CAPÍTULO XXII

De las seis tribus a las que Ronan había enviado mensajeros, tres respondieron a la convocatoria.

De la tribu del Leopardo acudió el jefe Unwar, el chamán Hamar y ocho jefes nirum.

De la tribu del Búfalo acudió el jefe Haras, el chamán Jessl, Rilik, el padre de Thorn, y siete jefes nirum.

De la tribu del Ciervo Rojo acudió Arika, la Señora, su hermano Neihle, tres matriarcas y cinco hombres. Su hija, Morna, se quedó en casa.

La mayoría había llegado a la caverna varios días antes de que Ronan apareciera con su séquito. Los jefes del Leopardo y el Búfalo, sabedores de que Ronan venía de las Altas, se habían resignado a esperar, y pasaban el tiempo conferenciando entre ellos. La delegación del Ciervo Rojo llegó un solo día antes que Ronan y la tribu del Lobo.

El descenso de las Altas constituyó un viaje azaroso, pues los caballos no se mostraron tan tranquilos como Nel había predicho. No obstante, después de los dos primeros días, los potros se habían apaciguado y obedecían a sus jinetes razonablemente.

Jamás olvidaría Thorn, por larga que fuera su vida, el momento en que los hombres de las tribus del Clan vieron a los de la tribu del Lobo montados a caballo. Se encontraba de pie ante la Gran Caverna, acompañado de Rilik y Haras, cuando los caballos doblaron por el recodo y aparecieron ante su vista. Haras, deslumbrado por el sol, los había confundido con un rebaño salvaje.

—¡Caballos! —gritó el jefe del Búfalo, con una mezcla de alarma y sorpresa. Y jadeó audiblemente cuando distinguió las siluetas humanas a horcajadas sobre los caballos.

Mientras Thorn miraba acercarse su tribu, un fiero orgullo abrasó su corazón. Ronan y Nel cabalgaban al frente, Ronan en Nube, el gran potro gris que él mismo había domado, y Nel en Pie Blanco. Cabalgaban con la misma maestría que los Domadores de Caballos, pensó Thorn, erguidos y orgullosos, los muslos flexionados hacia adelante. El resto de la tribu venía detrás. Algunos hombres conducían a los caballos de carga. Los perros corrían entre las patas de los caballos y Nigak se había situado al lado de Ronan.

—¡Yaya! —exclamó Haras—. ¡No puedo creer lo que ven mis ojos!

—¿Es posible? —dijo Rilik con voz ahogada.

Por todas partes se oyó el ruido de pies que corrían, cuando las tribus salieron a ver lo increíble.

—¡Hombres encima de caballos!

—No sólo hombres, ¡si no también mujeres!

—No puedo creerlo.

—¿Cómo lo hacen?

—¿Son los Domadores de Caballos? —preguntó una, horrorizada.

—No —contestó una mujer con el acento del Ciervo Rojo—. ¡Es Ronan!

—Ronan nunca nos había hablado de esto —consiguió articular Haras, y dirigió una mirada de reproche a Thorn.

Los jinetes se detuvieron a una distancia prudente de los curiosos. Las fosas nasales de Thorn se dilataron de orgullo.

—Hace dos años que domamos caballos —explicó a Haras—. Ésta es la primera vez que los sacamos del valle.

—¿Tú también? —preguntó Rilik a su hijo, estupefacto—. ¿Tú también montas, Thorn?

—Sí. Fui uno de los primeros, porque peso poco.

Rilik se quedó boquiabierto.

—¡Atrás todos! —ordenó Thorn cuando la muchedumbre avanzó—. Si os acercáis, los caballos se asustarán.

Todos retrocedieron un paso.

—Padre, tú y los jefes acompañadme —dijo a Rilik con tono solemne, y se adelantó, seguido de Rilik, Haras y Unwar.

Arika y Neihle se mantenían algo apartados de los demás, a la sombra del gran túnel que atravesaba la colina y que constituía la Gran Caverna.

Ronan desvió un instante los ojos hacia su madre antes de saludar a los cuatro hombres.

—Thorn —dijo—. Rilik. —Y con tono formal, añadió—: Saludo al jefe del Leopardo y al jefe del Búfalo.

—Arika del Ciervo Rojo también ha venido —dijo Unwar, que había observado su mirada—, pero los jefes de la Ardilla, el Oso y el Zorro declinaron la invitación.

