CAPÍTULO XXV

Para sorpresa de Siguna, los muchachos la dejaron cabalgar durante todo el camino. Ni por un momento se les pasó por la cabeza obligarla a andar. Ella no lo comprendió.

Podía comprender la forma en que hablaban de su jefe: le tenían miedo y querían que tuviera buena opinión de ellos. Tal actitud era comprensible para Siguna; así sucedía en su tribu. Era el comportamiento de los muchachos hacia ella lo que la desconcertaba.

Su primera impresión de la Gran Caverna fue tranquilizadora. El inmenso túnel era impresionante, pero el numeroso grupo de gente congregada en la entrada del túnel, bajo la luz brillante del sol, parecía compuesto en su mayor parte por mujeres y niños. No fue hasta más tarde, al ver las flechas que las mujeres hacían, cuando su satisfacción inicial se disipó.

Todas las cabezas se alzaron cuando Siguna y los chicos aparecieron ante su vista. Thorn detuvo los caballos a escasa distancia de las mujeres. Siguna irguió el cuerpo con orgullo sobre su montura y observó con cautela a la muchacha esbelta de largas piernas que se apartaba del grupo y se acercaba, seguida por dos perros de aspecto lobuno.

—Saludos, Nel —dijo Thorn con gravedad cuando la joven llegó a su lado—. Me alegro de que estés aquí. Tenemos un pequeño problema.

—Ya lo veo —comentó Nel, y sus grandes ojos verdes inspeccionaron a Siguna—. ¿Los Domadores de Caballos han reemprendido el camino?

—No —dijo Mait mientras Thorn desmontaba de Bellota—. Nos encontramos en el bosque con esta chica, y nos vio montados a caballo. Pensamos que Ronan no querría que regresara con los suyos y propagara la noticia.

—Es la hija del jefe —aclaró Thorn. Pasó las riendas de Bellota por encima de su cabeza y tiró del potro.

—Vaya —exclamó Nel.

Uno de los perros empujó su mano con la cabeza. Nel acarició su frente. El otro perro lloriqueó y Mait chasqueó los dedos. El animal se dirigió hacia Mait, meneando la cola, para que le rascara la cabeza.

Siguna contempló a los perros con asombro. A los perros de su tribu no se les palmeaba la cabeza. De hecho, Siguna tenía una cicatriz en el tobillo desde niña, que le servía como elocuente recordatorio de la ferocidad de los perros. Era muy pequeña cuando ocurrió el incidente, pero recordaba muy bien que, de no haber estado su padre cerca para ahuyentar al perro, tendría más cicatrices que la de la pierna. Nel continuaba mirándola.

—¿Comprendes nuestra forma de hablar? —preguntó.

—Sí —replicó Siguna con aspereza.

Nel se irguió, y el perro al que estaba acariciando se encaminó hacia Thorn para reclamar su atención. Siguna se puso rígida cuando el animal pasó a su lado. Nel vio su reacción y le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Los perros no te harán daño.

Siguna alzó la barbilla.

—No temo a los perros —mintió, con aire orgulloso.

Nel siguió observándola. Siguna experimentó la curiosa sensación de que aquellos enormes ojos verdes leían sus pensamientos. Pero eso no le molestó.

—Habéis actuado correctamente —dijo Nel a los muchachos—. Fue mala suerte que os toparais con ella, pero hicisteis bien al no dejarla en libertad. —Miró a Siguna—. Tendrás que vivir una temporada con nosotros.

Su tono de voz sonó pesaroso.

—Eso me han dado a entender —gruñó Siguna.

Un niño salió corriendo del túnel.

—¡Tío Mait! ¡Tío Mait! —gritó—. ¡Has vuelto!

Se abalanzó sobre el joven y rodeó sus rodillas con los brazos.

Mait rió, alzó al niño y lo sentó sobre sus hombros.

—Sí, he vuelto, Leam. ¿Dónde está tu madre?

—Allí.

Un dedo menudo señaló a una mujer que salía del túnel a un paso más lento que el de su hijo. Siguna vio que tenía el mismo cabello oscuro lacio y la piel olivácea de Mait. «Debe de ser su hermano», pensó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la recién llegada, con un tono melodioso como el de Mait.

Una vez más, Siguna oyó la explicación sobre el motivo de su presencia. Después se hizo el silencio y todos miraron a la muchacha esbelta, que parecía estar al mando.

—Tora, ¿quieres enviar a alguien en busca de Pie Blanco? —preguntó Nel—. Thorn y yo conduciremos a Siguna al campamento de los hombres. Será mejor que hablemos de este asunto con Ronan.

