CAPÍTULO XI
Cuando los hombres estuvieron lo bastante cerca, Thorn comprobó que eran miembros del grupo que había conocido en la reunión de primavera. Sus esperanzas renacieron y sus ojos centellaron. ¡Había encontrado a Ronan! Pero los hombres no parecían demasiado complacidos de su presencia.
—¿Quién eres y qué haces aquí? —preguntó con brusquedad el rubio, y miró a Thorn sin reconocerle.
Thorn era un chico tranquilo y no se arredró.
—Me llamo Thorn —contestó—, hijo de Rilik, de la tribu del Búfalo. Estoy buscando el valle del Lobo y a un hombre llamado Ronan.
Los ojos color pizarra del rubio eran duros como piedras.
—¿Y por qué motivo ha sido expulsado de la tribu del Búfalo un cachorrillo como tú?
—No me han expulsado —se apresuró a explicar Ronan, ansioso por demostrar que no era un criminal—. Me marché por mi propia voluntad.
El rubio rió burlonamente.
Thorn se encrespó.
—Me marché porque quiero unirme a Ronan.
El pelirrojo no secundó las carcajadas de su amigo.
—Ronan es muy exigente a la hora de aceptar nuevos miembros en la tribu del Lobo. Han de poseer algún talento. —Dirigió a Thorn una mirada despectiva—. ¿Cuál es tu talento, jovencito?
—Dibujo —replicó Thorn.
El pelirrojo entornó los ojos y su expresión delató que por fin le había reconocido.
—Ya sé dónde te he visto antes —dijo—. Tú eres el chico que causó aquel escándalo en la Reunión de Primavera, cuando dibujaste la cara del hijo del chamán.
—Sí —confirmó Thorn con tono desafiante—. Fui yo.
—Nos preguntaste sobre Ronan.
—Sí.
Se produjo un silencio mientras los dos jóvenes, que superaban en media cabeza a Thorn, le contemplaban.
—Creo que a Ronan puede interesarle, Okal —dijo por fin el rubio.
—Tendremos que llevarle con nosotros, Dai —gruñó el pelirrojo—. No podemos dejar que nos vea cruzar el paso.
—Tienes razón —contestó el rubio.
Okal se volvió hacia Thorn.
—Recoge tus cosas —ordenó.
Thorn corrió a recoger sus pertenencias. Cuando regresó, los hombres le pasaron su camisa de muda por encima de la cabeza y la sujetaron alrededor de su cuello con una correa de piel. Luego, le guiaron.
—Cuando lleguemos al paso, te quitaremos la venda —prometieron.
A Thorn se le antojó una eternidad el rato que caminó a ciegas en la oscuridad, confiando sus pies a la guía de aquellos extraños hombres. Forzó la vista en vano; no pudo ver nada a través de la piel de ante. La camisa que rodeaba su cabeza le daba calor, y experimentó un gran alivio cuando se detuvieron y notó que unos dedos deshacían el nudo. Le quitaron la venda. Thorn parpadeó y miró en derredor.
Se encontraba en un pasadizo estrecho, rodeado de roca, y comprendió que habían penetrado en la pared del risco que había pensado trepar. Por lo tanto, pensó con satisfacción el valle se extendía al otro lado del risco.
—El sendero desciende ahí delante —dijo Dai—. Mira dónde pisas.
Thorn, precedido por Dai y seguido por el pelirrojo, empezó a bajar por el empinado sendero.
El risco debía de ser mucho más alto en el valle que junto al lago. Continuaron descendiendo por el sendero zigzagueante. Por fin, los lados del risco empezaron a abrirse hacia fuera, y se ensanchó el fragmento de cielo que veían sobre sus cabezas. Dai bajó por una última pendiente rocosa, seguido de Thorn, y ambos salieron del pasadizo a un cuenco de luz solar.
Thorn contempló maravillado la escena que se ofrecía a sus ojos. A este lado del risco también había un lago, de un agua tan azul como el cobalto, al igual que el cielo. Más allá del lago se abría un valle hermoso y ubérrimo, teñido por la hierba verde de los prados y moteado por los colores exuberantes de miles de flores.
Poco a poco, Thorn levantó la vista hacia las montañas circundantes. El risco que bordeaba el valle por el norte y el este era enorme. El nivel del suelo del valle estaba muy por debajo del nivel del lago situado al otro lado del risco. Thorn examinó la piedra pulida y lisa de la parte superior del risco. Habría podido trepar a la cumbre del risco por la cara exterior, pensó, pero nadie podría bajar al valle por el risco interior. La escalada era imposible.
