotó ante los ojos del chamán.

«Los Domadores de Caballos —pensó—. Son los Domadores de Caballos.»

El anciano se puso en pie y, sin siquiera calzarse los mocasines, corrió hacia la cabaña del jefe.

—¡Despertad! ¡Despertad! —gritaba mientras corría—. ¡Los Domadores de Caballos se acercan!

Llegó a la tienda del jefe y se zambulló en la oscuridad.

—¡La tierra tiembla como sacudida por un trueno! —gritó—. ¡Levántate, Sanje! ¡Los Domadores de Caballos se acercan!

El jefe, que dormía desnudo con su mujer entre las pieles de dormir, se puso en pie de un brinco. Por un momento se quedó inmóvil y escuchó. La tierra resonaba bajo los cascos de los caballos que se acercaban.

—¡Despierta a la tribu! —dijo al chamán—. ¡Ya salgo!

Recogió frenéticamente su ropa.

El chamán salió a toda prisa, resollante. Hombres armados con lanzas salían de la cueva de los hombres en respuesta a su primer aviso. La tenue luz del amanecer teñía el cielo. De sus chozas surgieron las mujeres y los niños, que lloraban de miedo. El chamán se derrumbó junto a la cueva de los hombres; sus viejas piernas temblaban tanto que ya no podían sostenerle. El jefe pasó corriendo por su lado y gritó a las mujeres que regresaran al interior de las chozas.

El chamán miró hacia el río y levantó la vista hacia el valle.

De la niebla matutina surgió una tempestad de horror y muerte que cayó sobre la tribu del Oso. El chamán se quedó sin aliento y sintió un dolor aguzado en el pecho. Su último pensamiento fue: «Tendríamos que haber escuchado a Ronan.»