No tardaron en llegar al valle donde los hombres habían acampado y los caballos pastaban. Siguna calculó el número y experimentó alivio al ver el pequeño rebaño de caballos. Los hombres eran mucho más numerosos, mucho más que cualquier fuerza a la que se hubiera enfrentado su padre. De todos modos, concluyó Siguna, no llegaban ni a la mitad de los hombres de Fenris. No representarían ningún problema para su padre.

—Tú y Siguna esperad aquí —ordenó Nel a Thorn.

Descendió por la colina, seguida por los dos perros, hasta un grupo de hombres. Cabalgaba de una manera distinta a los hombres de la tribu de Siguna, pero su equilibrio y control eran perfectos. Se detuvo, y un hombre de cabello negro se acercó a su lado. Hablaron unos momentos.

—Ése es Ronan —dijo Thorn—. Nuestro jefe.

—¿Y Nel es su esposa? —preguntó Siguna, espoleada por la curiosidad.

—Sí.

—Cabalga muy bien.

Alguien corrió a buscar el caballo del jefe, un gran semental gris, y al cabo de unos momentos Nel y su marido se dirigieron hacia Siguna y Thorn. La muchacha notó que la garganta se le secaba y su corazón se aceleró. ¿Quién sabía lo que el jefe haría con ella?

Los caballos ascendieron la pendiente y se dirigieron hacia los que esperaban en lo alto de la colina. El semental gris se detuvo ante Siguna, y ésta vio con sorpresa que el jefe era joven.

—Maldita sea, Thorn —dijo, malhumorado—. Os dije que os mantuvierais ocultos.

—Lo siento, Ronan —contestó Thorn, afligido.

Siguna sintió la imperiosa necesidad de defender al cervato que la había raptado.

—Me había adentrado en el bosque para buscar hierbas —se oyó decir.

Un par de fríos ojos oscuros la inspeccionaron con escepticismo; ni la belleza de su cara y cabello consiguieron alterar aquella frialdad. «Ronan tal vez sea más joven que mi padre —pensó Siguna—, pero no es menos aterrador.»

—No mires así a la pobre chica —dijo Nel a su marido—. Esta situación le va a causar más problemas que a nosotros.

Ronan dirigió a su esposa una mirada de impaciencia.

—En este momento no necesito la preocupación adicional de un prisionero, Nel.

Una criatura gris se acercó corriendo por el sendero, y Siguna reprimió un grito de terror al ver que se trataba de un lobo. Su caballo, al intuir su miedo, levantó la cabeza y retrocedió.

Nigak —dijo Nel, y el lobo se detuvo junto a su caballo.

Las manos de Siguna temblaban. Nel le dedicó una sonrisa cariñosa.

—Sé que puede dar un poco de miedo, pero sólo es Nigak. Es nuestro y no hace daño a nadie.

Siguna miró al lobo con los ojos abiertos de par en par.

—Bien, Thorn —oyó que decía el jefe—, tú la has traído aquí, tú te responsabilizarás de ella. Tú y Mait. Los dos la cuidaréis; yo no tengo ni tiempo ni ganas. —Siguna levantó los ojos a tiempo de ver que volvía su arrogante nariz hacia su mujer—. Tú tampoco, Nel.

—No puede dormir en la tienda de Thorn —señaló Nel.

—Que duerma en el campamento de las mujeres —replicó Ronan—, pero Thorn estará a cargo de ella. Thorn y Mait.

—Te he oído, Ronan —dijo Thorn, y Siguna se dio cuenta de que ella también asentía.

—Nel me ha dicho que os marchasteis antes de que los Domadores de Caballos levantaran el campamento —dijo Ronan.

—Sí —contestó Thorn con tono apesadumbrado.

—No podemos correr el riesgo de que se nos escapen. Enviaré a Dai y Tyr para que sigan vigilando. Quizá ellos tendrán el suficiente sentido común de mantenerse alejados de su vista.

Thorn agachó la cabeza, y Siguna sintió una ridícula punzada de compasión hacia él.

—Suelta los caballos y vuelve a la Gran Caverna —ordenó Ronan al muchacho—. Berta o Fara os dará de comer.

Thorn asintió.

Ronan hizo dar la vuelta a su caballo y galopó hacia sus hombres. Para alivio de Siguna, el lobo le acompañó. Los perros, que se habían esfumado en cuanto vieron aparecer a Nigak, se acercaron a Nel. Siguna siguió el ejemplo de los otros dos y desmontó. Se relajó un poco al observar que los perros no le hacían caso.

