CAPÍTULO XXXIV

—Nos ocultaremos en las montañas, y caeremos sobre esos forasteros como una avalancha en primavera —había dicho aquella mañana Ronan a las tribus congregadas—. ¡Y como una avalancha, los barreremos!

Los hombres de la federación lanzaron rugidos de aprobación.

Durante todo el día Ronan se había esforzado en enseñar a sus hombres el uso de los escudos, así como a organizar la marcha hacia el río Dorado. Las tribus partirían al amanecer del día siguiente, pero Ronan no se acostó hasta muy entrada la noche.

Crim y Bror se habían ofrecido una vez más a desalojar la choza que compartían con Ronan, y Nel estaba sentada ante el pequeño fuego que había encendido para combatir el frío de la noche, esperando. Contemplaba la pacífica escena que tenía lugar en la choza: Leir y Sintra dormitaban junto a la puerta, las llamas centelleaban, y la lamparilla de piedra arrojaba su cálido resplandor sobre las pieles de dormir enrolladas. Pero no había paz en el corazón de Nel.

«Ha sucedido —pensaba una y otra vez—. Al fin ha sucedido. Ronan me dejará mañana para ir a combatir contra los Domadores de Caballos. Me dejará, y tal vez no regrese. Jamás. Tal vez no regrese. No puedo soportarlo. Si Ronan muriera, no podría soportarlo.» Lo peor era su impotencia. No podía ir con él. No podía detenerle; sabía que intentar detenerle sería un error. Pero… no volver a ver a Ronan…

—No puedo soportarlo —susurró, en medio del silencio.

Los minutos transcurrieron. Nel añadió otra rama a la hoguera y los perros levantaron la cabeza. Las pieles de la entrada se movieron y Ronan entró. Los perros, tranquilizados al no ver a Nigak, apoyaron de nuevo los morros sobre las patas.

Nel, que se había prometido no agobiar a Ronan con sus temores, logró esbozar una sonrisa.

—Has tenido un día muy ocupado —dijo.

—Sí. —Ronan se dejó caer a su lado y se frotó la frente, con gesto de cansancio—. Muy ocupado, pero creo que todo está preparado para la marcha.

Nel le miró y experimentó una desesperada necesidad de arrojarse en sus brazos, de descargar su corazón de lágrimas. De aferrarle e impedirle que se fuera.

—Es un engorro que el explorador capturado por Tyr fuera el hermano de Siguna. Para ser sincero, de haber sido otra persona me habría desembarazado de él, pero no puedo hacerle eso al hermano de Siguna.

Nel tardó unos momentos en centrar la atención en sus palabras. Frunció el ceño.

—Tampoco te habrías «desembarazado» de otra persona —protestó.

Ronan enarcó una ceja.

—¿No?

Ella sacudió la cabeza.

—Ésa es la diferencia entre los Domadores de Caballos y nosotros. De comportamos como ellos, seríamos igual de malvados.

Ronan enarcó la otra ceja y meditó su respuesta.

—Tal vez estés en lo cierto.

—Nunca harías algo semejante —afirmó Nel.

Ronan no parecía estar de acuerdo con ella.

—Si intenta escapar, Nel, no debes ablandarte —advirtió—. ¡No puedo permitir que avise a Fenris!

—Lo sé, Ronan. Si hemos de clavarle una lanza para retenerle, lo haremos.

Ronan sonrió apenas.

—Algún día recuérdame que te pregunte en qué se diferencia eso de matar a un hombre con las manos desnudas. —Nel fue a contestar, pero Ronan levantó una mano para detenerla—. Dejaré a cuatro de nuestros hombres para vigilar a Vili, hasta que lleguen las mujeres del Ciervo Rojo.

—No es necesario, Ronan. Tienes muy pocos hombres. Los que quedamos aquí somos suficientes para encargamos de Vili.

Él negó con la cabeza.

—Dejaré caballos para los hombres —explicó—. Los hombres montados a caballo lograrán alcanzamos antes de que lleguemos al río Dorado. —Le acarició con ternura la mejilla—. Pese a tus palabras, Nel, no creo que seas capaz de matar a un hombre. Y tú eres la única mujer de este campamento que sabe manejar una lanza.

