CAPÍTULO VI
Después de observar durante todo el verano a Ronan, Morna decidió que quería acostarse con él. Deseaba averiguar por sí misma si lo que contaban las demás chicas sobre él era cierto.
No había nada de malo en ello, se dijo. Nunca había sido un hermano para ella. Lo guardarían en secreto y nadie se enteraría. No se le ocurrió que los sentimientos de Ronan podían ser distintos.
Buscó una oportunidad para quedarse a solas con él, pero la intimidad en el campamento de verano era imposible y no lo consiguió. Decidió esperar hasta que volvieran a sus cavernas.
La primera nevada cayó en los pastizales más elevados y los ciervos iniciaron su migración hacia las tierras bajas. Los cazadores de la tribu del Ciervo Rojo les siguieron.
La Luna del Búfalo casi había llegado a su término cuando Pier divisó a un búfalo en el bosque que corría paralelo a una de las rutas de caza de la tribu. Los búfalos solían formar grandes rebaños en las llanuras situadas al norte de las montañas, pero había un pequeño número de búfalos de bosque en las montañas bajas de los Pirineos, y en ocasiones se adentraban en el territorio de la tribu. Morna propuso que los chicos y chicas iniciados salieran al día siguiente a la caza del búfalo.
La oportunidad de apoderarse de una piel de búfalo era demasiado buena para dejarla escapar, pero la idea de que sólo fueran los jóvenes no agradó a la Señora.
—La caza del búfalo es peligrosa —dijo a Morna con el ceño fruncido—. Será mejor enviar a los cazadores más experimentados.
—Hemos pasado todo el verano cazando, madre —indicó Morna—. Nosotros también somos cazadores experimentados.
—Los búfalos son peligrosos —repitió la Señora.
—Ya —sonrió Morna—. Eso es lo más divertido.
Arika comprendió que Morna lo decía en serio. En realidad, era una excelente cazadora; la mejor de entre todas las chicas, y tan buena como la mayoría de los chicos. Era valiente, ágil y fuerte. Después de regresar del campamento de verano, varios hombres comentaron su habilidad a Arika.
Era importante para la tribu que Morna se destacara en todo.
—Muy bien —accedió por fin—. Autorizo a los jóvenes a salir a la caza del búfalo.
El búfalo que Pier había visto estaba en celo, y los búfalos en celo eran fáciles de localizar por sus bramidos, de modo que había grandes probabilidades de éxito para la partida de caza, compuesta por doce jóvenes de ambos sexos, que partió del río Gran Pez en dirección al Volp. Era un día caluroso para la época, y el calor empañaba el cielo. Los cazadores vestían ropas de piel de ante, pero sin los chaquetones de piel de reno que se utilizaban en aquella época del año.
—La carne de búfalo es deliciosa en otoño —dijo Tosa mientras caminaba detrás de Morna por la senda de los renos, que serpenteaba entre las colinas boscosas—. Suele tener mucha grasa.
Tosa se relamió, como anticipando el festín.
Morna, que anhelaba muchas cosas pero no la comida, arrugó su pequeña y perfecta nariz.
Cuando llegaron a la zona donde había sido avistado el búfalo, Morna sugirió que los cazadores se dispersaran.
Los demás la miraron sorprendidos.
—No —dijo Ronan—. Sería peligroso. —La miró con severidad—. Un búfalo en celo es un animal muy huraño, Morna.
—Pensaba que los iniciados del Ciervo Rojo eran hombres, no niños —replicó Morna—. ¿Tenéis miedo?
Paseó la vista lentamente por los muchachos, con un brillo burlón en los ojos.
—¡Claro que no tenemos miedo! —estalló Adun. Los otros chicos le corearon ruidosamente.
Los ojos de Morna se detuvieron en Ronan.
—Siempre he oído que los búfalos viajan solos durante la época de celo, en busca de vacas desatendidas por los machos —dijo—. Creo que tendremos más posibilidades de encontrar al búfalo si nos separamos, en lugar de quedamos juntos.
Dana, una preciosa muchacha de ojos azules, cogió la mano de Tyr.