Nel esperó mientras Thorn sacaba los cabestros de Escarcha y Bellota. Su potro apoyó la cabeza en el hombro de la joven, y cuando Escarcha y Bellota se alejaron al galope para reunirse con sus compañeros, Pie Blanco no hizo el menor intento de seguirles. Signa consideró extraordinario aquel comportamiento.

Cuando dieron media vuelta para marcharse, Siguna observó algo decididamente peculiar entre las formaciones de hombres diseminadas por el valle. Se paró en seco.

—¿Eso que veo son mujeres? —preguntó.

Nel y Thorn siguieron la dirección de su dedo.

—Sí —contestó Thorn—. Son mujeres.

—¿También disparan flechas?

Se hizo el silencio mientras los tres contemplaban a una muchacha de cabello negro que apuntaba su flecha a una piel extendida sobre un poste, a modo de blanco. El proyectil se hundió en el centro de la piel. La joven aminoró el paso, se detuvo y echó hacia atrás la cabeza. Siguna estuvo segura de que se reía.

—No entiendo —dijo—. ¿Las mujeres combaten como los hombres?

—Algunas mujeres que no son madres de niños pequeños están aprendiendo a utilizar las armas con los hombres —explicó Thorn.

Los ojos de Siguna relampaguearon.

—¡Es maravilloso!

Nel rió, y Siguna se dio cuenta de que su comentario había sido estúpido, para venir de la hija de un jefe enemigo. Para su alivio, los otros dos no dijeron nada.

Siguieron caminando.

—Sugiero que alojes a Siguna con Fara —dijo Nel a Thorn—. Ahora que Beki está ocupada con su bebé, a Fara le irá bien que alguien la ayude con las gemelas.

Una vez más, Siguna se detuvo y miró a Nel.

—¿Tu pueblo conserva ambos gemelos?

Dio la impresión de que el delicado rostro de Nel se endurecía un momento.

—En la tribu del Lobo, sí —dijo, y siguió caminando, seguida de Pie Blanco y los perros.

Siguna también echó a andar y examinó con curiosidad el perfil de Nel.

—La mayoría de tribus del Clan no los conservan —dijo Thorn—, pero la nuestra sí. ¿Te atemoriza convivir con gemelos?

Desde su más temprana infancia, Siguna evitaba demostrar que sentía miedo. Alzó la barbilla.

—Por supuesto que no.

—Bien —dijo Nel, y le dirigió una mirada de aprobación.

Pasaron ante dos chozas que tenían aspecto de haber sido erigidas recientemente en la falda de la colina. Algunas mujeres estaban sentadas delante de una, cosiendo. Nel las saludó con la mano y ellas le correspondieron.

—Un lugar muy extraño para construir una vivienda —observó Siguna.

—Son las chozas lunares —explicó Thorn.

Siguna le miró.

—¿Chozas lunares?

Nel explicó para qué se empleaban las chozas lunares.

—¿Vuestra tribu no sigue esa costumbre?

Siguna negó con la cabeza.

—Tampoco en mi tribu —contestó Nel—. Sin embargo, la mayor parte de nuestro pueblo sí la sigue. —Enarcó las cejas con ironía—. Al principio pensaba que esa costumbre era espantosa, un insulto a la sangre de la Madre, que proporciona vida a la tribu. Sin embargo, no tardé en descubrir que a las mujeres de las tribus que adoran al Dios del Cielo les gusta la costumbre. Una vez al mes, les concede una semana libre de sus maridos y sus faenas.

Siguna pensó que la costumbre era maravillosa.

Caminaron un rato en silencio.

—No sólo vuestra tribu está reunida aquí, ¿verdad? —preguntó Siguna.

Nel le dirigió una mirada, pero no contestó.

—Si va a vivir con nosotros, lo averiguará tarde o temprano —razonó Thorn.

Nel volvió su preocupada mirada hacia Thorn.

—Creo que tienes razón —suspiró.

Una vez conseguido el permiso, Thorn se volvió hacia Siguna.

—Somos una federación de tribus que habitan estas montañas —explicó—. Hemos vigilado el avance de vuestro pueblo y nos hemos unido para evitar que nos destruyan, al igual que destruyeron a las tribus del Clan del norte.

—En nombre del Fulminador —murmuró Siguna, utilizando el juramento favorito de su padre.

Ambos la miraron, pero se abstuvieron de pedir explicaciones.