Se volvió y miró hacia el fondo del valle. Una leve brisa ondulaba la hierba, y las mariposas revoloteaban alrededor de las flores. En el extremo opuesto del lago, una manada de caballos, en su mayoría grises, pastaba tranquilamente; algunas yeguas y potros dormitaban bajo el calor del sol. Los antílopes pacían a lo largo de la pared oeste, mientras ovejas e íbices saltaban ágilmente entre las rocas del risco oeste y mordisqueaban las plantas que crecían en los salientes.
Un águila dorada alzó el vuelo y describió elegantes arcos sobre el valle iluminado por el sol.
«Ésta es una tierra bendecida por los dioses», pensó Thorn, maravillado.
—He aquí el valle que buscabas —dijo el pelirrojo—. Ronan le dio el nombre por su lobo. —Sonrió por primera vez—. Aunque mucha gente piensa que el lobo es el propio Ronan.
—Okal —dijo en voz baja Dai, y señaló hacia la izquierda.
Thorn giró en redondo y, por primera vez, vio las cabañas construidas entre el lago y la pared norte del valle. Obtuvo una breve impresión de mujeres sentadas ante una cabaña, pero lo que atrajo su atención fue el hombre que caminaba hacia ellos.
Llevaba el cabello negro, largo hasta los hombros, ceñido con una tirilla de piel, sin la trenza que Thorn recordaba. Le herida le había dejado como secuela, una vacilación casi imperceptible en su paso, pero aún lograba moverse como un felino, al acecho entre la hierba.
Ronan.
Thorn esbozó una sonrisa de saludo, pero vio que Ronan no le miraba a él sino al rubio, y de una forma muy poco cordial.
—Sabes que no debes traer a nadie sin mi permiso —dijo.
—Pensamos que te gustaría ver a éste —repuso Dai—. Le encontramos acampado en el lago del Águila, cuando fuimos a cazar íbices. Tuvimos la precaución de vendarle los ojos, Ronan. No vio dónde empieza el paso. —Señaló a Thorn—. Es el chico que preguntó por ti en la reunión.
Ronan enarcó las cejas de una forma que resultó familiar a Thorn.
—¿El hermano de Beki? —preguntó a sus hombres.
—No. Éste es el chico que dibujó la cara.
Se produjo un silencio. Okal y Dai permanecieron inmóviles, como atemorizados. Para alivio de los dos hombres, Ronan dedicó su atención a Thorn, que miró con detenimiento el severo rostro aguileño del jefe de la tribu del Lobo y comprendió que Ronan había cambiado.
—¿No te acuerdas de mí, Ronan? —preguntó Thorn con las palabras entre sus labios rígidos. Ya no sonreía—. Cuando estabas herido y te quedaste en la tribu del Búfalo yo te hacía compañía. Jugamos a cazar el Búfalo. —Thorn se interrumpió. El rostro sombrío de Ronan no había cambiado de expresión.
—Y dibujaste mi cara —dijo Ronan—. Sí. Me acuerdo de ti, Thorn, hijo de Rilik. —Hubo una pausa, mientras Ronan examinaba a Thorn de arriba abajo. Lo que vio no pareció impresionar al jefe del Lobo—. ¿Por qué has abandonado la tribu del Búfalo y qué haces aquí? —preguntó por fin.
Thorn se sintió mejor al comprobar que Ronan recordaba su nombre, pero su fría mirada era inquietante.
—He caído en desgracia —respondió—. Ya te lo han contado. Durante la Reunión de Primavera hice un retrato del hijo del chamán del Leopardo, y Haras tuvo que pagar una fuerte compensación. Dijo que ya no podía confiar en mí y dispuso que dejara de ser un artista y me dedicara a picar pedernal.
—¿No te gusta picar pedernal? —El tono de Ronan sonó cordial, pero cierto matiz burlón hizo enrojecer a Thorn.
—No tiene nada de malo picar pedernal, si te refieres a eso —dijo a la defensiva—, pero no es mi vocación. Soy un artista. —Irguió la cabeza y un espeso mechón de cabello castaño cayó sobre su frente—. He venido en tu busca porque pensaba que me dejarías ser aquello para lo que nací.
—¿Qué te hizo pensarlo?
Thorn sostuvo con valentía aquella mirada sombría.
—En una ocasión me dejaste pintar tu cara.
