CAPÍTULO XXXII

Nel tardó un día y medio en transportar los trineos desde la Gran Caverna al campamento de los hombres, a orillas del río Gran Pez. Utilizó las yeguas que, según Siguna, habían sido adiestradas para tirar, y Siguna le enseñó a confeccionar y sujetar los arneses que enganchaban los trineos a los caballos.

Tres trineos contenían los escudos que las mujeres habían hecho durante semanas, y un trineo cargaba las cestas de fruta y bayas que las mujeres habían recogido para complementar la dieta de carne a la que sus hombres, sin su ayuda, se limitarían. Nel, Siguna, Beki y Yoli guiaron las yeguas durante casi todo el camino. Un grupo de mujeres deseosas de visitar a sus maridos caminaban detrás de los trineos.

Ronan mantenía de forma permanente a varios hombres en la Gran Caverna para que proporcionaran carne a las mujeres, y los reemplazaba periódicamente para que pudieran estar con sus mujeres. Nel había designado para acompañarla en este viaje a las esposas de los hombres que aún no habían sido destinados a cazar.

Nel no veía a Ronan desde que había abandonado la Gran Caverna con los demás hombres, una luna atrás. Él le había enviado mensajes con los cazadores que regresaban, pero no había podido ausentarse del campamento establecido a orillas del río Gran Pez. Por ello, Nel conducía con el corazón henchido de alegría a su yegua parda por el sendero que, como bien sabía, desembocaría en el poblado del Ciervo Rojo.

«Ahí está la última curva», pensó. La yegua, como si intuyera el nerviosismo de Nel, apresuró el paso.

Nel se paró en seco, y la caravana de mujeres y caballos que la seguían se detuvo con brusquedad, para no arrollar el trineo de Nel.

Los hombres de la primera hilera la vieron y permanecieron inmóviles, sin romper la formación. Los hombres de atrás se adaptaron a su paso, con perfecto equilibrio y disciplina, y se detuvieron.

—¿Por qué os paráis? —preguntó una voz conocida, algo irritada.

—Es Nel —gritó un hombre—. ¡Ronan, Nel ha venido con los escudos!

Los hombres cuyas esposas no habían acompañado a Nel dejaron libres las tiendas y cabañas por la noche, cediéndolas a maridos más afortunados, que no perdieron tiempo en paliar la larga separación.

—Menos mal que el tiempo es agradable —murmuró Ronan a Nel, tendidos en las pieles de dormir de la tienda que él compartía con Bror y Crim—. Si lloviera, los hombres no habrían accedido a dormir al aire libre.

—El tiempo siempre es agradable en verano —contestó Nel, su cabeza apoyada en el hombro de Ronan—. Y he venido con las mujeres de los hombres que aún no han ido a cazar. Justicia para todos, a fin de cuentas.

—No me quejo, pececillo —dijo Ronan, y Nel percibió una sonrisa en su voz—. Créeme, no me quejo.

Uno de los perros que dormían a la entrada aulló en sueños.

—De hecho —comentó Ronan—, ha sido más fácil deshacerme de Bror y Crim que de tus perros.

—No salen a cazar de noche, como Nigak.

—Eso no les autoriza a dormir contigo.

—Me hacen compañía cuando tú no estás.

Ronan suspiró.

—¿Han quedado bien los escudos? —preguntó Nel.

—Sí.

—¿Alguna noticia sobre los Domadores de Caballos?

—Por lo que sé, continúan en el poblado de la tribu del Zorro. Hay hombres vigilándoles, por supuesto.

—¿Y de la tribu de la Ardilla?

—Hay buenas noticias. Por lo visto, los dos últimos ataques les ha convencido de que no se encuentran a salvo. Se unirán a nosotros.

—¡Ronan! Eso es maravilloso. La tribu de la Ardilla es muy grande, ¿no? Te proporcionará muchos guerreros.

Notó que el pecho de Ronan subía y bajaba al ritmo de su respiración distendida.

—Por supuesto, pero hay un problema. Celebran una de sus más sagradas ceremonias anuales cuando la luna está llena, y no se unirán a nosotros hasta que la ceremonia haya terminado.

La luna aún no había alcanzado su primer cuarto.

—¡Oh! —exclamó Nel, decepcionada—. ¡Qué tontería!

—Una gran tontería —dijo Ronan con amargura—, pero no puedo hacer nada al respecto. Cuando los dos primeros mensajeros llegaron con la noticia, envié más hombres para intentar convencer al jefe de que cambiara de idea. Fue inútil. La tribu de la Ardilla no se moverá hasta después de la ceremonia.