—Entiendo —dijo Ronan, sin la menor entonación.

Los jefes contemplaron con asombro a Nube, que piafó, puso los ojos en blanco y se movió de un lado a otro. Ronan palmeó su cuello arqueado y el potro se calmó.

Los jefes se habían apresurado a retroceder, nerviosos por los cascos.

—¡Esto es inaudito! —exclamó Haras desde una prudente distancia—. ¡No nos dijisteis que montabais a caballo!

Ronan siguió sentado con serenidad sobre el excitado potro y contestó a todas las preguntas, pero Thorn intuyó todo el rato que su auténtica atención estaba centrada en otro lugar, en la mujer de cabello rojo que se erguía inmóvil a la sombra de la entrada. Nube, que notaba la tensión de su jinete, empezó a agitar la cola y a removerse.

—Los caballos están cansados, y también los niños —dijo Nel a su marido con su voz dulce y ronca—. Creo que deberíamos instalamos antes de continuar hablando.

Ronan la miró. Por primera vez desde que le conocía, Thorn tuvo la sensación de que Ronan no sabía qué hacer. Tenía el rostro tenso y convulso. Nube movió la cabeza arriba y abajo, y luego se encabritó.

—Baja, Ronan —dijo Nel. Ronan desmontó y palmeó el cuello del potro gris—. Dijiste que conocías un lugar a buen recaudo donde los caballos podían apacentar —continuó Nel—. Si tú guías a los hombres, yo me encargaré de instalar a las mujeres y los niños.

Ronan volvió a asentir, pero siguió quieto, vacilante, como influido por la presencia de su madre.

—Thorn te acompañará —dijo Nel. Desmontó de Pie Blanco e indicó a Thorn que cogiera las riendas del potro. Luego se acercó a Ronan.

Thorn tuvo la impresión de que la cercanía de Nel conseguía romper el hechizo que paralizaba a Ronan. Éste miró los ojos preocupados de su esposa y esbozó una sonrisa torcida.

—De acuerdo, pececillo —contestó. Acarició su mejilla con dos dedos y suspiró—. Estoy bien. Thorn, acompáñame a apacentar los caballos.

Nel aguardó a que ambos se alejaran y luego se volvió hacia los jefes.

—Tendréis que decirnos dónde podemos acampar. No conocemos esta cueva.

—Por supuesto —contestó Haras, afable como siempre. Es muy espaciosa.

Los representantes de las demás tribus contemplaron con asombrada fascinación a las mujeres y los niños de la tribu del Lobo dirigirse hacia la cueva mientras los hombres se llevaban los caballos.

—Berta —dijo Nel a una de las mujeres que pasaba delante de ella—, ¿puedes encargarte del campamento?

—Por supuesto. —Los grandes ojos castaños de Berta se desviaron hacia el grupo situado en la entrada de la caverna—. No te preocupes por nosotras, todo irá bien.

Nel le dedicó una sonrisa de agradecimiento y caminó hacia el grupo del Ciervo Rojo.

Arika estaba flanqueada por Neihle y Erek, dos hombres altos, pero la presencia que emanaba la menuda silueta erguida entre ambos parecía empequeñecerles. Nel examinó al resto de la delegación y experimentó alivio al no ver a Morna.

—Señora —dijo Nel con tono respetuoso, y agachó la cabeza.

—Nel, no sabía si te vería aquí.

Nel levantó la cabeza. La Señora parecía más vieja. Hebras plateadas moteaban su cabello. Sin embargo, la edad nunca marchitaría por completo la belleza del rostro de Arika, ni atenuaría su crueldad.

—¿Cómo está Fali? —preguntó Nel.

—Murió poco después de que nos abandonaras —contestó Arika, sin preocuparse de suavizar el golpe.

Nel apretó los labios para reprimir un grito de dolor.

—¿Te has casado con él? —preguntó Arika.

Nel asintió.

—¿Tenéis hijos?

Nel respiró hondo y reunió todas sus fuerzas:

—No. No tenemos.

Arika frunció el ceño.

—Me sorprende que hayas venido en persona a esta reunión, Señora —dijo Nel, ansiosa de apartar a Arika del delicado tema de los hijos—. No te sueles mezclar con gente de otras tribus.

—La Gran Caverna no se encuentra lejos del hogar del Ciervo Rojo. Consideré prudente comprobar por mí misma qué maquina Ronan. —Desvió la vista hacia los hombres del Lobo—. He de admitir que no me esperaba esto.

