CAPÍTULO IX
El grupo se abrió paso entre las tiendas y la gente hasta pasar bajo el arco de piedra. Thorn paseó la vista a su alrededor, maravillado. Jamás había pensado que una cueva pudiera tener un techo tan alto como aquélla. La luz del día penetraba por la abertura del amplio túnel, y más luz procedía de pequeñas hogueras, alrededor de las cuales se sentaban grupos de hombres rodeados de sus mercancías. Un grupo llamó la atención de Thorn; detrás, había una alta pila de cuernos de reno, apoyada contra la pared.
—¿Qué hacen esos hombres con tantos cuernos, padre? —preguntó a Rilik en voz baja.
Rilik observó a los hombres.
—Hacen palos de excavar, Thorn.
El grupo del Búfalo se había detenido mientras Rilik hablaba, y Thorn vio que Haras acercaba una lamparilla a los hombres de los cuernos. Uno de ellos la encendió con un tizón. Haras habló unos momentos, y después guió a los suyos hacia una abertura en la roca. Thorn supuso que debía conducir a las galerías interiores. Se volvió para seguirles, pero tropezó. La fuerte mano de su padre le sostuvo.
—Mira dónde pisas —dijo Rilik.
Haras había desaparecido, y Thorn, obediente, le siguió hacia la oscuridad.
—Siempre acampamos en la misma cámara —dijo Rilik desde atrás—. No está lejos.
Thorn guardó silencio mientras los hombres se ocupaban de encender un fuego. En cuanto hubo luz suficiente para ver, Thorn se dedicó a inspeccionar las paredes de la cámara. No vio pinturas.
—Ven, ya es hora de que echemos un vistazo —dijo Rilik.
Thorn siguió a su padre por el pasadizo y volvió al túnel principal de la caverna.
El sonido del caudaloso río era omnipresente, amplificado por las grandes paredes y el techo de piedra. Rilik y Thorn subieron por el empinado sendero que corría paralelo al agua, y Thorn observó que cada superficie plana del suelo del túnel estaba ocupada por grupos de hombres y los objetos que pretendían trocar. Algunos hombres llevaban la trenza larga que les distinguía como seguidores del Camino de la Madre, y Thorn abrió sus ojos castaños de par en par mientras caminaba detrás de su padre, sin dejar de mover la cabeza de un lado a otro.
Rilik conocía a muchos hombres de anteriores encuentros, y se detenía a menudo para intercambiar saludos y noticias. Incluso los que procedían de tierras más lejanas parecían conocer una tosca variante del idioma hablado por el Clan. Sin embargo, a Thorn le interesaban más los artículos exhibidos que la charla, y los que más le gustaron fueron las conchas. La tribu del Búfalo tenía conchas que convertían en adornos para hombres y mujeres, pero jamás había visto tal despliegue de conchas naturales tan hermosas. Había conchas doradas, negras y rosáceas, blancas y grises, de textura perlífera. Una en particular, en forma de abanico y de un blanco purísimo, cautivó a Thorn. Decidió intentar cambiarla por algunos de sus grabados y hacer un colgante para su madre.
Thorn se alejó de las conchas y vio que Rilik estaba sentado en cuclillas frente al hombre de las plumas. Rilik podía pasarse horas para escoger unas plumas.
—¿Puedo salir un rato, padre? —susurró Thorn al oído de Rilik.
—Mmmm —murmuró distraídamente Rilik, mientras cogía una bonita pluma de perdiz y la examinaba con atención. Thorn se marchó.
Estaba oscureciendo y Thorn se llevó una decepción cuando vio que los niños habían dejado de jugar. Sólo quedaba un muchacho, que calzaba mocasines. Thorn contempló su cara con interés. Todas las líneas de la cara del niño eran ascendentes, excepto los ojos, que en el rabillo formaban un peculiar pliegue. La nariz era larga, delgada y respingona. La boca era de labios finos, pero su curva ascendente la dotaba de un aspecto alegre y generoso. Los ojos azules parecían abrumados por el sueño, pero su expresión no era adormilada. Thorn sonrió. Era imposible no sonreír al ver una cara semejante.
El niño reparó en él, vaciló, y después se acercó.
