CAPÍTULO V

El salmón comenzó su viaje anual río Gran Pez arriba, y los hombres de la tribu dedicaron casi todas las horas diurnas a la pesca. En las aguas más profundas utilizaban barcas hechas de cortezas y redes trenzadas con ramas y enredaderas. En las aguas poco profundas alanceaban a los salmones con arpones de tres dientes.

La pesca no significaba un deporte para la tribu del Ciervo Rojo, sino una forma de subsistencia. El salmón constituía una parte importante de su dieta en la primavera, y el que no comían de inmediato era secado y guardado, para las épocas en que escaseaba la comida.

Pocos días después de que los salmones iniciaran su viaje, Ronan y Tyr decidieron probar suerte en las tierras altas del valle, donde ya habían colocado trampas. Nel les acompañó, en principio para recoger hierbas. El río se estrechaba en el valle. La trampa consistía, primero, en un dique de piedra que los muchachos habían construido de orilla a orilla. Después, río arriba, habían dispuesto trampas circulares de piedra en el agua, para atrapar a los peces cuando nadaban entre los huecos que los constructores habían dejado estratégicamente en el dique. En cuanto los peces caían en la trampa, Ronan y Tyr sólo tenían que arponearlos.

La rapidez era esencial en esta forma de pesca. El arpón con mango de madera y tres dientes hechos de cuerno de antílope sólo era un arma eficaz si iba acompañada de una buena puntería y un brazo veloz. Tanto Ronan como Tyr eran conocidos por su habilidad con el arpón. Nel, después de recoger una serie de plantas, pasó el día sentada a la orilla del río, disfrutando del sol y contemplando las evoluciones de los muchachos de trampa en trampa. Cada vez que alanceaban un salmón, los chicos atravesaban su agalla con un alfiler de hueso y lo añadían al hilo de tendón que colgaba de su cintura.

La pesca de aquel día fue buena, y las cestas que Nel había llevado iban cargadas de peces cuando los tres volvieron a casa. Cada chico transportaba una cesta, y Nel los arpones. Los tres estaban contentos con la pesca y con su mutua compañía, y caminaban alegremente, charlando y riendo de sus propias bromas.

Se separaron cuando llegaron al poblado. Tyr cogió una cesta para su madre, que se encargaría de limpiar y cocinar el pescado, en tanto Ronan y Nel se ocupaban de la otra. Se trataba de un trabajo sucio y tedioso; era preciso abrir cada salmón, guardar su precioso aceite en una vejiga de reno, y colgarlo a secar.

—Uf —dijo Ronan cuando terminaron—. Me siento tan aceitoso y maloliente como esos salmones. Voy al río a lavarme. —Miró a Nel con aire crítico—. Tú también deberías hacerlo.

Era tarde y las hogueras de cocinar se habían encendido en todas las chozas. Nel olfateó el aire.

—Muy bien —dijo—, pero antes iré a buscar a Nigak.

Ronan esperó, mientras Nel corría hacia donde había atado a Nigak para que no molestara mientras limpiaban el pescado. Cruzó los tobillos, se apoyó en su arpón y escudriñó el cielo. Hacía días que el tiempo era bueno, y daba la impresión de que seguiría así. «Quizá mañana salga a cazar el gran ciervo que Pier vio ayer», pensó.

De repente, un enorme peso cayó sobre él. De no haber estado apoyado en el arpón, habría dado con los huesos en tierra. Era Nigak, erguido con sus grandes patas sobre los hombros de Ronan. Empezó a lamer entusiastamente el rostro del joven.

—¡Vaya! —gruñó Ronan, mientras el lobo jugueteaba con su nariz—. De acuerdo, amigo. Baja. ¡Baja! Me gustaría que no hiciera estas cosas —dijo a Nel.

—No consigo quitarle la costumbre.

—¿Por qué no? Los perros no lo hacen.

Ronan consiguió liberarse del cariñoso abrazo de Nigak.

—Por lo visto es una de las principales diferencias entre lobos y perros —explicó Nel—. Ambos aprenden a encariñarse con los humanos, pero mientras los perros parecen comprender que los humanos no son perros, Nigak da la impresión de pensar que somos lobos.

—¿Por eso insiste en lamerme la cara y mordisquearme la nariz?

Nel asintió.

—Creo que sí. Los lobos se saludan de esa forma.

—¿Cree que somos lobos?

La niña volvió a asentir.

Ronan sonrió.

—Este lobo está muy confundido, Nel.

—Bien, tú y yo somos su familia. Desde que era un cachorro. ¿Por qué no va a pensar que somos lobos?

—Los perros no piensan que somos perros —adujo Ronan.

—Los perros viven con los hombres desde hace mucho tiempo. Los lobos, no.

