CAPÍTULO XXXI
Un día después del saqueo del poblado de la tribu del Oso, Fenris y los Domadores de Caballos se dirigieron hacia el sur, y la tribu del Zorro corrió la misma suerte.
—Es absurdo concederles tiempo para que preparen la defensa —dijo a Surtur mientras conferenciaban, una vez concluido el ataque a la tribu del Oso—. Algunos miembros de esta tribu huyeron al bosque, y quizá alerten a la tribu que hay más al sur.
Surtur gruñó en señal de aprobación.
Los dos hombres contemplaron en silencio el devastado campamento del Oso. Los cadáveres de los hombres cubrían la tierra. Oyeron los gritos de los niños y los sollozos de las mujeres, encerrados en sus chozas.
—Vacía una de esas chozas y apila los cadáveres dentro —ordenó Fenris a su lugarteniente.
—Hugin ya se encarga de eso, kain.
Fenris asintió. A lo largo de los años había descubierto que la manera más eficaz de deshacerse de los cadáveres era amontonarlos en una choza, junto con leña y prenderle fuego. Si abandonaba los cuerpos a las hienas y los buitres, no podría utilizar el poblado de la tribu. Observó que algunos de sus hombres empezaban a llevarse los cadáveres. Hugin estaba de pie junto a la choza elegida para la cremación y vigilaba que todo cuanto era arrebatado de los cadáveres fuera amontonado aparte para que el kain lo distribuyera como considerara justo.
—Algunos hombres se quedarán aquí mañana para vigilar a los cautivos —dijo Fenris—, y los demás partiremos al amanecer.
—Bien —aprobó Surtur.
El semental de Fenris piafó inquieto. El kain acarició su suave morro.
—Di a los hombres que repartiré el botín conjunto de ambos campamentos.
—¿Y las mujeres? Las nuestras no han venido y los hombres arden en deseos de yacer con una mujer, después de un día tan excitante.
—Mmmm. —El semental frotó su morro contra el muslo de Fenris, que repelió los fuertes empujones—. No hay bastantes mujeres para todos los hombres.
—No les importará compartirlas.
Fenris había encontrado el lugar donde el semental quería que le rascara. El caballo permaneció inmóvil, con los ojos entornados, mientras el kain le complacía.
—En ese caso, no distribuiré a las mujeres de forma permanente —dijo—. Esperaremos a tener reunidas a las mujeres de ambas tribus. Los hombres que deseen una mujer para esta noche pueden elegirla, pero sólo será por esta noche.
Surtur asintió.
—¿Elegirás tú primero, kain?
Fenris sonrió con pesar.
—Soy un toro demasiado viejo para copular después de combatir, Surtur. Esta noche dejaré las mujeres a los hombres más jóvenes.
Los ojos de Surtur relampaguearon.
—¡Tú no eres viejo, kain!
El semental, distraído por una yegua que pasaba cerca, alzó la cabeza y relinchó. Fenris acarició su espeso y rubio cabello con una sucia mano.
—No lo sé, Surtur —dijo, con una amargura que incluso le sorprendió a él—. No lo sé.
Los hombres y mujeres del Oso que habían logrado escapar de la masacre de su tribu no se dirigieron hacia el sur y el oeste, hacia la tribu del Zorro, sino al norte y el este, al encuentro de Ronan. Huyeron en grupos dispersos, y en grupos dispersos llegaron derrengados al campamento del Ciervo Rojo, dos días después.
Los hombres de la federación se quedaron consternados, pero en modo alguno sorprendidos.
Uno de los primeros en llegar fue el hombre que estaba casado con la prima de la mujer de Rilik.
—Os lo advertimos —dijo Rilik a Altin, su pariente por matrimonio—. Desde que la federación se formó, Ronan os envió tres mensajes para deciros que corríais peligro. No quisisteis escuchar, y ahora ya veis lo que ha ocurrido.
—Sanje pensó que estábamos lo bastante cerca de las Altas para no correr peligro —dijo Altin, sombrío—. Estaba seguro de que los Domadores de Caballos seguirían el río Gran Pez, en lugar de desviarse al sur, hacia las Altas.