—¿Quieres jugar a pelota? —preguntó.
Thorn sonrió.
—Sí.
Los dos muchachos jugaron con un estómago de caballo hasta que cayó la oscuridad y sus preocupados padres salieron en su busca. El chico era el hijo del chamán de la tribu del Leopardo, y éste y Rilik pensaban que sus hijos tendrían el suficiente sentido común para regresar a sus campamentos cuando anocheciera. Thorn y Kenje intercambiaron una sonrisa de complicidad y siguieron a sus respectivos padres.
Thorn despertó en plena noche, empapado de sudor. Se sentía mal. Tenía la nariz tan tapada que apenas podía respirar, y le dolía la garganta. Se incorporó y buscó a su padre a la luz de la única lámpara. Rilik estaba bajo las pieles de dormir.
Lo único que se oía en la cámara eran ronquidos. Nadie se movía. Rilik siempre dormía profundamente, y si Thorn intentaba despertarle también despertaría a los demás. Pensarían que era un quejica, llorando por un dolor de garganta. Las lágrimas asomaron a sus ojos y parpadeó para contenerlas. Anheló haberse quedado con su madre. Se acostó de nuevo e hizo acopio de fuerzas para soportar el resto de la noche.
Thorn volvió a dormirse antes del alba, y le despertaron los ruidos de actividad alrededor del fuego.
—No me encuentro bien —graznó—. Me duele la garganta.
Rilik frunció el ceño y apoyó una mano sobre su frente.
—Tienes la piel caliente.
Haras se acercó.
—¿Qué pasa?
Se acuclilló al lado de Rilik y ambos hombres miraron a Thorn con el ceño fruncido.
El jefe de la tribu del Búfalo era un hombre de aspecto impresionante: alto, de pecho ancho, pelo color arena y ojos azul grisáceos. Aquellos ojos miraron a Thorn con una mezcla de preocupación e irritación. Haras no quería tener a un muchacho enfermo durante la reunión.
—Parece que el chico tiene dolor de garganta —explicó Rilik—. Su piel está caliente. Le daré un brebaje de salvia y se quedará acostado todo el día.
Thorn lanzó un gruñido de protesta.
—Es lo que el chamán prescribiría —dijo Haras con voz autoritaria—. Si tu piel está caliente, has de quedarte quieto y dejar que el enfado del espíritu interno se calme. Vuelve a dormir. Quizá te sentirás mejor cuando despiertes. —El jefe se volvió hacia Rilik—. Si su piel no se enfría, tendremos que encontrar un chamán para que le extraiga un poco de sangre y calme al espíritu.
Rilik llevó a Thorn el brebaje prometido, y el caliente líquido con sabor a salvia sentó bien a su garganta inflamada. Después, los hombres de la tribu se echaron a la espalda sus pertenencias y fueron a intercambiarlas por lo que necesitaban. Thorn se quedó solo. El brebaje había aliviado su garganta, y el chico volvió a dormirse.
Despertó sin tener idea de cuánto había dormido. La galería continuaba desierta. Para su alivio, se sentía mucho mejor. Detestaba que le sangraran, sobre todo un extraño, porque el chamán de la tribu no les había acompañado. Thorn encendió el fuego con la lámpara que le habían dejado y calentó un poco más de brebaje. Lo bebió ávidamente y luego cogió la lámpara y fue a explorar las paredes de piedra de la cámara.
En su mayor parte, la galería no estaba decorada, pero descubrió que en una pared habían efectuado dos mediocres grabados de búfalos. Thorn los examinó. Hizo una mueca de desprecio al comprobar la mediocridad de la obra. Volvió a su fardo, sacó un cincel y se dedicó a grabar un búfalo como debía ser junto a los otros dibujos. Una vez finalizado, grabó la figura de un caballo. Después, casi involuntariamente, sus dedos empezaron a dibujar el perfil de una cara. Era un simple bosquejo, pero la nariz larga y respingona y los párpados caídos delataban a la perfección de quién se trataba: Kenje, el hijo del chamán de la tribu del Leopardo.
Thorn contempló el retrato cuando terminó, con la cara iluminada de placer ante su creación. Entonces, comprendió lo que había hecho. Retrocedió, consternado. ¡Dhu! Si alguien veía el retrato, se metería en un buen lío.