—Fue idea de Ronan intentar domar nuestros propios caballos.

—Estoy segura —repuso Arika casi con el mismo tono engañosamente plácido que su hijo solía emplear. Miró a Nel con frialdad—. Ahora comprendo por qué te necesitaba, Nel. Siempre has tenido el toque de la Diosa con los animales.

Nel notó un sabor amargo en la garganta. Sus fosas nasales se estremecieron.

—Nunca has comprendido a Ronan —dijo—. Careces de corazón para ello.

La reacción de Nel pareció sorprender a Arika, que adoptó un aire pensativo.

—Le he comprendido demasiado bien.

Nunca se había visto una expresión tan fría en el rostro de Nel.

—Tú no comprendes nada —replicó a la Señora de la tribu del Ciervo. Dio media vuelta y se alejó.

Ronan condujo los caballos hasta un valle cubierto de hierba, próximo a la Gran Caverna, y ordenó a varios hombres que les vigilaran, por si aparecían animales salvajes.

—Los Domadores de Caballos mantienen reunido a su rebaño de esta manera —explicó—. Los caballos son como los hombres; su instinto les impulsa a permanecer juntos. Aquí hay mucha hierba y no creo que se alejen. Sin embargo, nuestros caballos están acostumbrados al valle, donde tienen pocos enemigos. Hemos de redoblar la vigilancia para protegerlos.

Los hombres se mostraron de acuerdo. Ninguno deseaba que un león o una estampida echara por tierra el trabajo de dos años.

Cuando Ronan regresó con los demás hombres a la Gran Caverna, Arika ya no estaba en la entrada. En su lugar se encontraban Beki y Yoli, que les esperaban para acompañarles al lugar donde las mujeres habían dispuesto el campamento y estaban preparando la cena.

Aquella noche, las tribus se reunieron en consejo en el lugar de la Gran Caverna donde los jefes solían evacuar consultas durante las reuniones. Hacía frío cerca del río. Encendieron un fuego en el hogar y se congregaron alrededor, cada jefe acompañado por su séquito. Ronan llegó con los hombres que habían participado en la última misión de espionaje, así como Bror, Crim, Berta, Beki y Nel. Ésta se sentó al lado de Ronan. Neihle se sentó al lado de Arika. Los chamanes del Leopardo y el Búfalo tomaron asiento junto a sus jefes. Los demás lo hicieron detrás.

Ronan habló en primer lugar, y fue al grano.

—Os doy las gracias por responder con prontitud a mi llamada. Esperaba ver a los hombres del Zorro, la Ardilla y el Oso, pero entiendo que han preferido no acudir.

—Al igual que nosotros, la tribu de la Ardilla habita en el Atata —dijo Haras—. Cuando informaste de que los Domadores de Caballos descendían siguiendo el curso del río Dorado, creyeron que estaban a salvo.

—Y las tribus del Zorro y el Oso —añadió Unwar, del Leopardo—, que habitan más al sur que nosotros, en el río Dorado, creen que también están fuera del alcance de los invasores.

El rostro de Ronan estaba sombrío.

—Para ser sincero, me sorprende. Esperaba ver a las tribus que habitan en el río Dorado antes que a las que lo hacen en el Atata, o incluso a la tribu del Ciervo Rojo. —No miró a Arika.

—Nuestra presencia no entraña un compromiso, Ronan —dijo Haras—. Sólo hemos venido a escucharte. —Sonrió con ironía—. Thorn nos convenció de que al menos debíamos hacer eso.

—La tribu del Ciervo Rojo también ha venido a escuchar —dijo Neihle.

—Lo que he de proponer es fácil de explicar. —La luz del fuego arrojaba luces y sombras sobre el rostro de Ronan—. Creo que deberíamos unir todas nuestras tribus en un solo grupo y expulsar a esos Domadores de Caballos de nuestras montañas.

—Hablas de luchar —observó Jessl, el chamán del Búfalo, con tono inexpresivo.

Ronan asintió. Hamer, el flaco chamán de la tribu del Leopardo, le dirigió una mirada relampagueante.