—Siguieron el río Gran Pez —replicó Rilik—, pero la tribu del Leopardo evacuó su poblado. Por eso los Domadores de Caballos os eligieron a vosotros.
—¡Maldita sea! —exclamó el pariente de Rilik, abatido—. ¡Fue horrible, Rilik! Llegaron con el alba. Ni siquiera nos dieron tiempo a organizar la defensa. Sólo nos quedó la opción de huir al bosque, cosa que hicimos. Por suerte, el primer grito del chamán me despertó, y nuestra cabaña era una de las más alejadas del centro del campamento. Mara, el niño y yo conseguimos subir la colina e internarnos en el bosque justo cuando los jinetes atacaron.
—¿Y la tribu del Zorro? —preguntó Thorn, que estaba sentado al lado de su padre—. ¿Alguno de los que escapó intentó prevenirles?
—Yo tenía que ocuparme de mi mujer y mi hijo —contestó Altin, un poco avergonzado—. Quizá alguno de los hombres fue a avisarles.
De hecho, dos hombres del Oso habían tratado de alertar a la tribu del Zorro, pero como iban a pie llegaron demasiado tarde, según informaron los supervivientes de la tribu del Zorro, que también llegaron al campamento del Ciervo Rojo, a los hombres de la federación.
Ronan envió las mujeres a la Gran Caverna para que Nel se ocupara de ellas. Una semana más tarde, cuando estuvo seguro de que todos los supervivientes habían llegado al campamento, Ronan convocó una reunión de jefes.
—Cometieron una estupidez —dijo Unwar, jefe del Leopardo, cuando los cuatro se reunieron en la cueva de los hombres para discutir el futuro de los refugiados.
—Menos de tres puñados de hombres del Oso escaparon, y aún menos de la tribu del Zorro.
La voz y el rostro de Haras expresaron auténtico pesar.
—Muy pocas mujeres y niños se libraron —recordó con frialdad Arika.
Unwar se volvió hacia la Señora.
—Al menos, las mujeres y los niños no están muertos —señaló—. Los hombres, sí.
A la brumosa luz que penetraba por la entrada de la cueva, el rostro de la Señora se veía adusto e implacable.
—La violación es algo horroroso —dijo—. Algunas mujeres habrían preferido morir.
—No lo dudo, Arika —respondió Haras.
Una sombra se interpuso en la luz. Era Nigak, que buscaba a Ronan. Éste dejó que el lobo jugueteara con su nariz y se tendiera. Luego habló:
—El jefe de los Domadores de Caballos es un hombre muy inteligente. Uno de los motivos que me han llevado a convocar esta reunión es tratar de anticipar su siguiente movimiento.
—¿Qué haría un lobo a continuación? —preguntó con ironía Haras.
—¿Qué harías tú a continuación, Ronan, si fueras el jefe de los Domadores de Caballos? —interrumpió Arika.
Ronan miró a su madre con aire pensativo.
—Lo primero, llamar al resto de la tribu. La hierba abunda en los prados elevados de la tribu del Zorro, así como la caza. Es un lugar ideal para instalar un campamento de verano.
—¿Sí? Y después, ¿qué? —le urgió Haras.
—Forjaría un plan para acabar con mis enemigos antes de la caída de la hoja.
—¿Cómo lo harías? —gruñó Unwar.
—Volvería al Gran Pez. Es obvio que nosotros nos hemos refugiado al sur y al este del río Dorado.
—¿Crees que bajarán por el Gran Pez? —preguntó Haras.
—Sí.
Silencio.
—Creo que tienes razón —reconoció Haras.
Arika asintió.
Los rasgos de Unwar parecían más lúgubres que de costumbre.
—Bien, nos encontrarán preparados.
—Nos superan en número —recordó Haras—. Creo que ha llegado el momento de enviar un mensaje a la tribu de la Ardilla. Tal vez ahora se hayan dado cuenta del peligro.
—Yo he pensado lo mismo —admitió Ronan—. Quizá deberías enviar a dos de tus nirum, Haras. Las palabras de los hombres del Búfalo obrarán efecto en la tribu de la Ardilla.