Thorn cogió una piedra para borrar su obra. Entonces recordó las palabras de su padre. Si el retrato había capturado el espíritu de Kenje, ¿qué pasaría si Thorn lo borraba con una piedra? ¿Le ocurriría algo terrible a Kenje si Thorn destruía su retrato? Por primera vez, Thorn comprendió en toda su magnitud lo que significaba dibujar un rostro humano. Había hecho vulnerable a Kenje. No tenía derecho a hacerlo, pensó Thorn, horrorizado. ¿Qué iba a hacer ahora? Supo la respuesta casi de inmediato. No haría nada. Dejaría el dibujo tal como estaba, confiado a la oscuridad. Sólo se había dedicado a inspeccionar las paredes porque le habían dejado solo y aburrido. A nadie se le ocurriría mirar. Nadie descubriría su dibujo. Kenje no sufriría el menor daño.
Cuando Rilik llegó a la galería una hora después, encontró a Thorn bebiendo brebaje de salvia, muy recuperado.
Mientras el resto de la tribu comerciaba, Haras se había reunido con los demás jefes.
—Las tribus del Clan que habitan al norte de las montañas han contado algo estremecedor —dijo aquella noche Haras, cuando se sentó junto al fuego con sus nirum. Thorn y los demás muchachos que habían acompañado al grupo formaban un pequeño círculo detrás de los hombres, y escuchaban en silencio. Haras frunció el entrecejo—. Sé que parece increíble, pero miembros de distintas tribus lo han mencionado.
—¿A qué te refieres? —preguntó Herok.
—Se dice que ha llegado una tribu procedente de las tierras del norte helado. Se dice que no son gente sedentaria, que siempre están en movimiento, que siempre buscan mejores pastos y mejores territorios de caza. Al parecer arrasaron una tribu como el fuego arrasa un prado en verano, destruyendo todo lo que encontraron a su paso.
Rilik se frotó la punta de la nariz, clara señal de escepticismo.
—No me lo creo, Haras. Si esos saqueadores son numerosos, ¿por qué no se unen las demás tribus y les obligan a huir?
—No pueden. Hombres del Búfalo, esto es lo más extraño de todo. —Haras levantó su cabeza leonina—. Se dice que van sentados a lomos de caballos.
Se produjo un silencio estupefacto. Después, exclamaciones de incredulidad.
—¡Imposible!
—¡Eso es el sueño de un chamán!
—¡No lo creo!
Haras levantó las manos para pedir silencio.
—¿Has hablado con alguien que les haya visto con sus propios ojos? —preguntó Rilik, aprovechando el repentino silencio.
Haras meneó la cabeza.
—Aún se encuentran al norte del lugar donde el río Dorado desemboca en el mar. Las tribus que han venido a esta reunión no los han visto, pero en las reuniones del norte han hablado con hombres del Clan que sí lo han hecho.
—¿Cómo se llaman esos jinetes? —preguntó Herok.
—Les llaman los Domadores de Caballos.
—Si están al norte del río Dorado, la distancia que les separa de nosotros es mucha —señaló Herok.
—Exacto —corroboraron los demás hombres y, al cabo de un rato, la conversación derivó hacia otros asuntos.
«¿Hombres sentados sobre caballos? —pensó Thorn—. ¿Es posible?»
A la mañana siguiente Thorn se encontraba mucho mejor. Como la tribu no marcharía de la Gran Caverna hasta el día siguiente, aún tendría tiempo de ver la reunión. La primera persona a la que buscó fue el comerciante de conchas, al cual preguntó por la concha blanca en forma de abanico que tanto le había gustado dos días antes.
El comerciante rió y dijo que la concha blanca ya estaba vendida.
—Aprende la lección, jovencito —añadió el hombre—. No esperes a tomar una decisión, sino que coge lo que quieras cuando puedas.
Thorn, decepcionado, ya se alejaba de las pieles de búfalo del comerciante, mucho menos cubiertas de conchas que dos días atrás, cuando oyó la voz de un niño.
—¡Thorn! Te he estado buscando.
