CAPÍTULO PRIMERO
En la cueva reinaba un silencio total. Era lo que más asombraba a Ronan de la cueva de iniciación: el silencio. Ni el sonido de los pinos mecidos por el viento, ni el chapoteo del agua o el susurro de hombres o animales al desplazarse. Sólo el silencio: profundo, sobrecogedor, incesante.
Ronan llevaba esperando en la cueva un día y una noche. Estaba solo, sin agua ni comida, y sólo disponía de una lanza para protegerse en caso de que un oso decidiese interrumpir su soledad. No tenía fuego, únicamente una lamparilla de piedra que iluminaba la espesa negrura. Su torso estaba desnudo, salvo por las marcas de ocre que el día anterior le había pintado su tío.
Era su iniciación a la edad viril, y debía superar la Prueba de la Soledad.
Hacía un día y una noche que esperaba en la cueva, pero allí le resultaba imposible medir el transcurso del tiempo. De hecho, Ronan carecía de medios para saber si llevaba en la cueva unas horas o una semana. El tiempo era infinito en la caverna. Sólo sabía que cuando los hombres acudieran en su busca debía estar preparado, para evitar que le sorprendieran dormido.
Hacía tiempo que las heridas de su brazo derecho habían dejado de sangrar, pero todavía dolían. Comprobó que el brazo se había hinchado. Neihle había hundido el cuchillo lo bastante para dejar cicatrices, pero no para lesionar el músculo. Las cicatrices constituían un honor, la señal de que su portador era un varón iniciado de la tribu del Ciervo Rojo. Cuando los demás hombres de la tribu fuesen a buscarle y comprobaran que había superado la Prueba de la Soledad, Neihle practicaría dos cortes más en el brazo izquierdo.
La lamparilla parpadeó. La grasa animal en que flotaba la mecha casi se había consumido. Señal de que los hombres no tardarían en llegar, pensó Ronan.
Tenía frío. Tenía hambre. Después de treinta y dos horas sin dormir estaba agotado. Pero continuó erguido, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared de piedra, la lanza empuñada en la mano izquierda. Cuando los hombres llegaran, lo encontrarían dispuesto.
Ya habían ejecutado la danza de la caza antes de dejarle solo, con el fin de iniciarle en la sociedad masculina de los cazadores tribales. Tras la Prueba de la Soledad llegaría su iniciación en el rito de la Madre, el más importante, sagrado y reverenciado.
De ello se encargaría Borba; lo habían acordado tiempo atrás. Habían iniciado a Borba cuando su sangre lunar empezó a fluir, doce meses antes, y por lo tanto estaba bien cualificada para enseñar a un chico las cosas que necesitaba saber sobre copular con una mujer.
Ronan había logrado mantenerse despierto pensando en lo que Borba y él harían aquella noche, y en los cambios que ocasionaría en su vida.
Abandonaría la cabaña de su madrastra y viviría en la cueva de los hombres con el resto de los iniciados. Hacía tiempo que Ronan había dejado de escuchar la lengua viperina de Orenda, pero sería un alivio alejarse de su enemistad. Se casaría, por supuesto, pero dentro de unos años. En la tribu del Ciervo Rojo, los chicos no solían casarse a los catorce años.
En parte, compensaría lo que nunca había tenido.
Ahora no es momento de pensar en eso, se dijo con firmeza. Traía mala suerte pensar en cosas desagradables durante la Prueba de la Soledad.
Los oídos de Ronan, habituados durante tiempo al silencio, captaron un leve sonido a lo lejos. Poco después, divisó un centelleo de luz en el extremo del túnel que conducía a la cámara en que esperaba.
Los hombres se acercaban. Ronan se puso en pie.