—Tal vez no ocurra nada. Al parecer, los Domadores de Caballos se encuentran muy a gusto. No levantarán el campamento hasta que termine el verano y llegue el frío a las tierras altas.

—Eso espero, Nel. Eso espero.

—Te he echado mucho de menos —murmuró la joven, cambiando de tema. Se incorporó para sembrar de besos, leves como una pluma, la mejilla y el mentón recién afeitados de Ronan. Había deshecho su trenza antes, y su cabello se derramó como un manto castaño sobre la garganta y los hombros desnudos de su marido.

Ronan permaneció inmóvil y dejó que le besara. La única lamparilla de piedra que ardía detrás de su cabeza iluminaba el rostro de Nel.

—Eres muy bella, Nel —susurró—. Como un símbolo de la maternidad.

Nel se quedó rígida. Sus caras estaban muy juntas y se miraron a los ojos con gravedad. A excepción de alguna pregunta, era la primera vez que mencionaba al bebé.

—En mi corazón siempre existió un lugar vacío —dijo Nel a aquellos ojos conocidos y oscuros—. Ahora ya no lo está.

—Me alegro —contestó Ronan—. He estado pensando en esto, Nel. —Un destello de humor alumbró en sus ojos—. Vamos, cuando no pensaba en los Domadores de Caballos. —Cerró los dedos alrededor de su muñeca—. Sé que puedo ser un padre para Culen. Quizá tarde un tiempo en acostumbrarme a él, pero todo saldrá bien. Ya no tienes que preocuparte. —Movió el pulgar por su muñeca—. Todo saldrá bien.

Los ojos que le miraban eran muy verdes.

—No lloraré —dijo por fin Nel, con voz vacilante—, porque sé que no te gusta, pero quiero hacerlo.

—Nel, puedes hacer por mí algo mejor que llorar.

La tendió de nuevo a su lado. Ella sorbió por la nariz.

—Por supuesto que sí. —Una chispa de indignación tiñó su voz—. En realidad, ya lo he hecho.

—¿Una vez? —Se incorporó sobre el codo y la miró—. ¿Has hecho este viaje para una sola vez?

Nel sonrió.

—Creí que estabas cansado.

Ronan dedicó una buena parte de la noche a demostrarle que no lo estaba.

Siguna pasó una noche diferente a la de las demás mujeres pero, a su manera, excitante. Arika estaba más locuaz que de costumbre, y pasaron horas hablando a la luz de una lamparilla de piedra. La Señora estaba particularmente interesada en conocer detalles acerca de la vida de Siguna con los Domadores de Caballos.

—Tu padre es un hombre terrible —comentó Arika, cuando Siguna terminó de relatar una anécdota—. Duro y cruel. Sin embargo, tú le quieres.

—Supongo que es así —reconoció de mala gana Siguna. Apoyó la barbilla en las rodillas—. Sin embargo, puede ser más tierno que cualquier mujer. Conmigo solía serlo. Tal vez porque mi madre murió, y a su manera intentó compensarme por ello y me permitió cosas no autorizadas a las demás chicas. Tampoco permitió que Teala se ensañara conmigo. —Sonrió—. En una ocasión me caí y tuve fiebre a causa de la herida en la pierna —pasó el dedo sobre su antigua cicatriz del tobillo—, y él me dejó dormir a su lado, y me contó historias divertidas para animarme.

—Tal vez te tuvo en consideración porque eras como él.

—No —replicó Siguna, sin entenderla—. Todo el mundo decía que me parecía a mi madre. —Acarició de nuevo su cicatriz—. ¿Sabes una cosa? —dijo con aire pensativo—. En ocasiones he pensado que si mi padre hubiera sido educado en las costumbres del Ciervo Rojo, habría sido como Ronan.

Arika cambió de posición la lamparilla de piedra.

—Y yo a veces he pensado que Ronan podría llegar a ser como tu padre.

Las mujeres cruzaron una larga y tensa mirada.

—Pero no lo es —contestó Siguna.

—No lo es —admitió Arika—. Sobre todo, gracias a Nel.

Siguna sonrió con tristeza.

—Nunca he visto a un hombre más apegado a una mujer que Ronan a Nel.

Arika enarcó las cejas en un gesto de ironía.

—Creo tener derecho a afirmar que, en un momento u otro, Ronan estuvo «apegado» a todas las chicas solteras de su edad. No siempre fue propiedad exclusiva de Nel.