Thorn se volvió y, al ver la rebelde nariz respingona de Kenje, sintió una punzada de remordimiento.
—Ayer estuve enfermo. —Thorn recordó la cara que había pintado ilícitamente.
—Lo sé. Pregunté a tu padre dónde estabas. ¿Te importa si te acompaño?
—¿Sabes si ha venido alguien de la tribu del Lobo? —preguntó al hijo del chamán.
Kenje pareció sorprendido al principio, y después suspicaz.
—¿Por qué lo preguntas?
—Una amiga mía se unió a ellos el año pasado —contestó. Thorn, sorprendido por la reacción del muchacho—. Me gustaría saber cómo está.
—Oh.
—¿Ocurre algo?
—No —dijo Kenje con aire desenvuelto—. No ocurre nada. De hecho, están aquí. Son cinco. Han traído hermosas pieles de reno para trocar. —Esbozó una sonrisa complacida—. He conseguido una bonita piel blanca para mi madre.
Thorn se entristeció de nuevo, al recordar la concha blanca que no había conseguido para su madre.
Aunque todas las tribus de las montañas cazaban renos, era normal que en las reuniones hubiera demanda de buenas pieles. Eran necesarias muchas pieles de reno para proporcionar a una familia normal pieles suficientes para las alfombras, para dormir, para las tiendas y las ropas necesarias para la supervivencia. Diecisiete pellejos de reno enteros, tres estómagos blancos y treinta patas se requerían para que una mujer fabricara una túnica de piel, botas y una piel de dormir. Las pieles de reno de la tribu del Lobo iban muy buscadas en la reunión, si bien sus miembros eran mirados con cierto recelo.
—Te enseñaré dónde están —dijo Kenje—, pero no le digas a mi padre que he hablado con ellos. Dice que todos los hombres del Lobo son proscritos de las demás tribus y no quiere que me relacione con ellos. —Los brumosos ojos azules de Kenje adoptaron gravedad. Bajó la voz—. Uno de ellos mató a su propia esposa.
Thorn se quedó boquiabierto.
—¿De veras?
Kenje asintió.
—Oí que los hombres de mi tribu hablaban al respecto. El hombre se llama Bror, y es el que me vendió la piel blanca.
—¿Mató a su esposa? —Thorn no podía creerlo—. ¿Y los parientes de la mujer no le mataron a su vez?
—Era de otra tribu y tardaron en enterarse. Él no quería hacerlo. Los hombres dijeron que la amaba, pero se enfadó un día y la golpeó en el mentón. Ella cayó y luego murió.
Thorn pensó en su madre y apretó los labios.
—La enterró él solo —prosiguió Kenje, recreándose en la macabra anécdota—. No pudo pedir a los parientes de la mujer que le ayudaran; le habrían matado de haberse enterado. En su propia tribu estaban horrorizados y nadie se le acercaba. Cogió un palo de cavar y trabajó todo el día y toda la noche para enterrarla. Estaba abrumado de pena y remordimientos. —Era evidente que Kenje estaba repitiendo las palabras de algún adulto—. La enterró y luego subió por la senda de la montaña, y allí se encontró con Ronan y fundaron la tribu del Lobo.
Thorn exhaló un largo suspiro. El relato contenía todo el terror de una auténtica tragedia.
—Vamos —dijo Kenje—, te enseñaré dónde está.
Los hombres del Lobo estaban guardando las cosas para marchar cuando los niños se acercaron.
—El de en medio es Bror —susurró Kenje.
Thorn miró al hombre arrodillado junto a un fardo de piel, trabajando en sombrío silencio. Bror tenía el pelo negro, una cara de huesos fuertes y el cuello grueso y musculoso. Parecía un hombre que cargaba con el peso de haber asesinado a su mujer, pensó Thorn. Kenje se detuvo y dejó que Thorn se acercara solo.
—Soy Thorn, hijo de Rilik, de la tribu del Búfalo —se presentó el muchacho—. Me gustaría saber si Fara está bien.
Uno de los hombres se incorporó y miró a Thorn. Era un hombre grande, de cabello castaño corto y pequeños ojos azul pálido.
—Tu jefe ya nos ha preguntado por ella —replicó con irritación, y volvió a su tarea.