—Imagino que ésa es la explicación —murmuró Ronan. Caminó hacia el río, seguido de Nel y Nigak.

—He traído un poco de saponaria —dijo Nel, y alzó la planta para que Ronan la viera.

El joven gruñó. Nel le miró con curiosidad.

—¿Te entristeció que Borba se casara? —preguntó al cabo de un momento.

Ronan pareció sorprenderse.

—No. ¿Por qué?

—Pensé que te gustaba.

—Me gusta. Me gusta tanto que le deseo un matrimonio muy feliz.

—Oh —dijo Nel, y su rostro se iluminó.

Habían llegado a la orilla del río. Era tarde, y el agua se veía fría y gris. Los hombres y las barcas habían abandonado el río una hora antes, y las redes de pesca estaban dobladas en la orilla, preparadas para el día siguiente. Ronan se llevó la mano a la nariz y resopló.

—Ya no puedo aguantar más el olor a pescado —dijo—. Voy a zambullirme en el agua.

Su decisión no pareció sorprender a Nel.

—No te has traído una muda.

Ronan se encogió de hombros.

—Tendré que ponerme otra vez lo que llevo.

—Y volverás a oler.

El joven se encogió de hombros de nuevo.

—Iré a buscarte una camisa limpia —dijo Nel.

—¿De veras, pececillo? Ve a la cueva de los hombres y pide una a cualquiera. Todos saben dónde guardo mis cosas. Y también pantalones. Tengo un par limpio.

—Muy bien.

Nel le entregó la saponaria y salió corriendo, seguida de Nigak.

Ronan caminó hasta un punto en que un macizo de abedules y pinos ocultaban la orilla al poblado. Se quitó la ropa a toda prisa y se metió en el río helado. Sus dientes castañetearon cuando empezó a lavarse. Ojalá Nel se apresurara.

Debió de correr a toda la velocidad de sus piernas, porque regresó cuando él se disponía a salir del agua. Había traído también una vieja piel de ciervo para que la utilizara como toalla.

—Buena chica —dijo Ronan. Empezó a secarse vigorosamente. Cuando terminó, la niña le dio los pantalones.

—¿Cómo es que no tienes pelo en el pecho? —preguntó, después de que Ronan se ciñera la correa alrededor de la cintura.

Él se encogió de hombros.

—No me ha crecido nunca. No sé por qué.

—Te ha crecido en los demás sitios.

Ronan sonrió.

—A mí aún no ha empezado a crecerme —dijo con tristeza Nel—. Mi madrastra dijo el otro día que no llegaría a la iniciación hasta que fuera tan vieja como Fali.

—No le hagas caso. —Ronan pasó los dedos por su pelo recién lavado para desenredarlo. Después empezó a hacerse la trenza—. ¿No vas a lavarte? Tú también has limpiado pescado.

Ella le dirigió una sonrisa radiante.

—Voy a lavarme las manos.

Ronan acabó de atar la tirilla de cuero que sujetaba su trenza y meneó la cabeza. La niña cambió de estrategia.

—Ronan, me ha gustado mucho ir a buscar tu ropa… —Después, cuando él se acercó, gimió—: ¡El agua está muy fría!

—No es necesario que te quites toda la ropa. Súbete los pantalones. Deja, yo te ayudaré.

Se puso en cuclillas y procedió a subirle los pantalones de piel de ciervo hasta las rodillas.

Sus piernas se habían alargado durante el último año, pero aún eran tan delgadas como palillos. No obstante, tenía la piel bonita, de un tono cremoso y suave como el marfil. Excepto por la cicatriz de su tobillo derecho. Ronan recordó el día en que ella se había herido, escalando una pared rocosa vertical para rescatar a un ternero extraviado. ¡Nel y sus animales!, pensó. Se levantó.

—Al agua.

Ella le dedicó una mirada dolorida, pero cogió la saponaria y entró en el agua.

—Lávate el pelo —dijo Ronan cuando la niña se inclinó para mojarse la cara.

—¡Ronan! —exclamó ella—. ¡Estoy helada!

—Tu cabello parece casi tan negro como el mío —fue la inexorable respuesta—. Lávatelo.

—Pero mi camisa se mojará y mi madrastra se enfadará.

—Pues quítate la. Yo te la guardaré.

El sol discurría hacia el ocaso y el aire transparente era frío. El agua del río bajaba helada, pero Nel tenía el pelo muy sucio, pensó Ronan. A su madrastra nunca se le ocurriría lavárselo. Si él no la cuidaba, iría sucia de pies a cabeza. Por su parte, Nel prestaba poca atención a su higiene personal.