Ardía un gran fuego frente a la cueva de la iniciación, y después de que el tío materno de Ronan le hiciera los cortes en el otro brazo, los hombres se dispusieron a devorar el ciervo que habían matado para la ocasión. Ronan se sentó en el círculo que rodeaba el fuego con los hombres de su tribu, oyó las risas y las conversaciones, y ayudó a pasar enormes pedazos de carne asada alrededor del círculo. Su alegría era tan inmensa que ni siquiera sentía el dolor del brazo, que sangraba profusamente.
Las risas alcanzaron tonos estentóreos y las conversaciones derivaron hacia las obscenidades. Los dientes blancos y fuertes de Ronan se hundieron en la carne que le habían pasado, y desgarró un buen trozo antes de ofrecerla al hombre sentado enfrente de él. Notó que la comida le proporcionaba vigor, un vigor que necesitaría más tarde, como los hombres se complacían en subrayar con profusos detalles anatómicos.
El jugo de la carne resbaló por la barbilla de Ronan, que lo enjugó con la mano. El jugo rojo de la carne de ciervo se mezcló con su sangre, la sangre que brotaba de las recientes heridas rituales. Mientras escuchaba las conversaciones, Ronan sintió que la insaciable bestia del deseo se erguía en su interior, azuzaba su sangre, martilleaba en su corazón, latía en sus ingles. Le dieron otro trozo de carne, y arrancó de una dentellada otro generoso bocado.
—Es la hora. Las mujeres nos esperan.
Ronan levantó la vista y vio que la alta figura de su tío se alzaba frente a él. Los demás hombres también se pusieron en pie. Era necesario que se dirigieran hacia la sagrada caverna de la Madre Tierra para el rito final de la ceremonia de iniciación. Borba estaría allí, con las demás mujeres iniciadas de la tribu.
Alguien prendió una antorcha en la hoguera y a continuación se elevaron más antorchas. Algunos hombres se rezagaron para encender el fuego, y el resto se encaminó hacia el estrecho sendero que bordeaba el río Volp, un sendero que les conduciría al lugar donde se celebraban todos los actos finales de las ceremonias de iniciación, tanto masculinas como femeninas.
Las mujeres ya habían llegado a la cueva sagrada y estaban congregadas a la orilla del río que, mucho tiempo atrás, había horadado la ladera de la colina y formado una serie de cavernas subterráneas. Para la tribu del Ciervo Rojo, esta caverna en apariencia interminable, profunda y oscura, representaba el útero de la Madre. Aquí era adonde eran conducidas las jóvenes cuando la sangre menstrual de la vida brotaba por primera vez, y también los muchachos, cuando cumplían la edad de venerar a la Diosa mediante el coito con una mujer. Aquí, la Señora de la tribu celebraba dos veces al año los Sagrados Esponsales para preservar la vida de la tribu, la vida de los rebaños, la vida del mundo de los hombres.
Ningún miembro de la tribu se acercaba a aquel lugar sin que se le erizara de temor el vello de la nuca. Lo mismo le ocurrió a Ronan aquella noche.
Entonces vio a su media hermana.
Morna. La Elegida. La Hija. La siguiente Señora de la Tribu, cuando Arika muriera. Era un año más joven que Ronan.
Una mueca de amargura torció su boca cuando contempló el rostro adorable de su hermana. Ella sonrió y echó hacia atrás su cabellera rojo dorada. Sus ojos centellearon a la luz de las antorchas.
¿Qué estaba haciendo allí?, pensó irritado. Morna aún no había sido iniciada. No tenía por qué haber venido.
En cambio, la Señora no había venido. Bien, tampoco lo esperaba. Arika siempre se había mantenido alejada de su único hijo, pese a la naturaleza comunal de la tribu.
Tampoco Borba estaba presente. Ya debía encontrarse en la cueva. Ronan permaneció inmóvil en medio de los hombres, tenso y alerta, a la espera de recibir instrucciones. Fue Fali, la Anciana de la tribu, quien se acercó. Sostenía en una mano un plato de piedra lleno de ocre rojo, y en la otra un pincel de pino.