Por algún motivo, Siguna recordó los ruidos procedentes de las pieles de dormir de su padre cuando yacía con alguna de sus mujeres. Entonces recordó la forma en que Ronan la había mirado, y su estómago se encogió.

—Aunque también debo admitir —prosiguió Arika— que Nel le influyó desde que era una niña. Al hacerse cargo de ella, Ronan aprendió lo que era la ternura.

Siguna agachó la cabeza, temerosa de que Arika leyera en su rostro. Cuando la Señora cambió de tema, Siguna experimentó alivio y pesar a la vez.

—¿Por qué te internaste en el bosque el día en que te capturaron? —preguntó la Señora.

Siguna serenó sus pensamientos.

—No lo sé. Sentí ganas de alejarme de las demás mujeres. —Frunció el ceño, y se esforzó en recordar—. Me sentía… asfixiada.

—¿Qué dirigió tus pasos hacia aquel camino en particular?

—No me acuerdo. Creo que cedí la iniciativa a mi yegua.

Aria sonrió, satisfecha por la respuesta. Se hizo el silencio en toda la cabaña de la Señora. Sin embargo, Aria no hizo ademán de encaramarse a sus pieles dormir.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Señora?

—Sí

—¿En qué se diferencia la tribu del Ciervo Rojo de las demás tribus que siguen a la Madre?

Arika se acomodó mejor sobre su alfombra de búfalo.

—El derecho materno reina en todas las tierras de la Diosa —explicó—, pero sólo la tribu del Ciervo Rojo tiene una mujer por jefe.

—No sé qué significa derecho materno —reconoció Siguna—. Sé que Berta procede de una tribu regida por un jefe varón, pero, no comprendo cómo una tribu regida por un hombre puede seguir el derecho materno.

—Derecho materno significa que la sangre de una familia, así como sus bienes, pasa de madre a hija, no de padre a hijo, como sucede en tu tribu y en las tribus que siguen al Dios del Cielo. —De esta manera, Arika explicó con claridad el sistema de vida que un día sería llamado matriarcado.

—¿Quieres decir que las pertenencias de una familia, los bienes de la casa, las herramientas e incluso los caballos pertenecen a las mujeres? —preguntó con incredulidad Siguna.

La Señora esbozó una leve sonrisa al observar la expresión de Siguna.

—Eso resulta sensato si se desea conservar las propiedades familiares —razonó—. La maternidad es segura; la paternidad, no.

Siguna parpadeó.

—En las tribus de la Diosa —prosiguió Arika—, el cabeza de familia es la mujer. Una mujer compartirá su casa con sus hijas, los maridos de sus hijas y los hijos de sus hijas. Y es la madre, la matriarca, quien tiene la última palabra en todos los asuntos familiares.

Siguna pensó en los hombres de su tribu y no les pudo imaginar consintiendo en vivir de aquella manera.

—¿Y los hijos varones? —preguntó.

—Cuando un hijo varón se casa, va a vivir a casa de su mujer, con la familia de su mujer.

—¿Y los hombres de la Diosa lo consienten?

—¿Por qué no? La autoridad de la madre es tan natural para ellos como la autoridad del padre para tu pueblo.

Se hizo el silencio, mientras Siguna asimilaba la idea.

—Pese a la ley de la primacía materna, has dicho que casi todas las tribus están gobernadas por un jefe.

—Sí.

—¿Y por qué?

—Yo también me lo he preguntado a menudo —confesó Arika—. Sostuve hace poco una discusión con Berta, y dijo que se debía en gran parte a que la mujer dedica casi toda su vida a engendrar y criar hijos. Cuando los cuidados de la familia son tan absorbentes, resulta difícil para una mujer cargar, además, con el gobierno de toda una tribu.

—Es muy cierto que los hombres dedican menos tiempo y esfuerzos a sus hijos que las mujeres —dijo Siguna, entre irónica y afligida. Enlazó las manos alrededor de las rodillas y miró a Arika—. Pero la tribu del Ciervo Rojo es diferente.

—Sí. La tribu del Ciervo Rojo siempre ha estado gobernada por una mujer.

—¿Por qué, Señora?

—No lo sé. Tal vez, en algún momento del pasado, una matriarca decidió que no quería casarse, que ella sola se encargaría de gobernar, y así ha continuado hasta hoy.

—¿Dice la ley que la Señora no tiene obligación de casarse?

Arika le dirigió una mirada penetrante.

—¿Por qué lo preguntas?

Siguna examinó con atención sus mocasines.

