CAPÍTULO XIII
Ronan estaba tendido sobre la hierba, con las rodillas flexionadas, un brazo detrás de la cabeza y el otro sobre los ojos para protegerlos del sol. Nigak dormitaba a su lado, con su largo morro blanco apoyado en la cadera de Ronan.
—Creo que es posible —dijo Ronan—. Lo creo muy de veras.
Nigak no contestó.
—Los demás piensan que estoy loco. Tal vez tengan razón.
Nigak continuó en silencio.
—No obstante, para conseguirlo necesito a Nel.
Nigak levantó el morro. Ronan volvió la cabeza y miró los brillantes ojos del lobo.
—Tú piensas lo mismo, lo sé.
Nigak levantó las orejas.
—Piensas que ya tendría que haberla ido a buscar. No he olvidado mi promesa —explicó Ronan al lobo de Nel—. Es que no me he decidido a dejar la tribu.
Nigak se incorporó, las orejas todavía tiesas, y dirigió una penetrante mirada a un potrillo de largas patas que se había alejado de su madre.
—No —dijo Ronan con firmeza. Nigak gimoteó—. No —repitió Ronan.
Nigak se levantó y fue a beber al río con movimientos majestuosos. Era un lobo que jamás atacaría a un potrillo indefenso.
Ronan suspiró. Tendría que hacer algo pronto. No podía enviar a los demás a cazar mientras él se tendía en la hierba a contemplar los caballos. Como jefe, tenía ciertos privilegios, pero sabía que estaba poniendo a prueba la tolerancia de sus hombres.
¿Cuándo volvería Bror? Casi todo dependía de eso. Bror traería noticias fiables sobre la tribu de los llamados Domadores de Caballos. Y Bror era el único hombre en quien confiaba para sustituirle cuando fuera en busca de Nel.
El primer creciente de la Luna del Antílope había surgido anoche, después de la puesta de sol. Era verano. Bror había estado ausente dos lunas enteras.
Nigak volvió del río y se detuvo junto a Ronan. Gotas de agua cayeron sobre su cara. Ronan se incorporó.
—Mañana —prometió al lobo, mientras se secaba la mejilla— te llevaré a cazar. Veo que nuestra pereza escandaliza al joven Thorn.
Apoyó la mano sobre el cogote de Nigak, y los dos emprendieron regreso al campamento. Ronan se preguntó con resignación qué problemas le aguardarían hoy. Daba la impresión de que no transcurría un día sin que las creencias de una tribu entraran en conflicto con las creencias de otra. Era una de las principales razones de que evitara ausentarse durante mucho tiempo.
Pasó ante la pequeña choza que las mujeres seguidoras del Dios del Cielo habían erigido a escasa distancia del campamento como su choza lunar. En la práctica, la única mujer que siempre la utilizaba era Eken, pues era la única que sangraba. Las demás mujeres de la tribu estaban embarazadas o daban de mamar.
La costumbre de aislar a una mujer cuando sangraba no era propia de la tribu del Ciervo Rojo, ni de las otras tribus que seguían a la Madre. Sin embargo, los hombres del Dios del Cielo creían que una mujer sangrante albergaba malignos poderes que podían dañar su potencia viril, y habían insistido en la construcción de la choza lunar. Eken, educada en el Camino del Dios del Cielo, aceptaba con docilidad el aislamiento, al que ya se había acostumbrado en su propia tribu.
Ronan se estremeció al pensar en lo que sucedería cuando la sangre lunar de Berta y Tora volviera afluir. Ninguna de aquellas enérgicas hermanas aceptaría pasar sola una semana en la choza lunar.
«Ya pensaré en algo», se prometió Ronan. Era una frase que le había consolado a menudo durante los tres últimos años.
Miró hacia la pared norte y vio dos esbeltas figuras masculinas que corrían a su encuentro.
—¡Bror y Lemo han regresado, y traen noticias de los Domadores de Caballos! —gritó desde lejos Mait.
Thorn y Mait se reunieron con el resto de la tribu en el espacio abierto delante de las chozas, y Ronan indicó con un gesto que todo el mundo se sentara. Thorn comprendió que los dos exploradores relatarían sus experiencias ante los miembros de la tribu, y su corazón se aceleró. Se sentó en el círculo al lado de Mait, frente a Ronan, Bror y Lemo. Cuando todos estuvieron sentados, Bror empezó a hablar.