—Ronan, hijo de Arika, nieto de Elen —dijo Fali con voz clara, mientras le pintaba el signo del falo en el pecho, entre los pezones—. Ha llegado el momento de que aprendas a conocer a la Diosa como creadora de mundos. Ha llegado la hora de que aprendas a servirla, como el Dios del Cielo la sirvió cuando se acoplaron para crear el mundo.
La Anciana terminó su trabajo y retrocedió un paso.
—Ya puedes entrar en la cueva —dijo con suavidad—. Tu pareja te espera en la primera cámara.
Ronan agachó la cabeza morena y clavó la vista en los ojos castaños y brillantes de la Anciana. Fali, una de las muchachas raptadas muchos años atrás por los hombres del Caballo, era ahora la única superviviente de aquel funesto hecho. La tribu del Ciervo Rojo había cambiado desde entonces, según habían contado a Ronan. En particular se había reconocido más plenamente las necesidades religiosas de sus hombres. Su iniciación era uno de dichos cambios.
La Anciana le tendió una lamparilla de piedra. Empezó a caminar por la orilla del río y siguió el curso sinuoso del agua, que se adentraba en la montaña. A principios de la primavera, Ronan habría necesitado un bote, pero el año había sido seco, el río no iba tan crecido como de costumbre y era posible caminar por la grava pegado a las paredes de la caverna.
Los hombres de la tribu acudían a esta caverna dos veces al año, con ocasión de los Fuegos de Primavera y los Fuegos de Invierno, pero no pasaban de la primera cámara. Sólo el hombre elegido para celebrar los Sagrados Esponsales con la Señora de la tribu entraba en el santuario.
Ronan sabía que jamás vería el santuario. Su madre era Señora, y su hermana la sucedería. Como era tabú para él yacer con cualquiera de ellas, estaba condenado a desconocer los misterios que acechaban al otro lado de la primera cámara.
No lo lamentaba, pensó Ronan, mientras avanzaba con cautela por la orilla del río, iluminado por su lamparilla de piedra. La cueva estaba impregnada de la presencia de la Madre, impregnada de los olores de la tierra, del río, impregnada de misterio.
Se estremeció, asaltado por el frío y la humedad. Ya estaba harto de cuevas, pensó, al recordar su solitaria y oscura vigilia de la noche. Volvió a estremecerse, en esta ocasión de miedo. ¡Aquél era un pensamiento blasfemo!
Alejó de su mente pensamientos peligrosos. Sus ojos se esforzaron por escudriñar las tinieblas, por encontrar a la mujer que buscaba.
Después de lo que le pareció mucho tiempo, el pasadizo se ensanchó y Ronan se encontró en la primera cámara de la cueva. Las paredes estaban decoradas con grabados de animales: búfalos, renos y caballos. No obstante, lo más importante para los propósitos de la cueva era el signo de la Madre, la P, que estaba tallado una y otra vez en las paredes de piedra caliza.
El río atravesaba la cámara y luego desaparecía en las insondables profundidades de la montaña. Ronan no siguió el curso del agua sino que se detuvo y miró a la muchacha que le estaba esperando.
Las mujeres habían encendido un pequeño fuego en el centro de la cámara y dispuesto un lecho de hierba y hojas, cubierto con mantas de piel de ciervo. Borba estaba arrodillada sobre la cama, iba desnuda, salvo por el collar de dientes de ciervo que colgaba alrededor de su cuello y el cinturón de dientes que ceñía sus esbeltas caderas. Llevaba el cabello suelto y limpio, y caía en cascada sobre sus hombros, brillante como el sol en la oscuridad de la caverna. Cada uno de sus firmes pechos exhibía un triángulo pintado de ocre rojo, símbolo de la femineidad.
Ronan se quedó inmóvil. Lanzó una rápida mirada al triángulo dorado que se destacaba bajo el cinturón y notó una vibración en su interior, que se transmitía a su sangre, sus huesos y sus músculos. Se obligó a esperar. Ella debía enseñarle lo que tenía que hacer.