—Me han contado que Nel iba a ser la siguiente Señora, pero perdió la oportunidad cuando se casó con Ronan.

Silencio.

—Considero cierto que Nel es la preferida de la Madre —dijo por fin Arika—, pero no tiene vocación de Señora.

—Entiendo.

—La tribu del Ciervo Rojo está muy cerca de la Madre. Lo creo firmemente. La Señora de la tribu es el miembro más cercano. La Señora puede renunciar a casarse, para no dividir su lealtad o entregar el poder a su marido. —La mano de Arika se alzó instintivamente hacia el medallón que siempre colgaba de su cuello—. Por eso considero tan importante mantener nuestro matriarcado. Algo único y sagrado se perderá para siempre si permitimos que un hombre gobierne la tribu del Ciervo Rojo.

—¿Incluso si ese hombre adora a la Diosa?

Los ojos castaños de Arika centellearon a la luz de la lamparilla.

—Incluso si ese hombre fuera el propio hijo de la Señora. —Un breve silencio—. Incluso si ese hombre fuera Ronan.

El dedo de Arika siguió acariciando el medallón de marfil sobre el que estaba dibujada una mujer a punto de dar a luz.

—Ya no soy joven —dijo—, y he perdido a mi hija y a Nel. Por las noches despierto preguntándome quién me sucederá.

Arika sacudió la cabeza.

—Ronan es un hombre cuya naturaleza le impulsa a tomar el mando. —Sonrió con cierta amargura—. Es demasiado para mí. Si Nel se convirtiera en la Señora, Ronan gobernaría la tribu. No puedo permitirlo.

Siguna contemplaba el medallón de marfil que colgaba entre los pechos de Arika.

—¿No hay otra mujer de tu sangre que te pueda suceder, Señora?

Arika enlazó los dedos y la miró con aire pensativo.

—En los últimos tiempos he pensado que la siguiente Señora no tiene por qué ser necesariamente de mi sangre. Hace años, cuando Alin la Elegida fue seducida y huyó con el jefe del Caballo, la Señora eligió a una muchacha de sangre diferente como heredera. La chica fue Elen, mi madre.

Arika hizo una pausa y Siguna asintió con la cabeza.

—He estado pensando —siguió Arika— que la Madre, para compensar la pérdida de Alin, te ha enviado a ti.

Siguna abrió los ojos de par en par.

—¿A mí?

—Fue la Madre quien te impulsó a adentrarte aquel día en el bosque —dijo Arika con absoluta certidumbre—. ¿No te has dado cuenta?

—Sí. Me he dado cuenta.

—Posees la fortaleza de tu padre, Siguna, y también algo de su crueldad. Eso es bueno. En ocasiones la Señora ha de mostrarse implacable en el ejercicio de su deber. Has de comprenderlo. Has de comprender que el deber es sagrado, y lo haces. Me di cuenta el día que fuiste a examinar los cadáveres de la garganta.

—¡Pero yo no pertenezco a tu tribu!

—Podrías serlo —repuso Arika—, si lo desearas. —Una pausa—. ¿Quieres, Siguna?

—Sí. Lo deseo con todas mis fuerzas.

Arika sonrió, como si no la sorprendiera en absoluto.

Siguna pensó que jamás lograría dormirse, de tantos pensamientos que se agolpaban en su mente. Finalmente lo consiguió, pero voces estentóreas la despertaron poco después del amanecer.

Arika había despertado antes que ella. Siguna vio su silueta en la puerta de la cabaña.

—Ven —dijo la Señora—. Parece que Tyr ha capturado a uno de los hombres de tu padre.

Había un pequeño grupo de hombres congregados ante la tienda de Ronan. Siguna reconoció a Tyr y a otros dos hombres del Ciervo Rojo, pero sus ojos se clavaron en el joven de aspecto desafiante que se erguía en medio de los otros tres, con las manos atadas a la espalda. Era su hermano, Vili. Siguna lanzó un grito y corrió hacia él, pronunciando su nombre.

—¡Siguna! —Vili se mostró todavía más sorprendido que ella—. ¡Creíamos que habías muerto!

—No —respondió la joven en su idioma—. Fui capturada mientras paseaba por el bosque. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás aquí?

—Padre me envió de exploración a lo largo del río. Me capturaron. —Vili maldijo y lanzó una furiosa mirada a Tyr—. Nos estaban espiando.

—¿Ibas solo?

Vili meneó su cabeza rubia, tan parecida a la de su padre.

—No. Bragi huyó.

Los tres hombres del Ciervo Rojo habían oído la conversación en silencio, sin entender nada.