—Fuimos muy al norte, casi hasta el extremo de las tierras del Clan, a la tribu llamada de los Alces. —El rostro severo y anguloso de Bror estaba sombrío—. Nos contaron una historia terrible.
—Sí —terció Lemo, su rostro de piel clara casi tan tétrico como el de Bror—. Terrible.
Yoli, la mujer de Lemo, le miró angustiada, cogió su mano y la apretó.
—Lo que nos contaron de los Domadores de Caballos en la reunión era verdad —prosiguió Bror, y volvió la cabeza un poco para mirar a Ronan—. La tribu procede del helado norte, pero al parecer ha abandonado las estepas para siempre. En la Reunión de Primavera se dijo que estaba muy al norte del río Dorado, pero Lemo y yo averiguamos que ya ha penetrado en los territorios de caza del Clan.
Exclamaciones de pesar surgieron de todas las bocas. Heno formuló la pregunta cuya contestación más deseaba escuchar Thorn.
—¿Es verdad que montan a lomos de caballo?
—Es verdad —dijo Bror—. Algunos hombres de la tribu de los Alces les habían visto.
—¿Cómo conducen sus caballos?
Éste era el problema que atormentaba a Ronan.
—Pasan una correa alrededor de la nariz del caballo, y sujetan los extremos en sus manos —contestó Bror.
—¿Lo habéis visto con vuestros propios ojos?
Bror meneó la cabeza apesadumbrada.
—Los nirum de la tribu de los Alces no quisieron llevamos. Estaban muy asustados.
Ronan pareció decepcionado.
—Estos Domadores de Caballos son un pueblo terrible —explicó Lemo—. Caen sobre una tribu como una tormenta procedente del norte, y sólo dejan muerte y destrucción a su paso.
—¿Muerte y destrucción? —preguntó Berta.
Lemo asintió. Su joven rostro estaba pálido y tenso.
—Los hombres del Alce nos dijeron que los Domadores de Caballos mataron a todos los hombres de la tribu del Búho, violaron a las mujeres y se las llevaron con ellos.
Un silencio horrorizado siguió a esas palabras.
—He oído hablar de conflictos por territorios de caza —dijo Crim—, pero jamás ha ocurrido algo semejante entre las tribus del Clan.
—Ni entre las tribus de la llanura —añadió Cree.
—¿Se han establecido los Domadores de Caballos en los territorios de caza de la tribu del Búho? —preguntó Ronan.
—De momento —contestó Bror—, pero lo más terrible, Ronan, es que no se quedan quietos en un sitio. Toman lo que quieren y luego siguen adelante. —Bror meneó la cabeza perplejo—. Entiendo que a un pueblo del frío y desolado norte le atraigan los valles ribereños del sur, pero una vez conquistado un buen territorio de caza para su tribu, ¿por qué se marchan?
—Si en verdad han domado a los caballos —dijo Ronan—, les resultará muy fácil viajar. —Sus ojos oscuros escrutaron el círculo que formaba la tribu—. Imaginad con qué rapidez y comodidad viajaríais sentados a lomos de un caballo.
Thorn sonrió al contemplar aquella posibilidad.
—Sería magnífico —dijo en voz baja.
—¿Dónde está la tribu del Alce? —preguntó Beki.
—En el río Dorado, al sur de donde fluye hacia el mar.
Silencio.
—Si siguen el río Dorado, llegarán a nuestras montañas —dijo Heno.
Beki se estremeció y Kasar rodeó su espalda con el brazo.
—¿Qué planes han preparado las tribus del norte para combatir a los Domadores de Caballos? —preguntó Ronan.
—Ninguno, que yo sepa —contestó Bror—. Están muy asustados, Ronan. Sólo hablan de huir.
—¡No puedo creer que los hombres del Clan sean tan débiles!
Ronan arrugó la nariz en señal de desprecio.
—Tienen miedo de los caballos, Ronan —explicó Bror—. Y la tribu de los Domadores de Caballos es muy grande, mucho más grande que cualquier tribu del Clan.