—Ronan —dijo.
El fuego iluminaba su rostro, y él vio el destello de su sonrisa. Pensó que parecía extrañamente triunfal.
—Aquí estoy.
Avanzó hacia ella.
Una nota salvaje y peculiar vibró en la risotada que soltó Borba.
—Pareces una pantera de las cavernas, dispuesta a lanzarse sobre mí —dijo.
Extendió las manos y Ronan las cogió. La joven lo atrajo hacia ella y él se arrodilló. Borba, que no le había soltado las manos, las colocó sobre sus pechos desnudos. El falo del joven estaba perfectamente erecto.
Borba levantó sus grandes ojos.
—Esto está bien —susurró—. A una mujer le gusta que le acaricien los pechos, Ronan.
Empezó a desanudar la correa de piel que sujetaba sus pantalones de piel de ciervo.
Nel volvía a casa de recoger bayas con varias compañeras de su edad y algunas ancianas de la tribu, cuando oyó el llanto del niño, procedente del bosque de encinas y abedules que rodeaba la senda. Se detuvo.
La niña que caminaba detrás por la estrecha senda tropezó con ella, y algunas bayas del cesto cayeron al suelo.
—¡Nel! —exclamó Rena, irritada—. ¡No te pares así! Has conseguido que se me cayeran las bayas.
Se arrodilló para recogerlas.
—¿Has oído al niño? —preguntó Nel.
—Sí —contestó Rena. Levantó la vista. Las dos niñas se habían quedado solas; eran las últimas de la fila y las de delante no se habían dado cuenta de su retraso—. Es uno de los gemelos de Mira. Seguramente lo han llevado al bosque mientras estábamos en el prado cogiendo bayas.
El sonido se repitió, un leve y aterrorizado sollozo. Parecía que el bebé llevaba rato llorando.
Nel apretó los puños.
—Voy a buscarlo —dijo.
—¡No puedes! —Rena dejó caer el cesto y sujetó el brazo de Nel—. Ese gemelo es peligroso.
—Sí puedo —se empeñó Nel—. ¿De verdad crees que es peligroso, Rena? ¡Sólo es un bebé!
—Es el gemelo oscuro, el segundo en nacer —explicó Rena—. Cuando la Madre quedó embarazada de gemelos al principio del mundo, uno se convirtió en Dios de la Luz y el otro en Dios del Infierno. Ahora, cuando dos gemelos nacen en el mundo de los hombres, es necesario enviar de vuelta al Infierno al gemelo oscuro, antes de que su oscuridad se extienda por el mundo de la luz. Ya lo sabes, Nel. ¡Todos lo saben!
Nel tenía las facciones pálidas y tensas. Su nariz recta y los afilados pómulos parecían más prominentes de lo normal, y la desesperación asomaba a sus ojos verdes.
—Entonces, ¿por qué la Madre hace gemelos, si uno es malo?
—Nadie sabe por qué la Madre hace lo que hace —contestó la otra niña, impaciente—. Es la Diosa. No tiene por qué explicárnoslo.
Los llantos se repitieron.
—Iré por el niño y lo pondré a salvo —insistió Nel—. Nadie lo sabrá.
Los dedos de Rena apretaron el brazo de Nel.
—¿Cómo lo alimentarás? —preguntó—. Sólo tienes nueve inviernos de edad. No tienes leche para darle. —Aflojó su presa cuando vio que sus palabras habían impresionado a Nel—. Presiento que estás más preocupada por ese niño que Mira —añadió con un tono más amable—. Al fin y al cabo, aún le queda un niño, y eso es más que suficiente. —Nel no contestó—. Mi madre me dijo que en las tribus que siguen al Dios del Cielo abandonan a los dos gemelos. Al menos, nosotros sólo abandonamos uno.
—¡Nel! ¡Rena! ¿Por qué os habéis retrasado? —Era la voz de una de las ancianas que las acompañaba. Sonaba irritada.