—Estoy dispuesto a aceptar el hecho de que existe una tribu como la que describes. Nos han llegado informes de otras fuentes. Fuentes de confianza —añadió con una sonrisa afilada como un cuchillo—. No obstante, me cuesta imaginar qué podemos lograr si nos enfrentamos a ellos abiertamente. Esos caballos vuestras son impresionantes —el chamán alzó su delgada nariz para dar a entender que él, al menos, no estaba impresionado—, pero a juzgar por lo que tus hombres han contado —hizo un ademán despectivo hacia Kasar, que se había fugado con Beki, su hija—, sólo son un puñado contra los muy numerosos de los invasores.

Detrás de Nel, Beki masculló furiosa. Nel oyó que Kasar procuraba calmarla. La respuesta de Ronan al chamán fue tranquila y razonable.

—No tienen por qué saber el número de nuestros caballos. Si lanzamos incursiones veloces contra ellos, y luego nos retiramos a las colinas, ¿cómo sabrán que no tenemos tantos caballos?

—Bien pensado —dijo Haras.

—¿Qué les impedirá espiamos de la misma forma que nosotros les hemos espiado? —preguntó Jessl.

—Nosotros conocemos las montañas y ellos no —respondió Ronan—. Nos ocultaremos donde no puedan encontramos.

—Otra buena idea —dijo Unwar. Adelantó la barbilla—. ¿Por qué hemos de combatir a esa tribu, cuando podemos escondernos y recuperar nuestras posesiones cuando los invasores se hayan ido?

Ronan contempló al jefe del Leopardo, un hombre bajo y corpulento, de facciones chatas y severas y ojos castaños de espesas pestañas.

—Podemos huir de ellos a caballo, pero no a pie —contestó—. Otras tribus han adoptado esa estrategia, sin éxito. La codicia espolea a esos Domadores de Caballos. No buscan tan sólo la comida que necesitan para vivir, sino apoderarse de lo que poseen las demás tribus. No se contentarán con utilizar nuestras cavernas y cabañas, con cazar en nuestros bosques y nuestros prados. Querrán nuestras pieles y nuestras herramientas, nuestros collares y nuestros brazaletes. —Hizo una pausa—. Querrán que nuestros hijos sirvan en sus tiendas, y que nuestras mujeres yazcan en sus pieles de dormir. Eso es lo que ha ocurrido en las otras tribus que encontraron a su paso, y eso es lo que harán con nosotros. Intentar esconderse no sirvió de nada a esas tribus. Los Domadores de caballos son implacables.

En el súbito silencio que se produjo sólo se oyó el rumor del río. Ronan no había mirado ni una sola vez en dirección a Arika y Neihle, pero Nel intuía que era consciente de su presencia, pese a que todavía no habían intervenido en la conversación. Pensó, aliviada, que Ronan no parecía tan tenso como antes. Ahora no podía permitirse el lujo de distraerse, necesitaba concentrarse por completo en la discusión.

—Es cierto que desde hace dos años escuchamos esta misma historia en todas las reuniones —dijo Haras—. Has de saber, Ronan, que antes de que llegaras, Unwar y yo, junto con nuestros consejos de nirum, hablamos de la situación. Pues bien, creemos que gracias a las montañas estamos en mejores condiciones de no ser atacados por los Domadores de Caballos que las tribus de la llanura.

—No les quiero en nuestras montañas —replicó Ronan. Si nos unimos, seremos suficientes para rechazarles. ¿Por qué debemos escondemos aterrados y temblorosos, como el antílope cuando divisa al leopardo, si está en nuestra mano actuar como hombres?

Siguió un incómodo silencio.

—Es fácil pronunciar palabras grandilocuentes —resopló Haras.

Se oyó la voz conciliadora de Jessl:

—En cuanto los Domadores de Caballos se den cuenta que el río Dorado les aleja de los fértiles valles ribereños del norte y les adentra en las montañas, es posible que no sigan adelante.

—En efecto —aprobó Unwar, y Haras también asintió con su espléndida cabeza de color arena.

—Van a adentrarse en las montañas —dijo Arika, y todos los hombres volvieron los ojos hacia ella—. El jefe del Lobo no ha sido el único en mantener vigilada a esa tribu de saqueadores —dijo la Señora con aplomo—. Nosotros también hemos utilizado nuestros ojos. —Ladeó la cabeza un poco—. Díselo, Tyr.

Uno de los jóvenes sentados detrás de Neihle se adelantó, hasta que la luz del fuego iluminó su cara.