Thorn desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro, vacilante. Notó que Kenje le tiraba de la camisa, con la intención de alejarle. No le hizo caso.
—¿Ha vuelto a tener gemelos? —preguntó al hombre.
El hombre levantó la vista de nuevo y le dirigió una dura mirada.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Fara era amiga mía —contestó Thorn.
—Ha vuelto a tener gemelos —dijo el hombre, con una voz tan dura como su mirada.
A Thorn se le encogió el corazón. Pobre Fara, pensó. Había parido seis hijos, sólo para ver que……
—¿Ronan permitió que conservara uno? —preguntó, angustiado.
Esta vez respondió el hombre que Kenje había identificado como Bror.
—Permitió que conservara los dos.
Thorn se sintió liberado de un gran peso, sonrió ampliamente.
—Oh —exclamó con júbilo—. ¡Es magnífico!
Los cinco hombres le miraron con curiosidad.
—¿Magnífico? —preguntó Bror—. ¿Por qué? Fue tu tribu la que abandonó a los demás gemelos.
Thorn se mordió el labio. ¿Cómo explicarlo, sin parecer desleal a su tribu?
—Es que para Fara fue terrible perder a sus bebés —dijo—. Perder éstos habría acabado con ella, estoy seguro.
—Los gemelos son malos —dijo el hombre de ojos azules.
—Bien, si son malos están en buena compañía —dijo con una sonrisa irónica el pelirrojo sentado a la izquierda del gigante—. Como señaló Ronan cuando te opusiste a que se salvaran, Heno.
—¿Qué dijo? —preguntó Thorn.
El pelirrojo, que debía de tener la edad de Ronan, respondió sin apartar la vista de Heno.
—Dijo que la maldad que dos bebés podían aportar a una tribu de violadores y asesinos era insignificante, y que podíamos continuar adelante con su compañía.
Thorn y Kenje rieron, pero al pronto callaron y miraron a los violadores y asesinos, temerosos de que se hubieran ofendido.
—Por no mencionar que quería quedarse a las mujeres —murmuró un joven de cabello rubio.
—Tenía razón; —afirmó el pelirrojo—. Necesitamos a las mujeres.
Todos los hombres gruñeron en señal de aprobación. Kenje se adelantó, para sorpresa de Thorn.
—Por favor —dijo el chico a Bror, cuyo porte indicaba que era el jefe del grupo—, ¿le darás esto a mi hermana?
Extrajo la concha blanca que Thorn había querido llevar a su madre.
Thorn contempló la concha y luego miró a Kenje. Los ojos de éste estaban clavados en Bror. El hombretón asintió en dirección al rubio.
—Cógelo, Dai.
El rubio avanzó y Kenje le entregó la concha.
—Quería dároslo ayer —explicó Kenje—, pero mi padre no me dejó ni un momento. —Miró nerviosamente hacia atrás, como si temiese que alguien le estuviera observando—. ¿Cómo está mi hermana?
—Beki está bien —contestó en voz baja el joven Dai—. Y también Kasar. Está embarazada.
Kenje sonrió.
—Me alegro. ¿Se lo dirás de mi parte? Me alegro de que Kasar y ella sean felices.
Dai asintió y se alejó, con la concha en la mano. Thorn y Kenje cambiaron una mirada y ya se disponían a marcharse, cuando un joven que ostentaba la típica trenza de la Diosa hizo acto de presencia.
—¿Sois los hombres de Ronan? —preguntó a Bror.
—Sí, lo somos.
Bror se puso en pie, lenta y deliberadamente. Los otros cuatro se volvieron hacia el recién llegado. La atmósfera se impregnó de hostilidad.
El hombre de la trenza parecía no advertir la tensión reinante.
—Soy Tyr, de la tribu del Ciervo Rojo, y tengo un mensaje para Ronan. ¿Se lo transmitiréis?
—La tribu del Ciervo Rojo le expulsó —replicó con aspereza Bror. Su cara rígida y severa parecía tallada en madera—. ¿Qué queréis de él ahora?
—No es un mensaje de la tribu —dijo el hombre del Ciervo Rojo—. Es un mensaje de Tyr, su antiguo amigo.