—Vamos —dijo Rena y se adelantó.
Al cabo de unos momentos, Nel la siguió.
La cena ya estaba preparada cuando Nel regresó a la cabaña de su padre, pero fue incapaz de comer. Su madrastra gruñó, refunfuñó e hizo comentarios sobre las niñas desagradecidas, pero Nel apenas la escuchó. Lo único que podía oír, como un eco que resonaba en su mente, era el sonido desolado del bebé que lloraba en el bosque.
Nadie de la tribu comprendería sus sentimientos, pensó con desesperación. Nadie excepto Ronan, por supuesto, pero desde su iniciación casi no le había visto. Ahora que ya era un hombre, no tenía tiempo para la primita que aún era una niña.
—Le dije a la Anciana que le llevaría bayas de las que he cogido hoy —dijo Nel, mintiendo con repentina inspiración. No podía permanecer ni un minuto más en esa cabaña, y sabía que hasta su madrastra respetaría una promesa hecha a la Anciana.
Olma frunció el ceño, murmuró algo sobre que ella también necesitaba la ayuda de Nel, pero dejó que la niña saliera de la cabaña. Nel no se encaminó hacia la cabaña de Fali, sino que se desvió hacia el río, en cuyas orillas estaba enclavado el principal núcleo habitado del Ciervo Rojo.
La tribu del Ciervo Rojo moraba en la zona del río Gran Pez desde tiempo inmemorial. El lugar era ideal para la caza del reno y el ciervo, que constituían el alimento principal de la dieta tribal. Las cuevas y cabañas estaban encaradas hacia el río, en dirección este, en un lugar seco y protegido del viento. En la orilla opuesta, las cumbres de la Colina del Ciervo proporcionaban una excelente vista del territorio circundante. En este punto, el río formaba una serie de vados y rápidos, y un poco más arriba del poblado convergía con el Leza en una zona pantanosa rica en peces y aves.
De esta manera, situada en un punto donde dos ríos brotaban de sus estrechos valles y se hundían en las estribaciones, la tribu gozaba de excelentes condiciones para cazar los ciervos que en verano subían a los pastizales más elevados y en invierno bajaban a los de la planicie.
Esa noche, sin embargo, Nel no pensaba en ciervos. Pensaba en el niño abandonado en el bosque. Detrás de ella, delante de las cabañas ardían alegremente los fuegos sobre los cuales se preparaban las cenas. Sólo el niño del bosque no comería esta noche, pensó Nel. Contempló las veloces aguas del río Gran Pez y repentinamente se echó a llorar.
Un enorme lobo surgió del bosque y empezó a deslizarse hacia la niña solitaria con largas y ágiles zancadas. Nel no lo vio, y siguió de pie junto a la orilla, llorando inconsolablemente. El lobo llegó a su lado, se detuvo y emitió leves sonidos guturales de curiosidad.
—No pasa nada, Nigak —dijo Nel, con voz temblorosa de aflicción—. Estoy bien.
—¿Qué pasa, pececillo? —preguntó una voz conocida, muy querida.
Al oírla, Nel se esforzó por dominarse.
—Na-nada —tartamudeó.
—Deja de llorar, o creeré que se trata de una nada muy grande —dijo Ronan. Se sentó a su lado y la rodeó con un brazo—. ¿Qué ocurre, Nel? A mí puedes decírmelo.
Nigak miró a Ronan y extendió su hocico blanco para olfatear las ropas del muchacho. Nel volvió la cabeza y ocultó la cara en el hombro de Ronan.
—O-oí al bebé —dijo—. Llo-lloraba en el bosque. ¡Oh, Ronan!
La pena estremeció su cuerpo flacucho.
—Uno de los gemelos de Mira —dijo él en voz baja.
—S-sí.
—A estas alturas ya estará muerto, Nel. Sus sufrimientos habrán terminado.