—¡Ronan! —exclamó Tyr, aliviado al ver salir a su jefe de la tienda—. Mira lo que hemos encontrado en el bosque.

Siguna volvió la cabeza a tiempo de ver que Ronan salía de la tienda. No llevaba la cinta del pelo, y el cabello negro caía alrededor de su cara. Iba descalzo y sin camisa, vestido sólo con los pantalones de ante que se había puesto a toda prisa. Se echó el pelo hacia atrás e inspeccionó a Vili de pies a cabeza. Habló a Siguna:

—¿Le conoces?

—Sí. Es mi hermano.

—Es obvio que le enviaron para espiamos. —Los ojos de Ronan no se apartaban de Vili—. ¿Iba solo?

—No vimos a nadie más, pero lo dudo —dijo Tyr, al ver que Siguna callaba.

Ronan volvió la cabeza y miró a Siguna. Ella sostuvo su mirada, pálida, sin decir nada.

—Da igual —dijo Ronan—. Ya sé la respuesta. Tu padre nunca le habría enviado solo. —Se mesó el cabello, lo apartó de la cara y dijo algo a Tyr.

Siguna miró a Ronan, el enmarañado cabello negro que caía sobre el fuerte y bronceado cuello, los hombros y brazos musculosos, el ancho pecho, el estómago liso y las caderas estrechas. En su interior, algo se agitó.

—¿Quién es ése? —preguntó Vili, e inclinó la cabeza hacia Ronan.

—Su kain —contestó Siguna—. Quería saber quién eras. Le he dicho que eres el jefe.

Se oyó el roce de unas pieles al ser apartadas, y Nel apareció. Había dedicado más tiempo a vestirse que su marido; sólo su cabello suelto delataba su apresuramiento.

—Es el hermano de Siguna —dijo Ronan—. Le sorprendieron espiándonos.

El tono sonrosado de las mejillas de Nel se disipó. Ronan deslizó la mano bajo su sedoso cabello y la apoyó en su nuca. Los dos grandes perros lobos salieron de la cabaña y se quedaron a su lado.

—¿Estaba solo? —preguntó Nel a su marido.

—No lo dirá, pero está claro que no iba solo.

—Registramos el bosque en busca de los demás —dijo Tyr—, pero si iban a caballo como éste…

Se encogió de hombros.

—¿Dónde está su caballo? —preguntó Nel.

—Por desgracia —explicó Tyr—, tuvimos que alancear el caballo para capturar al hombre.

Se hizo el silencio.

—Bien, ahora él ya sabrá dónde estamos —comentó Ronan.

Siguna comprendió que aquel «él» se refería a su padre.

—¿Quieres enviar algunos hombres en persecución de los otros? —preguntó Tyr.

—¿Cuándo capturasteis a éste? ¿Esta mañana?

—Anoche. Buscamos a los demás hasta que oscureció.

—En ese caso, ya es tarde —dijo Ronan—. Nos llevan demasiada ventaja.

Vili se había mantenido erguido todo el rato, con la espalda recta y una mirada de desafío en el rostro.

—Ese pobre chico parece agotado —observó Nel.

Vili volvió los ojos hacia ella, como si adivinara que hablaba de él. Contempló a los dos perros que la flanqueaban.

—Los perros son tan mansos como la vieja yegua de padre, Vili —dijo Siguna.

—¿Vili? —preguntó Nel—. ¿Ése es el nombre de tu hermano, Siguna?

—Sí.

—Haz el favor de recordar que no es un invitado, Nel —gruñó Ronan—. Es un prisionero y no quiero que vuelva con su padre y le describa nuestro campamento y el número de hombres.

—Lo entiendo, Ronan, pero eso no significa que no podamos darle de comer. Al fin y al cabo, es el hermano de Siguna.

Siguna respondió con una sonrisa a la típica bondad de Nel. Sin embargo, cuando desvió la vista hacia Ronan, advirtió aquella mirada que Mait y Thorn calificaban de «siniestra». No le agradaba el desarrollo de los acontecimientos.

Arika habló por primera vez.

—Si han explorado el río, eso significa que conocen el terreno.

Ronan frunció el ceño.

—Será mejor que convoquemos a los demás jefes —dijo la Señora—, para hablar de la situación. —Al advertir que Ronan seguía inmóvil, añadió con aspereza—: Tyr y Siguna pueden ocuparse del chico, Ronan. ¡Vístete!

Todo el mundo miró asombrado a Arika. Había hablado como una madre.