—Puede que Morna tenga razón —dijo en voz baja—. Tal vez deberíamos separamos. Si el búfalo nos ataca, siempre podemos trepar a un árbol.
Tyr la miró, desvió la vista hacia Ronan y enarcó las cejas. Ronan apretó los labios, pero se encogió de hombros, dejando la decisión en manos del grupo.
Decidieron dividirse en parejas; algunos tenían en mente cosas más interesantes que la caza del búfalo en aquella brumosa tarde de otoño.
Ante la sorpresa de todos, Morna fue con Ronan. Lo consiguió mediante el sencillo expediente de anunciar que sería su compañero, una decisión que molestó tanto a Iva y Cala como a varios chicos que esperaban ir con Morna. Ronan dirigió a su hermana una dura mirada, pero no dijo nada.
—Si localizáis el búfalo, dad el grito de caza de la tribu —dijo a los otros. Levantó la lanza y se encaminó resueltamente hacia el bosque.
Morna le siguió. No intentó hablar con él. La conversación no era el punto fuerte de Morna. Le siguió y contempló en silencio la espalda cubierta por la piel de ante, las esbeltas caderas, las piernas largas y la trenza negra como la noche, que era lo único visible del joven. Sus pasos no producían ruido en la senda forestal.
La atmósfera estaba cargada, casi sofocante. Desde las profundidades del bosque se oyó el chillido de una hiena de las cavernas. Algunas aves levantaron el vuelo y lanzaron gritos de alarma. Morna vio la sombra de un ciervo que corría en la parte más espesa del bosque. Ronan continuó abriéndose camino entre los árboles, hasta llegar a la senda de caza que iba buscando.
El brumoso sol que se filtraba entre los árboles bañaba la tierra removida de la estrecha senda. Los dos jóvenes caminaban en silencio, gracias a sus pies calzados con mocasines. El olor a pino se destacaba en el aire otoñal, anormalmente cálido. Pequeños animales correteaban entre la maleza, y un ave dorada volaba en perezosos círculos sobre la copa de los árboles.
De repente, un encolerizado bramido rompió la brumosa paz de la tarde. A continuación se oyeron crujidos muy cercanos. Entre la cortina de abedules, robles y pinos, Morna vio de pronto una gigantesca forma negra y grandes cuernos curvos, y el olor del búfalo se impuso a la fragancia de los pinos.
—Ronan —exclamó Morna, y tropezó con él.
El joven se había detenido y, vuelto hacia el búfalo, empuñaba la lanza.
—Súbete a un árbol, Morna —dijo con calma, sin mirarla—. Ese búfalo está demasiado cerca.
Morna miró al búfalo, que avanzaba con agresividad a un paso más rápido que el perezoso andar de un búfalo. El animal enganchó un pequeño árbol con un cuerno y rompió con facilidad el frágil tronco. Morna contuvo el aliento. Ronan aún empuñaba la lanza, pero la joven comprendió que la cortina de árboles imposibilitaba un tiro certero.
—Sube a un árbol —repitió Ronan.
—No. Te respaldaré.
Continuó a su lado y alzó la lanza hasta el hombro.
Mientras los dos cazadores observaban a través de la cortina de árboles, el gran búfalo se detuvo, bajó la cabeza hasta el suelo y olfateó con insistencia. Después orinó en el lugar que había olfateado. A continuación se arrodilló y frotó la cabeza y los cuernos sobre la zona que acababa de mojar. Se irguió, emitió un potente bramido y miró hacia Ronan y Morna. Alzó la cola, una evidente señal de peligro. Sólo había un hueco entre los árboles que separaban al animal de la pareja, y el búfalo se dirigió hacia allí.
Ronan se puso delante de Morna y sin vacilar efectuó un lanzamiento perfecto y certero. Por desgracia, cuando la lanza salió disparada, el búfalo se apartó con pasmosa velocidad para ensartar un pequeño abedul.
La lanza de Ronan se hundió en el tronco de un árbol.
El búfalo les miró de nuevo.