—¿Crees que algún animal lo ha devorado?
—Sí.
La niña continuó sollozando, y él la estrechó.
—Vamos, tranquilízate. Me estás empapando la camisa. Tendrás que volver a raspármela, porque la piel de ante se pone muy rígida.
La niña se estremeció.
—No entiendo por qué lo hicieron —dijo—. Nunca lo entenderé. Dicen que es la voluntad de la Madre, pero ¿cómo lo saben, Ronan? ¿Cómo saben que la Madre quería que mataran a ese bebé?
—La Señora se lo dijo —respondió Ronan, impasible.
—¿Y si se equivocó? —replicó Nel con tono desafiante—. ¿Y si el bebé no era el gemelo oscuro? ¿Y si se han quedado con el oscuro y han matado al de la luz?
Siguió un breve silencio.
—Piensas cosas peligrosas, Nel —dijo por fin.
—Y tú también —repuso la niña.
Se miraron. Al cabo de unos instantes Ronan sonrió. Aquella sonrisa transformó su rostro, convirtió su oscura arrogancia en puro encanto. Nel le devolvió una sonrisa temblorosa.
—Lamento lo de ese niño, pececillo. Por eso te busqué. Sabía que te sentaría muy mal.
Saber que la había ido a buscar contribuyó a sosegarla.
—¿Estás seguro de que ha muerto, Ronan?
—Estoy seguro.
La niña exhaló un largo y entrecortado suspiro.
—No puedes rescatar a todos los desamparados del mundo, como rescataste a Nigak —dijo Ronan.
El lobo, que se había tendido a los pies de Nel, levantó la cabeza cuando oyó su nombre. Era un animal magnífico, de pelaje gris plateado, excepto por las cuatro patas, el pecho y el hocico blancos. Sus claros ojos pardo amarillentos pasaron de Nel a Ronan, dobló las orejas en señal de amistad y meneó la cola.
—Nigak podía comer carne cuando lo encontré —contestó Nel—. Esta tarde intenté ir a buscar al bebé, pero Rena dijo que yo no podría alimentarle, y supe que tenía razón.
Ronan cerró la mano con suavidad sobre su trenza.
—Has de endurecer ese corazón tuyo tan blando, Nel.
—Soy dura —replicó Nel.
—Sólo contigo misma —dijo el joven—. Nunca he visto que lloraras por ti.
—Una vez lo hice —repuso Nel en voz baja—. ¿Ya no te acuerdas?
Ronan le tiró de la larga trenza color cervato.
—Sí —dijo—. Me acuerdo.
Se produjo un silencio.
—Pensaba que ya no me querías —dijo al cabo Nel—. Desde que te trasladaste a la cueva de los hombres apenas te he visto.
—Pues claro que te quiero. —Ronan parecía sorprendido. Enarcó una fina ceja negra—. Estamos unidos por la sangre. ¿No lo recuerdas?
Como respuesta, la niña extendió el brazo derecho y dejó al descubierto la piel blanca de la parte interna. Ambos la contemplaron. Cerca de la muñeca se veía una cicatriz en forma de media luna, recuerdo de la ceremonia que Ronan había celebrado cuando tenía diez años y ella cinco. Extendió su brazo, que tenía una marca similar.
Ronan soltó una carcajada.
—Fuiste muy valiente al dejar que te cortara la muñeca de aquella manera —comentó—. Valiente o estúpida. Nunca lo supe con certeza.
—Ambas cosas a la vez, me parece —replicó Nel, y los dos rieron.
—De modo que estás aquí, Ronan. Te estaba buscando.
Nel se volvió y vio que Borba caminaba hacia ellos desde el bosque de pinos. El sol poniente dibujaba una aureola de oro alrededor de su cabello, y sonreía a Ronan.
—Lárgate, pececillo —le susurró Ronan al oído.
«Yo llegué primero», estuvo a punto de decir Nel, pero vio la expresión de Ronan y calló.