Siguna empezaba a pensar que su captura tal vez resultaría positiva. Averiguaría todo cuanto pudiera acerca del enemigo e intentaría escapar para informar a Fenris. Si lo lograba, pensó, si podía proporcionar a su pueblo una información tan importante, su vida cambiaría: su padre la miraría con orgullo y la valoraría tanto como a sus hermanos. Esbozó una leve sonrisa mientras fantaseaba con agradables imágenes de su vida futura.

Siguna se adaptó a la vida del campamento con una facilidad que incluso a ella la sorprendió. Fara era amable y las tareas que encargó a Siguna no eran pesadas. Las mujeres de la Gran Caverna trabajaban mucho, cuidaban de los niños, recogían raíces, bayas, hierbas comestibles y grano, cocinaban, mantenían las ropas de la familia en buen estado y confeccionaban prendas nuevas, al igual que las mujeres del pueblo de Siguna. La principal diferencia entre la tribu de Siguna y ésta residía en que los hombres del Clan se encargaban de la carne. No sólo cazaban animales sino que los despellejaban y descuartizaban. Aliviadas de aquel trabajo tan duro, las mujeres tenían más tiempo y energías para otras tareas.

Fara y sus amigas se quedaron horrorizadas cuando Siguna contó que las mujeres de su tribu se encargaban de descuartizar las presas cobradas.

—Bien, entonces ¿qué hacen los hombres? —preguntó Beki.

—Son guerreros —contestó Siguna—. Cuidan de sus caballos y sus armas. Cazan.

Berta levantó la vista de la punta de flecha que estaba fabricando y comentó:

—Las mujeres de tu tribu deben de ser idiotas.

«Las mujeres de mi tribu no son idiotas —pensó Siguna—. Es que no les han enseñado a ser de otra forma.»

Las tareas de Siguna consistían en cuidar de las gemelas, que eran traviesas y simpáticas, y ayudar a cocinar y coser. Las mujeres no pidieron que las ayudara en su principal ocupación, fabricar flechas.

En épocas normales, dijo Fara, el hacedor de herramientas de la tribu haría las flechas, pero Ronan había ordenado a los hacedores de herramientas que enseñaran a las mujeres el arte de hacer flechas, y en esa tarea se volcaba casi todo el mundo.

Algunas hacían puntas de flecha, dando forma a huesos de animales con herramientas de pedernal. Otras se encargaban de las astas de flecha; pulían la madera, la pasaban sobre el fuego para que adquiriera flexibilidad y, por fin, las introducían en el hueco de un enderezador de astas. A continuación, sujetaban la punta de flecha al asta con un tendón, y la flecha estaba terminar.

Fara dijo a Siguna que las mujeres habían considerado improcedente obligarla a trabajar en algo cuyo objetivo era la derrota de su pueblo. «Qué extraño —pensó Siguna— que en el campamento de mis enemigos me traten con mayor consideración que en el mío propio.»

Thorn y Mait no se apartaban de ella, pero Siguna pronto descubrió que les consideraba compañeros ante que guardias. Sobre todo, le gustaba observar a Thorn cuando dibujaba. Había visto dibujos similares en las cuevas de algunas tribus que su padre había conquistado, y le resultaba fascinante ver cómo un caballo surgía en la superficie de una piedra, gracias a unas cuantas pinceladas de los hábiles dedos de Thorn.

Thorn le habló una tarde de la tribu del Ciervo Rojo, cuyas muchachas eran las que Siguna había visto practicando el tiro con arco en el campamento de los hombres. Después, Siguna no descansó hasta que tuvo la oportunidad de hablar con Arika. Las mujeres del Ciervo Rojo habían decidido acampar en el extremo más apartado del túnel, a escasa distancia de las demás mujeres del Clan, y a Siguna le bastaron unos días para encontrar la excusa de abordar a la Señora.

Pasó una tarde revulsiva sentada a los pies de Arika, y escuchó cosas que le resultaban impensables e impronunciables.

Aquella noche, Siguna abandonó sus pieles de dormir, extendidas junto a Fara y las gemelas, con la excusa de que debía ir a las letrinas. Salió de la cueva, para estar a solas y contemplar las estrellas. La conversación con Arika había estimulado hasta tal punto su mente que no podía dormir, y la belleza lejana de las estrellas calmó su espíritu agitado. Hacía frío y se envolvió con la túnica, apoyada contra la pared del risco. Levantó la vista al cielo. Ignoraba cuánto tiempo llevaba sumida en la contemplación, cuando oyó el murmullo de unas voces cercanas. Siguna, que no deseaba ser molestada, se desplazó en silencio hacia la izquierda, para refugiarse en las sombras del risco.