Aquel delicado comentario casi la trastornó. Bajó los ojos y tragó saliva.

—¿A qué hombres dejarás?

—Dai, Okal, Kasar y Lemo.

Nel asintió, sin alzar la cabeza.

—Beki y Yoli partieron hacia la Gran Caverna antes de mediodía, y cabalgarán sin detenerse. Las mujeres del Ciervo Rojo llegarán mañana, antes, de que oscurezca.

Nel volvió a asentir.

—Nel, si perdemos esta batalla debes reunir a las mujeres de la tribu y regresar al valle.

Nel notó la garganta seca.

—Si la federación fuese derrotada —prosiguió Ronan—, los hombres restantes harán lo posible por proteger a las mujeres y los niños de la Gran Caverna, pero quiero que las mujeres del Lobo regresen al valle.

Nel enlazó las manos alrededor de las rodillas.

—¿Me estás escuchando, Nel? —preguntó Ronan—. Saca a nuestras mujeres de la Gran Caverna y ocultaos en el bosque, como hiciste cuando huiste conmigo. Supongo que te acordarás.

Nel guardó silencio.

—Estaréis a salvo en el valle. —Nel siguió callada—. Nel, debes prometerme que lo harás.

«No puedo —pensó ella—. Si mueres, yo también querré morir.»

—Debo hacer todo lo posible por salvar a las mujeres e hijos de mis hombres. Si no lo consigo, tú lo harás por mí.

Nel meneó la cabeza.

—Pececillo, no podré combatir con serenidad si en mi corazón existe temor por ti. Prométeme que volverás al valle.

Nel intentó tranquilizarse.

—Te he oído —dijo por fin, y alzó la vista.

El rostro de Ronan se veía tan tenso y preocupado como agotado. Sabía que la preocupación era por ella. Él tenía razón, pensó de repente. No podía enviarle a la batalla con el corazón dividido. Controló su voz.

—Pondré a salvo a nuestras mujeres y niños, Ronan. Te lo prometo.

La cara de Ronan se relajó. Levantó las manos y sostuvo su rostro entre sus largos dedos. Nel notó la aspereza de sus callos contra la piel. Ronan inclinó la cabeza y la besó en la boca.

«Sálvale, Madre —rezó Nel, mientras cerraba los ojos y se apretaba contra él—. No permitas que muera. Sálvale.»

Rodeó su cuerpo con los brazos y le estrechó, con la cara levantada hacia la suya. Al cabo de un momento, Ronan se inclinó y la tendió sobre las pieles.

Hicieron el amor con fiereza, una apasionada afirmación de vida y amor consumada a la sombra de la muerte. Cuando Ronan se durmió, Nel continuó despierta, meciendo en sus brazos aquel cuerpo cálido y vivo que mañana quizá estaría frío y muerto.

«No puedo vivir sin ti —gritó en su corazón—. No puedo, Ronan, no puedo.»

Pero no podía hacer nada.

Ronan había dicho que ella era incapaz de matar a un hombre. Estaba equivocado. Si en ese momento tuviera a Fenris al alcance de su lanza, lo atravesaría sin la menor piedad.

«Sálvale, Madre. No permitas que muera.»

Al amanecer del día siguiente, los hombres de la federación abandonaron el poblado del Ciervo Rojo y descendieron el curso del río Gran Pez en dirección al río Dorado. Pasarían la noche en el poblado de la tribu del Leopardo. Al día siguiente partirían hacia el oeste y se adentrarían en las montañas que dominaban el valle del río Dorado.

Cubrieron la distancia a buen paso y llegaron a su destino antes de oscurecer. Cenaron y se envolvieron en sus pieles de dormir. El único incidente de la noche fue la llegada de Okal, Dai, Kasar y Lemo. Informaron a Ronan que un contingente de mujeres del Ciervo Rojo había llegado después de mediodía para relevar a los que custodiaban a Vili.