Ronan contempló cómo se quitaba la camisa por la cabeza. Tenía su cuerpecillo esquelético en carne de gallina. Cogió la camisa, cruzó los brazos sobre el pecho para darse calor y esperó a que Nel se lavara el pelo.

—Ven aquí —dijo cuando ella terminó—. Yo te lo secaré.

La niña se acercó. Ronan cogió la piel de ciervo y le secó la cabeza. De pronto, Nel le rodeó la cintura con los brazos y se acurrucó contra él.

—Tengo m-mucho frío —dijo.

—Pobre pececillo. —Temblaba, y Ronan frotó su espalda para calentarla. Su mano se veía muy oscura en contraste con la piel marfileña—. Ponte la camisa y entrarás en calor.

Nel levantó los brazos y dejó que se la pusiera por la cabeza. Su cabello mojado colgaba sobre su espalda. Ronan se lo desenredó y le hizo la trenza.

—Péinate cuando llegues a casa —ordenó—. Tienes un cabello muy bonito, pero debes cuidarlo.

Ella le miró. Sus largas pestañas estaban empapadas.

—Adivina lo que encontré ayer, Ronan: una gatita cimitarra.

Ronan gruñó.

—Otro huérfano no, Nel.

—Es muy cariñosa. —Su boca se curvó en una mueca afligida—. Temo que Olma no me deje llevarla a casa.

Ronan suspiró.

—Podría encontrarte un lugar donde guardarla.

La niña esbozó una sonrisa radiante.

—Gracias, Ronan.

El joven meneó la cabeza, apoyó una mano sobre la nuca de Nel y ambos regresaron al poblado.

Llegó el verano, los renos y los ciervos emigraron a las tierras altas y los cazadores de la tribu se trasladaron a su campamento de verano en el río Estrecho para cazarlos. Como de costumbre, la Señora se quedaba en el enclave permanente de la tribu, pero Morna ya era lo bastante mayor para acompañar por primera vez a los hombres y chicas iniciados.

El aire de las alturas maravillaba a Ronan. Era de lo más transparente. En una ocasión, durante la Luna del Antílope, había ido con Neihle por el Paso del Búfalo hasta el valle del río Atata, para comerciar con los hombres de la tribu del Búfalo, y las alturas del paso se le habían antojado gozosamente estimulantes.

La tribu del Búfalo seguía el Camino del Dios del Cielo. Ronan había observado con atención la vida cotidiana de la tribu durante los dos días que Neihle y él habían pasado en sus cuevas. Ronan encontró extrañas muchas de sus costumbres. Por una parte, le impresionó comprobar la evidente preponderancia de los hombres de la tribu. Por otra, se quedó perplejo. Aunque los hombres gobernaban, al parecer se perdían muchos placeres de la vida. Las chicas solteras, a las cuales Neihle quería que viera, se mantenían separadas de los hombres. Explicaron a Ronan que no copulaban hasta que se casaban. El motivo consistía en que los hombres del Búfalo querían estar seguros de la paternidad de sus hijos. Ronan se mordió la lengua, pero pensó que los hombres del Búfalo eran idiotas. ¿Qué más daba si otro hombre era el padre del primer hijo de tu esposa? Ronan no se daba cuenta de que los hombres del Ciervo Rojo mantenían con sus hijos una relación diferente a la de los hombres del Búfalo. Como en todas las sociedades matriarcales, un hijo del Ciervo Rojo pertenecía a su madre, pero un niño del Búfalo, nacido en una sociedad patriarcal, pertenecía a su padre. Estos distintos puntos de vista explicaban actitudes tan dispares sobre la importancia de la paternidad del niño.

El verano transcurrió con excesiva rapidez. Los días eran más cortos y la escarcha ya se posaba sobre los pastos más elevados. Una tarde, Neihle fue a buscar a su sobrino para invitarle a visitar de nuevo la tribu del Búfalo.

—Haras, el jefe, tiene varias chicas que necesitan maridos este año —explicó Neihle—. Pienso, Ronan, que serías feliz en la tribu del Búfalo.

Ronan levantó la vista de la liebre que estaba despellejando. Los dos hombres se encontraban solos frente a la gran caverna superior.

—La Señora te dará una buena dote —continuó Neihle, al ver que Ronan no contestaba.

—Estoy seguro, tío —replicó Ronan, sin gran entusiasmo. Dejó el cuchillo de pedernal y se puso en pie—. De todos modos, no estoy muy seguro de querer abandonar mi tribu.

—Tarde o temprano tendrás que hacerlo —dijo su tío con voz pausada.

Ronan contempló sus manos ensangrentadas.

—¿Por qué?

—Ya lo sabes. Nuestra tribu no contempla la posibilidad de un jefe masculino, y serías más feliz en una que sí lo acepte.

Ronan no levantó la vista.