—Va a cargar —dijo Ronan con absoluta serenidad.
—Coge mi lanza —dijo Morna, y entregó el arma a su hermano.
Pero el búfalo cambió de idea, antes de que Ronan pudiera repetir el lanzamiento, desapareció en las profundidades del bosque.
Los dos jóvenes permanecieron en silencio un momento, conteniendo el aliento. Lo dejaron escapar casi en el mismo instante y luego Ronan se volvió hacia Morna, enfurecido.
—Te dije que treparas a un árbol. ¡Pudo haberte matado!
—Tú no subiste a un árbol —replicó Morna—. Soy tu compañero de caza. Si ibas a enfrentarte al búfalo, mi deber era quedarme contigo.
Ronan continuó mirándola fijamente. Poco a poco, una mirada de reticente admiración sustituyó a su furia. Finalmente hizo un gesto de asentimiento.
—Recuperaré mi lanza y le perseguiremos.
Hizo ademán de dar media vuelta.
Morna apoyó una mano sobre su brazo.
—Deja que se vaya.
El joven se volvió hacia ella, con el ceño levemente fruncido.
—Ronan —dijo Morna en voz baja. Sonrió al ver su expresión de perplejidad.
—Aún podemos cazar a ese búfalo —dijo Ronan, impaciente—. Vámonos.
—Se me ocurre algo mucho mejor que cazar búfalos. —Morna se acercó un poco más—. ¿A ti no?
Ronan seguía sin comprender. La cautela asomó a sus ojos… y también la estupefacción. Morna tenía los ojos muy abiertos y dilatados. Le dio un leve bofetón en la mejilla con el dorso de la mano.
—Estúpido —se burló.
Ronan retrocedió. Su rostro palideció bajo el bronceado y sus ojos empezaron a centellear.
—Vámonos —insistió con voz autoritaria.
Morna contempló aquel cuerpo masculino, alto, fuerte y joven, que se erguía ante ella. Su deseo era tan acuciante que la cabeza casi le daba vueltas. El calor provocó que apareciera una fina sombra de sudor sobre su labio superior, y lamió las gotas saladas.
—Ronan —dijo—, yace conmigo.
Oyó que su hermano respiraba hondo. Notó que su cuerpo empezaba a vibrar. Se acercó un poco más.
—¡Eres mi hermana!
—Nadie lo sabrá —susurró ella y rodeó su cuello con los brazos. Se estrechó contra él—. No hemos sido educados como hermano y hermana —le susurró al oído. Se puso de puntillas y, sin demasiada delicadeza, mordió el lóbulo de su oreja derecha—. Nadie lo sabrá —repitió.
Ronan se estremeció. Morna estaba lo bastante cerca como para percibir su reacción intuitiva. Abrió los labios en una vaga sonrisa, con los ojos entornados. Se restregó contra él.
Él la apartó de un empujón, con tanta fuerza que casi la hizo caer. Morna recuperó el equilibrio y le miró. La expresión que asomaba a sus ojos oscuros la aterró mucho más que el búfalo.
—Es tabú, Morna —dijo con voz temblorosa—. Lo sepa alguien o no, es tabú.
Ronan se dirigió hacia la lanza clavada en el árbol y tiró de ella con violencia.
—Nunca más vuelvas a tocarme así —dijo.
Se adentró solo en el bosque.
«Tiene miedo del tabú», pensó Morna. No se le había ocurrido que Ronan tuviera miedo de algo. Pensó en la forma en que la había mirado y recordó su erección, y sonrió una vez más.
Necesitaría un poco más de tiempo.
Más tarde, Adun y Tosa avistaron el búfalo que se había escapado de Ronan y Morna un poco antes, y emitieron el grito de caza de la tribu. Morna y Ronan llegaron a tiempo de oír el bramido agónico del búfalo.
Una vez comprobaron que había muerto, los cazadores se acercaron a examinar el pellejo del animal. Los búfalos aún tardarían en llevar su abrigo de invierno completo una luna, pero ya había empezado a crecer el pelaje más grueso, largo y denso, y valía la pena apoderarse de la piel. Los chicos esgrimieron sus afilados cuchillos de pedernal y se dispusieron a efectuar el trabajo.