—Más motivos para que las tribus del Clan se unan —insistió Ronan.
Bror se encogió de hombros.
—Aunque esos extranjeros consigan llegar a las montañas, nuestra tribu estará a salvo —intervino Yeba—. Un número tan elevado de gente jamás se atreverá a escalar las Altas.
—Tienes razón —aprobó Berta—. Las Altas también protegerán a las tribus de las llanuras. Son las tribus del Clan las que corren peligro.
Todos los hombres de la trenza asintieron y miraron con pena a los hombres de cabello corto que seguían a un dios, y no a una diosa.
—Tal vez no sigan el curso del río Dorado —dijo Kasar.
Heno asintió.
—Es cierto.
—Siempre avanzan más y más hacia el sur —insistió Bror.
—Bien, vengan por donde vengan, la tribu del Lobo estará a salvo —dijo Mait.
—Tienes razón —dijo Tora.
—Cierto —dijo Cree.
Los hombres del Clan guardaron silencio.
—Aún así —murmuró por fin Thorn, con el ceño fruncido—, no me gusta la idea de la tribu del Búfalo en poder de esos saqueadores.
—Ni a mí —dijo Crim.
Todos miraron a Ronan, que les contempló con gravedad.
—Estaré ausente de la tribu un breve tiempo —dijo, cambiando de tema bruscamente—. Bror quedará al mando.
Se hizo el silencio.
—Pero… ¿adónde vas? —preguntó Mait.
—A la tribu del Ciervo Rojo, a buscar a mi prima. —Su tono indicó que no aceptaría la menor negativa—. No tardaré en volver.
El que nadie hiciera preguntas demostró su autoridad.
—No puedes ir solo —dijo Bror—. Deja que te acompañe. Crim se hará cargo de la tribu.
Los rostros de Heno y Cree se ensombrecieron ante la posibilidad de que Crim pasara por encima de ellos. Ronan dirigió a Bror una mirada de advertencia.
—No iré solo. Nigak me acompañará. Tú eres necesario aquí.
Bror se dispuso a protestar.
—Y eso —le cortó Ronan con afabilidad— es una orden.
El camino estaba henchido de recuerdos. Después de cruzar el Paso del Búfalo y adentrarse en el territorio de caza de la tribu del Ciervo Rojo, los recuerdos se agolparon. Había estado tan ocupado durante los últimos años que había logrado arrinconar en el fondo de la mente su vida anterior, que sólo emergía en ciertos sueños inquietantes.
Nigak gimió a su lado, como si intuyera el dolor de Ronan y lo compartiera.
—¿Te acuerdas de este lugar, amigo? —preguntó Ronan en voz baja.
Hundió su mano izquierda en el espeso pelaje plateado de Nigak y el lobo sujetó el brazo de Ronan entre sus dientes, un juego que siempre había practicado con Ronan, pero nunca con Nel.
Nel. Durante los últimos días, los pensamientos de Ronan habían derivado hacia ella, cosa que no había hecho en tres largos años. Nel era una parte de su vida que había sepultado en los recovecos de su mente, una parte que incluía a su madre, a Morna, Neihle y Tyr. Los que le habían traicionado.
Pero Nel no. Nel, jamás. No tendría que haber esperado tanto para ir a buscarla. Cuando había calculado su edad y comprendido que ya sería una mujer, se había quedado estupefacto. No podía imaginársela. No quería imaginarla. No quería que Nel hubiera cambiado.
—Primero la buscaré en el campamento de verano —informó a Nigak. Desde sus primeras semanas de exilio solitario, se había acostumbrado a hablar al lobo como si fuera una persona—. Si ya ha pasado la iniciación, estará en el campamento de verano.
Pero no había ni rastro de Nel en el campamento de verano. Ronan se ocultó en el bosque y vigiló las idas y venidas de la tribu durante dos días, pero no vio a Nel.
Las chicas eran diferentes de aquéllas con las que había compartido los veranos. Aquellas chicas ya se habrían casado y tenido hijos, pensó Ronan: Borba, Iva, Tosa y Cala. Vio a muchos de sus antiguos compañeros en el campamento, pero no a Tyr.
Tampoco vio a Morna, lo cual agradeció de todo corazón. No estaba seguro de poder contenerse si volvía a ver a Morna.