Los hombres de la federación se pusieron en marcha de nuevo al amanecer, y a mediodía llegaron al lugar donde las montañas descendían hacia el valle del río Dorado. Ante ellos se extendía un amplio prado en forma de media luna, atravesado en el centro por un río. Al otro lado, las escarpadas montañas de piedra caliza volvían a elevarse, erizadas de pinos y abedules.

Los hombres de las tribus montaron el campamento y Ronan apostó una guardia que vigilara el valle. Desde aquel punto privilegiado, los hombres de la federación divisarían a los Domadores de Caballos mucho antes de que llegaran a la pradera.

El día avanzó, sin que el enemigo diese señales de vida. Los hombres desenrollaron sus pieles de dormir, pero no encendieron hogueras. Comieron carne seca y fruta, regadas con agua fría, pero no infusión y luego fueron a dormir.

La luna estaba casi llena. Dentro de pocos días, los hombres de la Ardilla celebrarían su ceremonia y acudirían en ayuda de la federación.

«Demasiado tarde», pensó Ronan con amargura mientras contemplaba la brillante luna. Que la tribu de la Ardilla volviera a celebrar aquella ceremonia algún día dependía de lo que ocurriera en la pradera al día siguiente. A Ronan no le cabía duda de que el futuro de todas las tribus de la montaña dependía de la inminente batalla.

¿Qué iba a hacer con los caballos? Éste era el problema que más preocupaba a Ronan. Estaba seguro de que, si abría lo suficiente las líneas, sus hombres aguantarían el embate de los Domadores de Caballos, si el enemigo se veía obligado a combatir a pie.

Pero si un grupo, por pequeño que fuera, lograba montar a caballo y situarse detrás de las líneas de la federación, surgirían problemas gravísimos.

Nigak se abrió paso como un espectro entre los hombres dormidos y se acercó a Ronan. El lobo había acompañado a Ronan, y Nel había insistido en que se lo permitiera. Cuando Nigak se tendió a su lado, los pensamientos de Ronan derivaron hacia su esposa. Había prometido que regresaría al valle y sabía que podía confiar en las promesas de Nel. La Madre cuidaría de Nel, pensó. Aun en el caso de que ocurriera lo peor, y sus hombres y él perecieran en la batalla, Nel y las mujeres sobrevivirían en el valle. En caso necesario, podrían cazar a los animales que habitaban el valle.

Su mente regresó al motivo principal de su preocupación: ¿Qué iba a hacer con los caballos?

De pronto, oyó la voz de Nel en su mente. «¡Sementales! —le había dicho una vez, con una mezcla de humor e impaciencia—. Son los seres más posesivos de la tierra.» ¿Cuándo lo había dicho? Entonces lo recordó. Estaban contemplando a Impero, mientras alejaba celosamente a sus yeguas de uno de sus hijos exiliados que se había acercado demasiado al rebaño. Nel había hecho el comentario mientras observaba al gran semental blanco, que mordisqueaba sin piedad las patas de una yegua, tal vez la madre del potro, que deseaba acercarse a él.

Ronan abrió los ojos y contempló una vez más la luna. Pensó en Impero. Pensó en el instintivo comportamiento gregario de Nube durante el ataque lanzado contra las yeguas de Fenris.

«Eso es», pensó Ronan. El rebaño de los Domadores de Caballos corría en libertad. Bastaría con soltar a sus sementales jóvenes sobre el rebaño de yeguas, y ellos se encargarían del trabajo.

Al cabo de unos momentos Ronan cerró los ojos y se durmió.

Al atardecer del día siguiente, Ronan recibió la noticia de que los Domadores de Caballos se acercaban río abajo. Emboscados en las montañas, los hombres de la federación vieron que la enorme masa de hombres y caballos entraba en la pradera. Ronan distinguió a Fenris casi al instante. Galopaba al frente de sus hombres, con un guerrero a cada lado y un pequeño grupo detrás. Ronan vio con gran alivio que el kain se desviaba hacia el río, se detenía y desmontaba. Los demás hombres le siguieron y todos desmontaron. Cepillaron sus caballos. Descargaron los bultos y empezaron a montar algunas, tiendas. Soltaron al rebaño de caballos para que abrevaran en el río y apacentaran la excelente hierba del prado. Se encendieron las hogueras para cocinar. Los Domadores de Caballos se disponían a acampar.