Haras asintió.
—Enviaré a Megar. La hija de su hermana está casada con un hijo del jefe de la Ardilla.
Todos asintieron.
Ronan apoyó la mano en la cabeza de Nigak y preguntó:
—¿Con quién lucharán los hombres del Zorro y el Oso?
En todos los ejercicios de adiestramiento, Ronan había procurado mantener juntos a los hombres de cada tribu. De esta manera, los vecinos luchaban codo con codo, y también los amigos, lo cual estimulaba la lealtad y dedicación de los combatientes.
—Tu tribu es la menos numerosa, Ronan —dijo Haras—. Que luchen con los hombres del Lobo.
Unwar y Arika expresaron su aprobación.
—Es una buena idea que los refugiados luchen codo a codo con los hombres del Lobo, pero creo que deberíamos permitirles elegir a un líder propio, que se siente con nosotros en el consejo de jefes —contestó Ronan.
La sugerencia no satisfizo a Unwar.
—Ya han tenido bastante suerte al encontrar un lugar donde refugiarse —gruñó—. No veo por qué hay que darles voz en nuestros consejos.
—¿Por qué lo has pensado, Ronan? —preguntó Haras.
—Esos hombres están destrozados. Necesitan sentir que no son un simple apéndice, que forman parte de la federación. Permitir que elijan un líder que represente a ambas tribus, les proporcionará una sensación de… —Se interrumpió, como si buscara la palabra.
—Valía —dijo Haras en voz baja.
—Sí. —Ronan dirigió a Haras una mirada de aprobación—. Valía.
El jefe del Búfalo, satisfecho al parecer consigo mismo, volvió su cabeza leonina hacia Unwar.
—Creo que Ronan tiene razón —dijo.
—Oh, de acuerdo —accedió a regañadientes el jefe del Leopardo—. ¿A mí qué más me da, al fin y al cabo?
Arika no dijo nada, pero esperó en la cueva hasta que los otros dos jefes regresaron con sus hombres. Ronan la miró cuando dio la espalda a la entrada de la cueva, donde había intercambiado unas palabras con Haras, y enarcó una ceja inquisitiva.
—¿A quién crees que nombrarán jefe los hombres del Zorro y el Oso? —preguntó Arika a su hijo.
Ronan se encogió de hombros.
—No lo sé, Señora.
—Yo diría que a Matti.
Las fosas nasales de Ronan se dilataron levemente bajo el puente arqueado de su nariz. Arika sonrió.
—Tal vez —dijo él.
Matti era el hijo mayor del jefe de la tribu del Zorro, y durante los últimos días se habían enterado de sus esfuerzos por convencer a su padre de que entrara en la federación. El motivo que había impedido la muerte de Matti residía en que se había ausentado a las montañas para cazar con algunos compañeros de su edad.
—Un joven fogoso como Matti se mostrará inclinado a apoyar todas tus sugerencias —añadió Arika.
Ronan guardó silencio, imperturbable.
—Eres un joven muy inteligente —dijo Arika. Se dirigió hacia la puerta—. Siempre lo he pensado.
Pasó junto a Ronan y se alejó con paso sereno.
Ronan había estado en lo cierto al predecir que Fenris enviaría a buscar al resto de su tribu, que el poblado de la tribu del Zorro, situado en las estribaciones de las Altas, era un campamento de verano perfecto para los Domadores de Caballos. Las mujeres y los niños, los caballos y los trineos, y la manada de yeguas y potrillos procedió río Dorado abajo con mucha más lentitud que los guerreros, y se instalaron en el confortable valle que había sido el hogar de la tribu del Zorro.
Las mujeres y niños de las tribus del Oso y el Zorro se alojaron en las tiendas de los Domadores de Caballos.
—¿Por qué no os rebeláis? —preguntó Mira, hija del jefe del Zorro, a una mujer del Clan que vivía desde hacía un año en la tienda del kain—. Hay muchas mujeres en este campamento, más mujeres que hombres. Si las mujeres se rebelaran, ¿qué podrían hacer los hombres contra nosotras?