La escena era tan familiar que le partió el corazón: la espontánea camaradería de los hombres, las trenzas que llevaban, las marcas de iniciación en los brazos musculosos, la hermosa libertad de las jóvenes solteras. El ritmo de la vida no tenía nada que ver con el ritmo de la vida en la otra tribu. Por primera vez en años, Ronan experimentó la desolación del exilado, la añoranza del hogar que creía haber exorcizado en las Altas, en el nuevo hogar que había forjado en el secreto valle del Lobo.
Nel estaba recogiendo hierbas. Bajo la tutela de Fali, se estaba convirtiendo en una curandera. Pese a su Juventud, poseía ese don y, teniendo en cuenta la avanzada edad de Fali, la tarea de Nel consistía en proveerle de hierbas. En los últimos tiempos, Nel se había preguntado si sería posible cultivarlas más cerca de su choza. Había reparado en que algunas plantas siempre crecían en los mismos sitios. Quizá hubiese una forma…
Oyó un levísimo ruido de ramas aplastadas. Entonces algo surgió como una exhalación del bosque, a su espalda. Nel lanzó un grito e intentó retroceder, al tiempo que utilizaba la cesta para protegerse del ataque de lo que creyó un enorme perro. Antes de que pudiera correr, el animal saltó, le arrebató de un zarpazo la cesta, plantó sus enormes patas sobre sus hombros y empezó a lamerle la cara y mordisquearle la nariz. Nel se tambaleó bajo su peso, recobró el equilibrio y vio el morro blanco y los brillantes, ojos amarillos.
—¡Nigak!
El lobo le mordió suavemente la nariz. Luego la olfateó de arriba abajo. Todo su cuerpo temblaba de alegría y meneaba la cola enérgicamente.
—¡Nigak! —repitió Nel. Apartó de un puntapié la cesta de hierbas y lo abrazó—. ¿De veras eres tú?
El lobo olfateaba ansiosamente su cabello. Nel rió y volvió a tambalearse bajo su peso. Apartó a Nigak, se arrodilló a su lado y lo abrazó. El lobo seguía temblando.
—Pero si tú estás aquí, ¿dónde está…?
Inspeccionó la senda en ambas direcciones. Ni rastro de ningún ser humano. Nigak rodó sobre su espalda, levantó las cuatro patas y goteó para que le rascara el estómago.
Nel rió de nuevo.
—Me alegro tanto de verte —dijo, y hundió los dedos en el suave pelaje del animal.
—No te ha olvidado, pececillo.
La voz profunda surgió del bosque, a su derecha, y Nel volvió la cabeza. Una forma alta y borrosa avanzaba hacia ella entre los árboles.
—¿Ronan?
Apenas pudo reconocer su propia voz.
—Sí.
Nel se puso en pie de un brinco.
—¡Ronan!
Se precipitó sobre él, casi de la misma forma que el lobo se había abalanzado sobre ella.
—Ufff —rió Ronan, y la abrazó—. Has crecido, Nel. ¡Un poco más y me dejas sin aliento!
—No es verdad —dijo Nel, sin soltarle. Le miró con ojos como estrellas—. Eres fuerte como una roca. —Su sonrisa era radiante—. Pensé que me habías olvidado. Tendría que haber sabido… Oh, Ronan…
Apretó la frente contra su hombro, como si no pudiera soportar la visión de su cara. Nigak emitió un gemido para atraer su atención. Volvió a olfatearla. Nel apartó la cara del hombro de Ronan. Estaba llorando.
—No llores, pececillo —dijo Ronan. Secó dos lágrimas con la yema del pulgar y escrutó su cara—. Has crecido.
La muchacha resolló y tragó saliva como una niña pequeña.
—Fui iniciada durante la Luna de los Cervatos.
—La Luna de los Cervatos fue después de los Fuegos de Primavera. Así pues, por eso no estabas en el campamento de verano. Te busqué allí antes de venir aquí.
Le cogió la cara entre sus manos delgadas y fuertes y la levantó para examinarla.
Nel le imitó. Él también había cambiado, aunque no tanto como ella. Su cara era más severa de cómo la recordaba. La nariz arqueada y los pómulos altos parecían más prominentes, la línea de la boca más dura. Llevaba el cabello más corto, sin trenza.