—En otra tribu, Neihle, no tendría derecho a ser el jefe. Aquí es diferente.

Siguió un repentino silencio. Después, Neihle habló:

—Aquí tampoco tienes derecho. Eres un hombre y la tribu sigue a la Diosa. Has crecido aquí, Ronan. Tienes que comprenderlo.

Ronan flexionó sus manos ensangrentadas.

—Si es así, Neihle, ¿por qué me teme la Señora?

—No teme por ella, sino por Morna.

—Ya. Teme por Morna. La Elegida. —Ronan se volvió hacia Neihle y apretó los labios—. ¿No preferirías ser gobernado por mí antes que por Morna?

—Dhu —exclamó Neihle con voz gutural.

—Ya lo ves. Arika está en lo cierto al temerme.

Se produjo un silencio. Hacía un calor inusual para la época del año, y Ronan se había quitado la camisa para no mancharla con la sangre de la liebre. Su torso aún estaba bronceado por el sol del verano, y Neihle contempló aquel pecho ancho y musculoso. Ronan ya había perdido su esbeltez infantil, aunque tenía la cintura y las caderas tan delgadas como de costumbre. En cuanto a su cara… cuando había dicho «Arika está en lo cierto al temerme», una extraña expresión había aparecido en la cara de Ronan. Implacable. Casi cruel.

—Soy joven —dijo Ronan con un tono todavía más implacable—. Y la Señora es vieja. —Sus ojos oscuros eran fríos—. Puedo esperar.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Neihle. Siempre había pensado que el temor de Arika hacia su hijo era irracional. Jamás había imaginado que la Señora tenía razón, que debía temer a Ronan.

Hasta ahora.

—¿Has hablado con alguien sobre esto, aparte de mí? —preguntó a Ronan con voz cortante.

—No.

Ronan se puso en cuclillas y cogió de nuevo el afilado cuchillo de pedernal.

Bien, menos mal. Neihle contempló a su sobrino trajinar con la liebre y meditó en qué podía decir para hacer comprender a Ronan que su ilícito deseo era imposible.

—Es verdad que tú mataste al oso —empezó—. Es verdad que mataste al venado más grande que la tribu había visto jamás. Pero en esta tribu, Ronan, no se llega a jefe mediante la caza.

—Lo sé. El hombre de la Señora es el jefe en esta tribu. —Neihle contempló como hipnotizado los dedos expertos de Ronan, que empuñaban el cuchillo—. ¿Qué pasaría si la señora eligiera a un único hombre, Neihle? ¿Qué pasaría si la Señora se casara?

—No puedes casarte con Morna —respondió su tío, perplejo.

—Con Morna, no. Con Nel.

Neihle se quedó estupefacto. Ronan levantó la vista del pellejo ensangrentado.

—¿No preferirías que Nel fuera la Señora, en lugar de Morna? —preguntó.

—No debes decir… —se apresuró a replicar Neihle.

Una suave voz femenina le interrumpió.

—Ronan, estoy esperándote.

Iva llegó al final del empinado sendero que conducía a la cueva superior y dirigió a Neihle una mirada de reproche. Apoyó una mano sobre el hombro desnudo de Ronan.

—Pensaba que íbamos a pescar juntos —dijo.

—Casi he terminado —contestó el joven, sus manos todavía ocupadas en la liebre—. Sé buena chica y espérame junto al río.

La chica asintió, le acarició suavemente el hombro y se fue, descendiendo por el sendero hacia el fondo del valle.

Neihle siguió a Iva con la mirada; su rostro sombrío provocó un extraño contraste con la fascinante visión de aquellas caderas cimbreantes.

—No puedes casarte con Nel, Ronan —dijo por fin—. Vuestro parentesco es demasiado cercano.

—La Anciana afirma lo contrario —repuso Ronan.

—Nel y tú.

Neihle estaba muy pálido.

Ronan sonrió, y aquella sonrisa seductora barrió de repente toda su arrogancia implacable, toda su crueldad.

—Te aseguro que no soy idiota, tío. Esperaré al momento adecuado, pero no vuelvas a pedirme que busque esposa en otra tribu.

Morna, apostada en el arco de la caverna inferior, vio que Ronan cruzaba el fondo del valle, la camisa de piel de ciervo colgada sobre su hombro. Vio que Iva salía de detrás de un árbol para reunirse con él, y vio que la muchacha abrazaba la cintura de Ronan y aplastaba sus pechos contra el torso desnudo del joven. Éste inclinó su cabeza oscura. Dio la impresión de que le susurraba algo al oído. Después se apartó de Iva y fue a lavarse las manos al río. Cuando volvió, pasó un brazo sobre el hombro de Iva y, así enlazados, los dos echaron a andar río arriba.