—Como la Señora ha dicho —empezó Tyr—, nosotros también hemos observado los movimientos de esa tribu. Hace una luna, su jefe envió un grupo de jinetes a explorar el país al cual les conducía el río Dorado. Les vigilamos. Llegaron hasta el río Gran Pez. —Sus ojos azul oscuro se posaron en Unwar—. Vieron el poblado de la tribu del Leopardo y después regresaron a su campamento.

Las marcadas facciones de Unwar adquirieron un aspecto más lúgubre del habitual.

—¿Estás seguro?

—Seguro —contestó Tyr.

—Eso significa que se acercan —dijo Unwar, desolado.

—¿Qué nos propones exactamente? —preguntó Haras a Ronan.

La respuesta de Ronan fue sucinta:

—Unir nuestras tribus en una gran federación bajo el mando de un único jefe, y combatirles.

Haras meneó lentamente la cabeza.

—No sé…

Por primera vez, Ronan se volvió hacia su madre.

—Tú al menos has de comprender, Señora. Tú también has espiado a esa tribu como yo. Esto es una cacería y, hasta el momento, la presa han sido las tribus del Clan. Yo digo que ha llegado el momento de que seamos nosotros los cazadores.

Arika devolvió la mirada a su hijo.

—Pienso que estás en lo cierto —dijo. Se volvió hacia los otros dos jefes—: La tribu del Ciervo Rojo no tiene la intención de entregar su hogar y sus terrenos de caza a esos infieles. El jefe del Lobo dice que ha llegado la hora de ser hombres. No sé los hombres, pero sí sé que ninguna madre viva dejaría de luchar por sus hijos si corrieran peligro. No tengo el menor deseo de ver a mis hijos convertidos en esclavos de esos bárbaros. Lucharé.

Una sonrisa fiera y alegre iluminó el rostro arrogante y sombrío de Ronan.

Nel sintió una punzada de dolor en el corazón. «Pero tú no luchaste por tu hijo, Señora —pensó con amargura—. Intentaste matarle.»

Los dos jefes guardaban un sombrío silencio, reacios a insistir de nuevo en su humillante propuesta de ocultarse.

—¿Quién será el líder de dicha federación? —preguntó Jessl, el chamán del Búfalo.

Unwar carraspeó.

—Será un placer combatir a las órdenes de Haras. La tribu del Búfalo es la más grande; su jefe ha de prevalecer sobre los demás.

Nel oyó un ominoso rugido a sus espaldas. Entonces tronó la voz profunda de Bror:

—¡Sólo hay un hombre que pueda ser el jefe de esta cacería, y ése es Ronan!

Todos los hombres del Lobo soltaron gruñidos de aprobación. Nel examinó el perfil de Ronan; mantenía una serenidad absoluta.

Haras inclinó la cabeza en respuesta a las palabras de Bror.

—Ronan y los hombres del Lobo nos han prestado un gran servicio al alertarnos sobre la inminencia de ese peligro. En verdad, habéis lavado cualquier pecado cometido en vuestras respectivas tribus. —Sonrió—. Sin embargo, este empeño necesita un líder que agrupe la inequívoca lealtad de todos los miembros de la federación. Si la tribu del Ciervo Rojo engrosa nuestras fuerzas, no veo cómo Ronan podrá ser el jefe.

La expresión de Arika era indescifrable. Neihle agachó un poco la cabeza, como si quisiera desentenderse de la discusión.

Nel sintió un gran placer al oír la voz clara de Berta.

—Sólo Ronan puede ser el líder —declaró. Se inclinó un poco hacia adelante y acercó su cara redonda y de tez olivácea a la luz del fuego—. ¿Quién de vosotros ha liderado un grupo de personas procedentes de diversas tribus y diversas creencias? ¿En qué otra persona podemos confiar que no anteponga las costumbres de una tribu a las de otra? Yo os digo —los grandes ojos castaños de Berta miraron sin pestañear a Arika— que Ronan es un hombre respetuoso con todas las creencias y todas las formas de adoración.

Berta retrocedió y Nel le dirigió una rápida mirada de agradecimiento. Neihle alzó levemente la cabeza.

—En mi opinión —dijo con frialdad Hamer, el chamán del Leopardo—, olvidas el motivo que dio lugar al nacimiento de la tribu del Lobo. —El chamán paseó la mirada por el grupo sentado detrás de Ronan—. Sois proscritos. —Sus ojos se detuvieron en Kasar y Beki, su hija rebelde—. Ninguno de vosotros puede volver a la tribu en que nació. Seguís a Ronan porque no os queda otra elección. Supongo que os habéis redimido en parte al alertarnos, pero no penséis que vais a tomar el mando.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —tronó Bror.