Los labios de Ronan se curvaron en una sonrisa irónica. «No es el mismo de antes», pensó Thorn, y sus ojos de artista descubrieron los nuevos rasgos duros que habían aparecido en el rostro de Ronan. Otro había pensado que aquella boca de labios finos era bella. Ahora parecía más delgada que tres años antes y su suavidad sensual había desaparecido. No había nada de infantil en aquel rostro.
—Cuando te dejé dibujar mi cara era indiferente a lo que pudiera ocurrirme. Pero las cosas han cambiado.
—Sin embargo, has permitido que Fara se quedara con sus gemelos.
Los ojos oscuros se abrieron de auténtica sorpresa.
—Ya me acuerdo —dijo—. Estuviste preguntando por Fara y los gemelos.
Thorn asintió y le contempló en silencio, con sus ojos castaños abiertos de par en par.
—¿De qué me puedes servir? —preguntó Ronan.
—Soy un buen picador de pedernal —contestó Thorn—. Puedo fabricarte herramientas. —Se estrujó la mente en busca de otros talentos—. Sé cazar, y despellejar y descuartizar el producto de mi caza. Haré todo esto para la tribu del Lobo, si me concedes permiso para dibujar.
—¡Caras no! —exclamó Dai, y miró a Ronan.
—Dibujar una cara no surte el menor efecto —aseguró Thorn al rubio—. Al hijo del chamán no le pasó nada. La compensación que pagó Haras fue innecesaria.
—En mi tribu es tabú dibujar retratos de un hombre —intervino Okal—. Es tabú en todas las tribus del Clan que siguen al Dios del Cielo. —Miró a Ronan—. Y así debería ser en la tribu del Lobo.
—Yo soy el jefe de la tribu del Lobo —dijo Ronan con voz engañosamente suave—, y yo soy el que dicta las leyes.
Okal y Dai bajaron la vista. Ronan se volvió hacia Thorn.
—¿Cómo sabes que los retratos carecen de poder? —preguntó.
—Conservé los dibujos que te hice. Hace poco descubrí que uno se había roto —contestó Thorn—, y otro se había partido en dos. Creo que ocurrió hace mucho tiempo, cuando los guardé con mis cosas de la infancia. Sin embargo, aquí estás, fuerte y saludable. Por eso sé que los retratos carecen de poder, o al menos de la clase de poder que los hombres temen.
—Por mi suerte —replicó Ronan con sequedad. Miró a sus dos camaradas—. Como dices, gozo de perfecta salud.
—¡No quiero que me dibuje! —dijo Dai.
—Ni yo —coreó Okal.
Ronan asintió.
—Tenéis derecho a decidirlo. —Miró a Thorn—. ¿Me has oído, hijo de Rilik? No harás al retrato de ninguna persona sin permiso.
—Sí —contestó Thorn—. Te he oído, Ronan. ¿Significa eso que puedo unirme a la tribu del Lobo? —preguntó, casi sin aliento.
—Creo que necesitamos un picador de pedernal… —Los ojos pardos de Thorn le miraban con angustia—. Y también un artista —concluyó.
Ronan ordenó a Dai y Okal que condujeran a Thorn a la cabaña de Fara, y los dos jóvenes lo llevaron hacia las cabañas aglomeradas junto a la orilla del lago. Las mujeres que Thorn había divisado no se veían por ninguna parte, y contempló con gran curiosidad las chozas de sólido aspecto que descansaban a la sombra del risco. Comentó que estaban muy bien construidas.
—Han de resistir la estación invernal —contestó Okal.
—¿De veras pasáis el invierno en este valle? —preguntó Thorn, estupefacto.
Los dos jóvenes asintieron.
—Pero la nieve alcanzará mucha altura, y el frío… ¡Ni siquiera los animales se quedan en las Altas más de seis lunas al año!
—Hace frío —admitió Okal—, pero las chozas se mantienen calientes. El ángulo bajo del sol invernal las calienta. Hay poca o ninguna nieve en el risco sur, de modo que los animales pueden apacentar todo el invierno.
—Este valle está mejor protegido que cualquier otro lugar que yo haya visto —añadió Dai. Señaló los riscos circundantes—. Incluso estamos protegidos de los vientos.
—Pero aquel lado… —Thorn señaló el risco que corría paralelo al lado oeste del valle— es muy bajo. Puede que os proteja del viento, pero no de los intrusos.
Dai sonrió.
—Escálalo y mira al otro lado —dijo.