En Adun, que había asestado el lanzazo mortífero, recayó el honor de realizar el primer corte en el estómago. Así lo hizo, tras la tradicional oración de gracias a la Madre, y cuando retiró el cuchillo, una gigantesca y humeante panza grasienta se derramó en el suelo. Después, tras recitar otra plegaria al dios Búfalo, Adun hizo el segundo corte y un torrente verde oscuro de hierba y hojas a medio digerir brotó del cadáver.
Las chicas prepararon un fuego y, mientras los chicos despellejaban al animal, cocinaron el hígado, la lengua y la cola, bocados deliciosos. Todos se sentaron a comer antes de continuar descuartizando el búfalo. Una vez finalizado el trabajo, se pusieron en marcha.
Ronan y Morna guardaron un silencio absoluto durante toda la tarde.
—Vimos al búfalo en una ocasión —contestó Ronan a una pregunta de Tyr—, pero no conseguí alcanzarle por culpa de los árboles.
Volvió a sumirse en el silencio. Después de dos o tres intentos de atraerle a la conversación, los demás desistieron.
Llegaron a casa cerca del ocaso, y Ronan fue de inmediato en busca de Nel. Se sentía conmocionado y asqueado por la proposición de Morna, así como por su inesperada reacción, y anhelaba la inocencia de su primita. Nel no estaba en la cabaña de su padre, y Ronan la localizó por fin en uno de sus escondites favoritos, un pequeño claro en el bosque no lejos del río. Estaba jugando con su gata.
Ronan las contempló un momento y recordó la primera vez que Nel le había enseñado la gatita hambrienta y desesperada. No creyó que lograse sobrevivir.
«Cada día mueren crías —le había dicho con severidad, intentando prepararla para lo inevitable—. Leones, hienas, lobos y perros salvajes acechan a los ciervos y antílopes recién nacidos. El búho siempre matará al ratón. No puedes evitarlo, pececillo. Para que algunos vivan, otros deben morir. Es el Camino de la Madre. ¿Por qué te rompes el corazón, intentando salvar lo insalvable?»
«Puedo salvar a este cachorro —replicó ella con firmeza—. Sé que puedo.»
Y lo había salvado. La huerfanita famélica se había convertido en una adulta hermosa y esbelta, provista de colmillos curvos mortalmente afilados. Los gatos también debían matar para vivir.
La gata jugueteaba con los dedos de Nel. Ella los hacía tamborilear en el suelo y la gata saltaba. Ronan observó que tenía las garras retraídas; iba con cuidado de no hacer daño a Nel, pues comprendía que estaban jugando.
El pelaje de la gata era pardo pálido y brillante, casi el mismo tono que el cabello de la niña. También tenían los mismos ojos, pensó Ronan, y sonrió.
—¡Ronan!
Nel le había visto.
El joven se acercó a su lado. La gata dejó de jugar y le observó con cautela.
—Saludos, Nel. Saludos, Sharan.
Se dejó caer a su lado.
—¿Cazasteis el búfalo? —preguntó Nel.
—Sí. Cazamos el búfalo.
—¿Quién? ¿Tú?
Ronan meneó la cabeza.
—Adun.
—Oh. —Nel le dirigió una mirada grave con sus grandes ojos—. ¿Quién fue tu compañero de caza?
—Morna —respondió él, lacónico.
—Oh —repitió la niña, sorprendida.
Sharan tocó con su garra los dedos de Nel. Ésta tamborileó en el suelo y la gata saltó.
—Hoy me he lavado el pelo —dijo Nel.
Ronan asintió en señal de aprobación.
—Parece tan suave como el pelaje de Sharan.
—No tuviste que decírmelo. Lo hice yo sola.
El joven sonrió.
—Te estás haciendo mayor, pececillo.
La niña no le devolvió la sonrisa.
—Lo soy.
—Te he guardado un poco de hígado.
Ronan sacó un pedazo de carne de la bolsa que colgaba de su cintura.