Se produjo un silencio.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó por fin Bror.
—Éste: la disposición de la tribu está cambiando. Ten paciencia. Te enviaré a buscar cuando llegue el momento oportuno para tu regreso.
La hostilidad de los hombres del Lobo era tan palpable que a Thorn se le erizó el vello de la nuca.
—¿Eso es todo? —preguntó Bror.
—Sí, es todo.
—Ronan tiene una nueva tribu —dijo el pelirrojo—. Ya no necesita al Ciervo Rojo.
Bror apoyó su enorme mano en el brazo del pelirrojo.
—Se lo comunicaré a Ronan —dijo a Tyr, impasible.
El hombre de la trenza asintió y luego vaciló, como si deseara añadir algo más. Sin embargo, la expresión de Bror le disuadió. Los hombres del Lobo contemplaron en silencio al intruso, mientras daba media vuelta y se alejaba lentamente. Después, siguieron ocupándose de sus cosas.
Thorn y Kenje esperaron a que Tyr se alejara bastante y luego le siguieron.
—¿Tu hermana está con Ronan? —preguntó Thorn, cuando Kenje y él se detuvieron junto a la orilla del río, a salvo entre los hombres que guardaban sus pertenencias.
—Sí —suspiró Kenje.
—No me lo habías dicho. —El tono de Thorn estaba cargado de reproche.
—Mi padre no quiere que se sepa.
—Debió de hacer algo espantoso —dijo Thorn, con una nota de admiración en la voz.
Kenje meneó la cabeza.
—Sólo que dio su amor al hombre equivocado.
—¿Kasar?
—Sí, Kasar.
—¿Por qué era el hombre equivocado?
—Procedía de una familia pobre. Su padre no era un buen cazador, y la familia apenas si poseía las pieles y pellejos mínimamente necesarios. Kasar no podía pagar el precio matrimonial de Beki, que era alto. En mi tribu, el precio de la novia es muy importante. La categoría de toda la familia, esposo, mujer e hijos, depende de cuánto se paga por la mujer. Mi padre no quería un precio bajo por su hija.
—¿Y Beki?
—Dijo que a ella le daba igual, que sólo le importaba Kasar, pero mi padre es el chamán, un hombre muy importante en la tribu. Perdería prestigio si aceptaba menos de lo que valía Beki.
Thorn hizo un gesto de la cabeza para indicar que comprendía.
—Mi padre dijo que Kasar podía casarse con Beki si iba a vivir a casa de mi padre y trabajaba para él. Pero si Kasar lo hacía, sus hijos pertenecerían a mi padre y no a él. Kasar es muy orgulloso. No quería convertirse en el criado de mi padre, ni siquiera por Beki.
—¿Qué hicieron Kasar y tu hermana?
—Beki fingió que su sangre fluía y se mudó a la cabaña lunar —explicó Kenje—. Se llevó agua y comida, de modo que no repararon en su desaparición hasta la hora de la cena del día siguiente. Lo primero que hicieron fue buscar a Kasar, por supuesto, pero también se había ido.
—Huyeron juntos —dijo Thorn, fascinado.
—Sí. Kasar había oído hablar de la nueva tribu de Ronan, y allí fueron. Beki comunicó a mi madre que estaba sana y salva por mediación de un comerciante de conchas.
—Debes de echarla de menos —dijo Thorn, pensando en la concha que Kenje había entregado a Dai.
—Era una buena hermana —se limitó a comentar Kenje.
—¿Tu padre sigue enfadado?
—Mi padre afirma que Kasar la raptó en la choza lunar. Ha acusado de violación a Kasar y jamás le permitirá regresar a la tribu del Leopardo. Así que estoy contento de que hayan encontrado un hogar con Ronan. En su tribu nunca lo tendrán.
—¡Thorn!
El muchacho levantó la vista y vio a su padre hacerle señas desde el terreno más elevado próximo a la pared.
—Debo irme —dijo a Kenje.
—No cuentes a nadie lo de mi hermana —le rogó su amigo.
—No lo haré —contestó Thorn. Avanzó un paso, se detuvo y dijo sin volverse—: Lo prometo.
Kenje asintió y le vio alejarse.