—Matar a nuestros hijos —fue la sencilla y terrible respuesta.
Los ojos de Mira se dilataron hasta adquirir un tono negro intenso.
—No harían algo semejante.
—Sí. Ya lo han hecho. En una ocasión, una mujer arrojó una lanza contra el hombre al que había sido entregada. Le mató. Como represalia, los hombres de la tribu la mataron a ella, a sus hermanas y a todos sus hijos. Borraron su estirpe de la faz de la tierra.
Mira se quedó horrorizada.
—¿Fenris hizo eso? —preguntó con voz ronca.
Kara negó con la cabeza.
—Fue antes de que Fenris se convirtiera en kain. Fue su padre quien dio la orden.
—Qué horror —exclamó con voz ahogada Mira, mientras hacía una señal con los dedos—. Son hombres muy malvados. —Se estremeció—. ¿Y te ha obligado a dormir con él?
Kara se ruborizó.
—Fenris no es un hombre malvado —dijo—. Es difícil explicarlo, lo sé, considerando las atrocidades que ha cometido, pero creo que no es un hombre malvado.
Mira la miró como si estuviera loca.
—Sigue a un dios salvaje —continuó Kara—. Es su dios quien le impulsa a cometer esas atrocidades.
—Cada vez que le miro —dijo con frialdad Mira—, veo los cadáveres de mi padre y mis hermanos.
—Lo comprendo. Yo también solía ver lo mismo —admitió Kara.
—¿Y ahora ya no?
—Estoy viva, Mira, al igual que tú. Hemos de aprovechar lo que se nos ha concedido.
—Creo que eres tan malvada como él —dijo Mira con amargura. Dio media vuelta, se dirigió al borde de la gran tienda y se sentó, de espaldas a Kara.
Kara caminó lentamente hacia la puerta de la tienda y salió. Sus ojos escudriñaron el poblado hasta encontrar la silueta que buscaba. Se dijo que no debía culpar a Mira por lo que pensaba. A veces, Kara también pensaba lo mismo sobre ella. Pero no era tan sencillo, pensó. Fenris no era tan sencillo.
Se encontraba de pie, contemplando a dos jóvenes que luchaban en el centro de un círculo de hombres. Las carcajadas y los gritos se sucedían. Uno de los numerosos hijos de Fenris se acercó corriendo a él y le tiró de la mano. El kain rió, se agachó y sentó al niño a horcajadas sobre sus hombros para que presenciara el combate.
Kara contempló la ancha espalda sobre la que el niño se había acomodado, contempló la enorme mano que rodeaba protectoramente el frágil brazo infantil, contempló la nuca de la cabeza rubia. «Seguro —pensó— que un hombre como éste jamás sería capaz de ordenar la muerte de una mujer y de todos sus hijos.» Pero tenía miedo de que sí fuera capaz. Había olvidado desde hacía mucho tiempo el aspecto de su primer marido, había olvidado desde hacía mucho tiempo la desagradable y penosa invasión de su cuerpo que representaban sus coitos. Todo había quedado sepultado irrevocablemente bajo las nuevas sensaciones que había aprendido en los brazos de Fenris. Podía ser muy tierno. Ésa era la principal característica que la había cautivado, que bajo toda aquella brutalidad existiera una ternura tan conmovedora. En ocasiones, le sorprendía mirándola con tal calidez en sus ojos grises que todo su cuerpo se estremecía con el deseo de acostarse con él. Durante los últimos meses, en que sólo ella había compartido sus pieles de dormir, casi había logrado olvidar quién era Fenris. Pero después se había producido la nueva masacre, la muerte de los hombres del Zorro y el Oso, y las viudas y huérfanos habían sido, obligadas a compartir las tiendas y los lechos de los asesinos. Mira tenía razón, pensó Kara. Era una traidora a su raza y sus dioses.
El combate terminó y Fenris se volvió. Bajó a su hijo y dijo algo a Surtur, quien, como siempre, estaba a su lado. Una sonrisa iluminó su rostro.
Kara exhaló un entrecortado suspiro, se volvió y entró en la tienda.