Fue de gran ayuda que Fenris decidiera pernoctar en la pradera. De lo contrario, Ronan habría tenido que alterar sus planes, pero así estaba mejor. Las fuerzas de la federación ya habían tomado posiciones y, siempre que procedieran con cautela, había pocas posibilidades de que repararan en su presencia.

El plan de Ronan consistía en atacar por la noche, cuando los Domadores de Caballos estuvieran dormidos. El día había estado despejado, y la luna proporcionaba luz suficiente para la ocasión.

Se reunió con los líderes tribales después de la cena fría.

—Tendremos que situar a las tribus en una línea larga para impedir que, el enemigo ataque por detrás —dijo—. Es absolutamente imprescindible evitarlo.

Los rostros de los jefes se veían sombríos. Neihle, que acaudillaba a los hombres del Ciervo Rojo en lugar de la Señora, fue el primero en hablar.

—¿Y sus caballos? Si algunos consiguen montar y atacar por detrás, nuestros hombres caerán presa del pánico.

—He estado pensando en eso. Haremos lo siguiente: Thorn y Mait lanzarán nuestros sementales sobre su rebaño de yeguas. Seis puñados de sementales serán más que suficiente para crear el caos en el rebaño. Ningún hombre logrará acercarse lo bastante para poder montar.

Unwar y Haras sonrieron.

—Bien pensado —admitió Neihle.

El joven Matti se limitó a asentir.

—También he pensado que nuestra línea adoptará la forma de un águila en vuelo —continuó Ronan—. Quiero más hombres en las alas que en el centro. Si el centro cede, no será tan grave como si las alas se rompen. Al enemigo le resultará difícil situarse detrás de nosotros por el centro, pero si las alas no son lo bastante resistentes, no podremos contenerles.

Se hizo el silencio, mientras los hombres recreaban mentalmente la formación que Ronan había descrito.

—¿Dónde se situará cada tribu? —preguntó Haras.

—El ala izquierda la compondrán los hombres del Búfalo, bajo el mando de Haras; el ala derecha, los hombres del Leopardo, bajo el mando de Unwar. —Ronan se volvió hacia Neihle—. Tío, me gustaría dividir a los hombres del Ciervo Rojo; cada mitad en un ala.

Neihle asintió con gravedad.

—Tú estarás al mando de los hombres del Ciervo Rojo que combatan en el ala izquierda. —Ronan vaciló un instante—. Y yo capitanearé a los hombres del Ciervo Rojo de la derecha.

Unwar lanzó una exclamación de sorpresa.

Neihle y Ronan se miraron.

—Los hombres del Ciervo Rojo estarán orgullosos de seguirte —dijo por fin Neihle, lenta y decididamente.

Nigak alzó el morro del muslo de Ronan y echó las orejas hacia adelante, como agradeciendo un tributo.

—¿Y en el centro? —preguntó Haras.

—Los hombres del Lobo, mandados por Bror, y los hombres del Zorro y el Oso, conducidos por Matti.

Unwar masticó con aire pensativo su carne de ciervo seca, y después asintió para expresar su aprobación. Sus ojos de espesas pestañas escrutaron los rostros de los demás jefes.

—Todos lucharemos por nuestros hogares, esposas e hijos —dijo—. Quizá no sea éste el lugar que yo hubiera elegido para hacernos fuertes, pero aquí estamos. Esta noche, venceremos o moriremos; no habrá término medio.

Ronan miró sorprendido al jefe del Leopardo. No había esperado tales sentimientos de Unwar.

—Unwar ha dicho la verdad —dijo Haras, y agachó su noble cabeza.

Se oyó el canto de un pájaro en el silencio, un sonido claro, agudo y vibrante al morir el día.

—Durmamos un poco —aconsejó Ronan—. Saldremos dentro de cuatro horas.