La luz de la luna reveló las siluetas de Nel y Ronan. Siguna no había visto al jefe desde su primer encuentro, pues los hombres y él apenas abandonaban el valle donde acampaban. Aquella noche, sin embargo, paseaba con su esposa, la lanza en la mano izquierda, el brazo derecho rodeando la espalda de Nel, su cabeza morena inclinada sobre la de su mujer. Parecían tan absortos en su conversación que Siguna pensó que no repararían en su presencia.

Fue Nigak quien la delató. Siguna se quedó petrificada de terror cuando vio que el lobo se dirigía hacia ella raudamente. Se detuvo a dos metros de distancia, la boca entreabierta, y emitió un gruñido.

—¿Quién va? —gritó Ronan.

Siguna estaba tan aterrada que no podía articular palabra. El lobo volvió a gruñir, y Siguna consiguió pronunciar su nombre con voz ahogada.

—¿Siguna? —preguntó Nel—. ¿Qué hace ahí?

—Sal —gritó Ronan—. Nigak no te hará daño.

Siguna temió que Nigak la atacara si no obedecía. Salió a la luz de la luna, temblando de pies a cabeza.

Ronan sostenía con fuerza la lanza. Cuando vio la esbelta figura de Siguna, sus dedos se relajaron.

—¿Qué hacías ahí escondida? —preguntó con semblante irritado, e indicó con un ademán a Nigak que volviera.

Siguna, aterrada por Nigak y por el peligro que veía en la expresión de Ronan, dijo la verdad.

—Salí a ver las estrellas.

—¿Las estrellas? —repitió Ronan, sin comprender.

—Estrellas —dijo su esposa con ironía—. Esos diminutos fuegos brillantes que se ven en el cielo nocturno.

—Sé lo que son las estrellas, Nel —se encrespó Ronan—. Lo que no sé es por qué esta chica anda suelta en plena noche, sin que nadie la vigile. ¡Podría haber regresado con su padre y no nos habríamos enterado hasta el amanecer!

—No creo que sea tan estúpida para intentarlo —dijo Nel, enojada por el malhumor de su marido.

—Me alegro de que estés tan segura.

—Lo estoy. Y Fara también, o no habría perdido de vista a Siguna.

Ronan paseó la vista a su alrededor.

—¿Y dónde andan Mait y Thorn, si se puede saber? Les dije que eran responsables de esta chica.

Nel no le hizo caso.

—¿Ha ocurrido algo especial, Siguna, que te ha impulsado a contemplar las estrellas? —preguntó con dulzura.

—He hablado con la Señora del Ciervo Rojo.

Ronan gruñó. Nel le dio un golpecito en el hombro.

—Haz el favor de comportarte —dijo, con tono burlonamente autoritario.

Si una de las mujeres de Fenris hubiera osado hablarle de una manera tan atrevida, habría probado la fuerza de su mano. Ronan se limitó a apoyar una mano en la nuca de su esposa.

—¿Es cierto que habrías sido la siguiente Señora del Ciervo Rojo, en caso de no haberte casado? —preguntó a continuación Siguna a Nel.

—¿Quién te ha dicho eso? —repuso Ronan con brusquedad—. ¿Arika?

Siguna meneó la cabeza y decidió no mencionar el nombre de Thorn, para evitar meterle en un lío.

—Son meras especulaciones —respondió Nel.

Nigak bostezó y exhibió su espléndida dentadura. Siguna se estremeció.

—Se hace tarde y he de volver al campamento —dijo Ronan—. Nel, acompáñala a la cueva y asegúrate de que no salga. No me gusta que ande por ahí sola. —Dirigió a Siguna una de sus miradas penetrantes—. Es peligroso.

—Adelántate, Siguna —dijo Nel—. Enseguida estoy contigo.

Siguna no necesitaba que nadie la animara a regresar. Antes de entrar, sin embargo, volvió la cabeza.

Nel y Ronan estaban de pie, silueteados a la luz de la luna. Ronan había apoyado las manos sobre los hombros de su esposa, y ella miraba su cara y escuchaba lo que decía. Mientras Siguna observaba, Ronan inclinó la cabeza y su boca buscó la de Nel. Ésta echó la cabeza hacia atrás, hasta que su larga y reluciente trenza resbaló sobre el brazo que la estrechaba. Rodeó el cuello de su marido con los brazos.

Siguna entró en la caverna.