—¿Qué hay al otro lado?
—En estos parajes las montañas descienden abruptamente —explicó Dai—. ¿Te has fijado en que este valle está mucho más bajo que la tierra situada al otro lado de la pared este? —Thorn asintió—. Pues lo mismo pasa en el extremo más alejado de la pared oeste. El risco cae verticalmente. Es imposible escalarlo.
Thorn contempló el risco engañosamente bajo. Más allá sólo pudo ver las montañas lejanas de las Altas, que alzaban sus picos solitarios al sol, a las nubes y al Dios del Cielo.
Dejó que sus ojos se deslizaran lentamente hacia el sur.
—¿Y por allí?
Señaló el punto donde el río había abierto un paso entre los riscos, al salir por el extremo sur del valle.
—Una catarata —dijo Okal—. Tremenda. Imposible de salvar. —Sonrió satisfecho—. La única manera de entrar en este valle, jovencito, es por el paso que acabas de cruzar.
—Ésa es una tierra donde hasta los dioses querrían vivir —comentó Thorn.
—Nada de dioses —replicó con sequedad Okal—. Sólo Ronan.
Dai rió.
Se detuvieron ante una choza y Dai gritó por la puerta abierta.
—¡Fara! ¡Eken! Tenéis visita.
—¿Una visita? —respondió una voz femenina.
—Soy Thorn, Fara —dijo el muchacho—. El hijo de Rilik.
—¡Thorn!
Una mujer que llevaba un niño en brazos se asomó a la puerta, y Thorn reconoció a Eken, la hermana de Fara, la chica que estaba prometida a su sobrino.
—¡Es él! —gritó Eken hacia el interior de la choza.
—Ronan ha dicho que os lo trajéramos —informó Dai.
Eken sonrió.
—Nos ocuparemos de él, Dai. Gracias. —Se volvió hacia Thorn—. ¡Entra, entra!
Thorn se agachó para entrar y vio a Fara sentada sobre una piel de reno junto al hogar, dando de mamar a un bebé. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Thorn al verla así. Los ojos castaños; de la joven parecían serenos y felices.
—¿Has venido a buscarme? —Eken había entrado detrás de él. Cuando se sentó al lado de su hermana, una expresión de preocupación ensombreció su hermoso rostro—. Si has venido para que vuelva y me case con Herok, no lo haré, Thorn. Me quedaré aquí con Fara.
—No he venido por ti, Eken —contestó Thorn—. He venido para unirme a la tribu del Lobo.
Las mujeres cambiaron una mirada de asombro y luego se volvieron hacia él. Eken le indicó con un gesto que se sentara.
—¿Por qué?
Thorn suspiró, se puso en cuclillas y relató la historia del hijo del chamán. Mientras hablaba, Fara terminó de alimentar a un bebé, lo tendió a Eken y recibió el segundo, que se llevó al otro pecho. Eken acunó al primer bebé contra su hombro y le dio palmaditas en la espalda.
—¿Has venido porque pensaste que Ronan te permitiría seguir dibujando? —preguntó Eken cuando Thorn terminó su historia.
—Sí. Me ha dado permiso para unirme a la tribu, como picador de pedernal y como artista.
—Pues sin duda has llegado en un día afortunado —dijo Fara—. Desde que llegamos nosotras, ha rechazado ya a dos hombres.
—No lo entiendo —dijo Thorn—. Si quiere formar una tribu debería estar interesado en aumentar el número de sus miembros.
—Le interesa, por supuesto, pero esos dos eran especialmente desagradables —explicó Eken—. La tribu no necesita ladrones y asesinos para crecer.
Thorn pensó en el comentario de Ronan acerca de violadores y asesinos, pero no sabía cómo plantear la cuestión.
—Ah… —dijo—. Entonces, ¿qué clase de gente compone la tribu del Lobo?
Las manos de Eken masajeaban con suavidad la espalda del bebé.
—Gente que quebrantó las normas de su tribu —contestó—. Gente que cometió un error y lo pagó caro. No es mala gente, Thorn.
—¿Gente como Beki y Kasar? —preguntó el muchacho.
Las dos mujeres le miraron con curiosidad.
—¿Qué sabes de Beki y Kasar? —preguntó Fara.
—El hijo del chamán, cuya cara dibujé, es el hermano de Beki.
—Vaya —dijo Fara. Agachó la cabeza y apoyó los labios sobre la cabeza del bebé que mamaba de su pecho.