Por primera vez, Ronan miró a sus seguidores.

—Pensaba que sólo los jefes iban a tomar la palabra esta noche —dijo Unwar—. Por lo visto, el jefe de la tribu del Lobo es incapaz de controlar a los suyos.

—Es que apruebo sus palabras —replicó Ronan con placidez.

—Así pues, ¿quieres el mando? —preguntó Haras, con incredulidad.

—Creo que no hay otra persona más cualificada que yo —contestó Ronan.

Silencio.

—Eres sincero, aunque arrogante —dijo Hamer, y le dirigió una mirada gélida.

—Enfrentémonos a la realidad —dijo Ronan—. ¿Queréis saber si me someteré a los dictados de otro? Os digo ahora que sí. Esto no es un ultimátum; sólo me interesa la seguridad de estas montañas. Pero, como Berta ha señalado, soy el único de entre nosotros con experiencia en el liderato de un grupo de personas muy diverso. La tribu del Lobo se compone de miembros procedentes de pueblos y creencias muy diferentes. He aprendido a conseguir que la gente trabaje unida, un conocimiento muy necesario para los tiempos venideros.

—No eres el único miembro de esta reunión con tacto y prudencia, jefe del Lobo —dijo Jessl con gravedad.

Nel abrió la boca para hablar, pero Bror la interrumpió:

—Todos olvidáis que nosotros tenemos caballos y somos los únicos que sabemos domarlos y montarlos.

Haras y Unwar se levantaron de un brinco y miraron a Ronan.

—¿Quiere decir que si no te nombramos nuestro líder nos impedirás utilizar tus caballos?

Ronan frunció el entrecejo.

—Por supuesto que no…

Bror prosiguió.

—Yo digo lo siguiente, y escuchadme bien —gruñó el rebelde lugarteniente de Ronan—. La tribu del Lobo no necesita unirse a esta partida de caza. ¿Habéis pensado en eso, amigos míos? Habitamos un lugar donde ningún invasor nos encontrará. ¿Pensáis que hemos venido porque ardemos en deseos de arrojamos sobre las lanzas de los Domadores de Caballos? ¿Pensáis que hemos venido porque os amamos?

—¿Por qué habéis venido, pues? —preguntó Jessl.

—Hemos venido por Ronan —contestó Bror—. Hemos venido porque es nuestro jefe y nos lo pidió. Pero es Ronan el objeto de nuestra lealtad, no vosotros, y no permitiremos que nadie usurpe el lugar que le corresponde.

Nel inclinó la cabeza para que los demás no vieran las lágrimas que anegaban sus ojos.

—Bien —dijo Haras, sombrío—. Nos apuntáis con una lanza al corazón.

—Con una lanza, no —dijo Arika con un sorprendente atisbo de humor en su voz—. Sólo con caballos. —Examinó los rostros huraños de Haras y Unwar—. Hay verdad en lo que han dicho los hombres del Lobo. He estado escuchando esta discusión, y los jefes del Leopardo y el Búfalo no han parado de hablar de «nuestros espías» y «nuestros caballos». En realidad, los espías y los caballos no son nuestros. Pertenecen a la tribu del Lobo.

Por primera vez, Nel intervino en la discusión.

—Y la tribu del Lobo pertenece a Ronan —dijo.

Haras, estupefacto, preguntó a Arika:

—¿Le aceptarás como líder? Le convertiste en un proscrito, un lobo solitario, y le expulsaste de la tribu. Dijiste que tu maldición recaía sobre él. Nos avisaste de que no le recogiéramos en nuestras tribus, ¿y ahora dices que le aceptas como líder de esta federación, como jefe de todas las tribus del Clan de estas montañas?

Arika no respondió, sino que preguntó a Ronan:

—¿Por qué has traído a todas tus mujeres? Si estabas tan seguro de que corríais hacia un peligro seguro, ¿por qué no las dejaste en casa?

—No quisieron quedarse —contestó de mala gana Ronan.

—Claro que no quisimos quedarnos —terció Berta, detrás de Nel—. Sabíamos muy bien que nos necesitarías.

—Hasta que termine esta invasión —dijo Arika a Haras—, la tribu del Ciervo Rojo acepta a Ronan como su jefe.