—He oído hablar de la tribu del Lobo —dijo Nel en voz baja, sin apartar su vista maravillada de Ronan—. Hiciste lo que yo dije que debías hacer: encontraste un lugar y fundaste tu propia tribu. —Advirtió su expresión perpleja—. ¿No te acuerdas, Ronan?
Los ojos del joven se abrieron de par en par.
—Tienes razón. Dijiste que… —soltó una carcajada—. Lo había olvidado.
—¿Cómo es posible que lo hayas olvidado? —preguntó Nel, indignada.
Ronan sonrió, su rostro cobró vida y de repente fue como el Ronan que ella recordaba.
—Sí. Y ahora he vuelto por ti, tal como te dije.
La muchacha exhaló un profundo suspiro.
—Pensaba que me habías olvidado —admitió—. ¡He estado tan preocupada por ti! Tendría que haber confiado en tu promesa.
Una sombra cruzó el rostro de Ronan.
—Por supuesto que no te he olvidado —dijo. La miró de arriba abajo una vez más—. ¡No puedo creer que hayas cambiado tanto!
—Soy más alta —dijo ella con timidez—. Te llegaba al pecho; ahora te llego al mentón.
—Es más que eso. —Nel advirtió con un estremecimiento de placer que Ronan le estaba mirando los pechos—. Afortunadamente Nigak te reconoció por el olor. No sé si yo te habría reconocido.
—Sigo siendo Nel —repuso la muchacha, deseosa de transmitirle que sus sentimientos eran los mismos—. No he cambiado por dentro, Ronan.
—Me alegro —dijo él.
—¿Dices que estuviste en el campamento de verano?
Ronan asintió.
Nel se mordió el labio inferior.
—¿Has hablado con alguien más de la tribu?
—No.
—Si Arika se llega a enterar de que estabas tan cerca… —Nel lanzó una furtiva mirada hacia atrás.
Toda la luz desapareció del rostro de Ronan.
—No tengo miedo de la Señora, Nel.
—Ella también ha oído hablar de la tribu del Lobo, y no le gusta.
—Deja de morderte el labio —ordenó Ronan—. Me da igual que le guste o no a la Señora.
Nel dejó de morderse el labio.
—¿Dónde está el resto de tu partida? —preguntó.
—He venido solo.
—¿Solo? —Ella le miró con sus ojos muy verdes—. ¡No tendrías que haber venido solo!
—Tengo a Nigak. —Al oír su nombre, el lobo se apartó de Nel y hundió el morro en la mano de Ronan, que le acarició la frente—. ¿Aún tienes a Sharan?
La expresión de Nel le respondió antes que sus palabras.
—No —dijo con voz triste—. Salió a cazar un día y no regresó.
La mano de Ronan se detuvo sobre la frente de Nigak.
—Lo siento, pececillo.
La muchacha tenía la vista clavada en las tiras de cuero que ceñían en la garganta la camisa de piel de ante de Ronan.
—Quizá encontró pareja y decidió quedarse con los de su raza.
—Ojalá sea eso.
Guardaron silencio unos instantes. Después, Nel levantó los ojos.
—¿Quieres que me vaya contigo ahora mismo, Ronan?
—¿Quieres decir en este preciso momento?
Ella asintió con solemnidad.
—Pensaba darte tiempo para recoger tus cosas, Nel —bromeó.
—Mis cosas no me importan, pero creo que será mejor esperar a mañana. Fali me echará de menos si no vuelvo pronto; y podría enviar algunos hombres en mi busca. Lo más prudente será concedemos una buena ventaja.
—De acuerdo.
—Esta noche, he de ayudar a Fali en una ceremonia curativa, pero mañana por la mañana nos encontraremos en el claro próximo al pino enano. Allí haremos planes.
—Bien.
La muchacha deslizó los brazos alrededor de su cintura y le abrazó.
—¡Me he sentido tan sola sin ti, Ronan! —Levantó la vista—. Me alegro de que hayas vuelto.
—Sí —contestó Ronan, y la miró con seriedad—. Volver a estar contigo es maravilloso, pececillo. Maravilloso.