—Bueno, sí, gente como Beki y Kasar —admitió Eken—. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que aquí hay mucha gente desafortunada en el amor.
Thorn pensó en Bror, cuya triste historia le había contado Kenje. Al menos, un hombre sí había sido desafortunado en el amor.
—¿Y los dos hombres que me han acompañado? —preguntó a Eken—. ¿Dai y Okal también fueron desafortunados en el amor?
—Okal sí. Es de la tribu del Oso, muy estricta en lo tocante a sus chicas solteras. Okal yació con una y la dejó embarazada. La chica intentó deshacerse del niño y murió en el intento. Sus hermanos juraron matar a Okal, y éste huyó.
—Deben de ser muy estrictos, si la chica tuvo que acudir a una medida tan terrible —comentó Thorn—. ¿Por qué no se casó con Okal?
Fara irguió la cabeza.
—Porque estaba comprometida con otro —contestó con sequedad.
—Oh. —Thorn pensó en el pelirrojo que había conocido en la reunión y meneó lentamente la cabeza—. No parece el tipo de hombre que se mete en esos líos.
Fara apartó al bebé de su pecho y lo subió al hombro.
—No siempre es fácil adivinar por su cara lo que anida en el corazón de un hombre —dijo.
Thorn asintió.
—Exacto. —Desvió la vista hacia la puerta y la luz del día que se veía por la abertura—. ¿Y Dai?
—No estoy segura de su historia —respondió Eken—. Tiene relación con la muerte de su hermano. Sé que lleva con Ronan bastante tiempo, casi tanto como Bror.
—¿De cuánta gente se compone la tribu?
—Hay tres puñados de hombres más uno, ahora que estas aquí. Y un puñado más tres de mujeres.
—Es un buen número —dijo Thorn, impresionado.
—También hay niños —añadió Fara—. Tres, aparte de mis gemelas.
Thorn miró al gemelo acurrucado en el hombro de Fara y al que descansaba en el de Eken.
—¿Son chicas? —preguntó.
—Sí —contestó con orgullo Fara.
Thorn sonrió al ver su expresión.
—Me alegro de que Ronan te permitiera conservarlas.
—Fue educado en el Camino de la Diosa —explicó Fara—. La Madre es más bondadosa con los niños que el Dios del Cielo.
—Sin embargo, tengo entendido que la Diosa sólo permite conservar un gemelo —dijo Thorn—. Al menos eso me contó mi padre.
—Tu padre estaba en lo cierto —dijo Eken—. Aquí hay gente procedente de las tribus de las llanuras, y son seguidores de la Madre. Creen que los gemelos son un solo niño que se ha dividido en dos en el útero. Toda la bondad de ese único niño va a parar al primer gemelo, de la luz, que es el que se conserva. El segundo gemelo, según sus creencias, recibe toda la maldad del único niño, y es preciso abandonarlo.
—Pero la tribu del Ciervo Rojo conserva a los dos.
Fara sacudió la cabeza con expresión tensa.
—No. La tribu del Ciervo Rojo conserva al primer gemelo y abandona al segundo. Fue Ronan quien dijo que las dos gemelas debían vivir. —Apretó los brazos en torno al preciado bulto que descansaba sobre su hombro—. Le bendeciré por ello hasta el fin de mis días.
—Tiene un corazón bondadoso.
Tanto Fara como Eken le dirigieron miradas de estupefacción.
—Yo no lo diría así —murmuró Fara.
—Entonces, ¿por qué te dejó conservar las gemelas? —replicó el joven.
Esta vez fue Eken la que contestó.
—Porque no tiene miedo. —Meció a la niña lentamente, con la mejilla apoyada sobre ella, que dormía feliz sobre su hombro—. Al menos no tiene miedo de los gemelos. Ni tampoco —sonrió a Thorn— de que dibujen retratos de su cara.
—Pero es peligroso no temer a nada —objetó Thorn, y frunció el ceño—. Un hombre que no tiene miedo no respeta en realidad nada.
Las dos mujeres se encogieron de hombros.
—¿A qué dios adora la tribu del Lobo? —preguntó a continuación Thorn.
—Todos procedemos de tribus diferentes, Thorn —dijo Fara—, y seguimos diferentes caminos. La norma de Ronan es que cada uno tenga libertad para seguir su camino, mientras no se entrometa en el de los demás.
—Entonces, ¿a qué dios adora Ronan? —preguntó Thorn.
—Eso es un misterio —dijo en voz baja Eken.