—¡Oh, Ronan!
Nel cogió con ansia el pedazo. Ronan contempló con aire burlón cómo lo devoraba. Luego, se lamió los labios y le dirigió una mirada de agradecimiento.
—Delicioso.
Ronan extendió la mano y enjugó una gota de jugo que había quedado en la comisura de su labio. La niña escrutó su rostro.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Ronan enarcó las cejas.
—No sucede nada.
—Sí, algo sucede. Siempre adivino cuando te pasa algo. ¿Qué es?
No había ido en busca de Nel con la intención de confiarse a ella. Sonrió levemente y meneó la cabeza.
—No puedo decírtelo, pececillo. Eres demasiado joven.
—Acabas de decir que me estoy haciendo mayor —le recordó Nel. Apoyó los dedos sobre su brazo—. Además, no tienes por qué ocultarme nada, al igual que yo no tengo por qué ocultarte nada.
Ronan contempló la manita apoyada sobre su manga. Era áspera, estaba agrietada, y los dedos exhibían numerosos cortes mal curados. La mano inocente de una niña, pensó. En nada parecida a la mano que le había cruzado la cara aquella tarde. De sólo pensar en lo ocurrido se sintió mal.
—¿Ronan? —dijo Nel en voz baja—. ¿Tiene que ver con Morna?
Él la miró a los ojos y apartó la vista. Con voz tensa y monótona le contó lo ocurrido durante la cacería. Cuando terminó, Nel exhaló un largo y suave suspiro. Ronan la miró.
—Tengo miedo de que vuelva a intentarlo —dijo.
—Probablemente lo hará.
—¡Dhu, Nel! —Había pánico en su voz—. ¿Qué voy a hacer?
—No puedes ceder.
—¡Ya lo sé! —se revolvió Ronan—. No quiero ceder. Procedemos del mismo útero, Nel ¿Cómo puede imaginar…?
Todo su cuerpo se estremeció.
—Puedes saber que algo está mal y seguir deseándolo —explicó Nel—. ¿No es cierto?
Se produjo un embarazoso silencio.
Nel acarició a su gata.
—¿No quiso subir al árbol? —preguntó.
Ronan se pasó la mano sobre los ojos.
—Ojalá lo hubiera hecho. —Su voz denotaba una profunda amargura.
Nel rascó la cabeza de Sharan, entre las orejas puntiagudas. La gata cerró los ojos en un arrebato de placer. Ronan contempló los movimientos de la mano infantil y sintió un extraño sosiego.
—Sí —dijo Nel con tono sombrío—. Lo más fácil sería pensar mal de Morna en todos los sentidos.
—¿Qué la habrá poseído, Nel? —preguntó con incredulidad—. Morna puede tener a todos los hombres que desee. No la comprendo.
Se oyó el roce de algún animalillo que correteaba entre los árboles. Sharan abrió los ojos y se puso en pie con el lomo arqueado, lo cual le daba aspecto de cimitarra, desde las patas delanteras hasta las patas traseras, más cortas. Sharan corrió hacia los árboles para investigar. Nel levantó las rodillas y apoyó su pequeña y puntiaguda barbilla sobre ellas. Ronan reparó en un desgarrón en la piel de ciervo que cubría su rodilla derecha. Nel volvería a tener problemas con Olma.
—Quizá Morna se ha fijado en que todas las demás chicas quieren yacer contigo —sugirió Nel—. Morna nunca ha permitido que alguien posea lo que ella no puede.
Ronan contempló la carita angulosa de su prima.
—Está corrompida —dijo con voz dura.
—No está corrompida por sentir deseo hacia alguien que es tabú —dijo Nel—. La corrupción consiste en abandonarse a ese deseo.
—Exacto —dijo Ronan. Exhaló un suspiro y se dio cuenta de que su malhumor había desaparecido. Sonrió a Nel—. Siempre eres un buen remedio para mí, Nel. —Estiró los brazos sobre su cabeza, se levantó y extendió la mano—. Vamos, esta noche hay carne de búfalo para cenar.